Supongamos que existiese una institución encargada de fijar el significado de las palabras, que dejara constancia no de sus orígenes míticos, sino de su procedencia, de su invención, de las fuerzas que se las han agenciado y, por tanto, de sus modificaciones en los distintos discursos, indicando quién pretende introducir dichos cambios. Capaz, digamos, de editar periódicamente un diccionario en el que quedara recogido qué significados han resultado hasta ese momento admitidos en esa lengua y, por tanto, que indicase claramente cuáles no se admiten. Digamos que tal institución redactase, también con carácter periódico, catálogos de los usos correctos de palabras, expresiones y giros, denunciando a cuantos intentan apartarse de ellos. Imaginemos tal institución formada por escritores, lingüistas, periodistas y demás usuarios destacados de la lengua de la que se trate. Dado lo extendido de la creencia (por lo demás sin base empírica alguna) de que el lenguaje determina el pensamiento, a ellos corresponderá el papel habitualmente asignado a los intelectuales: otear constantemente el horizonte para alertar de cualquier amenaza a los fundamentos de nuestra convivencia.
Los miembros de tal institución se verían compelidos a atenerse con rigor, al menos, a lo dicho por ellos mismos. Por tanto, si uno de sus integrantes se atreviese a decir que “la lengua es como un organismo vivo”, no se le permitiría utilizar semejante metáfora a modo de excusa para la próxima genuflexión ante los poderes establecidos. Quien hiciera esta proferencia se comprometería, ipso facto, a considerar que las lenguas surgen del azar y la selección a la vez natural y sexual; que las lenguas, como los organismos vivos, no se rigen por el uso lamarkista de las palabras, sino por la supervivencia de las más aptas en el sentido darwiniano, quiero decir, de las más prolíficas; que, en definitiva, el parentesco entre las lenguas, las palabras y los juegos del lenguaje, depende de las posiciones relativas en el árbol genealógico.
Vamos a ponerle un nombre, uno cualquiera, a nuestra institución, Real Academia Española de la Lengua, por ejemplo, si no se nos ocurriese ninguno otro más pomposo. Si tal institución hubiese existido alguna vez en algún país, tendría el nada desdeñable papel de servir como muro de contención contra todos los asaltos totalitarios. Semejante Real Academia Española pondría diques a los intentos por usar las palabras como herramientas para reducir el margen de acción del enemigo, como armas en una guerra política, pues todos sabemos que lo fundamental de un arma consiste, precisamente, en las reglas para usarla. Denunciaría, entre otras cosas, que “posverdad” no puede tener otro significado que “mentira”; que “alternativo”, referido a “hechos”, sólo puede implicar tergiversación; que “colateral”, calificando a “daño”, designa la muerte de personas inocentes; que “autosuicidio” sólo puede indicar la incapacidad mental del dirigente político que ha utilizado semejante palabro; que “autodeterminación”, aplicado a los pueblos, se utiliza coherentemente siempre que se pretende desgarrar su entramado social, etc. etc. etc.
Podemos decirlo a la inversa. Condición de posibilidad de la política lo constituye el hecho de poder usar las palabras de acuerdo con los fines de la misma o, de un modo más simple, como convenga, convenciendo a todo el mundo de que tan legítimo resulta un uso como el otro siempre que se repita abundantemente. Hacer del uso el criterio último del significado de las palabras, poder cambiar su uso de acuerdo con las necesidades tácticas de las diferentes batallas políticas, alterar aquello que ellas indican, constituyen las maniobras elementales de cualquiera que quiera dinamitar las normas mínimas de convivencia. En consecuencia, si existiese algo así como una Real Academia Española con las funciones antes reseñadas, debería convertirse en el primer objetivo de cualquier interesado en practicar la política entendida como una forma de guerra y, si no resultase posible o conveniente defenestrarla, al menos debería infiltrarla para hacerla inútil, rellenándola de sujetos incapaces de poner en duda que "el significado es el uso" y que, por tanto, entiendan las palabras como herramientas, instrumentos, dardos, armas. Convertida en simple notaria de la transformación de las palabras por parte del poder para mejor dominar a la población, el parapeto que tal institución podría suponer contra cualquier intento de guerra política habría dejado de existir. En semejantes condiciones, tal institución no resultaría ya superflua, pues cuanto hace podía venir recogido directamente en el Boletín Oficial del Estado, abaratando costes y eliminando redundancias, sino que, además, se vuelve peligrosa por la pátina de legitimidad lingüística que otorgaría a los atropellos del poder. Realizaría entonces una tarea exactamente contraria de la meritoria labor que reconocemos en Viktor Klemperer.
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