Desde luego a Johannes Müller (1921-2008), no se lo ha tratado con justicia. Más difícil resulta decidir si no se lo ha tratado con justicia porque no se ha otorgado suficiente visibilidad a su nombre o porque se lo ha hecho sobresalir demasiado de la miríada de estudiosos que en la década de los 60, en la extinta DDR, se lanzó sobre los procesos fabriles para desmenuzarlos, analizarlos y optimizarlos. Müller los lideró con entusiasmo y eficacia y su intento, desde luego, resulta sorprendente. Aceptó, como la totalidad de filósofos del siglo pasado, la sentencia kantiana acerca de la imposibilidad del ars inveniendi, de una ciencia de la creatividad y de un algoritmo inventivo. También, como la totalidad de filósofos de su época, se mostró incapaz de vincular semejante sentencia con quien la emitió por primera vez. Él la encontró en los textos de Karl Marx y, dada su residencia en la República Democrática Alemana, eso le bastó para no buscar posteriores orígenes, causas o motivaciones. Sin embargo, a diferencia de la totalidad de filósofos vigesimicos, Müller no consideró que semejante anatema debiera impedir la construcción de un procedimiento sistemático para inventar. Simplemente distinguió entre procedimientos “algorítmicos” y procedimientos “heurísticos”. Entendió por procedimientos “algorítmicos”, aquellos que con una seguridad absoluta conducen a la obtención de nuevas invenciones y los consideró los únicos prohibidos “por Marx”. Los métodos heurísticos, sobre los que “Marx” nada habría dicho, no aseguran la obtención de nuevas invenciones, dependen de los conocimientos previos de quien los pone en práctica y, en definitiva, se restringen a una mejora gradual, pero continua. Esta distinción entronca míticamente con Papus de Alejandría, el primero en haber utilizado el término “heurística” en este sentido. Pero también entronca, y de un modo mucho menos mítico, con la malograda línea de investigación desarrollada por el ingeniero ruso P. K. Engelmeyer (1855-1941?) y su “Círculo para las cuestiones generales de tecnología” creado en Bakú en 1927 y que acabaría defenestrado en 1929 cuando el Partido Comunista lanzó una campaña contra “los filósofos de la tecnología”. No se trata de casos puntuales, el tratamiento que Müller hace de sus antecesores siempre parece bastante peculiar. A Ramón Llull (1232-1316) lo cita con entusiasmo, pese a que en la “heurística sistemática” de Müller no hay ni rastro del ars combinatoria que tanta fama le dio al mallorquín entre los partidarios de los algoritmos inventivos. A Engelmeyer, obviamente, no le conviene recordarlo, pero tampoco le presta mayor atención a Ehrenfried Walther von Tschirnhaus ni a Christian Wolff, quienes defendieron (contra Leibniz) precisamente lo que Müller hace, interrogar a los operarios e ingenieros para desvelar sus prácticas inventivas. En realidad, Müller no los interrogó, los sometió al tercer grado. Cuando uno contempla los formularios de recogida de datos diseñados por Müller y los suyos no puede evitar imaginarse a los que compusieron su población de estudio acudiendo desde sus celdas a los talleres cantando la Internacional y marcando el paso de la oca. Müller y su equipo se centraron, con prusiana minuciosidad, en levantar acta de cada diseño, de cada borrador, de cada discusión, de cada idea rechazada o aceptada, de cada ida y venida por las instalaciones, de cada consulta de un libro, un catálogo o una patente, llevados a cabo ante el más nimio problema. No contentos con eso, exigieron de sus sujetos de estudio reportes fenomenológicos de sus pensamientos, acciones y decisiones, para dejar constancia de qué parte de lo sucedido podía considerarse consciente y qué parte inconsciente. Este pormenorizado material se recopilaba, clasificaba y estudiaba detenidamente para hallar pautas generales de comportamiento, normas de actuación que estandarizar y diagramas de flujo que pudieran seguir los que volvieran a pasar por ese proceso. Con ellos se creaban “bibliotecas”, las cuales, por sucesivos grados de abstracción, se engarzaban en diagramas de flujo de nivel superior, de modo que, quien enfrentara algún desafío tecnológico no tendría más que seguir los alambicados diagramas de flujo correspondientes para llegar a algún procedimiento concreto utilizado con anterioridad en la resolución de problemas semejantes.
Müller se dio cuenta muy pronto de que un diagrama de flujo general para la resolución de problemas, completado con diagramas de flujo para cada tarea específica, los cuales acababan desembocando en procedimientos concretos, constituía, al cabo, un algoritmo, gigantesco y monstruoso, pero algoritmo al fin y al cabo, exactamente lo que de partida había descartado. Para evitar semejante contradicción, las “bibliotecas” nunca acababan de explicitar cómo aplicar cada procedimiento, pero mostraban suficientes indicaciones como para que un operario, un ingeniero o un científico con experiencia, supiera el camino que había que tomar. Dicho de otro modo, Müller demuestra con hechos que la pretensión de Tschirnhaus y Wolff de crear un ars inveniendi partiendo de los datos ofrecidos por artesanos e ingenieros conducía, inevitablemente, a un callejón sin salida porque el ars inveniendi, por definición, pretendía que cualquiera, sin necesidad de conocimientos profundos ni prolongada experiencia, pudiera resolver cualquier problema.
Las propuestas de Müller y los suyos llamaron rápidamente la atención de unas autoridades de la DDR deseosas de competir con la “otra” Alemania y con sus jefes de Moscú. La “heurística sistemática” se enseñó en los centros de investigación técnica y las universidades de la DDR entre 1969 y 1972, cosechando numerosos éxitos. Sin embargo, en 1971, la URSS “sugirió” la conveniencia de que Walter Ulbricht dejara las riendas de la DDR “por razones de salud” a su otrora protegido Erich Honecker. Con él llegó el nuevo encargo de “unir economía y política social”. A resultas de este cambio de liderazgo, cayeron en desgracia todas las formas de “tecnología sin ideología”. La asepsia ideológica que había permitido el ascenso de la “heurística sistemática” se volvió en su contra y, a partir de 1972, dejó de enseñarse. A Müller se le permitió refugiarse en el Instituto Central de Tecnología de la Soldadura de Halle/Saale con un grupo de fieles con los que continuó trabajando sobre la informatización de su heurística, hasta que la caída del muro de Berlín convirtió su ostracismo en simple y llano olvido.
Ahora que los alemanes parece que pueden volver a mirar su pasado sin furia, de vez en cuando, algún libro, algún artículo, algún blog, le dedica unas paginitas a Johannes Müller, por supuesto, sin entrar demasiado a fondo en sus propuestas porque el estilo de Müller ofrece enormes dificultades. En efecto, Müller no escribe como filósofo ni como ingeniero, sino como quisquilloso burócrata que eleva informes a un superior. Si las praderas europeas hubiesen tenido la aridez de los escritos de Müller, los bárbaros jamás hubiesen llegado a las puertas de Roma. Comparado con él, el Boletín Oficial del Estado parece una fiesta. Cada afirmación enjundiosa, cada información significativa, cada propuesta novedosa, se esconde bajo una montaña de datos, como temiendo que el escrito caiga en manos de un agente enemigo que pueda descifrar lo que en él había de interés para el socialismo prusiano. Incluso cuando llega la gozosa hora de rememorar colaboradores, influencias y antecedentes, se hace de un modo tan seco y despersonalizado que recuerda las listas de sospechosos elaboradas por la Stasi. Y, sin embargo, en estas infames páginas, se nos deja testimonio vivo de eso que la filosofía del siglo pasado supuso en todo momento imposible: un cierto ars inveniendi, una ciencia de la creatividad, un algoritmo de la invención, funcional y exitoso.
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