Provoca un cierto estupor ver una lista de los países más corruptos del mundo y no encontrar a España en ella. El estupor da paso rápidamente al alivio y el alivio a la intriga, ¿cómo se podrá vivir en esos países que sí figuran en la lista? El caso es que la percepción de los españoles roza la afirmación de que estamos en el país más corrupto de todos los posibles. Cuando consideramos las cosas de este modo, estamos obviando el factor que, probablemente, nos impide estar a la cabeza mundial de corrupción. Y es que, en España, encontrar funcionarios corruptos no es tan fácil como se pudiera sospechar. Pensemos en el caso de Hacienda. Se trata de una de las oposiciones más duras a las que pueda uno someterse. Quienes las aprueban en la escala básica son formados en la convicción de que pertenecen a una élite, que deben llevar a gala un cierto orgullo del cuerpo y una cierta ética del trabajo no exenta del culto a la honestidad. Por supuesto, eso no les libra de algunos garbanzos negros, pero éstos no representan al funcionario medio. La demostración es que a la mayoría de quienes son pillados en fraude fiscal ni siquiera se les ocurre “tantear” al equipo de inspectores que le ha caído encima. Incluso ha habido algún movimiento por parte de asociaciones de inspectores de Hacienda para protestar contra el exceso de rigor que se les exige contra los pequeños defraudadores mientras que las grandes bolsas de fraude gozan de una cierta impunidad.
Otro tanto cabe decir del cuerpo de fiscales y jueces, en los que son un problema mucho más abundante las rencillas personales y el cantonalismo que la corrupción sistemática. El caso de las fuerzas de seguridad del Estado es algo más preocupante, pero es obvio que el cáncer no se encuentra ahí. El problema, el problema real, el problema en el que todos pensamos cuando hablamos de corrupción en este país, es la corrupción de quienes están situados por encima de los funcionarios, bien a nivel local, provincial, autonómico o nacional. No hay más que seguir las noticias para ver el menudeo de casos que están llegando a las fases finales de instrucción judicial y a ello hay que añadir lo que cualquiera puede oír en la calle de fuentes de primera mano. Entre ambos niveles, resulta difícil imaginar hasta qué punto ha llegado la corrupción de nuestra clase política. No se trata ya de que los grandes inversores internacionales hayan pagado el apoyo político prestado, cada empresa de medio pelo tiene su lista de políticos en nómina y no parece existir empresario que, tratando de montar desde un parque infantil hasta una pizzería, no haya tenido que tratar con el comisionista de turno. La extensión del problema es tal que no resulta difícil hablar de un sistema político corrupto en su integridad.
Hace ya tiempo que Schumpeter y otros señalaron la posibilidad teórica de tratar al dinero como si fueran votos y los votos como si fuera dinero. Max Weber eximió al político del deber de la honestidad al encuadrar su actuación dentro del ámbito de la ética de la responsabilidad. Finalmente, Felipe González sacó el lógico corolario de ambas teorías: la responsabilidad por confundir lo democrático con lo crematístico debía ser una responsabilidad política, por tanto, el lugar último para dirimirla eran las urnas. Dicho de otro modo, a los políticos los deben juzgan las elecciones, no los jueces. Desde entonces el PSOE puso de moda dudar de las inclinaciones políticas de cualquier juez que hallase pruebas de su implicación en un escándalo, moda a la que se han sumado formaciones de todo el espectro parlamentario y, últimamente, las centrales sindicales.
Es todo tan evidente y estamos todos tan de acuerdo que no puede corresponder sino a alguien proveniente del campo de la filosofía llevar la contraria. En efecto, en el siglo IV a. C. Platón ideó un sistema político cuyo punto de partida no era otro que la destrucción de la familia. Griego, es decir, mediterráneo, por tanto, buen conocedor de lo que hablaba, acabó acusando a la familia de todos los males humanos que previamente había achacado al cuerpo. En efecto, a uno y otro lado del mare nostrum, la familia es la institución que nos educa, nos da seguridad, nos protege, nos amortigua los golpes de la vida y, a cambio, nos controla, vigila y se sube a nuestras espaldas por el resto de nuestra vida. Pues bien, pregúntele a cualquier ciudadano de esos que sitúan como principal problema del país la corrupción política, qué haría si alcanzase un cargo y tuviese un hermano, cuñado o primo en paro. ¿No lo enchufaría? ¿No le daría un despacho con aire acondicionado a cargo del erario público? Ahora que ya ha conseguido que se sincere, presiónele un poco. Le confesará también que, de obtener dicho cargo, su objetivo principal no sería otro que llenarse los bolsillos tan rápido como fuese posible. La justificación que le dará es la corrupción misma hecha argumento: “para que lo hagan otros, lo hago yo”. Ya no tardará mucho en obtener la conclusión que lo aclara todo. Al español no le preocupa la corrupción política porque sea galopante, ni porque sea insostenible, ni porque sea inmoral, le preocupa porque no es él el que está robando. Los españoles no sienten desprecio ni repugnancia por su clase política, simplemente, sienten envidia.
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