domingo, 27 de diciembre de 2015

¿Quieres gobernar conmigo?

   Las del pasado fin de semana fueron las primeras elecciones que yo recuerdo en las que no han salido en tromba todos los partidos a declarar su victoria. Muy al contrario, lo común han sido las caras de circunstancias y es fácil comprender por qué. El PP tiene exactamente lo que pidió a los electores, ser el partido más votado y capacidad para formar gobierno. Se ha dejado por el camino cinco millones de votos, pero tendrá fácil la presidencia... siempre y cuando pacte con Podemos. Si esta afirmación le ha hecho sonreír es que Ud. querido lector, es joven. A nadie le conviene más un referéndum en Cataluña en estos momentos que al PP. Si de él saliese un “no” a la independencia, Mariano Rajoy adquiriría una aureola de carisma con la que nunca había podido soñar. Y si saliese un “sí”, el consiguiente abandono de los diputados catalanes de las Cortes facilitaría una mayoría amplia sobre la que se podría sustentar un gobierno del PP. De este modo, ambos, PP y Podemos, tienen mucho que ganar y poco que perder con la autodeterminación catalana. Otra cosa es si Podemos es una formación con la madurez suficiente como para pactar con el PP, pero yo creo que estos chicos maduran rápido, ¿no pasaron del bolivarismo revolucionario a la socialdemocracia en dos meses? 
   Con el resto al PP las cuentas no le salen ni a tiros. A la coalición con Ciudadanos le faltan 13 escaños para llegar a una mayoría suficiente, que habrán de prestarles ERC, la antigua Convergencia, el PNV, o la antigua Izquierda Unida. El comienzo de este camino, es decir, un pacto de gobierno con Ciudadanos, tampoco es ningún regalo. La cuestión de los programas no es, como no ha sido nunca, un problema. La cuestión es de personalidades. Por mucho que tenga casi el triple de diputados que Albert Rivera, a los populares les resultaría muy difícil hacer aparecer a Don Tancredo como líder de esta alianza. Más bien el problema sería el inverso, no sufrir el abrazo del oso por parte de los naranjitos. Por ello desde Génova daban por descontado un pacto con el PSOE y ésta es la razón de su sorpresa cuando en el debate cara a cara entre Rajoy y Pedro Sánchez, éste salió mordiendo. Al fin y al cabo, comparten muchas cosas, les une todo un abanico de intereses, mostraría la vigencia del bipartidismo, a la larga podría hacerles recuperar votos y siempre se puede presentar como un pacto de Estado “dado el momento extraordinario que atraviesa el país”. Y así llegamos al nudo gordiano de la situación política heredada de las urnas, ese nudo gordiano que se llama Partido Socialista Obrero Español.
   El PSOE ha cosechado los peores resultados de su historia y, sin embargo, precisamente por haber cosechado semejante resultados, se ha convertido en el partido bisagra, clave en cualquier negociación. Desde que obtuvieron la última mayoría absoluta, nunca habían tenido tanto poder. La cuestión está en si no morirán de éxito, porque peligros tampoco les faltan. Si con sus acciones u omisiones conducen a un adelanto electoral, podrían acabar teniendo una nómina de diputados aún más exigua. Como ya he explicado, el problema del paro ha alcanzado cifras preocupantes entre sus enchufables y los barones regionales están muy nerviosos con la posibilidad de que puedan ir a más. Varios de ellos, que han alcanzado la correspondiente poltrona gracias a los votos de Podemos, han dejado claro que nada de pactar con estos trasnochados a nivel nacional. El motivo se ha podido oír oír de los labios de Pablo Iglesias: "lo primero que tiene que hacer [el PSOE] es sacar a sus miembros de los Consejos de Administración o pedirles el carné". Como no se le pueden reprochar tales declaraciones, se alude a Cataluña, dejando de ese modo abierta la excusa para un posible pacto con el PP. Pero es que, si ni siquiera existiera entre ambos el abismo crematístico, un pacto así tampoco conduciría a nada. Se suele pasar por alto el detalle de que el PP sigue teniendo una amplia mayoría absoluta en el Senado. Las reformas constitucionales que tanto ansían introducir los moraditos, el día a día de un gobierno encabezado por el PSOE, resultan poco menos que imposibles sin la aquiescencia de esa cámara tan frecuentemente tachada de inútil. 
   A pesar de que ahora mismo todo parece muy confuso y complicado, en realidad el camino es extremadamente simple y claro. En primer lugar, el PP intentará formar gobierno, el cual no llegará ni a la investidura del presidente o irá poco más allá. Después le tocará el turno al PSOE, que veremos a ver si consigue llegar a la fase de investidura. Para entonces, es decir, dentro de un año o año y medio, todo el mundo estará lo suficientemente cansado de inestabilidad política como para aceptar de buen grado una gran coalición entre populares y socialistas, en la que estaban pensando ambos desde el momento mismo del arranque de la campaña. Lo ha dicho Pedro Sánchez, la gente quiere cambio... para que nada cambie.
   En medio de un panorama tan lúgubre, por fortuna, siempre hay payasos que atinan a poner su toque de humor. Resulta que, ahora, Arturito Mas, ha descubierto que el sistema electoral español confiere un enorme poder a los nacionalismos periféricos en cuanto no se alcanzan mayoría absolutas; ahora se ha dado cuenta de que podría haber conseguido muchas cosas jugando bien sus bazas; ahora ha comprendido que era innecesario provocar la fractura social que ha generado con sus bravatas en Cataluña; ahora que ha perdido la mitad de los escaños y que ha conseguido que su formación pase de ser la más votada al tercer lugar en Cataluña; ahora... Enhorabuena, Sr. Mas, es Ud. un lince.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Camapaña navideña

   Poca gente, si acaso alguien, lee los programas electorales. Ni siquiera los encargados de redactarlos se los toman en serio. Sin embargo, el eslogan que cada partido elige es algo que todos conocen, aquello que, junto con la foto del líder, va a llegar a todos. Quizás por eso los eslóganes reflejan mucho de la mentalidad, del inconsciente colectivo, que reina en un partido, muestra bien a las claras lo que ese partido teme o el modo en que piensan que los ven los demás. En esta campaña navideña, está claro que en muchos partidos existe la idea de que España es un problema. Al menos cuatro formaciones coinciden en ello. 
   Comenzaremos por un partido al que muchos auguraban, apenas hace dos años, una gran victoria en estas elecciones, UPyD. Sí, hay un partido que se llama UPyD, ¿ya no se acuerdan? Para ellos, España no es un problema, es la solución a la que esperan aferrarse. “Más España”, dicen, parafraseando la famosa frase de Groucho Marx, “más madera, es la guerra”, mientras arrojaba a la caldera de la locomotora la estructura entera del tren. Mucho me temo que éstos, como los hermanos Marx, también van a llegar a la estación en el chasis.
   IU ha visto tanta gente de su coalición marcharse a otra parte, que tiene muy presente la idea de la emigración, de hecho, parece recomendárnosla a todos. “Por un nuevo país”, anuncian, dejando libremente a sus seguidores elegir el país en el que van a terminar después de que el que sacó la pajita más corta haya apagado la luz. También a Podemos le preocupa lo del país. Me encanta este partido. Cuando comenzaron los recortes, la guardia civil dejó de poner multas y la policía dejaba pasar los contenedores en los puertos sin abrirlos ni por casualidad, pero la casta universitaria no podía dejar de enseñar... casi nunca lo había hecho. Urdieron, pues, una trama mucho más astuta. Enseñaron a sus cachorros las trizas en las que había quedado convertido el paraíso para, después, quitarles el bozal. Así nació Podemos, la venganza de una casta contra otra. Dicen que su dinero procede de Venezuela, de Bolivia y es verdad, pero desde la victoria de Lula da Silva, nada se mueve en la izquierda iberoamericana sin el conocimiento, el beneplácito o la financiación de cierta entidad cántabra. 
   Si se han fijado, el verbo poder es el más ambiguo que existe en el diccionario. “Yo no puedo volar” puede significar que no tengo alas para volar, que me han retirado el permiso de vuelo, que estoy demasiado borracho para coger el avión de línea que ha de llevarme a un destino, que tengo mi avión averiado, que estoy en un aeropuerto cerrado al tráfico aéreo, etc. etc. Hacer del verbo “poder” el nombre de una formación política es toda una declaración de intenciones, de intenciones ambiguas. Fracturados como están por mil corrientes, nada mejor que hacer un lema de campaña al que pudiera dársele tantas vueltas como al cubo de Rubrik sin llegar nunca a resolverlo: “un país, contigo, podemos”. Sin duda es un ejemplo de la destreza sintáctica que menudea en nuestras universidades. En esas pancartas tan bien impresas, tan minuciosamente diseñadas para que parezcan las improvisadas sábanas de un vecino entusiasta, puede leerse, sin embargo, otra cosa: “un país, podemos, contigo”. También podría ser “un contigo, podemos, país” o “un podemos, país, contigo”, aunque todos sospechan que lo que realmente quieren decir es: “podemos contigo, país”.
   De todos modos, el mejor eslogan de esta campaña y, en mi opinión, de hace tres o cuatro elecciones es el de nuestro queridísssssssssssssimo y amadísssssssssssssimo Sr. presidente del gobierno, Don Tancredo. Han seguido la máxima del márketing de guerrilla que dice que una empresa dominante debe atacarse a sí misma continuamente. Dicho y hecho, “España, en serio”, puede leerse en las pancartas en las que se ve a un Mariano Rajoy que, de tanto hacer el Tancredo, ha aprendido a posar. “Estos sí que son serios y no los del gobierno, que son unos papanatas”, pretenden que piense el elector sin reparar en que estos que ahora se presentan tan serios son los que mataron un perro para impedir la propagación del ébola en España, los que estrangularon a la población para que los bancos no lo pasaran mal y los que quisieron convencernos a todos de que a Francia les habían ofrecido tropas para "Parí", no para Malí. “España, en serio”, resume lo que muchos españoles piensan de ellos y es que, en medio de una serie de crisis a cual más preocupante, se han dedicado al jolgorio y el cachondeo aunque, eso sí, ahora prometen ser serios de verdad. El caso es que el márketing de guerrilla funciona tan bien, o los electores están tan despistados al tener la desproporcionada cifra de cuatro opciones políticas entre las que elegir, que todas las encuestan aseguran que tendrán, la oportunidad de hacer algo serio. Miedo me dan.
   Por fin, quedan las formaciones que, cansadas de mirar a España, miran su precioso ombligo. Nada diferente viene haciendo el PSOE desde la primera vez que Felipe González perdió votos en unas elecciones. “Un futuro para la mayoría” es lo que dicen buscar estos herederos de Pablo Iglesias quien, de vivir hoy, se habría dejado coleta y estaría con sus rivales políticos. El PSOE sigue siendo un partido enorme, con una enorme masa de afiliados y una masa no menos enorme de cargos, ex-cargos y aspirantes a un cargo. De su futuro es del que habla el eslogan, los socialistas reclaman un futuro para la mayoría de esos que tan bien han estado viviendo hasta ahora a costa del erario público. Veremos qué ocurre si los resultados de estas elecciones los condenan a la pensión media que cobra un español.
   Dicen que Artur Mas podría darle un beso a tornillo a Mariano Rajoy la próxima vez que lo vea y es que ha tenido varias noches seguidas la pesadilla de que Albert Rivera ganaba las elecciones. Este buen muchacho y sus ciudadanos han logrado captar la atención del electorado más joven, colocarse muy cerca de la cabeza en las encuestas durante algún tiempo y, todavía mejor, ser catalogados como una partido de centro/centro-izquierda, cuando muchas de sus propuestas, territoriales, sobre violencia de género o sobre el aborto, por citar algunas, están realmente, más a la derecha que las propias del PP. “Vota con ilusión”, exigen, porque está claro que hay que vivir en una ilusión para votarles. 
   Pues, la verdad, si romper el bipartidismo era esto, tampoco es que hayamos avanzado tanto.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Un héroe americano en ciernes

   Como ya he dejado claro, soy un apasionado del fútbol americano, que es una especie de ajedrez viviente. No obstante suelo ver los partidos sin sonido. La mayor parte de comentarios en español no me aportan nada y los comentarios de la televisión norteamericana tampoco van mucho más allá. Es normal que, al comienzo de los partidos, aparezca una presentación de los jugadores, en la cual ellos mismos dicen su nombre y la universidad de la que proceden. Aunque frecuento también el mundo del fútbol americano universitario, dado el acento de la mayoría de los jugadores, me resulta difícil adivinar dónde demonios jugaron y si no fuera por el cartelito que les acompaña, tampoco reconocería sus nombres. El otro día, sin embargo, mientras preparaba el almuerzo, tenía puesto un partido con sonido. Me sorprendió lo que decía cierto jugador. No me era desconocido, es casi imposible ver un partido de los Pittsburgh Steelers sin fijarse en él. Primero por su estatura, segundo porque las cámaras lo toman reiteradamente como objetivo. Se llama Alejandro Villanueva, juega de Left Tackle y lo que me llamó la atención de él en la presentación es que pronunció su nombre tal y como yo lo hubiese hecho. Me picó la curiosidad y me puse a buscar información. Comprendí por qué pronuncia como lo hace, su padre es de El Puerto de Santamaría y su madre de Motril, ambos miden más de 1,80. Él nació a orillas del Mississippi porque su padre es oficial del ejército español adscrito a la OTAN. En El Puerto se aficionó por el rugby, deporte en el que destaca su hermano, Ignacio, segunda línea del Club de Rugby Cisneros y de la selección española. Pero en otro destino de su padre, en Bélgica, descubrió el fútbol americano. Con nacionalidad norteamericana, interesado por el este deporte y con la profesión de su padre, era lógico que su siguiente destino fuese West Point. Jugó en el equipo universitario del ejército haciendo un poco de todo, desde los equipos defensivos hasta el ataque. Varias franquicias de la NFL se fijaron en él, pero una regla de las academias militares es que todo jugador que pase por ellas tiene que cumplir dos años de servicio. Teniendo un contrato de la NFL a la vista y destacando en uno de los deportes nacionales, podría haber buscado algún género de apaño o, al menos un puesto en alguna oficina que le permitiese seguir estando cerca de un mundo en el que si desapareces un mes de los titulares es como si nunca hubieses existido. Pero nada de eso entraba en la mentalidad del personaje.
   Como teniente de infantería fue destinado un año en Afganistán. Una vez más, podía haber buscado un rincón seguro donde dejar pasar el tiempo. En lugar de ello, recibió la estrella de bronce por rescatar a compañeros heridos bajo el fuego enemigo. Volvería otras dos veces a Afganistán, licenciándose con el grado de capitán. Corría el año 2014, hacía cuatro años que nadie mencionaba su nombre y seguía con la ilusión de jugar en la NFL. Los Philadelphia Eagles decidieron darle una oportunidad pero, en un ejemplo del tipo de decisiones que se toman en esa franquicia, lo cortaron antes de comenzar la temporada. Pasaron pocos días antes de que recibiera una oferta de los Steelers. No provenía de sus ojeadores, el propio entrenador en jefe, Mike Toulmin, se había fijado en él. 
   Un LT es el jugador encargado, literalmente, de proteger las espaldas del quaterback, no es por tanto, una posición que se suela dejar a un jugador de primer año, pero la lesión del LT titular le abrió las puertas a Villanueva. Su juego no es perfecto. Comete errores, algunos de ellos garrafales, y tiene problemas de comunicación con sus compañeros. Eso sí, nunca comete dos errores consecutivos. Sus declaraciones muestran bien a las claras su procedencia. Rodeado de jovenzuelos que se sabían millonarios antes de que les creciera la barba y con un ego a la altura de su cuenta corriente, Villanueva habla de su necesidad de mejorar, de que tiene que ser más inteligente en el campo, de trabajo duro, de que admira a los jugadores que más tiempo se pasan practicando. Su equipo sabe que su potencial no tiene límites. Es un secreto a voces que le están preparando jugadas de ataque pues un jugador con sus 2,08 y sus 154 Kg es imparable por cualquiera de los defensas de la liga. Está creciendo partido a partido y sus fallos son cada vez más puntuales.
   Un jugador de línea ofensiva como él tiene por misión mantener apartados a los defensas del sitio en el que se decide la jugada. Por definición, son jugadores que quedan fuera de plano, además de que sus acciones no son fácilmente recogibles en las estadísticas del partido. Ningún niño mencionará a un jugador de línea ofensiva como el modelo que lo llevó a practicar este deporte. Lo mejor para ellos es pasar desapercibidos. No es el caso de Alejandro Villanueva. A la televisión norteamericana se le cae la baba con él, no dejan de enfocarlo cuando está en el campo, de repetir sus acciones, de marcarlo en la explicación de cada jugada. Es comprensible, la mayor parte del tiempo resulta espectacular ver cómo mantiene alejados a los jugadores rivales, pero no es sólo eso. Es un español que, en lugar de quedarse en El Puerto de Santamaría, con lo bien que se vive allí, se fue a luchar en los confines del imperio, volvió victorioso y condecorado, cumplió su sueño de ser profesional en el fútbol americano y, si las lesiones le respetan, podría acabar siendo una estrella del mismo. Es la viva imagen del sueño americano. A poco que se descuide, Clint Eastwood podría hacer una película sobre él. Con todo, hay algo que no encaja en este manido cliché y es que Villanueva ya ha declarado que prefiere Motril a New York.      

domingo, 6 de diciembre de 2015

Ni siquiera es serio

   “Atentados meticulosamente planificados” podía leerse en la prensa. Sin duda, para el nivel hasta el que puede llegar el intelecto de un terrorista, es un calificativo adecuado. El común de los mortales no podría decir tanto. A Abdelhamid Abaaoud, “cerebro” de los atentados de París y hombre de peso en la cúpula del Estado Islámico, se le atribuye, entre otras cosas, ser el instigador del ataque contra una iglesia en Villejuif el pasado 19 de abril. Probablemente pensó que estaría bien atacar la iglesia de una “Villa judía” llena de cristianos. Las cuatro ancianitas que, con seguridad, acudieron al servicio aquel día, se salvaron gracias a que el valeroso soldado de Alá se pegó un tiro en la pierna a sí mismo antes de entrar. Hasta qué punto llegaba lo que este cerebro era capaz de maquinar lo demuestran los ataques contra el Estadio de Saint Denis. Al parecer, el primer atacante debía inmolarse para provocar la evacuación del estadio, el segundo se haría explotar en medio de la gente que salía y el tercero, cuando hubiesen acudido los equipos de emergencia. Las neuronas de Abaaoud, chico criado delante del televisor y, para más inri, belga, tan críticas con occidente, su modo de vida y su hipocresía, ni siquiera llegaron para atisbar uno de los principios básicos de nuestro mundo imagen, a saber, que un gol vale más que cuarenta vidas humanas. El 29 de mayo de 1985, en el estadio de Heysel, precisamente en la Bruselas que tan bien conocía Abaaoud, 39 hinchas de la Juventus resultaron muertos y más de 600 heridos por una avalancha humana provocada por los hooligans del Liverpool. La muerte por aplastamiento contra las vallas del campo fueron retransmitidas en directo por televisión para dar paso, sin interrupción, a la ansiada final de Copa. ¿De verdad pensaba este genio del terror que un bombazo iba a lograr  lo que los hinchas ingleses no lograron? Su “meticulosa” preparación llevó a que tres heroicas lumbreras se suicidaran, uno tras otro, sin saber improvisar nada mejor, destrozando, eso sí, a una persona y unas cuantas barandas del enemigo.
   Con todo, lo más patético del terrorismo no es el rosario sin fin de acciones disparatas, ridículas o erradas por la propia incompetencia. Lo más patético es su pretensión de que una acción, un atentado, una intervención puntual, por más simbólica que sea, va a cambiar algo, algo importante, algo de modo permanente y, todavía más, algo que favorezca los intereses que el descerebrado de turno dice defender, como si los símbolos sirvieran para algo más que para parlotear. ¿Se han dado cuenta que ya solo yo escribo acerca de los atentados de París?
   Lo único que cambian los atentados son las vidas de sus víctimas, muertos, vivos y heridos, la vida de esas personas que se han quedado sin un ser querido, sin un conocido, la vida de esas personas que han perdido un ojo, un brazo, una pierna, un dedo o, simplemente, han recibido heridas que arrastrarán penosamente durante meses, años o toda su existencia. Para ellos sí que nada será igual, para ellos sí que todo ha cambiado para siempre y no para mejor. Y lo más divertido de todo es que su sufrimiento no significa nada, no representa nada para unos símbolos que seguirán ondeando tan impávidos como los detentadores del poder. No hay gobierno ni político que quiera de ellos algo más que una oportuna foto en la que la víctima, obviamente, no podrá hablar. No basta el destrozo que han sufrido en sus vidas, además, deben padecer en silencio, pues nada podría haber más devastador para asesinos y políticos que el que tuvieran palabras de perdón o reconciliación.
   Estoy siendo injusto. No se les puede pedir a nuestros políticos mucho más que posar monos en una foto. También ellos son patéticos cuando intentan cambiarlo todo, cambiarlo de golpe, con la intervención puntual e instantánea de una ley, de una declaración simbólica. Nuestro queridíssssssssssssssssssssimo y amadíssssssssssssssssssssimo Sr. Presidente del gobierno en funciones, Don Tancredo, lo ha dejado patente. Intentó chupar cámara a propósito de los atentados de París ofreciendo a nuestro ejército para sustituir al ejército francés en sus operaciones al sur del Sáhara, incluyendo Malí. ¿Es que no hay nadie en este gobierno en funciones que tenga unos mínimos de sensatez y cordura? ¿Acaso no hay nadie en este gabinete, ningún asesor, ningún becario, que tenga la más remota idea de dónde está Malí y qué está ocurriendo allí? ¿Es que nadie ha caído en la cuenta que un presidente de gobierno debe aparentar saber lo que dice? ¿Malí? Un país con un tamaño como toda Europa, en guerra, en el que un movimiento que se dice súbdito de Al-Qaeda se alió con los tuaregs, permanentemente en estado de sublevación, y llegó hasta las puertas mismas de la capital mientras el Estado se desmoronaba, un territorio que las tropas francesas han tenido que reconquistar a sangre y fuego y que, ni de lejos, puede decirse que esté controlado, ¿allí vamos a enviar nuestras tropas especializadas en misiones de paz? Apenas unas horas después, el asalto a un hotel, saldado con la carnicería habitual, hizo que a nuestros gobernantes se les comiera la lengua un gato y la ciudadanía ha asistido, abochornada, al lamentable espectáculo de que España se convierta en el primer país en ofrecer apoyo a Francia y el último en concretarlo, si es que algún día se llega a hacerlo. ¿Qué político español, de estos que lucen tan seguros de sí mismos en las pancartas, tendrá el coraje de ofrecerle a Francia la ayuda que, por historia y por justicia, tenemos el deber de ofrecerle?

domingo, 29 de noviembre de 2015

Ni siquiera es política

   Jugar a “igualar el marcador” es una tentación de todos los movimientos que hacen uso de la violencia en su lucha contra el Estado. En España vivimos un caso en julio de 1997. El día 1 de ese mes, la guardia civil liberó a José Ortega Lara, funcionario de prisiones que llevaba 532 días secuestrado. Su liberación supuso, igualmente, la caída de todos los integrantes del comando así como de su infraestructura. Las órdenes de la cúpula etarra fueron tajantes, había que hacer algo y algo contundente, que levantara la moral de la tropa. Ese “algo” consistió en el secuestro exprés y posterior asesinato de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en la localidad de Ermua y que por aquel entonces contaba con 29 años. La reacción popular a aquella salvajada fue inaudita. Por primera vez en el País Vasco, la gente salió espontáneamente a la calle, primero para pedir su liberación y posteriormente para condenar su asesinato. Por encima de ideologías y de identidades étnicas, los ciudadanos sintieron que ocurría algo que ya no podía seguir tolerándose, que, en realidad, nadie les defendía, que se habían convertido en el arma arrojadiza entre algunos y el Estado, que la lucha por su futuro no podía seguir delegándose en unos ni en otros. No fueron los únicos. Los policías, los etzaintzas, desplegados para proteger las sedes de las asociaciones cercanas a ETA, se quitaron los verduguillos para mostrar sus rostros. Más allá de sus uniformes y sus armas, ellos también eran pueblo que se manifestaba.
  A la clase política se le fue desencajando progresivamente el gesto. Habían convocado algunas manifestaciones, pero rápidamente todo se les fue de las manos y temían que les quitaran el preciado juguete con el que habían venido jugando desde el inicio de la democracia a costa de la vida de los demás. Hubo quienes intentaron salir en las fotos de las manifestaciones populares, quienes desprestigiaron el movimiento que se estaba alzando y quienes utilizaron el discurso de los habitantes de Ermua para pegarlo al suyo, de contenido absolutamente distinto, sin el menor sonrojo. Costó todavía muchas vidas, pero hasta el cejiprieto Sr. Margallo es capaz de reconocer que aquel día comenzó la cuesta abajo de ETA, como había predicho Vidal de Nicolás, con una insurrección popular.
   Los políticos franceses siempre han sido más avezados que los españoles. La primera reacción ante los atentados de París fue la declaración del estado de emergencia y la consiguiente prohibición absoluta de manifestaciones. Hubiese sido terrible para ellos que los musulmanes franceses se lanzasen espontáneamente a las calles a protestar contra el terrorismo. Les habrían dejado sin este juguetito tan mono que llevan tanto tiempo preparando. No hay que engañarse, el brutal paquete de medida presentado por Manuel Valls ante la asamblea francesa, al que sólo seis diputados tuvieron la decencia de oponer sus votos, no es la reacción lógica de un gobierno ante el terror, es el pistoletazo de salida de las próximas elecciones en la que los tres candidatos destacados van a utilizar la sangre de los muertos y el miedo al Islam como programa político para una Francia mucho más a su imagen y semejanza, es decir, obtusa y bestial. 
   La policía, el ejército, debía estar en las calles cuanto antes, copándolo todo, con el dedo presto en el gatillo. No es seguridad, es la exigencia de mantener vivo el terror, de asegurarse que la población viva permanentemente al borde del pánico. Un ser humano aterrorizado es un ser humano cuyos resortes racionales están desarticulados y, lo que es aún mejor, cuya capacidad crítica se halla en suspenso. ¿Para qué reinstaurar fronteras ya derribadas si los terroristas han mostrado la facilidad con que atraviesan cualquiera? ¿Para qué más policías, más fuerzas de seguridad si las existentes han sido incapaces, por dos veces, de intuir lo que se mueve en un mercado de armas, por lo demás bastante pequeño, apenas a trescientos kilómetros de París, sin mencionar la fabricación de bombas en su territorio? ¿Para qué suspender garantías democráticas elementales si no se utiliza el arma más elemental en la lucha contra cualquier enemigo: infiltralo? Y, por encima de todo, ¿para qué ha servido que la NSA lea cada uno de mis correos electrónicos, que los servicios secretos de todos los países europeos metan sus narices en las comunicaciones de los ciudadanos, que ya no exista nada parecido a la intimidad, si un miembro destacado del Estado Islámico ha podido instalarse en pleno corazón de París con menos trabas que un turista cualquiera? ¿Acaso todas esas violaciones de la privacidad van dirigidas realmente a controlar a la población y no a luchar contra el terrorismo? ¿Qué ciudadano aterrorizado, qué padre que ve cómo su hijo juega con metralletas policiales al fondo, qué pareja habituada a sentarse en las terrazas de los locales parisinos, tiene ahora la frialdad suficiente para hacerse estas preguntas? ¿Cuánto falta para que nuestras democracias se hagan bisiestas, es decir, para que sólo lo sean realmente un día cada cuatro años, permaneciendo el tiempo restante al borde mismo de la distopía orwelliana?

domingo, 22 de noviembre de 2015

Ni siquiera es terrorismo

   El lunes 29 de enero de 1979, Brenda Ann Spencer, que por aquel entonces tenía 16 años de edad, acudió a su escuela armada con una pistola. Mató a dos adultos e hirió a ocho niños y un oficial de policía. Cuando le preguntaron por qué lo hizo, respondió: “no me gustan los lunes”. De vivir en estos inicios del siglo XXI, podría haberse convertido al islam un par de meses antes de los hechos, haber gritado “Alá es grande” mientras disparaba y respondido que lo hizo para que los americanos sintieran lo que estaba ocurriendo con sus hermanos musulmanes. Ciertamente, Bob Geldolf no habría escrito su famosa canción, no habría llegado a ser Caballero de Honor de la reina ni hubiese recaudado dinero para los niños de África, pero eso no habría cambiado la suerte de los muertos y heridos. Esta es la razón por la cual los movimientos terroristas suelen buscar algún tipo de carga simbólica a sus acciones, para que se diferencien de la simple carnicería organizada por un lunático. A diferencia de un psicópata, el terrorista mata por una causa. O, todavía mejor, en realidad no quieren matar, es su enemigo el que no le deja otra opción. Si se estudia la historia de los movimientos terroristas que en el mundo han sido, desde los zelotes hasta nuestros días, podrá observarse que han tenido cierta fobia a los ataques indiscriminados salvo por dos tipos de circunstancias: que se pudiera decir que el objetivo atacado era, digamos, el continente y no las personas contenidas en él (por ejemplo, el ataque contra los torres gemelas o, muy típicamente, contra algún género de medio de transporte); o bien, que se tratase de señalar al conjunto de los atacados como el objetivo (por ejemplo, el reciente atentado contra un mercado en Beirut en pleno barrio chií). Puede observarse fácilmente que ninguna de estas dos opciones es aplicable en la reciente matanza de París. Como objetivo del ataque los continentes son irrisorios desde un punto de vista político o religioso: un estadio de fútbol, una serie de restaurantes y una sala de fiestas. También es peliagudo considerar que se trata de designar a un grupo poblacional como objetivo. ¿Acaso el objetivo son los franceses, incluyendo sus cinco millones de musulmanes? ¿el objetivo son los clientes de los restaurantes (de comida no francesa por lo demás)? ¿los amantes del fútbol y el heavy metal
   Una adecuada hermeneusis de estos atentados exige ir más allá de la lógica característica del terrorismo. Y es que el Estado Islámico no es exactamente un movimiento terrorista, de hecho, la razón por la cual se escindió de Al-Qaeda fue, entre otras cosas (de las cuales no gozó de poca importancia la de quién se quedaba con qué), su disconformidad con los métodos utilizados por dicha organización. El Estado Islámico se concibe a sí mismo, precisamente como un Estado, es decir, domina un territorio geográfico bajo el cual una población es administrada. El paso lógico subsecuente es la declaración del califato, como efectivamente han hecho. Que el califato históricamente fuese entendido como un contrato entre la población y el califa por el cual éste se comprometía a no dictar leyes injustas y a buscar el progreso del país, entre otras cosas, promoviendo la investigación científica; que el califato exija el respeto a los derechos de todo el mundo, incluyendo quienes profesan otra religión; o que el califa esté sometido a un consejo que controla cada una de sus decisiones y puede destituirlo, eran, evidentemente, minucias que la trupe de neófitos que conforma el Estado Islámico sólo podía despreciar. Lo importante era apiolar a todo el que no estuviese dispuesto a apiolar a más gente y, lo que es más importante, poner el acento en que cualquier buen musulmán tenía la obligación de acudir a defender el califato. De este modo, la comunidad musulmana quedaba claramente dividida en dos mitades, los auténticos musulmanes, cuyo único rasgo distintivo era tomar las armas y estar a las órdenes del califa y los otros, los impíos que sólo merecen morir.
   El Estado Islámico no responde, pues, a los golpes que se le infligen como suele hacerlo un movimiento terrorista, no se trata de denunciar matanzas atroces ni torturas. Como cualquier Estado, responde intentando “igualar el marcador”. Contabiliza muertos en un sentido deportivo, para buscar el empate en cuanto el enemigo crea que se acerca el silbido final. Por eso, la referencia última de sus acciones fuera del territorio que controlan, no puede buscarse en ningún movimiento terrorista tradicional. Son mucho más parecidas a las balaceras de los narcotraficantes mexicanos (que hasta han asaltado fiestas de cumpleaños) que a las típicos bombazos terroristas. Sin embargo, precisamente aquí es donde surge el problema que éstos quieren evitar. No hay nada en la carnicería organizada en París en lo que un musulmán pueda reconocerse. No hay manera de que ningún creyente pueda interpretar el asesinato de comensales o seguidores de un grupo musical como defensa de la fe. Sin duda, estas acciones habrán servido para elevar la moral en las propias filas, que debe haber bajado un tanto cuando del cielo, en lugar de las bendiciones del Profeta han comenzado a caer bombas. Sin duda, atraerán nuevas huestes, personal como Brenda Ann Spencer que no necesitaba ningún motivo para matar, pero que pensará que teniéndolo podrá matar más y mejor. La cuestión está en que esta buena gente, tan ansiosa de ir al paraíso, no va a tener muy claro dónde está su puerta de entrada. En efecto, si se puede luchar por la fe de Mahoma, en el disparatado sentido en que estos recién llegados la entienden, en las calles de París, ¿qué necesidad hay de peregrinar allí donde el califato ha sido declarado? Aún más, ¿qué sentido tiene dicha declaración?

domingo, 15 de noviembre de 2015

Venga, hablemos de Cataluña

   Hace siete años, el sempiterno Angel María Villar, a quien tantas victorias le debe la selección española, estaba enfrascado en una dura lucha con Javier Lissavetzky, a la sazón, Secretario de Estado para el Deporte. La habitual desafección personal que siempre se halla detrás de estas cuestiones, tenía un curioso añadido. El intento de la Unión Europea por poner fin a los desmanes de la UEFA, había llevado a la FIFA a proclamar que sus reglamentos estaban por encima de las leyes de cualquier Estado. Villar, siempre fiel vasallo, había puesto en práctica tal mandato y no estaba dispuesto a acatar la ley aprobada por el ministerio que le exigía la celebración de elecciones antes de final de año. La Federación Española de Fútbol introdujo, pues, una modificación en sus estatutos por la cual las leyes españolas dejaban de afectarle. Hasta tal punto llegó la cosa, que la FIFA envió una carta al gobierno español exhortándole a rendirse ante la federación bajo la amenaza de expulsar a todas las selecciones españolas de las competiciones. Oficialmente el gobierno respondió a la FIFA poniendo los puntos sobre las íes y ésta quedó tan convencida que medió para la claudicación de Villar. La realidad fue muy otra. El presidente de la federación de fútbol convocó las elecciones cuando le vino a bien y a Lissavetzky lo destituyeron con la excusa de que sería el candidato ideal para la alcaldía de Madrid, lo cual, dentro del PSOE, desde hace bastante tiempo, significa que te tiran por el retrete. Desde entonces, Villar ha hecho lo que le ha venido en gana. Si en aquella ocasión se negó a adelantar las elecciones contraviniendo la ley, con Wert hizo exactamente lo contrario, adelantándolas en contra de la legislación. 
   Villar fue y sigue siendo un ejemplo de que en España las leyes no sirven para nada si uno tiene los contactos necesarios. Aquí, tener un cargo y, especialmente, un cargo de libre designación, ha significado siempre que uno estaba más allá del bien y del mal, pues nuestra casta política (¿se acuerdan de cuando el término “casta”, estaba de moda? ¿a que ahora parece que fue hace mucho tiempo?) lleva décadas entregada con fruición al desmantelamiento del sistema jurídico. No tienen más que ver lo que ha ocurrido con el Tribunal de Cuentas, que, de órgano supremo de control lo han convertido en la madre de todos los apaños. Semejante conducta sólo podía terminar de una manera y es que alguien, más tonto que la media, decidiese ponerse la Constitución por montera y lanzarse al ruedo a romper todas las barajas con las que hasta ahora habían estado jugando quienes pueden jugar a ser poderosos. No hace falta decir que ese tonto es Artur Mas y que va a acabar poniendo a Cataluña en una situación que difícilmente terminará sin el derramamiento de sangre, no la suya, por supuesto, sino la de unos pocos inocentes  que nada tenían que ganar en toda esta locura. 
   Ahora, nuestros brillantes políticos descubren que el desarme de la justicia, tan meticulosamente llevado a cabo, se vuelve en su contra y que los jueces poco pueden hacer cuando es un político quien infringe la ley. A lo sumo puede lanzar brindis al sol, como lo están siendo las sucesivas proclamas de ese Tribunal Constitucional al que sería tan fácil acallar recurriendo cada una de sus proclamas al Tribunal Supremo, con el que tantas querellas cruzadas tiene. El Sr. Mas lo ha dicho claramente, el Tribunal Constitucional prohibió una consulta que acabó celebrándose y ha advertido de las consecuencias de una declaración secesionista que afirmó que no se podía hacer. Como buen tonto, sigue hacia delante mientras los palos no lleguen hasta su cabeza y sabe que, de acuerdo con los estándares españoles, el garrote de la justicia no le alcanzará antes de 18 meses, cuando él ya esté a salvo al otro lado de la frontera recién creada con el único motivo de no acabar en la cárcel..
   Pero, en contra de lo que muchos creen, la estupidez es una enfermedad contagiosa. El otrora símbolo de la intelligentsia catalana, ERC, se ha aferrado a los destinos del President como un innecesario náufrago a su bote salvavidas. Al final su actitud acabará siendo una profecía autocumplida, han dejado a Convergencia sin discurso propio, pero ya le ha surgido por su izquierda quienes les van a aplicar la misma receta. Tras ellos va ese 47% del electorado catalán que siempre fue un 47% y al que ni las elecciones municipales plebiscitarias, ni las listas unitarias, ni toda la presión que la calle ha ejercido ha logrado añadir ni un voto más del 47% en las decisivas elecciones en las que marcharon juntos por el sí... a Artur Mas. ¿De verdad creen que quienes tanto gusto le están cogiendo a saltarse la ley a la torera, cuando sean ellos los que hagan las leyes y hasta la constitución, se van a volver fieles cumplidores de lo legislado? ¿Qué se puede esperar de alguien que, cuando no le conviene, tira a la basura todo el marco institucional que le ha permitido llegar hasta donde está? ¿Resulta sensato entregar el futuro a quien desprecia de un modo tan abierto a jueces y tribunales? Cierto que España es una idea que no ilusiona, pero esta República Independiente de Cataluña nacida de las entrañas de Mas y su caterva, da pavor.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Cierra la muralla

   Shu-Sin llegó al trono como cuarto rey de la tercera dinastía de Ur en el año 2.037 a. de C. Pese a ser, según muchos historiadores, hermano y no hijo del anterior rey, su acceso al trono no tuvo contestación interna, pero hubo de afrontar numerosas amenazas externas. Trató de forjar alianzas con reyes vecinos concertando el matrimonio de sus hijas con ellos, lanzó numerosas expediciones punitivas contra los nómadas que amenazaban su reino y ganó numerosas batallas. Sin embargo, siempre se supo en precario. Da idea de su situación la obra emprendida en el tercer año de su reinado, la construcción de una muralla en el noroeste de unos 270 Km entre el Eúfrates y el Tigris, muy probablemente, en la parte en que éstos se aproximan más, es decir, cerca de Bagdag. El reinado de Shu-Sin terminó el 2.029 a. de C. sin que sepamos muy bien cómo y fue sucedido por su hermano (o hijo) Ibbi-Sin. La correspondencia de éste deja bien claro que el reino estaba en descomposición hasta el punto de que él mismo intentó gestionar una invasión de los amonitas contra las ciudades vecinas que le acechaban. Hacia el año 2.000 a. de C. Ur fue tomada y saqueada por los elamitas, reino situado al este de Sumeria, con tan inusitada contundencia que ya jamás volvió a ser cabeza de un imperio.
   Puede decirse que la Gran Muralla china tuvo sus orígenes en el siglo V a. de C. cuando los diferentes señores feudales se aprestaron a designarse a sí mismos como reyes y a iniciar el período de los Reinos Combatientes. Ante la lucha sin cuartel que se avecinaba, era preciso tener las espaldas guarecidas de invasiones bárbaras o de los enemigos más cercanos, así que, por el simple procedimiento de apelmazar capas de tierra, se fue creando una sucesión de murallas que, después, como la propia China, sería unificada y ampliada por el primer emperador, Qui Shi Huang. Invasiones no recibió China, pero la muerte del emperador dio paso a una guerra civil tras la cual llegó al poder la dinastía Han de la mano de Liu Bang, un soldado de humildes orígenes. Este logró conjurar las amenazas de invasión bárbara con lo que él llamó heqin, es decir, “armoniosa unión”, o en pedestre, enviaba a los gerifaltes bárbaros princesas en cuanto amenazaban con una invasión. Semejante estratagema mantuvo libre a China de incursiones desde el norte hasta los alrededores del 134 a. de C. En esa época, el emperador Han Wudi emprendió una guerra contra las tribus del norte y las expulsó hasta al otro lado del Gobi. Victorioso, pero no tranquilo, marcó una tradición que seguirían todos los que vinieron tras él ampliando la muralla, que llegaría a tener unos 21.000 Km. Sus buenos 10 millones de trabajadores (una cifra que los bárbaros jamás soñaron apiolar) murieron para que los turistas puedan hacerse fotos en ella con la bandera del Betis. 
   En la noche del 12 al 13 de agosto de 1961, la República Democrática Alemana levantó la práctica totalidad de los 160 Km del Antifaschistischer Schutzwall (Muro de Protección Antifascista), que dividió y rodeó Berlín Oeste hasta la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989. Su intención fue impedir la emigración de ciudadanos de la RDA a la República Federal Alemana, que iba camino de convertirse en masiva. Cualquiera que intentara atravesarlo de forma ilegal desde la RDA a la RFA era considerado, automáticamente, un enemigo del Estado y los soldados que lo custodiaban estaban autorizados a disparar a matar. Entre 125 y 270 personas murieron intentado cruzarlo. Tras su caída, mandos de la antigua RDA fueron juzgados por estos homicidios. Lo cierto es que la RFA contribuía todos los años a las arcas de la RDA para que no cruzaran muchos más de los que hubiese podido asumir.
   El Muro de Cisjordiana llegará, si se construye todo lo proyectado, a alcanzar los 721 Km, en un 80% siguiendo la línea verde que separa Israel de Cisjordania y en un 20% dentro de territorio (teóricamente) palestino, en donde llega a adentrarse hasta 22 Km. Casi en su totalidad está constituido por vallas y alambradas, salvo en un 10% en que la forman bloques de hormigón de varios metros de altura. El ancho total va de los 50 a los 100 metros. La obra ha sido condenada por Naciones Unidas y la Corte Internacional de Justicia. Su objetivo declarado es proteger a los civiles israelíes contra el terrorismo. Este otoño, palestinos armados con cuchillos de cocina, atacando aisladamente y sin coordinación, han sembrado el terror en Israel. 
   Como siempre ocurre con todas las medidas represivas israelíes, también el muro ha encontrado su réplica en EEUU. El muro fronterizo Estados Unidos-México se inició en 2.007 y, de completarse lo aprobado, acabará teniendo 595 Km de extensión más un añadido de 800 Km de barreras para el paso de vehículos. De momento, ya ha conseguido desviar hacia el desierto el tráfico de inmigrantes ilegales contra el que dice luchar. Tiene, pues, el significativo mérito de haber disparado el número de muertos entre quienes intentan el paso de la frontera hasta los 10.000.
   En España la cosa no llega a tanto, apenas si hemos invertido 60 millones de euros en la construcción de un sistema de vallas que separa Ceuta y Melilla de Marruecos. Alcanzan los tres metros de alto, con sirgas y cuchillas cortantes. Patrullas de la policía y la guardia civil las recorren periódicamente para descolgar a los enganchados en ella, principalmente, subsaharianos que, según cambie el viento, encuentran dificultades o no para atravesar Marruecos. Nada ha impedido que los centros de internamiento de inmigrantes ilegales de ambas ciudades estén continuamente a rebosar. Sin embargo, la Unión Europea, con cuyo dinero se financiaron en parte ambas vallas, está dispuesta a multiplicarlas en muchas otros confines del imperio.
   Por alguna curiosa razón, los seres humanos, desde que abandonamos las cuevas, nos sentimos confortables rodeados por la paredes de una casa. Creemos que, cerrando bien las puertas, podemos dejar la barbarie y el frío fuera, mientras disfrutamos de cobijo y calor. Creemos que lo que vale para nuestras casas puede valer también para nuestras ciudades, para nuestros países, para nuestros imperios, como si rodearlos de piedra y arena bastara para convertirlos en un hogar seguro. Hacemos, con ello, todo lo posible por ignorar uno de los principios básicos de la estrategia, el que dice que una defensa estática es tan fuerte como su punto más débil. Hacemos, en definitiva, cuanto está en nuestra mano por olvidar la lección que la historia se empeña en repetirnos una y otra vez: que ninguna ciudad, ningún país, ningún imperio, ha logrado resistir tanto como las murallas que atestiguan sus miedos. Porque lo que mata a un Estado, a una civilización, no es la barbarie que pretende dejar al otro lado de sus construcciones defensivas, lo que los mata es que éstas y no las creencias e ideas que los vivificaban desde su creación, se han convertido en lo único sólido a lo que pueden agarrarse.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Cuarenta años atrás

   De todos los procesos descolonizadores que Europa protagonizó en África durante el siglo XX, España participó en dos de los más vergonzosos, lo cual no está nada mal teniendo en cuenta que sólo llevamos a cabo esos dos. El primero, el de Guinea Ecuatorial, fue realmente brillante: les concedimos la independencia de modo negociado para, cuatro meses después, dejar al recién nacido Estado sin dinero e intentar volver a hacernos con el poder manu militari. Contribuimos, de ese modo, a hacer de Guinea lo que ha venido siendo desde entonces, una turbia dictadura, últimamente más turbia que de costumbre por los yacimientos de petróleo que se han hallado en el país.
   El segundo fue aún mejor. Desde el siglo XV, España había estado interesada en establecer cabezas de puente en el continente que sirvieran para cubrir las espaldas del archipiélago canario. Estas intenciones se materializaron durante el siglo XIX con la reclamación en 1885 del Sahara Occidental como territorio español. Cuando Franco decide lavarle un poco la cara al régimen entrando en la ONU y haciendo como si en España hubiese algo de modernidad y buenas formas, rápidamente se topó con el interés de este organismo por el tema de la descolonización. El régimen respondió con la doblez que es habitual en las dictaduras(*). Por una parte, el ministerio de Asuntos Exteriores se esforzó por mostrarle a la ONU un Sahara Occidental que llegó a ser, sobre el papel, ¡un territorio autónomo! Por otra, Carrero Blanco y sus secuaces dejaban claro sobre el terreno que no tenían la menor intención de cambiar nada. Hasta tal punto llegó la cosa que en el verano de 1972 el gobierno de la dictadura aprobó un decreto por el que se aplicaba la ley de secretos oficiales a todos los asuntos del Sahara, con lo que Asuntos Exteriores se quedó sin información del propio gobierno del que formaba parte acerca de lo que allí estaba ocurriendo. Y lo que estaba ocurriendo era muy fácil, desde finales de los sesenta se estaba reprimiendo salvajemente cualquier cosa que pudiera entenderse como un atisbo de oposición a los intereses españoles. Naturalmente, tal modo de proceder sólo podía tener un resultado posible, la creación del Frente Polisario y el inicio de la lucha armada contra la colonización. A partir de este momento, las cartas estaban echadas. 
   La intención del Frente Polisario era la proclamación de una república saharaui independiente. Por tanto, no podía buscar apoyos ni en Marruecos ni en Mauritania, dos países con reclamaciones territoriales sobre el Sahara Occidental. El único apoyo que les quedaba esperar era el de Argelia. Pero Argelia era un joven país de tendencias socialistas, un auténtico experimento basado en las nacionalizaciones y la autogestión de las pequeñas y medianas empresas que pocos podían entender por aquel entonces como algo diferente del comunismo. Dicho de otro modo, el Frente Polisario se presentó a la luz pública como el primer ejemplo de la nefasta influencia que Argelia podía ejercer sobre el norte de África a poco que se la dejase.
   Comprendiendo bien la situación, el gobierno de Marruecos inició una ofensiva diplomática cuyo rápido éxito es difícil de entender si se lo desliga del hecho de que este país ha sido siempre el mejor aliado de EEUU en la zona. La situación para Madrid comenzó a hacerse muy complicada. La presión internacional por un lado y de la propia población saharaui por el otro, hacía inviable el proyecto de permanencia indefinida en el territorio sobre el que, en realidad, se había estado trabajando en todo momento. Cedérselo a Marruecos era sentido hasta tal punto como una traición que desde dentro del gobierno español comenzaron a surgir voces proponiendo que se le entregase a las autoridades argelinas, valedoras del Frente Polisario y, por tanto, teórico enemigo de España en este asunto. De hecho, esta propuesta no llegó a prosperar por el posible disgusto que hubiese podido ocasionar en Washington. 
   En octubre de 1975, el Tribunal Internacional de Justicia dictaminaba que existían ciertos antecedentes de vasallaje del territorio en disputa hacia Marruecos. Aunque la sentencia del tribunal mencionaba que tal vasallaje no podía ser entendido en ningún caso como una soberanía territorial perdida, el gobierno marroquí se sintió legitimado para defender sus intereses con mayor vehemencia. En noviembre de ese año, Franco ha desaparecido de la escena pública, los rumores sobre su salud parecen tener en esta ocasión más fundamento que nunca y el gobierno de Hasan II decide que ha llegado su oportunidad. El 6 de noviembre la marcha verde traspasa la frontera marroquí y se adentra en territorio del Sahara Occidental. Oficialmente son 350.000 ciudadanos desarmados, malas lenguas afirman que muchos de ellos son militares y policías sin uniforme. No están solos. 25.000 soldados, estos sí, armados, los apoyan con una invasión en toda regla. El gobierno español ordena sembrar minas y que el ejército se atrinchere tras ellas. La ONU, alarmada ante lo que está ocurriendo, recuerda al gobierno español que ha contraído compromisos para la autodeterminación del territorio y aún hoy sigue reconociendo como única legítima la administración española. Pero el gobierno español se enfrentaba al significativo reto de ser un gobierno franquista sin Franco. Debió parecerles más que suficiente. El 14 de noviembre de 1975 se firman los acuerdos de Madrid por los que se le traspasaban todos los poderes que España ejercía sobre el Sahara Occidental a Marruecos y Mauritania. A Rabat le faltó tiempo para inundar el Sahara con colonos a los que se ofrecían todo tipo de facilidades y ayudas, mientras trataba a los saharauis como ciudadanos de segunda en su propio país. Esta política ha supuesto para Marruecos una sangría de dinero que se podría haber aprovechado para otras cosas, pero, claro, entonces quienes han conseguido licencias reales para explotar la pesca y, particularmente, el yacimiento de fosfato de Bucraa, no se hubiesen visto lucrados como lo han hecho. A este reparto de las riquezas del Sahara no han sido ajenos quienes ya podrán imaginarse. Los acuerdos de Madrid, entre otras cosas, incluían cláusulas comerciales secretas que hacían al antiguo INI copropietario de Fos Bucraa S. A. Si bien su participación en la empresa fue bajando hasta extinguirse, son empresas españolas las que transportan hoy día los fosfatos desde El Aaiún hasta Huelva. De allí los productos son distribuidos entre la diferentes factorías que la empresa norteamericana FMC Foret posee en España.
   Noviembre de 1975 es la fecha en que los saharauis descubrieron que, quizás, el colonialismo español no era tan malo como parecía, que se habían convertido en uno de esos pueblos orillados por la historia, que cualquier forma de justicia les pasó de largo. Relatar todos los informes que diferentes organismos internacionales han hecho sobre las violaciones de derechos humanos en el Sahara ahora administrado por Marruecos sería interminable. 160.000 saharauis viven en campos de refugiados en torno a Tinduf (Argelia). Las lluvias de este otoño han destruido sus casas. Diferentes organizaciones de apoyo españolas van a enviarles dinero, comida y ropas. Recibirán también el amparo de la ONU y del gobierno argelino. Podrán reconstruir sus casas muy pronto... aunque no allí donde debieron haber estado siempre.


   (*) Cfr.: Martínez Milán, J. M. "La descolonización del Sahara Occidental", en Espacio, Tiempo y Forma, S. V, Hª Contemporánea, t. IV, 1991, págs. 191-200.

domingo, 25 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (2 de 2)

   La mayor parte de la interacción médico-paciente en la que tanta influencia ha de tener la filosofía de Spinoza no se produce en las instancias en las que Delassus está pensando, sino en otras, a veces adyacentes y otras veces muy alejadas de ellas, las consultas médicas. Y aquí aparece un déficit capital en De l’éthique de Spinoza à l’éthique médicale que sería injusto achacar a algún género de fallo del autor pues es el déficit sistemático de todo eso que ha venido llamándose “ética médica”. El déficit consiste en entender esta “ética” como un deber que el médico tiene para con el paciente. Sería, pues, un derivado de su rol o de su profesión, una especie de útil adorno añadido a la bata o el estetoscopio y del que éste, el médico, se deshace en cuanto abandona su consulta y se dedica a los quehaceres diarios de cualquier mortal. Entender las cosas de semejante modo ignora dos hechos básicos que anulan cualquier pretendida fundamentación de una ética. El primero es que la ética es un componente intrínseco de las relaciones entre personas, no de las relaciones entre una persona y una bata o un estetoscopio. Los deberes, los derechos y las obligaciones que comporta cualquier relación ética implican a todos los individuos que forman parte de la misma en tanto que individuos. Exigirle a los médicos el cumplimiento de una serie de deberes añadidos a los ya contenidos en el ejercicio de la medicina pero que no les atañen en cuanto personas sino meramente en cuanto detentadores de un rol, resulta una contradicción en los términos. Los médicos sólo pueden vivirlo como una exigencia sobreimpuesta que no les aporta nada en el ejercicio de su trabajo y que, frecuentemente, conlleva molestas cortapisas. Todavía peor, estamos hablando de la profesión con la tasa más alta de suicidios. Un médico es un profesional confrontado diariamente con los límites de sus habilidades, que sabe cuántas batallas va a perder cada día y que todo el poder omnímodo que pusieron en sus manos al otorgarle un título no le va a servir para ganarlas. Si él mismo enferma, conoce perfectamente qué posibilidades tiene de superar su enfermedad y en qué estado y conoce, igualmente, que las buenas palabras y los gestos de apoyo que reciba de los que fueron sus colegas no pasarán de ser meras poses que su trabajo les exige. Es normal, por tanto, que los profesionales de la medicina adopten la actitud reiteradamente criticada por Delassus de esconderse tras un cientifismo aséptico para protegerse del profundo desconsuelo que podría suponerles considerar a su paciente algo más que un número. Si quieren se lo puedo resumir de otra manera, los médicos, más que nadie, necesitan de una ética que los ligue a sus pacientes y sin la que son incapaces de encontrarle ellos mismos un sentido a la enfermedad y la muerte. Esa ética, como valientemente ha señalado Delassus, está por construir. Y está por construir desde sus mismos cimientos, quiero decir, ni Spinoza, ni Leibniz, ni Descartes, ni ningún planteamiento filosófico que se halle medianamente contaminado de platonismo (lo cual vale tanto como decir, nada que se haya hecho en el mundo filosófico, al menos, de occidente), puede servir como suelo para construirla. Porque la cuestión está en que desde que Platón acusó al cuerpo de ser la cárcel del alma la filosofía occidental rara vez ha escapado a la tentación de declarar que el cuerpo es una enfermedad (págs. 142-3), conclusión ésta que figura en el frontispicio del big pharma
   Pasamos largas horas atrapados en edificios concebidos para la producción, no para la vida, bajo continuas amenazas, ora explícitas, ora implícitas, encadenados al temor al paro, a los accidentes o a la hipoteca. Pasamos nuestro ocio ante un televisor que no se cansa de recordarnos todas las enfermedades que podemos contraer, todos los males que nos pueden acontecer o con “sano” ejercicio en gimnasios que machacan nuestros tímpanos y en calles comidas de polución, cuando no tomando alcohol, fumando o cosas peores. Dormimos poco porque hay mucho que trabajar y muchas ocasiones para divertirse, porque no hay dios capaz de conciliar la vida familiar con la laboral, porque nuestro estrés, nuestros miedos y nuestra tos no nos permiten dormir más. Mejor no menciono la lista casi infinita de colorantes, de conservantes, de anabolizantes, de antibióticos, de fertilizantes, que sazonan nuestras comidas hagamos lo que hagamos. Y, todo ello, contando con que hayamos tenido la descomunal suerte de nacer en la parte feliz del mundo, allí donde la gente puede comer diariamente, beber algo parecido a agua potable y la vida suele valer más que el precio de una bala. Nuestro cuerpo no es una enfermedad, nuestro mundo lo es. Vivimos en una sociedad enferma, en una sociedad enfermiza, en una sociedad que nos entrega enfermedad a manos llenas y, mientras paseamos por ella, se nos quiere hacer creer que la enfermedad es la consecuencia inevitable de tener un cuerpo, todavía mejor, que el cuerpo y todo lo que ha de acontecerle es una enfermedad, cuando la única enfermedad son todas esas situaciones inhumanas que se nos obliga a vivir cotidianamente. 

domingo, 18 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (1 de 2)

   De l’Éthique de Spinoza à l’éthique medicale, es un libro publicado en 2011 por Éric Delassus con la intención de mostrar de qué modo los planteamientos de Spinoza pueden ayudar a crear un nuevo marco ético para la enfermedad. El intento es, desde luego, proteico y no es de extrañar que Delassus haya buscado la solidez de un sistema filosófico ya constituido para emprenderlo. Se trata, en efecto, de orientar al paciente sobre cómo debe entender la enfermedad sobrevenida, se trata de buscar los principios básicos que deben fundamentar la relación con su médico y se trata, entre otras cosas, de comprender en qué consiste la praxis médica. Que alguien haya tenido el valor de sacar la filosofía de la bonita torre de marfil en la que fue enclaustrada durante el siglo XX y volver a hacer de ella lo que siempre fue, una guía para la vida, es algo que no puede merecer otra cosa que nuestro encendido aplauso. Por si fuera poco, Delassus deja claro que, tal y como lo vive el enfermo, su cuerpo y su enfermedad son, ante todo, ideas con las que tiene que habérselas, destaca que la enfermedad es resultado de (y agente productor de) una historia en trance de hacerse y que, por tanto, considerar al paciente un número más en una estadística es resultado de una praxis médica castradora. Incluso halla valor y apoyos para oponerse al aplauso general que las leyes sobre la eutanasia provocan en cierta intelligentsia más preocupada por parecer progresista que interesada en conocer el género de progreso que están promoviendo.
   Desgraciadamente, ya se han enumerado todos los méritos de este libro. Y lo peor no es que el proyecto fuese demasiado ambicioso, lo peor es que resulta demasiado ambicioso para los presupuestos de los cuales parte. En efecto, por más que Delassus se empeñe en ello, el hecho de utilizar la filosofía de Spinoza no deja de parecer una decisión arbitraria. El “Spinoza” de Delassus es, en realidad, una filosofía determinista y, en consecuencia, un ideal de sabiduría entendida como el abandono de la búsqueda del sentido y del punto de vista del sujeto individual para centrarse en la totalidad de la naturaleza. Cuando se intenta ir un poco más allá e implicar otras ideas “de Spinoza” como la noción de conatus, Delassus topa rápidamente con una serie de límites que le llevan a reformular las nociones espinocistas hasta hacerlas difícilmente reconciliables con el filósofo de holandés. Llegados a este punto uno se pregunta qué necesidad había de acudir a Spinoza y qué se hubiese perdido apelando a los estoicos, en los que aquél se inspiró para todos los temas de los que Delassus saca provecho. Con todo, no es el peor problema del libro.
   Si bien es en el pensamiento francés en el que con más insistencia se ha tratado el tema de la medicina, existe en él un curioso desenfoque del que este libro es un ejemplo más. “Medicina” para los filósofos franceses parece significar “lo que se hace en los hospitales y en las facultades dedicadas a dicha disciplina”. Si hemos de atender al consumo de medicamentos, esta “medicina” ocupa actualmente menos del 30% de la praxis médica. De hecho, la tendencia es a volver puntual, casi instantáneo, el paso del paciente por los hospitales. Este desenfoque origina otro, a veces irónico y a veces sarcástico, el de considerar que la medicina tiene por objetivo acabar con la causa de las enfermedades (pág. 126). Si hemos de tomar al pie de la letra tal definición, se convertiría en un higienismo que ya Foucault criticó por devenir uno de los instrumentos del poder para penetrar los intersticios de la vida social. Así que sólo queda la otra opción, añadir el adjetivo “inmediatas” a las causas sobre las que debe actuar la medicina. El estrés, la contaminación, la proliferación de agentes químicos cuyo efecto a medio y largo plazo sobre el organismo humano es desconocido y, lo que es aún mejor, la ingesta habitual de medicamentos con todo género de efectos secundraios, deben ser adecuadamente alejadas de cualquier intervención médica y colocadas en una tierra de nadie sobre la que ninguna ciencia y, mucho menos, ningún poder político, debe ser competente. Pretender, por tanto, que la medicina cura o, todavía mejor, sacar del hecho de que para los pacientes la enfermedad es algo vivido, es decir, pensado y percibido, la conclusión de que “c’est tout d’abord le malade qui définit la maladie en fonction de ce qu’il ressent” (págs. 179-80), es, como digo, cruel sarcasmo. La enfermedad la definen los mismos que se aseguran de que los médicos no puedan curarla para que no les estropeen el negocio y que, sin duda, habrán aplaudido la aparición de este libro porque escamotea vilmente una de las cuestiones centrales de cualquier cosa que quiera llamarse hoy día una ética médica o, de un modo más amplio, una filosofía de la enfermedad, a saber, si hay ya argumentos éticos más que suficientes para prohibir que las empresas farmacéuticas sigan existiendo.

domingo, 11 de octubre de 2015

Das Auto (y 3. Vendiendo la plaga)

   Decíamos en la entrada anterior que los gobiernos europeos, democráticamente elegidos, piensan única y exclusivamente, en lo que es mejor para sus electores, sin parar mientes en lo que puedan decir u opinar grandes corporaciones industriales o países más poderosos. Un caso palmario lo tenemos en nuestro queridísssssssimo y amadísssssssssimo Sr. Presidente del gobierno, Don Tancredo. Su primera reacción al conocer el escándalo no ha sido clamar por los ciudadanos españoles estafados, no ha recordado todas las personas que han enfermado por culpa de las emisiones contaminantes ni la riada de dinero que se gasta el Estado en su atención. Lo primero que ha dicho es que espera que todo este escándalo no perjudique las planeadas inversiones de VW en España. Unos días después, nuestro ministro de industria, el Sr. Soria ha tenido a bien leer ante los medios de comunicación una nota de prensa redactada en Wolfsburgo en la que se dice que, pese a que los coches de la empresa alemana han contaminado entre 20 y 40 veces más de lo permitido, no existe fundamento alguno para exigirle la devolución de las ayudas que recibió por rebajar las emisiones contaminantes. Ya hemos explicado que en España pedir responsabilidades está mal visto. Uno empieza pidiendo la cabeza de quienes han organizado un complot mafioso y, como se lo deje, puede acabar pidiendo la cabeza de los políticos que nombraron a los directivos de las cajas de ahorros que nos metieron en el foso de la crisis. En Alemania las cosas son diferentes. Un alto ejecutivo monta un chiringuito para estafar a sus clientes y, cuarenta y ocho horas después de salir en la prensa el escándalo, se le obliga a dimitir... e irse a disfrutar tranquilamente de su multimillonaria pensión vitalicia. Pero no se trata de gobiernos cuyos miembros piensan en su futuro profesional cuando abandonen el poder antes que en sus gobernados, no se trata de empresas que usan el ecologismo para vender, se trata de algo más.
   En el coche se anudan tres características de nuestra civilización: imagen, consumo y viaje. Puede decirse que el coche aumenta el radio de acción de nuestros desplazamientos, pero lo que realmente hace es crear unos sujetos que no entienden su vida si no es como un continuo éxodo. Ciertamente, nuestra especie es viajera. No hemos dejado de explorar nuevos territorios desde que aparecimos sobre la faz de la tierra. Salimos de África, nos expandimos por Europa y Asia y realizamos una carrera para llegar cuanto antes desde Alaska a Tierra del Fuego. Sin embargo, hasta el surgimiento del coche, sólo eran unos pocos quienes viajaban. Hoy la inmensa mayoría de los miembros de nuestra civilización occidental realiza un desplazamiento diario que hubiese costado varias jornadas a nuestros antepasados.
   Naturalmente, no se puede viajar sin consumir. El coche es la máquina del consumo perpetuo. Incluso parado, el simple paso del tiempo exige revisiones, reparaciones y repuestos. Toda reducción de consumo aparente es, en realidad, una acumulación que acabará manifestándose como un desembolso superior al pretendido ahorro.
   Pero, para viajar, para consumir, hace falta poco más que cuatro ruedas, un volante y un motor de explosión. Las convenciones de coches antiguos, en perfecto estado de funcionamiento, lo demuestran. El aumento exponencial de los gastos asociados a la posesión de un coche, el transformarlo en el eje central de la industria de los más industrializados, caso de Japón o Alemania, exigía algo más, exigía sobredimensionarlo, exigía abstraerlo de su realidad, exigía convertirlo en imagen.  Imagen, en primer lugar, de sí mismo, pues no compramos el mejor coche, ni el más adaptado a nuestras necesidades, compramos el coche más grande, el de mejor apariencia, el mejor anunciado... el coche de cierta marca. Imagen de marca, pues, que al principio consistió en el color (Ford sólo fabricaba coches negros), después en el diseño y ahora, en esta época de la imagen en la que escasea la imaginación, en un logotipo tan grande como el volante. El color, el color que empezó identificando al coche, identifica ahora al concesionario, a los empleados, a las oficinas. Pero la imagen de sí mismo, la imagen de la marca, están incompletas sin alguien que las conduzca y para quien será parte de la imagen personal. Un individuo no es más que la imagen que proyecta mediante los productos que consume, entre otras cosas, el coche que se compra.
   Cuando un elemento tan característico de una cultura mata, envenena y enferma, se suele crear una mitología en torno a él que permita justificar o, al menos, ocultar, su naturaleza letal. Nos contaron que legislaciones cada vez más estrictas habían hecho a los coches menos contaminantes de lo que fueron nunca. Nos contaron que las revisiones técnicas protegían el medio ambiente y dejamos que nos metieran un sensor por nuestro tubo de escape como dejamos que en nuestras revisiones médicas nos metan una cámara por salva sea la parte. Nos contaron que la nueva generación de catalizadores harían nuestros coches tan respetuosos con la naturaleza como un árbol, mientras nuestros frenos, nuestros embragues y nuestros amortiguadores seguían emitiendo las mismas partículas cancerígenas de siempre. Ahora nos cuentan que una marca nos ha mentido, pero que todos los consumidores, incluyendo los de esa marca, pueden estar tranquilos, al tiempo que la patronal del sector hace piña con quienes han mentido...
   No hay que ser ingenuos, si un gobierno te considera una industria, da igual cuántos ciudadanos mates porque te protegerá. El proceso por el cual los coches contaminan, sus humos nos enferman y cada céntimo que ingresan en las arcas del Estado acaba saliendo de ellas con destino a los hospitales, no conforma un círculo vicioso, ni es la suma de incidencias aleatorias, constituye el corazón mismo del sistema capitalista, pues se trata de un proceso de creación de valor. Gracias al coche, el aire puro, la salud, la vida libre de un cáncer, han devenido algo escaso que cuesta trabajo conseguir, esto es, lo que económicamente se define como un bien. No nos venden coches, nos venden riqueza, es decir, toda esa enfermedad y muerte que ansiamos conseguir.

domingo, 4 de octubre de 2015

Das Auto (2. VWexit)

   El 22 de septiembre de 2004, el gobierno griego reconoció que había estado falseando los datos del déficit público, al menos, desde el año 2.000. Fue el inicio de una cuesta abajo en la que el euro ha acabado estando al borde del abismo. Desde el principio, Alemania, cuya banca tenía la mayor parte de los bonos griegos en manos extranjeras, adoptó la idea de que Grecia debía pagar por lo que había hecho, sometiéndose a una cura de adelgazamiento que devolviera al sector público el tamaño macroeconómico que, sobre el papel, debía tener. En la práctica eso significaba retirar de la circulación un monto equivalente a lo que se debía pagar a la banca alemana, por lo demás, bastante maltrecha. Para el ciudadano de a pie lo que se le venía encima era una letal mezcla de paro, disminución o desaparición de las ayudas públicas e incremento de tasas en todos los sectores o, si lo quieren de un modo resumido, la miseria para unas cuantas de generaciones. Reiteradamente, cuatro locos argumentaron que la austeridad conduciría al desastre en los países periféricos primero, pero, a medio plazo, allí de donde procedían buena parte de los bienes industriales que éstos compraban, es decir, Alemania. El gobierno de Frau Nein, por su parte, argumentó "desde la más pura ortodoxia económica" que “los griegos”, no su gobierno o sus políticos, sino todos ellos, habían mentido, habían jugado con la buena fe de los europeos, se habían estado llevando subvenciones y ayudas utilizando la más ruin de las mendacidades y que, por tanto, debían pagar. No había pues, inocentes en esta guerra, nadie que mereciera el perdón. Cada anciano que cobrase pensión, cada niño que tuviera que ir a la escuela pública, cada joven que se encontrase en el paro indefinido, estaba, simplemente, sufriendo el justo castigo de su pecado original. Cuando Super Mario Draghi acabó dándole la razón a los cuatro locos que clamaban en el desierto, lo tuvo que hacer rompiendo la sagrada regla de la unanimidad que había regido la toma de decisiones en el BCE, pues los cargos nombrados por el gobierno alemán seguían obstinándose en que, quien la hace, la paga.
   Ahora tenemos que la joya de la corona de la industria alemana, el grupo Volkswagen, ha mentido ruinmente en un intento nada disimulado por alcanzar cuanto antes el puesto de empresa que más coches vende en el mundo al servicio de la supremacía (automovilística) alemana. Resulta, que ha estado falseando datos, informes e informaciones, que ha llegado a diseñar un programita que mintiese sistemáticamente, que ha dedicado lo mejor de sus capacidades ingenieriles al lucrativo quehacer de los trileros. Resulta que, en sólo dos días y exclusivamente en capitalización bursátil, ha perdido más dinero de todo el que defraudaron los griegos durante cinco años. Resulta que, al menos una quinta parte de lo que se ha perdido, es propiedad del pueblo alemán, quiero decir, de los ciudadanos que pagan impuestos, pues ése es el porcentaje de activos que tiene el Land federal de la Baja Sajonia en la empresa, sin mencionar el que tienen otros Länder y ayuntamientos. Resulta que, comparados con sus propios compatriotas, el dinero alemán que han dilapidado los griegos acabará por ser calderilla de la antigua. Resulta que el cacareado ecologismo germánico es un simple eslogan para vender más y forrarse el riñón. 
   Si “el que la hace la paga”, VW tendrá que desinstalar el sofware ilegítimo de los 11 millones de coches en los que los ha instalado. Tendrá, igualmente, que remozar el motor de estos vehículos para que tal procedimiento no acabe por suponer una pérdida de potencia en dichos motores. Tendrá que apechugar con las demandas de quienes, pese a ello, se sientan estafados por la empresa. Tendrá que pagar las multas correspondientes en todos y cada uno de los países en los que ha infringido la ley y tendrá que hacer todo ello sin ayuda ninguna de las autoridades alemanas. La excusa de que hacer todo esto reduciría a VW a la insignificancia, que muchísimos trabajadores se verían abocados al paro, que sus familias, inocentes, se verán afectadas, no debe significar nada, como no lo significó en el caso del pueblo griego.
   ¿Será ésta la postura que adopte, realmente, el gobierno de Frau Nein? El ministro de finanzas alemán, el otrora dóberman durante la crisis griega, Herr Schäuble, ya ha advertido que, cuando esto termine, todo habrá cambiando en VW. Y su canciller, Frau Nein, ha apostillado: “para que todo siga igual”. El gobierno alemán no va a actuar como imparcial juez en esta descomunal estafa, va a “colaborar con VW”, para que sus trabajadores no se vean afectados. Se trata de un timo organizado y orquestado por los directivos de la empresa y, a diferencia del caso griego, son ellos y exclusivamente ellos, los que han de pagar las consecuencias. Consecuencias que no serán penales, pues la fiscalía de Braunschweig, que afirmó haber abierto una investigación contra el anterior jefe de VW, acaba de “descubrir”, previa llamada de la cancillería de su país, que, en realidad, no lo está investigando, ni a él ni a ningún directivo. Sus pesquisas se dirigen, únicamente, contra “empleados responsables”, gente lo suficientemente escasa en número como para no perder muchos votos y lo suficientemente alejada de las instancias en las que se toman decisiones como para no tener mucho que contar acerca de quién sabía qué. 
   Una de las cosas que caracteriza a la mentalidad alemana es asumir en todo momento que los argumentos y justificaciones que sirven para apoyar sus intereses no valen para el resto de la humanidad. Hay una lógica y unos hechos válidos cuando se trata de explicar por qué los alemanes hacen o quieren algo y otra, toto caelo diferente, cuando se trata de lo que el resto de no alemanes hacen o quieren. Afortunadamente, Europa no es un conjunto de Estados sometidos a Alemania. Estamos dotados de gobiernos fuertes y democráticos que harán todo cuanto esté en sus manos para defender los intereses (y la salud) de sus ciudadanos y no lo intereses de grandes corporaciones o de potencias extranjeras, ¿verdad que sí?

domingo, 27 de septiembre de 2015

Das Auto (1. Hibris)

   Algo muy común entre los dictadores es mostrar al mundo cierta imagen de progreso, de bienestar. Ciertamente, parecen decir, las libertades han sido suprimidas, pero la industria avanza. La creación de nuevas necesidades que el régimen puede satisfacer, esperan, hará olvidar a los ciudadanos otras necesidades que ha quedado prohibido satisfacer. Adolf Hitler no escapó a esta tendencia. Desde su llegada al poder, ansiaba la creación de un “automóvil del pueblo”, es decir, de las clases medias, que permitiera a éstas lucir con orgullo sus cadenas de ciudadanos de la nueva Alemania. Como cada una de las (pocas) veces que una idea venía directamente de la cabeza del Führer, no se puso límite alguno para su realización. Poco menos que se llevó a cabo un concurso público de ideas y, al ganador, que, obviamente, sólo pudo ser el mejor ingeniero automovilístico de la época, Ferdinand Porsche, al ganador digo, se le ofreció una ciudad creada de la nada, en la que él, sus empleados y sus máquinas pudieran instalarse con la libertad de quien ocupa una terra nullius. Así nació la Stadt des KdF-Wagens bei Fallersleben (es decir, la ciudad del coche de la fuerza a través de la alegría en Fallersleben), hoy conocida como Wolfsburg. La faraónica tarea de construir una ciudad, una planta de fabricación y, en definitiva, una industria automovilística de la nada, terminó como han terminado todos los “progresos” a los que han dado lugar las dictaduras del mundo, en estafa. Los ingentes gastos de tamaña empresa fueron pagados por el pueblo al que, supuestamente, iban destinados los vehículos, a razón de 5 marcos semanales, a cambio de convertirse en los propietarios del ansiado coche. Lo cierto es que los primeros coches que salieron de Wolfsburg fabricados por los prisioneros del régimen nazi, no fueron al pueblo, sino al frente, pues Porsche reconvirtió el que acabaría siendo su famoso “escarabajo”, en el Kübelwagen, eficaz vehículo todoterreno del ejército alemán. Su genio, no obstante, le permitió tener tiempo para mejorar el Tigre I y el Tigre II, los mejores tanques de la época. En cuanto a lo que quedaba del dinero al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se lo llevaron los rusos en concepto de reparaciones de guerra. El pueblo, el pueblo para quien era el auto, tuvo que comprarse su escarabajo, unos 20 años después de lo previsto, pagándolo desde cero.
   Mientras un Ferdinand Porsche, preso en Francia, contribuía al desarrollo del no menos famoso “cuatro caballos” de Citroën, las autoridades de ocupación británicas decidieron que no estaría mal ser ellos quienes les proporcionaran a los alemanes el coche prometido por Hitler. Les infundió ánimos, especialmente, comprobar que el diseño estaba muy alejado de la elegancia de los coches británicos, los cuales, debieron pensar, dominarían pronto el mercado a nivel mundial. Tan confiados estaban que hasta permitieron que la familia Porsche se les volviera a meter por la puerta de atrás en calidad de “empleado”, trago sin duda endulzado porque aquellos que compartían línea familiar con el ahora caído en desgracia genio de la automoción, ostentaban otro apellido, el de Piech, su antiguo abogado y yerno. Así, de una estafa, un cierto olvido y una miopía apabullante, nació una empresa llamada Volkswagen.
   Pero Volkswagen era sólo media historia... y media familia. Otra rama de los Porsche, la que procedía del hijo varón de Ferdinand, no había dejado de poseer nunca la empresa que el padre fundó. Porsche era una empresa rentable y exitosa, con una imagen de marca que muchos hubiesen deseado para sí. No obstante, como ese gemelo al que se le muere su hermano, sentía que le faltaba una mitad. En 2.008 inició una operación disparatada para quedarse con VW, en cifras de la época, una empresa 15 veces mayor. Desde un cierto punto de vista, tuvo, éxito pues llegó a obtener el 50% de la compañía. Otra manera de entender lo que sucedió es que Porsche se endeudó hasta tal punto que dejó de ser viable. El resultado fue que la rama Piech de la familia se quedó con el control de las dos compañías, es decir, VW absorbió Porsche. La herencia del abuelo fue, pues, como Alemania, reunificada y, como la Alemania reunificada, le volvieron a entrar viejas ínfulas hegemónicas. Estaban, en efecto, en posesión de una marca, de una ciudad, de un conglomerado de las mejores empresas automovilísticas de Europa, de una plantilla de trabajadores en una decena de países, de un proyecto que pondría a Alemania a la cabeza del mundo en la fabricación de coches durante mil años... Y fue entonces cuando cayó la hibris sobre Wolfsburg.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Confía en la máquina (2 de 2)

   Hace unos días viví una versión interesante de lo que expliqué en la entrada anterior. Mi padre me convenció de que era un riesgo innecesario tener todo tu dinero en un solo banco, así que heredé una miseria repartida en un montón de cartillas bancarias. Aunque he ido cerrando las que he podido, sigo teniendo más de las que quisiera. Cada cierto tiempo me veo en la obligación de trasladar efectivo de unas a otras antes de que lleguen las facturas. Estaba en una de estas operaciones cuando uno de los billetes que llevaba se atascó en la maquinita que utilizan los empleados de ventanilla para contar las cantidades. Como es habitual, la empleada del banco volvió a pasar el billete una, dos, tres veces, pero la máquina se negaba a contabilizarlo. “No te lo puedo aceptar”, me comunicó. “Me parece estupendo, le dije, pero lo acabo de sacar de la oficina del banco X que está a cincuenta pasos de aquí”. “A mí no me parece falso, pero lo habrán lavado o algo así y la máquina no me lo acepta”, fue su respuesta. Eché cuentas y lo que tenía que venir no era superior a la cantidad que había ingresado aún sin ese billete, así que me conformé. No obstante, volví a la oficina del banco X y tuve la suerte de encontrar la ventanilla de la que había retirado el dinero diez minutos antes vacía y con el mismo empleado a cargo. Le expliqué lo que me había ocurrido y con una sonrisa de confianza me dijo que si su máquina le había dado el billete, el billete era de curso legal. Como prueba, volvió a introducirlo en ella, y, una vez más, lo aceptó sin problemas. “De todos modos, para que no haya líos, te lo cambio en billetes más pequeños”. Así se resolvió todo, pero a mí me dejó con la intriga, ¿qué máquina tenía razón? 
   Si una máquina dice que un billete no vale y otra lo considera válido, ¿cómo se resuelve la contradicción? ¿con otra máquina? ¿cómo sabemos que una máquina no está estropeada? Aún mejor, ¿cómo sabemos qué máquina está equivocada? ¿en base a qué criterios, si no es otra máquina, declaramos sus lecturas incorrectas? Hay una versión que a mí me divierte más de este problema. Vamos al supermercado y, como es habitual en estos tiempos de crisis, hasta los billetes de cinco euros te los pasan por la máquina que los comprueba. La máquina pita. El empleado mira el billete, endereza un pico torcido y vuelve a pasar el billete. La máquina vuelve a pitar. El encargado de la caja mira otra vez el billete, le rasca una punta y ya no se molesta en enderezar nada, lo pasa otra vez. Si la máquina vuelve a pitar, lo seguirá metiendo en ella hasta que, por fin, deje de hacerlo. ¿Cuántas veces hay que pasar un billete por una de estas maquinitas para considerarlo “de curso legal”? Está claro que más de una vez, pero ¿cuántas? ¿tres, cinco, diez? Y si el billete es de curso legal y la máquina no está estropeada, ¿por qué hay que pasarlo más de una vez?
   En una reacción que suele ser muy frecuente, la compañías aéreas insinúan un error humano en cada accidente y los informes de las autoridades aeronáuticas, no se privan de incluirlos como una de las causas de cualquiera de ellos. El mensaje es claro: nuestras aeronaves son seguras, en cambio nuestros pilotos son una caterva de inútiles. Curiosamente, este mensaje suena tranquilizador a nuestros oídos. Si podemos confiar en la máquina no hay nada que temer. Estamos acostumbrados a desconfiar de las personas, en cambio las máquinas, ellas sí que son fiables. Carecen de emociones, de intenciones, de gustos, son imparciales y, en consecuencia, nunca se equivocan. Su dictamen será, por tanto, justo en cualquier caso. Semejante razonamiento, tan típico y comprensible, es disparatado porque se están confundiendo dos cosas muy diferentes. En efecto, una máquina, digamos un tubo Pitot, un ordenador o un lector de tarjetas, es la materialización de una serie de fórmulas matemáticas, es decir, un diseño, perfecto y aséptico en una pizarra. Lo que no suele entenderse es que no es ésa la máquina con la que vamos a tratar nunca. Vamos a tratar con máquinas que no son el producto de ningún diseño pues tienen que habérselas con el polvo, la suciedad y sus propias distorsiones causadas por el calor que ella emite, entre otras cosas. Confiar en que esa máquina no se va a equivocar, es una versión más de confiar en que el futuro será exactamente igual que el pasado, algo a lo que estamos acostumbrados aunque sea improbable.
   Por eso, porque nos negamos a entender que una máquina es un dispositivo tan sometido al tiempo y a las circunstancias como nuestras articulaciones si no más, siempre introducimos la idea del “error humano”, de que la máquina, la máquina ideal, nunca se equivoca y que, por tanto, debe haber sido un ser humano y no la máquina real, la que ha cometido el error. Es cierto que los seres humanos somos fuentes de errores sin fin. Es cierto que perdemos el sentido del riesgo y cometemos disparates. Es cierto que buena parte de nuestros errores vienen de no tener en cuenta los datos que nos ofrecen las máquinas. Pero también hay muchos errores que provienen de seguir fielmente sus indicaciones o, al menos, de creer que se están siguiendo fielmente. El problema está en que vamos hacia un mundo en el cual ni siquiera las más triviales de nuestras decisiones van a llevarse a cabo sin la intervención de máquinas. No es que hayamos creado máquinas que asesoran a los sujetos en cada paso de su vida, es que hemos creado sujetos que no son capaces de dar un paso en sus vidas sin la ayuda de una máquina. El caso de los coches sin conductor son un ejemplo muy claro. Si hemos de creer a los expertos, están al borde mismo del mercado. Ya no será el transporte aéreo, cada uno de nosotros se verá confrontado a una situación en la que delegará en una máquina llegar sano y salvo a su destino cotidiano. Nos acostumbraremos a ello, hasta que llegue el día en que una mala lectura de los datos nos conduzca a un desastre que nunca entenderemos por qué se produjo y que, tal vez, de recuperarse la caja negra de nuestro vehículo, pueda evitarse que se reproduzca en un futuro próximo. Pero hay un panorama aún más aterrador, ¿qué ocurrirá el día en que uno de estos errores se produzca en el núcleo de una máquina que está aprendiendo por sí misma?

Confía en la máquina (1 de 2)

   El 31 de mayo de 2009, a las 19:29 hora local, despegó del aeropuerto de Galeão, en Río de Janeiro, el vuelo 447 de Air France con 216 pasajeros y 12 tripulantes a bordo. Se trataba de un Airbus 330-203, el orgullo de la casa, que, habitualmente, es gestionado por un piloto y un copiloto. No obstante, el aparato realizaría un trayecto de más de diez horas hasta llegar a París, por lo que contaba con un copiloto adicional, de acuerdo con la costumbre en vuelos tan largos. A la 01:49, ya del 1 de junio, la nave abandonó la zona de control por radar de Brasil y se dispuso a atravesar el Atlántico. Apenas diez minutos después el capitán pasó los mandos a uno de los copilotos y se fue a descansar. A las 02:06 se le comunicó al personal de cabina la entrada en un área de turbulencias que, en realidad, eran dos frentes sucesivos de mal tiempo en plena Zona de Convergencia Intertropical. Pasados cuatro minutos, el piloto automático se desconectó y los dos copilotos tuvieron que afrontar la situación pilotando manualmente la aeronave. De acuerdo con su entrenamiento, decidieron sortear la tormenta ascendiendo. Lograron llegar hasta los 38.000 pies, pero, a partir de ese momento, el avión entró en pérdida, cayendo a una velocidad de 10.000 pies por minuto, hasta estrellarse en pleno Atlántico, siempre con el morro hacia arriba y los motores a plena potencia.
   Aunque no se tardó más que unos días en hallar el lugar del impacto, la profundidad del mar en ese punto y la complicada orografía submarina retrasó el hallazgo de las cajas negras dos años. La hipótesis que introdujo la ulterior investigación y comúnmente aceptada es que un error en los instrumentos, seguido del consiguiente error humano, provocó la catástrofe, de hecho, la mayor de Air France y una de las mayores que ha tenido que afrontar la empresa Airbus. Al parecer, una primera borrasca había ocultado al radar meteorológico del avión la magnitud del frente tormentoso que les aguardaba. Eso explicaría por qué no se cambió el plan de vuelo buscando condiciones atmosféricas más favorables. El aparato se encontró con una sucesión de corrientes de aire frías y cálidas que oscilaban entre los -40º y los 23ºC. Una de esas corrientes habría helado los tubos Pitot, es decir, los sensores de presión que proporcionan a la computadora de a bordo los datos para calcular la velocidad de la nave. Recibiendo datos contradictorios el ordenador desconectó el piloto automático, entregándole el control a dos copilotos que carecían de lecturas adecuadas acerca de lo que estaba sucediendo. Probablemente el avión fue succionado por una corriente de aire cálido, es decir, tenue, que provoca una pérdida de impulsión por parte de los motores, mientras trataba de ascender elevando el morro. Los pilotos debieron verse atrapados en una paradoja letal pues el instrumental les indicaba que iban a la velocidad y en la posición adecuada para ascender, pero la nave perdía altitud. Sin ser capaces de comprender lo que estaba ocurriendo y sin llegar en ningún momento a dudar de las máquinas en las que confiaban ciegamente, fueron incapaces de hallar una solución y el aparato se precipitó al mar.
   Vamos con otra historia menos trágica. Desde que Lotus desapareció del mercado, Excel se ha convertido en una hoja de cálculos omnipresente. No es fácil de programar ni siquiera para tareas elementales. Cuando hay muchas manos trabajando en ella en pasadas sucesivas los errores son inevitables. Entre el 75 y el 88% de todas las hojas de cálculo que se utilizan en el mundo contienen errores. Teniendo en cuenta que sus resultados se utilizan para la toma de decisiones a todos los niveles de la economía, el dato es escalofriante. Sin embargo, no es la única fuente de errores que introduce Excel. En septiembre de 2007, Microsoft reconoció que su hoja de cálculo  tenía 12 números que causaban “problemas”. Si uno multiplicaba, por ejemplo, 77,1 por 850, la casilla correspondiente de Excel devolvía 100.000... ¿Es la cifra correcta? ¿Tendría la amabilidad de comprobarlo?
   ¿Ya lo ha hecho? ¿Es 100.000 el resultado de esa multiplicación? No, ¿verdad? Es 65535, uno de los números con los que Excel tenía problemas. Bien, pero, ¿se da cuenta de lo que ha hecho? ¿Ha tomado un papel y un lápiz y ha calculado? Lo más probable es que haya tomado una calculadora para hacerlo o haya recurrido al móvil, es decir, ha usado una máquina para comprobar cómo funciona otra máquina. O, dicho de otro modo, saber que una máquina incurre en errores no le ha hecho perder confianza en ellas, Ud. sigue confiando en que una máquina le dé la respuesta correcta, como hicieron los pilotos del vuelo AF447. 
   Microsoft siempre ha sostenido que, en realidad, el error era de lo que se mostraba en pantalla, no del programa, pues en la celda “estaba” el valor correcto aunque se mostrase uno erróneo. Si se multiplicaba el contenido de la celda por dos, aparecía, en efecto, el doble de 65535. Dicho de otro modo, era un error para nosotros, no en sí. Habría, pues, un mundo virtual en el que la máquina no comete errores y un mundo real, en el que nosotros y no la máquina, cometemos errores. Si estamos hablando de una hoja de cálculo que ha de ser revisada por un ser humano, los doce números en los que incurrían en error algunas versiones de Excel 2007 no eran gran cosa. Es fácil notar que 77,1 por 850 no puede dar tantos ceros. Pero si se trata de una hoja cuya finalidad era ser volcada en un programa para tomar decisiones en bolsa, la cosa toma otro cariz, aunque, en este caso, según Microsoft, no existiría el error. 
   Pero no se trata sólo de los doce números de 2007. Si se realiza la sucesión de operaciones: 21,86 + 3,93 -3,28, Excel le devolverá el valor 22,52, en lugar del correcto, 22,51. Aquí el error es mucho más sutil y aunque haya un ojo humano supervisando las operaciones, difícilmente lo hallará. Aunque minúsculo para el usuario común, la diferencia entre 22,52 y 22,51 en una jornada de bolsa puede ser la euforia o el pánico. Para llegar al valor correcto hay que entrar en las opciones avanzadas y marcar la casilla “establecer precisión de pantalla” algo fácil de hacer... si previamente ha descubierto el error y, una vez más, resulta muy poco probable que se halle el error sin la ayuda de otra máquina.  

domingo, 6 de septiembre de 2015

Siria, palabra e imagen

   Hubo una época en que los seres humanos se reunían alrededor de un fuego y las narraciones de los ancianos trasmitían los conocimientos y significados que daban cohesión al grupo. Hubo una época en que los caracteres permitían viajar en el espacio y el tiempo y quienes los dibujaban no tenían que explicar de qué color era el pelo de Cenicienta, ni cuántas torres tenía el castillo de la Bella Durmiente, ni cómo era el calzado de los marcianos, ni la marca de móviles que usaban los reporteros de investigación, ni el tipo de bebida alcohólica con la que empapaban sus discursos. El escritor no pretendía forjar imágenes, era simple guía de un mundo desconocido sobre el que iba trazando, junto con el lector, mapas sucesivos. Había complicidad entre ambos. La escritura dejaba amplios territorios sin cartografiar para que el lector tuviese un papel activo, rellenándolos con su imaginación. La narración era producto y, a la vez, ajena a los dos, una continua re-creación. Hubo una época en la que se rodaban escenas de tórrido erotismo sin necesidad de enseñar actores o actrices desnudos. Hubo una época en que palabras como “libertad”, “democracia”, “justicia”, tenían un significado intrínseco, que no dependía del uso que imponían los políticos de turno ni sus esbirros en los medios de comunicación. Esa época periclitó hace tiempo.
   Hoy día las palabras no significan nada por sí mismas, ni siquiera tienen una grafía fija y estable. Su uso correcto es el uso de la mayoría, su significado exacto es el que dictaminan las masas, es decir, quienes le dicen a las masas qué es lo que tienen que significar las palabras. Todo se ha vuelto abstracto, vaporoso, tenue, relativo. Uno oye hablar de “guerra civil”, “exterminio”, “ataques a la población civil” y parece un conjunto de ideas tan lejano y confuso como las esferas de cuatro dimensiones. Nadie es capaz de imaginar los cadáveres achicharrados en las aceras, las mujeres embarazadas muertas a balazos, ni los fetos ahogados en su propia sangre antes de nacer. Siria parece lejana, Palmira parece lejana, todo lo que se dice, se cuenta, se narra, parece tan, tan lejano, tan relativo...
   Hoy día sólo la imagen cuenta. Depende de un punto de vista, de un encuadre, de la iluminación, pero es nuestro Absoluto. Por eso vivimos en la era de las injusticias, porque la justicia es esquiva a las imágenes. Por eso la democracia es un vago recuerdo, porque no hay modo de fotografiarla. Por eso cada mañana hay una fila nueva de barrotes en nuestras celdas, porque no hay manera de grabar la libertad. Por eso la fotografía de un niño muerto ha conmocionado nuestras hipócritas mentes europeas de un modo que no lo han hecho los relatos acerca de los 11.000 niños muertos fuera de plano en lo que lleva su país de guerra civil.
   Nos contaron que la gente, la gente como Ud. o como yo, se había hartado de dos generaciones de dictadorzuelos sanguinarios y se habían levantado contra el gobierno. Pero no eran europeos, así que no hicimos nada por ayudarles. Nos contaron que el régimen se descomponía pues los ciudadanos querían tomar las riendas de sus destinos, como en Tunez, como en Libia, como en Egipto, como en España y recientemente en Guatemala. Pero no eran cristianos, así que nos contentamos con desearles suerte. Nos contaron que estalló una guerra civil y que la oposición laica nos pidió armas, dinero, apoyo. Tenían ciudades milenarias, tenían una historia abrumadora tras de sí, tenían cultura, pero no tenían retornos que ofrecer a nuestras empresas, pues ya hacen negocios allí, así que nos encogimos de hombros. Nos contaron que llegaron otros con dinero, con armas, con mucho y muy buen apoyo para unos y para los otros, que la oposición se llenó de barbudos alucinados dispuestos a arremeter contra cualquiera, que el régimen recuperó la iniciativa gracias a sus aliados de Hezbolá, que los kurdos tuvieron que luchar por su supervivencia como han tenido que hacer tantas veces, que el conflicto se volvió una locura infernal en la que todos atacaban y eran atacados por todos, una guerra de desgaste sin fin en la que el único acuerdo era infligir un castigo ilimitado a la población civil. Pero nosotros miramos hacia otra parte y construimos grandes muros para proteger nuestras fronteras, muros que hicieran jugarse la vida a cualquier que quisiera venir a molestarnos con los relatos del peligro que corrían sus hijos, de los amigos y familiares que habían perdido, de los recuerdos de algo tan lejano, tan abstracto, tan irreal.
   Ahora las imágenes nos asaltan. Ahora tenemos fotografías de muertos en las playas, vídeos de estaciones de tren llenas de refugiados, entrevistas en los albergues con familias más o menos mutiladas y nuestros dirigentes se reparten el horror como quien reparte cromos. Ahora las imágenes hacen que todo parezca muy cercano. Ahora las imágenes nos dicen que todo está aquí. Pudimos escapar a las narraciones, pudimos hacer oídos sordos a los testimonios, pudimos ignorar el significado de las palabras. Como buenos hijos de esta época no podemos dejar de mirar las imágenes, no podemos escapar a su fascinación, no podemos dejar de sentir las emociones que ellas nos imponen. Y nuestros dirigentes, nuestros dirigentes tienen también que cuidar... su imagen. Seguro que ya se han forjado una imagen de cómo ha de ser el futuro, la imagen de un Bashar al-Asad triunfante, cerrando las fronteras a sangre y fuego. Mientras tanto cuál pueda ser el referente de palabras como “paz”, “paz en Siria”, paz sin tiranos para que los ciudadanos puedan tener una esperanza en su propio país, para que la paz en Líbano carezca de amenazas, para que gente como Bibi Netanyahu no tengan excusas para existir, sigue siendo abstracto, tenue, vacío.