Si no recuerdo mal en Lo que sueñan los lobos, de Yasmina Khadra (es decir, de Mohammed Moulessehoul), aparece como personaje incidental el chófer de un alto cargo del ejecutivo argelino. Tiene un trabajo que le sirve para alimentar a su familia, pero le ha obligado a ver muchas cosas que preferiría no haber contemplado. Aunque carece de inquietudes religiosas, acaba diciendo algo así como que si para limpiar el país era necesaria la llegada de los islamistas al poder, bienvenidos fueran. El Frente Islámico de Salvación, ganó las municipales de 1990 y la primera vuelta de las generales de 1991, enarbolando la bandera de la honestidad frente al régimen del Frente de Liberación Nacional, que había gobernado desde la independencia de Argelia en 1962, hundiéndose cada vez más en el fango de una corrupción rampante. Esa pregunta que los occidentales se hacen con tanta frecuencia, cómo alguien puede votar a un partido que propone una involución a siglos pretéritos, tiene una respuesta extremadamente fácil, porque ellos, como nosotros, están hartos de pseudodemocracias en las que la elocuencia de las grandes palabras encubre los grandes negocios de unos cuantos amigotes. Se votó al FIS en Argelia con la misma mentalidad que ha llevado al Partido de la Justicia y el Desarrollo al gobierno de Marruecos, que ha estado a punto de llevar a la ultraderecha al poder en Austria y que ha puesto en la Casa Blanca a Donald Trump.
Mientras Argelia ardía en la barbarie de la guerra civil en la que desembocó el golpe de Estado del 91, Marruecos se mantuvo al margen de esta y otras olas de radicalización. En esencia contaba con dos muros de contención contra ellas. El primero es que el soberano marroquí, además de jefe del Estado, es considerado descendiente directo de Mahoma, por lo que ostenta el cargo de “líder religioso de los fieles”. En la práctica eso significa que cualquier movimiento islamista tiene que empezar por explicar cómo y por qué el Islam oficial no es el verdadero, asunto que el laicismo del régimen argelino convertía en superfluo. El segundo muro pasa por un Parlamento cuyas atribuciones han ido en aumento desde los años 80, hasta el punto de que hoy día Marruecos es una democracia tan aparente como cualquier otra de Europa. La diferencia con lo que sucede en el norte no reside en el juego político. La diferencia está en que en un país como España, las cuestiones de calado son decididas por una nebulosa de políticos y empresarios que pisan poco la Zarzuela y mucho la Moncloa, el cortijo del correspondiente presidente autonómico o la mansión del alcalde de turno. En Marruecos poco o nada se mueve sin la aquiescencia del Majzen, quedándole al Parlamento la potestad de hacer política pero no negocios. El resultado es que, desde Abdelsam Yasin, el islamismo marroquí se ha caracterizado por su predisposición a aceptar las reglas del juego político y la autoridad del monarca, sin por ello renunciar a islamizar la sociedad por vías pacíficas tales como la enseñanza y la persuasión. Los líderes del Partido de la Justicia y el Desarrollo, en el gobierno desde las últimas elecciones, exhiben, en efecto, formas suaves, tono moderado y nudos Windsor en sus corbatas. Han aguantado recuentos electorales que, una y otra vez, no mostraban el soporte popular que realmente tenían sin levantar jamás la voz, han condenado todos y cada uno de los atentados y han hecho lo posible por no ser vistos en compañías sospechosas. Sus discursos mantienen una línea de moderación y de acatamiento al régimen establecido por más que, de vez en cuando, en alguna entrevista, alguno de sus dirigentes saque los pies del tiesto.
Muchas voces laicas de Marruecos vienen clamando que su moderación apenas es una pose, que el tono real del partido no es la voz de sus líderes, sino el que se vive durante las numerosas campañas contra los biquinis en las playas y que el PJD y el wahabismo importado por el Majzen han sido el caldo de cultivo para todos esos marroquíes que se dedican a apiolar infieles en buena parte del mundo musulmán. La verdad es que tales denuncias chirriaban con las reformas religiosas introducidas por Mohamed VI, la propia constitución de 2011 que consagra la libertad de culto y la imagen cotidiana del PJD. Sin embargo, este otoño, numerosas familias se han encontrado con que el colegio en el que estudiaban sus hijos ha cerrado sus puertas sin mayores explicaciones. A toda prisa han tenido que escolarizarlos en colegios alejados de su residencia y masificados o en uno de los múltiples colegios privados que han ido apareciendo sin mucho orden ni control y, sobre todo, sin que nadie sepa muy bien quién está en última instancia tras ellos. El gobierno se ampara en la necesaria reestructuración y modernización de los centros públicos, pero en un reciente artículo, Karim Boukhari daba cuenta de que, en un país en el que, insisto, nada ocurre sin que lo sepa el Majzen, los niños de cinco y seis años llegan a casa relatando los castigos que esperan a los impíos en la otra vida o cómo se debe lavar el cadáver de un buen musulmán. Por tanto, si algo debemos esperar del sur en los próximos años, no será que nos aporte vientos suaves.
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