Vivimos tiempos muy curiosos, en los que todo el mundo quiere escribir, pero nadie leer; todo el mundo quiere opinar, pero nadie informarse y todo el mundo cree conocer, pero nadie sabe. En estos tiempos tan curiosos los micrófonos vomitan los ocurrendos de cualquiera sobre las vacunas, sin los supuestos periodistas se molesten en consultar a quienes, en principio, más deberían saber sobre el tema, las agencias reguladoras. Los informes sobre la aprobación de estos fármacos se hallan a disposición del público, su lectura no reviste especial dificultad y lo que desvelan, sobre las prácticas de las farmacéuticas, sobre el giro que se ha producido en lo que llamamos “ciencia” desde el siglo pasado, sobre el papel de las agencias reguladoras, sobre el dispositivo farmacológico en el que nos hallamos envueltos y, en definitiva, sobre uno de los rasgos fundamentales de los seres humanos que habitamos este nuevo siglo, resultan diáfanas. Basta comparar los documentos sobre la vacuna de Pfizer y la de AstraZeneca publicados por la Agencia del Medicamento Europea (EMA), para constatar que estas agencias elaboran sus discursos poco más que con un recorta y pega de los informes que les suministran las empresas farmacéuticas. Cuando éstas les entregan bonitas gráficas en color, allá que las pegan. Cuando no lo hacen, ni siquiera se molestan en tabular los datos en una hoja de cálculo para obtenerlas. No debe extrañarnos, pues, que el informe sobre la vacuna de Pfizer rebose de optimismo, pues parece muy claro que esta empresa les ha entregado material tan elaborado que la EMA poco más ha tenido que hacer que ponerle su sello. La razón no debe buscarse en la germánica eficiencia de Pfizer, sino en que ha subcontratado todo el trabajo. Por una módica fracción de la mareante cantidad de millones que le han regalado gobiernos de todo el mundo, han comprado a la baja todo el trabajo teórico y práctico desarrollado en instituciones públicas pagadas con los impuestos de los ciudadanos y se lo han ofrecido a una pléyade de pequeñas empresas que, por el coste mínimo, han desarrollado el producto por partes y han entregado los resultados de los análisis clínicos. Semejante manera de obtener mareantes beneficios antes de que un fármaco se comercialice queda recogida en el informe de la EMA como “ensayos de observador ciego”. Esta práctica, en auge, convierte cualquier ensayo clínico en una caja negra para las agencias reguladoras, los organismos de vigilancia y, en definitiva, cualquiera que desconozca los entresijos entre la empresa que contrata y las contratadas. No debe sorprendernos, pues, que esos informes muestren sistemáticamente tasas de eficacia de la vacuna por encima del 90%, ¿acaso Pfizer habría pagado la cantidad prometida por ellos si mostrasen otra cosa? Sin embargo, de modo inevitable, el enhebrado preciosista de datos allí donde las agencias reguladoras van a mirar, produce extrañas distorsiones donde se espera que nadie lo haga. Cierto que se nos ha aclarado que los sujetos del ensayo pertenecen a grupos de alto riesgo de contraer la COVID-19, pero de los datos del grupo de control (el que recibió un placebo y no la vacuna), se deduce una tasa de infección que casi triplica la media de los países en los que se llevaron a cabo los ensayos. Todavía mejor, los grupos de control muestran tasas de discontinuación que duplican a los grupos a los que se les administró la vacuna (¿a tanta gente disuadió de seguir el ensayo una inyección de suero?) Que incluso en estos informes se muestre que más del 80% de los sujetos sufrieron dolor en el brazo, más de un 60% cansancio, más de un 50% dolor de cabeza, que hubo cuatro casos de parálisis facial y dos muertes da una idea de lo que va a ocurrir: todos los sujetos vacunados con la segunda dosis recibirán uno o varios de estos “regalitos” de parte de Pfizer.
Pese a que casi le han enviado su informe redactado, la EMA no evita reseñar el empleo en la vacuna de Pfizer de sustancias cuya toxicidad a medio y largo plazo se desconoce, las innumerables dificultades implícitas en la distribución y el suministro de esta vacuna y, sobre todo, las significativas diferencias entre el producto utilizado para los ensayos y el que efectivamente se puede fabricar a una escala como para suplir la demanda generada, algo que puede recortar drásticamente su supuesta efectividad. Pero incluso en esas líneas, moderadamente incisivas, se reconoce una diferencia de tono con lo que refleja el informe dedicado a la vacuna de AstraZeneca.
¿Se acuerdan de la polémica acerca de si la homeopatía superaba o no los experimentos de doble ciego, esos que garantizan la "cientificidad" de las pruebas? Pues bien, esta vacuna se ha sometido a ensayos clínicos de “simple ciego”, lo cual significa que quien la administraba sabía lo que iba en la jeringuilla pero que quien lo recibía, no. Al inevitable sesgo que este género de ensayos provoca hay que añadir que los sujetos de estudio “en su mayoría”, pertenecían al personal sanitario. No tienen más que imaginar la situación, un ATS le inyecta “algo” a un colega suyo, ¿y no le dice si le ha inyectado la vacuna o suero? A partir de aquí no debe extrañarnos nada de lo que viene a continuación. En lugar de ensayos de fase I (para determinar la dosis), II (para establecer la toxicidad) y III (para determinar la eficacia), AstraZeneca los realizó todos a la vez, con lo que prácticamente a ningún grupo se le administró la misma cantidad de vacuna con los mismos intervalos de tiempo ni se recogieron los resultados del mismo modo. Después, ese galimatías de datos se agrupó como a AstraZeneca le pareció más conveniente, estrategia esta que la EMA defiende en su informe con la tenacidad con que protege siempre a la industria, sin que ni ella misma pueda evitar constatar inconsistencias en numerosos puntos. Pese a toda esta ingeniería de datos, AstraZeneca no logra justificar más que una eficacia entre el 57% y el 62% y un mínimo de 82 sujetos infectados después que se les administrara la segunda dosis de la vacuna. La farmacéutica (y la EMA, por supuesto), se aferran, sin embargo, al hecho de que ninguno de ellos requirió hospitalización, frente a los 14 sujetos infectados en el grupo de control que requirieron hospitalización, uno de los cuales falleció. En cuanto a los efectos secundarios, 62% de los sujetos reportaron cansancio, 57% dolor de cabeza, 48% dolor muscular, 44% malestar general y 10% fiebre. Dicho de otro modo, todos y cada uno de quienes reciban esta vacuna tendrán tres o más de estos síntomas. Los redactores del informe no se molestan en disimular que difícilmente se hubiese aprobado una vacuna con estos rendimientos de hallarnos en una situación diferente de la que nos encontramos. Tampoco Pfizer ni AstraZeneca se hubiesen interesado por una vacuna caso de hallarnos en una situación diferente.