Sam Bankman-Fried y Gary Wang se conocieron en un campus para jóvenes talentos matemáticos y juntos pasaron por el relumbrante MIT. Ambos se foguearon ganando dinero con bitcoin y en abril de 2019 fundaron FTX una plataforma para el intercambio de criptomonedas. Como todas estas plataformas, tenía su propio token, FTT, además de ofrecer a sus clientes otras posibilidades, que acabaron incluyendo la compraventa de acciones. FTX creció tan rápido como el valor de las criptomonedas que negociaba. Con los antecedentes de sus fundadores, pronto se aupó a la tercera posición de un sector en el que Binance actúa como claro líder. Su espectacular crecimiento no pasó desapercibido a bancos y todo tipo de inversores, que hacían cola para arrojar cheques en blanco a los pies de Bankman-Fried y Wang. Sus cuentas corrientes engrosaron al ritmo del crecimiento de FTX, alcanzando pronto los codiciados nueve ceros que te convierten en miembro de pleno derecho de cierta élite de los EEUU. Quizás embelesado por la hýbris, el director de la compañía se atrevió a afirmar en un tweet en agosto de 2022 que los depósitos de FTX estaban asegurados por el fondo de compensación norteamericano (FDIC), lo cual significaba que, en caso de bancarrota, los inversores podrían recuperar, al menos, una parte de sus ingresos. El FDIC no se tomó a guasa el asunto, acusó a la empresa de hacer afirmaciones falsas que inducían a la confusión a sus clientes y aun cuando el tweet fue borrado, emitió un comunicado confirmando que ningún depósito en FTX estaba asegurado. A partir de ese momento, la estrella de FTX comenzó a declinar. En noviembre de ese año, la revista especializada CoinDesk publicó un artículo informando que una empresa de Bankman-Fried, Alameda Research, había comprado una parte sustancial de los tokens de FTX, aparentemente, para mantener el precio. Además, aunque sobre el papel Alameda Research pertenecía a Bankman-Fried y no formaba parte de FTX, el artículo insinuaba que no existía semejante compartimentación entre ambas empresas. En la práctica, por tanto, se trataba de una autocartera, como esa a la que en 2021, las compañías del índice S&P 500 destinaron más de 880.000 millones de dólares. Sin embargo, en este caso, cuatro días después de la aparición del artículo, Binance anunciaba a bombo y platillo que se desharía de todos los tokens de FTX “debido a revelaciones recientes”. Una cascada de clientes de FTX comenzaron a vender sus tokens a pérdidas y a retirar sus fondos. FTX, cuyas herramientas informáticas nunca estuvieron a la altura de los millones que manejaba cada día, comenzó a tener problemas técnicos para dar cuenta de las demandas, lo cual convirtió el miedo en pánico absoluto. Al cabo de unos días, simplemente, carecía de liquidez para dar cuenta de todas las solicitudes de retiro de capital que tenía que afrontar. Ya sólo faltaba la estocada mortal. Binance hizo pública su intención de acudir al rescate de FTX, para, 24 horas después, anunciar que la auditoria interna que había realizado de la empresa (exprés por lo visto), desaconsejaba la intervención. FTX había dejado de existir. El 10 de noviembre, diferentes filiales de la empresa recibieron órdenes de suspender sus actividades en los países en los que operaban y el 11 de noviembre se presentó ante un tribunal de EEUU el expediente de bancarrota de la compañía.
Sobre el otrora niño prodigio Bankman-Fried, ya en la ruina, cayeron todo tipo de acusaciones, desde incompetencia en la gestión hasta la simple irresponsabilidad. La caída de FTX sumergió a las siempre turbulentas criptomonedas en una tormenta perfecta. La subida de tipos de interés había reducido su atractivo para los inversores, además de que el incremento de los precios energéticos había vuelto prohibitivo el minado de criptomonedas. Bitcoin arrastraba un pésimo 2022. En mayo bajó desde los 40.000$ a menos de 29.000. Luna, el token de Terra ligado al Bitcoin y que garantizaba una serie de criptomonedas estables, las cuales se vendían como “el futuro de las criptomonedas”, perdió todo su valor. La debacle de FTX llevó a bitcoin a los 15.000$. Muchos clamaron que había llegado el fin del “timo Ponzi” de las criptomonedas. Las autoridades de todos los países, con rostros de paternal responsabilidad, exigieron regular un sector en la zona gris, proclive a que los clientes pierdan su dinero, al robo, a las estafas y a facilitar el movimiento de capitales procedentes del crimen, del terrorismo, de la pedofilia, de la gente con mal aliento y de los que utilizan autobuses pero no desodorantes. Si las criptomonedas estuviesen reguladas, si los Estados pudieran intervenir a su antojo en él, si los bancos centrales y las instituciones que velan por el buen funcionamiento del libre mercado pudieran escudriñar todos los movimientos de las empresas que lo pueblan, los ciudadanos de a pie, por quien pierden el sueño quienes ostentan cualquier clase de poder en este mundo, podrían invertir con seguridad y tranquilidad en algo, por otra parte, prometedor y con amplio futuro. Es necesaria, pues, una reglamentación, una regulación estricta, porque, con una regulación estricta, el libre mercado se convierte en algo transparente que garantiza que todo el mundo pueda ganar dinero a poco que trabaje duro y sea medianamente avispado.