En 1939, justo antes de la invasión de Polonia, el ejército alemán cambió las máquinas Enigma que había venido utilizando por modelos más avanzados que incluían cinco rotores, de los cuales sólo tres se ponían a funcionar en cada mensaje. Esta mejora acabó con los esfuerzos de los criptógrafos polacos, que se quedaron “a oscuras” justo en el peor momento. Sabiendo lo que se les venía encima, decidieron compartir todo lo que tenían con los servicios secretos franceses y británicos. Así fue cómo la máquina Enigma y los progresos de Rejewski y su equipo llegaron a una mansión de Buckinghamshire, llamada Bletchley Park. Si Alan Turing sabía que los polacos habían construido una máquina para romper Enigma y si sabía que el punto de ataque eran las partes repetidas que pudiera haber en un mensaje, no era por sus propias investigaciones personales, sino porque era la base de todo el trabajo que se desarrollaba en Bletchley Park. En esta tranquila mansión y su terrenos colindantes, se creó un complejo de inteligencia militar cuyo fin era descifrar la totalidad de mensajes que flotaban por el espectro electomagnético de la época, incluyendo, además de los enviados utilizando máquinas Enigma, los mensajes militares y diplomáticos de todos los países envueltos en la Segunda Guerra Mundial. De modo que no, los miles de personas que llegaron a trabajar en Bletcheley Park no tenían por misión llevarle la sopa a Alan Turing cuando éste tenía hambre. Tampoco es cierto que el bueno de Turing, un producto del King’s College tuviera habilidad en sus manos para fabricar rotores, realizar conexiones y empalmar cableados. Diseñó, eso sí, una máquina, la "Bomba”, generalizando los principios de Rejewski y capaz de abordar con cierto éxito mensajes enviados utilizando las máquinas Enigma en donde hubiese sólo tres rotores funcionando. La British Tabulating Machine Company fabricó varias decenas de máquinas de este tipo, con diversas especificaciones. Como se puede entender, no era misión de Turing y de su equipo tabular los resultados que ofrecía cada una de las máquinas para descifrar el mensaje original computado en ellas y, mucho menos, tomar decisiones operativas como se ve en la película.
Dijimos en la entrada anterior que Enigma era, básica y esencialmente, el sistema de cifrado perfecto. De hecho, la razón por la cual los trabajos para romper este código permanecieron en secreto hasta 1970 es que, antes de la generalización de los ordenadores, la práctica totalidad de los servicios secretos, diplomáticos y militares del mundo utilizaban máquinas del tipo Enigma. También dijimos que su punto fuerte y su punto débil era que la pulsación de una letra nunca daba como resultado de salida esa misma letra. Para entender esto hay que entender la mayor debilidad de Enigma, a saber, que era manipulada por seres humanos. En cierta ocasión un operador de Bletchley Park recibió un mensaje que carecía de la letra t y comprendió rápidamente lo que había ocurrido. Al otro lado del telégrafo había un soldado alemán que había tenido la bonita idea de probar qué ocurriría si pulsaba una y otra vez la letra t. A partir de ese momento y durante un buen puñado de horas, todos los mensajes posteriores que trasmitió fueron decodificados por los británicos sin la menor dificultad. En eso la Bomba de Turing demostró ser extraordinariamente hábil. Su diseño, unido a los atajos típicos de la criptografía, es decir, los trozos de mensajes cifrado en los que, por diferentes razones, se sabe lo que ponen, le permitían obtener información de extraordinaria utilidad. Y en esas “diferentes razones” es donde interviene el factor humano. Había operadores alemanes que, lejos de seguir las órdenes de cambiar la configuración de los rotores cada día, dejaban la misma durante tres o cuatro días. Otros los configuraban con sus iniciales o las de su novia y ahí lo dejaban. Muchos mensajes contenían el “Heil Hitler” sistemáticamente y muchos otros contenían la orden “contesten”. Hubo un tipo de mensajes que demostró rápidamente el éxito del diseño de Turing: los procedentes de los submarinos.
En los inicios de la Segunda Guerra Mundial la supervivencia de Gran Bretaña dependía del auxilio que llegaba por el Atlántico. La marina alemana había iniciado una exitosa campaña contra los convoyes enemigos hundiendo buena parte de ellos. Hacia 1941 los británicos descubrieron que los submarinos alemanes tenían la rutina de informar cada mañana de su situación y condiciones metereológicas. Mediante triangulación podían averiguar los datos enviados. Además, buena parte de la tripulación de los submarinos eran soldados profesionales poco o nada afectos al nazismo. Para no hacerse más sospechosos de lo que ya eran, solían acompañar sus mensajes del consabido “Heil Hitler”. Había pues elementos más que suficientes para que Turing y su equipo entraran en acción y, de hecho, a ellos les cabe buena parte del mérito de la cacería de submarinos que la marina británica pudo desarrollar durante el año 1941. El almirante Dönitz, sospechando lo que había ocurrido, ordenó dotar a los submarinos alemanes de un nuevo modelo de máquina Enigma que hacía funcionar cuatro rotores, dejando con ello a los británicos nuevamente “a oscuras” y consiguiendo otro período dorado para la marina alemana desde inicios de 1942 hasta 1943. Ese año, las mejoras en el sónar y en el lanzamiento de cargas de profundidad por parte de los norteamericanos inclinaron la balanza del lado de los aliados en la batalla del Atlántico. El resultado final es elocuente, el porcentaje de bajas en las tripulaciones de los submarinos alemanes fue mayor que entre las unidades kamikaze de Japón.