Jugar a “igualar el marcador” es una tentación de todos los movimientos que hacen uso de la violencia en su lucha contra el Estado. En España vivimos un caso en julio de 1997. El día 1 de ese mes, la guardia civil liberó a José Ortega Lara, funcionario de prisiones que llevaba 532 días secuestrado. Su liberación supuso, igualmente, la caída de todos los integrantes del comando así como de su infraestructura. Las órdenes de la cúpula etarra fueron tajantes, había que hacer algo y algo contundente, que levantara la moral de la tropa. Ese “algo” consistió en el secuestro exprés y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en la localidad de Ermua y que por aquel entonces contaba con 29 años. La reacción popular a aquella salvajada fue inaudita. Por primera vez en el País Vasco, la gente salió espontáneamente a la calle, primero para pedir su liberación y posteriormente para condenar su asesinato. Por encima de ideologías y de identidades étnicas, los ciudadanos sintieron que ocurría algo que ya no podía seguir tolerándose, que, en realidad, nadie les defendía, que se habían convertido en el arma arrojadiza entre algunos y el Estado, que la lucha por su futuro no podía seguir delegándose en unos ni en otros. No fueron los únicos. Los policías, los etzaintzas, desplegados para proteger las sedes de las asociaciones cercanas a ETA, se quitaron los verduguillos para mostrar sus rostros. Más allá de sus uniformes y sus armas, ellos también eran pueblo que se manifestaba.
A la clase política se le fue desencajando progresivamente el gesto. Habían convocado algunas manifestaciones, pero rápidamente todo se les fue de las manos y temían que les quitaran el preciado juguete con el que habían venido jugando desde el inicio de la democracia a costa de la vida de los demás. Hubo quienes intentaron salir en las fotos de las manifestaciones populares, quienes desprestigiaron el movimiento que se estaba alzando y quienes utilizaron el discurso de los habitantes de Ermua para pegarlo al suyo, de contenido absolutamente distinto, sin el menor sonrojo. Costó todavía muchas vidas, pero hasta el cejiprieto Sr. Margallo es capaz de reconocer que aquel día comenzó la cuesta abajo de ETA, como había predicho Vidal de Nicolás, con una insurrección popular.
Los políticos franceses siempre han sido más avezados que los españoles. La primera reacción ante los atentados de París fue la declaración del estado de emergencia y la consiguiente prohibición absoluta de manifestaciones. Hubiese sido terrible para ellos que los musulmanes franceses se lanzasen espontáneamente a las calles a protestar contra el terrorismo. Les habrían dejado sin este juguetito tan mono que llevan tanto tiempo preparando. No hay que engañarse, el brutal paquete de medida presentado por Manuel Valls ante la asamblea francesa, al que sólo seis diputados tuvieron la decencia de oponer sus votos, no es la reacción lógica de un gobierno ante el terror, es el pistoletazo de salida de las próximas elecciones en la que los tres candidatos destacados van a utilizar la sangre de los muertos y el miedo al Islam como programa político para una Francia mucho más a su imagen y semejanza, es decir, obtusa y bestial.
La policía, el ejército, debía estar en las calles cuanto antes, copándolo todo, con el dedo presto en el gatillo. No es seguridad, es la exigencia de mantener vivo el terror, de asegurarse que la población viva permanentemente al borde del pánico. Un ser humano aterrorizado es un ser humano cuyos resortes racionales están desarticulados y, lo que es aún mejor, cuya capacidad crítica se halla en suspenso. ¿Para qué reinstaurar fronteras ya derribadas si los terroristas han mostrado la facilidad con que atraviesan cualquiera? ¿Para qué más policías, más fuerzas de seguridad si las existentes han sido incapaces, por dos veces, de intuir lo que se mueve en un mercado de armas, por lo demás bastante pequeño, apenas a trescientos kilómetros de París, sin mencionar la fabricación de bombas en su territorio? ¿Para qué suspender garantías democráticas elementales si no se utiliza el arma más elemental en la lucha contra cualquier enemigo: infiltralo? Y, por encima de todo, ¿para qué ha servido que la NSA lea cada uno de mis correos electrónicos, que los servicios secretos de todos los países europeos metan sus narices en las comunicaciones de los ciudadanos, que ya no exista nada parecido a la intimidad, si un miembro destacado del Estado Islámico ha podido instalarse en pleno corazón de París con menos trabas que un turista cualquiera? ¿Acaso todas esas violaciones de la privacidad van dirigidas realmente a controlar a la población y no a luchar contra el terrorismo? ¿Qué ciudadano aterrorizado, qué padre que ve cómo su hijo juega con metralletas policiales al fondo, qué pareja habituada a sentarse en las terrazas de los locales parisinos, tiene ahora la frialdad suficiente para hacerse estas preguntas? ¿Cuánto falta para que nuestras democracias se hagan bisiestas, es decir, para que sólo lo sean realmente un día cada cuatro años, permaneciendo el tiempo restante al borde mismo de la distopía orwelliana?
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