Propongo cambiar el nombre del Océano Pacífico, nombre que no describe nada real, por el mucho más adecuado de Océano de los Desmanes. Contábamos hace un par de entradas que los mares del mundo se convertirán, más pronto que tarde, en zonas mineras. Advertíamos que, como siempre, unos pocos acabarían ganando todo lo que los demás perderíamos. No mencionamos, sin embargo, que países como Papúa-Nueva Guinea, han encontrado en la venta de derechos mineros en sus entornos la manera de engrosar sus depauperadas arcas, aunque se haga a costa de embargar los bienes de las generaciones futuras. Las Islas Marshall constituyen otro territorio en la misma situación. Los nódulos de manganeso prometen la riqueza que no han podido traer ni el comercio de la copra ni un turismo que no acaba de arrancar. Y, ciertamente, necesitan esa riqueza.
Los primeros occidentales que llegaron a estas islas lo hicieron capitaneados por Alfonso de Salazar, miembro de la expedición que, a las órdenes de García Jofre de Loaísa, tuvo como misión colonizar Las Molucas. La expedición, que zarpó del puerto de La Coruña, acumuló todo tipo de desastres, incluyendo la muerte de Juan Sebastián Elcano, de García Jofre y del propio Alfonso de Salazar. De las siete naves y los 450 hombres que partieron, 24 acabaron regresando a la península como prisioneros de los portugueses once años más tarde. Bajo el corto mandato de Salazar, se avistaron las Islas Marshall y se tomó posesión de las Islas Carolinas, todo ello en 1526. Por esas fechas había llegado a Nueva España Álvaro de Saavedra Cerón, primo de Hernán Cortés a quien éste envió a una expedición por el Pacífico Sur a ver qué podía encontrar para satisfacer sus ansias de grandeza. La expedición acabó llegando a la isla de Mindanao con uno solo de los tres barcos que habían partido desde Guerrero, pero ya no regresarían. Por tres veces intentaron encontrar vientos que les llevaran de vuelta hacia América sin conseguirlo. En esos intentos arribaron a Hawái, a las Islas del Almirantazgo y al atolón de Enewetak, uno de los integrantes de las Islas Marshall. Álvaro de Saavedra lo nombró “isla de los Pintados”, por la costumbre de sus habitantes de tatuarse todo el cuerpo y tomó las islas en nombre de la corona de España. Numerosas expediciones españolas las visitarían después y también una británica, al mando de John Marshall, que le daría nombre al archipiélago.
En 1885, repito, en 1885, Alemania envió una expedición para reclamar la posesión de las Islas Carolinas, porque España nunca había llegado a ocuparlas realmente. En la península la expedición se tomó como una afrenta, se produjeron manifestaciones y se vandalizó la embajada alemana en Madrid. La prensa azuzó los ánimos del mancillado honor patrio y se forzó al gobierno poco menos que a declarar la guerra. Siete años antes, la Revista General de la Marina había publicado un artículo en el que se procedía a lo que hoy se llama una “construcción de escenarios” que trataba de modelizar lo que ocurriría si lo mejor de la flota española, completamente obsoleta, se enfrentara a un único navío como el Iltis que enviaron los alemanes a las Carolinas. El artículo sentenciaba que un buque medio de los que existían en la época hundiría sin problemas tres barcos españoles antes de que alguno pudiera hacerle daño. Tras numerosas consultas entre el gobierno y los altos cargos de la marina se llegó a la conclusión de que lo mejor era buscar un acuerdo. Se pactó con Alemania la entrega de las Islas Marshall y el libre acceso a las Carolinas, a cambio de reconocer la soberanía (por lo demás, nominal) de España sobre las mismas. Alcanzado el acuerdo, el asunto desapareció de la prensa, del indignado corazón de los patriotas españoles y, durante 13 años, nadie hizo nada por mejorar la condición de nuestra flota para que no volviera a suceder lo mismo… y así hasta 1898. Pero ésa es otra historia.
Japón aprovechó la Primera Guerra Mundial para ocupar las Islas Marshall y sólo se marcharían con la llegada de los norteamericanos en 1944. Sin interés por el comercio de la copra y sin una idea muy clara de qué hacer con un territorio que la ONU le había cedido en fideicomiso en 1947, EEUU llevó a cabo allí 67 de las pruebas nucleares efectuadas por dicho país. En 1990, las Islas Marshall alcanzaron formalmente su independencia tras un acuerdo con EEUU por el que éstos pagarían 250 millones de dólares en compensación por las pruebas nucleares y otros 600 millones en otros conceptos. Nada de eso ha bastado para sufragar los gastos de uno de los índices de cánceres más altos del planeta. La radiación que sigue midiéndose en algunos de los islotes multiplica por mil la de Chernobyl o Fukushima, no hay fecha de cuándo podrán volver a sus islas ancestrales las poblaciones que se desplazaron como consecuencia de los experimentos nucleares y hace un par de años, la comunidad científica demostró que los índices de radioactividad en las islas superan con mucho lo establecido en los acuerdos de compensación firmados entre Majuro y Washington. Todo eso palidece ante la situación del domo de Runit.
“La tumba”, como la denominan los isleños, terminada de construir en 1980, entierra en el cráter de una explosión, 73.000 metros cúbicos de material altamente radioactivo extraído de los diferentes atolones, incluyendo Plutonio-239. Todo ello se cubrió con una cúpula de hormigón. El derretimiento de los casquetes polares ha hecho subir el nivel del mar y el propio Departamento de Energía de los EEUU reconoce que, para finales de siglo, el domo estará sumergido. Pero el problema es mucho más inmediato, porque ya hay fisuras bajo la superficie del atolón por las que entra y sale agua del mar generando una considerable contaminación radioactiva que, obviamente, aumentará con el paso de los años. Claro que, las Islas Marshall están muy lejos. No hay motivo para interesarse por cosas que están tan lejos. Lo importante es lo cercano, lo próximo, así que podemos seguir tranquilamente, comiendo y bebiendo productos con trazas de radioactividad porque las 2.339 pruebas atómicas realizadas a lo largo de nuestra historia, todas ellas en lugares remotos, generaron partículas contaminantes que se han extendido a nivel global y se han integrado en todas y cada una de nuestras cadenas alimenticias.