Aunque los navegantes portugueses, españoles e ingleses arribaron en varias ocasiones a la isla de Nueva Guinea durante los siglos XVII y XVIII, en realidad, poco se exploró de ella hasta el siglo XIX. En 1828, Holanda reclamó formalmente la parte occidental de la isla, Alemania hizo lo mismo con la parte nororiental en 1884 y por esas fechas Gran Bretaña asumió como propia la parte suroriental. Sin embargo, los primeros actos administrativos de Holanda sobre el terreno se retrasaron hasta 1898, entre otras cosas, porque el mosaico de lenguas, culturas y etnias de la isla había propiciado una especie de guerra permanente entre poblados que hacía muy difícil su pacificación y dominio. Tampoco les duró mucho la alegría. A finales de 1941, los japoneses iniciaron la campaña de ocupación de lo que entonces se conocía como las Indias Orientales Neerlandesas y, para prepararla, se presentaron ante los pueblos autóctonos como liberadores frente al poder colonial europeo. Muchos líderes nacionalistas colaboraron abiertamente con los japoneses empezando por Koesno Sosrodihardjo, más conocido como Sukarno. Aprovechando la debacle japonesa de 1945 y antes de que los aliados pudieran volver, Sukarno declaró la independencia del nuevo país. Los Países Bajos no estaban en aquellos momentos para ningún esfuerzo bélico pero airearon a los cuatro vientos la colaboración de Sukarno y los suyos con los japoneses e iniciaron una campaña diplomática que incluyó exigir a las tropas japonesas aún en las islas y a las cercanas tropas británicas actuar como mantenedoras del orden hasta la efectiva llegada de su ejército. Los japoneses no estaban muy por la labor y británicos y holandeses no consiguieron desembarcar tropas antes de finales de 1945, cuando la revolución indonesia estaba ya en pleno auge. Tras carnicerías y matanzas sin cuento por parte de todos los bandos en conflicto, en 1949, viendo peligrar su imagen de tolerancia y austeridad que tan buenos negocios les permiten hacer, los holandeses decidieron, no sin amargo resentimiento, reconocer la independencia del país. Para resarcirse, la metrópolis preparó una bomba de relojería. Recuperó el mito de una Nueva Guinea Occidental prácticamente no hollada por los europeos, para no entregar dicho territorio a la naciente república. Los problemas internos de Indonesia, que estuvieron a punto de hacerla implosionar en sus primeros años de vida, y la obstinación de una parte de la clase política holandesa por mantener algo de la grandeza pasada, dejaron la cuestión en un limbo durante trece largos años. Finalmente, en 1962 se firmó el “Acuerdo de Nueva York”, por el cual los Países Bajos cedían el control de Nueva Guinea Occidental a un mandato de la ONU, el cual se lo entregaría a Indonesia si los pobladores del territorio lo deseaban. En realidad, el acuerdo se hizo al dictado de Yakarta, pues, el supuesto mediador, la administración norteamericana de Kennedy, estaba convencido de que negarle lo que pedían hubiese precipitado la caída de Indonesia en la órbita comunista. Por tanto, todo el mundo miró para otro lado cuando la “consulta” consistió en que Sukarto eligiera a su arbitrio un millar de jefes tribales y los presionara hasta conseguir que aceptasen unirse a la República de Indonesia y allí permanecieron, con la mirada fija, cuando las tropas de Indonesia llegaron arrasando todo lo que amagó con alguna oposición. Desde entonces, los habitantes de esa mitad de la isla, en donde se hallan ubicadas algunas de las minas de oro y cobre más grandes del mundo, se quejan de trato discriminatorio por parte de las autoridades indonesias, de que la riqueza que se extrae de sus tierras no deja en ellas más que contaminación, de violaciones masivas, de robo de alimento a los campesinos, de reasentamientos forzosos, de asesinatos extrajudiciales, de torturas, etc. etc. Por si su carácter remoto no supusiese ya un obstáculo, las autoridades indonesias han mantenido a Papúa Occidental cerrada al acceso de la prensa durante décadas con lo que nadie conoce demasiado bien la realidad sobre el terreno.
En 1963 se creó el Movimiento Papúa Libre (OPM) que, un poco como la propia nación que dice defender, aglutina de un modo más bien heterogéneo una serie de grupos guerrilleros que controlan pequeños focos y sin ningún comandante o estructura de mando común, una pléyade de grupos que convocan actos y protestas en todas partes de Indonesia y un puñado de líderes, la mayoría en el exilio, que tratan de dar a conocer la causa papuana en el interior y el exterior del archipiélago. Durante dos décadas, el OPM llevó a cabo acciones de sabotaje contra las instalaciones y el personal de la omnipotente compañía minera Freeport Indonesia, con base en Arizona, pero en 1996 secuestraron varios europeos e indonesios matando a dos de ellos. A comienzos de este siglo se iniciaron los asesinatos de miembros de la policía y el ejército indonesios. En 2019 una amplia campaña de protestas populares generó asaltos a edificios oficiales y enfrentamientos con las fuerzas del orden que causaron la muerte de, al menos, una treintena de personas. El pasado martes, tres soldados murieron en otro ataque contra un puesto del ejército en medio de rumores de un nuevo salto cualitativo en los enfrentamientos, de un incremento de las tropas indonesias, de más condenas por actos de “rebelión” y “traición” que apenas si suponen exhibir la bandera independentista, de acusaciones del gobierno indonesio de vínculos del OPM con el ISIS, de progresiva deriva del secesionismo en un movimiento de tintes raciales… Por no faltarle nada, a este conflicto no le falta ni Puigdemont, que va por ahí apoyando hasta las peticiones de independencia de los adolescentes. Pero mientras unos hacen el payaso y otros alardean de las maravillas de un destino turístico para mochileros aventureros, la sangre lleva medio siglo derramándose y la catástrofe se sigue cociendo a fuego lento, hasta que un día explote en las pantallas de nuestros televisores y nos obliguen a preguntarnos cómo llegó a ocurrir.