La ganadora de la reciente edición de los premios Emmy ha sido Homeland, serie que tuve la ocasión, digamos, de ver, a lo largo del verano. El artículo de El País en el que se daba cuenta de este hecho, gloriaba unos guiones que funcionaban como un mecanismo de relojería, para no estropear el tópico. La verdad es que es una de esas ocasiones en las que me pregunto si el periodista ha visto la misma serie que yo o si ha visto alguna en general. Los guiones de Homeland rozan lo inverosímil cuando están bien cosidos. En el resto de los casos, se mantienen en los márgenes del disparate. Así ha salido el tal Nicholas Brody, un marine capturado por los talibanes y que parece tan feliz al lado de su esposa como al lado de su amante, junto al vicepresidente de los EEUU y junto al líder terrorista, vestido con su uniforme y con un chaleco explosivo. Más que un alma atormentada, carece de alma, es un monigote, puro cartón piedra del que se puede esperar todo y nada pues los guiones circulan por su interior sin alterarlo lo más mínimo. No es de extrañar que haya una segunda temporada. Con un personaje así puede haber una tercera, cuarta y una quinta, en la que se le cambiará de sexo. El punto fuerte de la serie está en otro lado, en haber reunido un elenco de actores realmente fantástico, que dan verosimilitud a un espectáculo más falso que el rey Miguel. Ahí está, por ejemplo, Mandy Patinkin, dándole vida a un extraño agente de la CIA del que no sabemos muy bien de dónde viene ni a dónde va, cómo aprendió árabe, por qué se separa de su mujer ni por qué defiende a su aprendiz. Aunque la tarea del héroe ha recaído en un ex-alumno de Eton, de nombre Damian Lewis. Lo descubrí, me imagino que como la mayoría, en Hermanos de sangre. Grande, pelirrojo, con un rostro atravesado por numerosos surcos en cuanto realiza el menor gesto, debió aprender muy pronto que, si quería ser actor, debía autocontenerse y componer el personaje por su modo de andar, de moverse, de (no) gesticular. Es de esos actores que le dan un empaque muy propio y característico a un papel en cuanto aparece en pantalla. Desde luego, la persona ideal para insuflar vida en ese monigote que es el sargento Brody.
Goloso en extremo es el personaje de su némesis, la desgraciada agente de la CIA Carrie Mathison. Frágil, inmisericorde, desequilibrada, sagaz, obcecada e insegura. Al cabo, una víctima más del espionaje norteamericano como aquellos a quienes ella misma ha enviado a la tumba. Claire Danes sabe moverse entre los extremos, mostrar siempre nuevos gestos que transparentan su clarividencia ante todo, salvo a ante su propio estado mental. De hecho, lo mejor de la primera temporada es el brutal y fugaz romance entre ambos personajes, Brody y Mathison, un idilio apasionado y falso, feroz y tierno, sin esperanza y, por encima de todo, nada idílico. Hasta ahí llega la audacia de la serie. Su transgresión, su capacidad para romper tabúes, acaba, prácticamente, donde termina la cabecera. En ese montaje inicial hay, ciertamente, muchas más cosas explicadas acerca de lo que ha sucedido en los últimos veinte años, que en muchos tratados sobre el tema y, desde luego, hay muchas más explicaciones que en lo que viene a continuación en cada capítulo. Es una constante de los actores, guionistas y personajes de la serie la insistencia en que no se pueden hacer sinónimos Islam y terrorismo, pero lo cierto es que todos los musulmanes que vemos en su minutaje, participan, apoyan o defienden las acciones terroristas. Por este lado, siempre queda claro quiénes son los malos, aunque su intención sea vengar el asesinato de 82 niños.
El mérito de la serie, si es que queremos encontrar alguno, radica en que nunca está muy claro quiénes son los buenos. Por la propia Mathison, uno puede sentir ternura, nunca simpatía. Miente, presiona, se salta las normas, buscando siempre su salvación personal más que otra cosa, sin importarle demasiado qué o a quién se tenga que llevar por delante. Los que están por encima de ella tampoco son mejores. Como sabe cualquier buen conocedor de los servicios secretos, el enemigo contra el que se combate es una mera excusa para acabar con el verdadero enemigo, a saber, el tipo que está sentado en el despacho de al lado. De hecho, la parte central de cada capítulo de Homeland son los tiras y aflojas entre Mathison y sus inmediatos superiores. Y es que los servicios secretos son un caldo de cultivo perfecto para las rencillas personales, las envidias y los odios entre sus miembros. En el caso de la CIA, hay dos factores que contribuyen a multiplicar exponencialmente este clima de guerra de todos contra todos. El primero de ellos es la complejidad de este mastodonte que, de tanto abarcar, rara vez ha sido capaz de imponer una cierta coherencia a sus acciones en teatros diferentes. El segundo consiste en ser una de esas curiosas agencias de espionaje que proporciona candidatos a cubrir los altos cargos políticos, costumbre ésta típica de las dictaduras y que hace de dos de las grandes potencias nucleares, democracias bajo sospecha.