“Nada de ilusiones, nada de alusiones”, decía Donald Judd. Pretender que una central de control ferroviario, una tienda o una fábrica centelleen como obras de arte, que “expresen” algo más allá de su simple presencia, que “emocionen”, implica el deseo por alterar su materialidad, por esconder su realidad, por ocultar lo que verdaderamente las constituye. No hay nada que añadir al contenido de un museo, igual que no hay nada que añadir a la partitura original de un músico y que no hay nada que añadir al texto de un filósofo. Dicen lo que dicen y no hay más. Hacerlos decir lo que no dicen, buscar significados ocultos, interpretar, siempre implica un deseo por ocultar la realidad. Un buen director de orquesta añade anotaciones a la obra para acercarla a los gustos del público o a las posibilidades de sus músicos, pero los grandes directores de orquesta se limitan a borrar las anotaciones que han realizado los que vinieron antes de él para restaurar a las partituras el brillo original. El minimalismo podría caracterizarse como la anti-hermenéutica. Y otro tanto cabe decir del minimalismo existencial. Si hemos de llevar a cabo nuestras vidas con menos de 100 cosas, debemos dejar fuera de nuestras mochilas las ilusiones con las que habitualmente cargamos y que tanto nos pesan. Ya no tendremos sitio para la ilusión de que si aguantamos al inaguantable de nuestro jefe obtendremos un ascenso, ni para esa otra que afirma que ganaremos más tiempo para nosotros dedicando más tiempo a nuestro trabajo, ni para la no menos famosa de que tenemos que encontrarle un sentido a nuestras vidas. Ya no enunciaremos más de lo que viene contenido en nuestros enunciados, en consecuencia, a menos que nosotros enunciemos el sentido de nuestras vidas, careceremos de él.
Se ha solido calificar al minimalismo de antihumanista. Puede considerarse una crítica certera si se entiende por humanismo el que no supo defendernos de los campos de concentración, el que tapó con bonitas palabras hechos inquietantes, el que ascendió con el capitalismo y la burguesía. No menos certera pero mucho más interesante puede considerarse la crítica que advierte de la desaparición del cuerpo humano en el minimalismo. En efecto, el espacio minimalista ya no se configura a partir del cuerpo y sus dimensiones, hay una reconfiguración formal del espacio desde la cual habrá de entenderse todo lo que el cuerpo humano hace. En particular, no puede partirse del prejuicio de la existencia de un espacio interior, individual, subjetivo, separado por muros de un exterior, del que debe ocultarse, huir o esconderse. La frontera interior/exterior, que tan amablemente nos ponen ahí para que aprendamos a pensarnos en sus términos, desaparece, sustituida la mayor parte de las veces por cristales fáciles de romper.
Sin embargo, aquí, una vez más, surge la paradoja que late en todo minimalismo. Por una parte, el cuerpo humano sólo puede captarse espiritualizado, consiste en lo que supera el umbral consciente cuando tropezamos con un ventanuco que no se encuentra a nuestra altura, cuando atravesamos un pórtico sobredimensionado, cuando oímos el retumbar de nuestras pisadas en una sala de exposiciones casi vacía. Multitud de autores minimalistas buscan expresamente en su trabajo conseguir la reflexión, la meditación, un cierto tratamiento de la parte no material del hombre. Por otra, existe una furiosa reivindicación de lo material como forma primaria de cualquier expresión estética, una eliminación, por ilusoria, de cualquier cosa que no aparezca materialmente enunciada, un rechazo a la idea de que una obra contenga algo así como un espíritu. Podría decirse que el minimalismo pretende, en definitiva, el encuentro con la parte inmaterial del hombre mediante su reducción a la materia, asombrosa pretensión ésta que debería fracasar en todos y cada uno de sus intentos. Resulta, por tanto, sorprendente que en tal pretensión se halle uno de sus más reiterados éxitos. Su austeridad, el prescindir de todo aquello de lo que se puede prescindir, constituye con frecuencia la entrada hacia un cierto género de espiritualidad, reivindicada en multitud de obras minimalistas de todos los géneros. ¿Cómo puede ocurrir? En realidad ya hemos respondido a esta pregunta. Si queremos que en el proceso de reducción no se pierdan los caracteres propios de lo humano, debemos abandonar la idea de que la reducción nos conduzca a algo simple, mecánico, determinista. Para que la reducción tenga sentido, para que constituya una verdadera explicitación de lo humano y no su supresión, debemos sobresignificar los materiales a los que quedará reducido todo. Por tanto, cualquier género de reducción que pretenda hallar como producto último de su destilación aquello que nos define como seres humanos, no podrá llevarnos de lo complejo a lo simple sino, precisamente, al modo en que la complejidad queda encerrada en lo simple. Ahora podemos entender hasta qué punto resulta esperpéntico intentar reducir la mente humana al cableado de unos circuitos electrónicos. Nuestro cuerpo no abunda en silicio, mercurio o plomo, como ocurre con los ordenadores, lo conforman mayoritariamente átomos de carbono, oxígeno, hidrógeno y nitrógeno y éstos, amigos míos, constituyen los materiales con los que se forjan los sueños.