Como los políticos no me han hecho caso y han vuelto a meter sus zarpas en la educación, no quiero dejar pasar esta oportunidad sin hacer, yo también, una propuesta disparatada.
Para empezar, la fundamentación. Una de las idiosincrasias de España es la errónea concepción que aquí existe acerca de los bienes públicos. En este país, “bien público” es sinónimo de terra nullius, es decir, está ahí para el primero que lo coja. Lo público no se entiende como propiedad de todos, se entiende como algo que está esperando un propietario. Es por tanto, lógico, que nuestros políticos se abalancen sobre cualquier dinero perteneciente al Estado, son perfectamente conscientes de que si ellos no lo hacen lo hará alguien por debajo de ellos, pues ese dinero está ahí para que alguien se lo apropie y entre los ciudadanos que lo necesitan y ellos que pueden hacer por necesitarlo, casi que no hay color. Como digo, es algo que ocurre a todos los niveles. Los parques públicos tampoco son de nadie y es comprensible que a la gente le falte tiempo para arrancar los tablones de los bancos, pintarrajear los toboganes infantiles y pisotear las flores. Lejos de pensar que cada destrozo lo van a pagar, tarde o temprano, a través de sus impuestos, los tontitos que así intentan ocultarse la abulia de sus vidas, son incapaces de comprender el mal que se están haciendo a sí mismos.
Ahora ya podemos entender cómo percibe el español medio la “enseñanza pública”. “Enseñanza pública” es sinónimo de “enseñanza que no es de nadie”, algo que está ahí para que yo, para que cada uno, se la apropie lo mejor que pueda y haga con ella lo que le plazca: convertirla en el gran encierro de jóvenes, descargar las propias frustraciones sobre el primer funcionario que uno encuentre o, simplemente, charlar acerca de lo que yo creo que ellos deberían hacer. Por supuesto, al español medio ni se le pasa por la cabeza que esta enseñanza pueda estar ofreciéndole algo a él o a sus hijos, le resulta poco menos que alienígena la idea de con ella se esté intentando nivelar desigualdades sociales y está más allá de sus entendederas imaginar que una enseñanza pública y, por ende, gratuita, pueda estar por encima de la enseñanza de pago. Y, sin embargo, ésta es la realidad. Los carísimos colegios privados españoles apenas ofrecen nada a cambio de sus exageradas mensualidades. Diferentes estudios señalan que, si se descuenta el nivel sociocultural de las familias, los resultados de los colegios de pago son insensiblemente mejores que los de la escuela pública. Es obvio que un padre que paga 700 ó 1000 € de mensualidad, haga todo cuanto esté en su mano para que su hijo no se dedique a dormir en las clases. En cuanto reciba la menor indicación de los profesores, tendrá una charlita con su hijo en la que le dejará las cosas meridianamente claras y le enseñará el camino de un colegio público. Eso es todo lo que hace superiores a los colegios privados, el nivel de implicación de la familia, tanto más alto cuanto elevada sea la mensualidad.
Por todo ello, mi propuesta educativa es extremadamente simple: acabar con la enseñanza gratuita. No se trata, por supuesto, de hacer recaer sobre las familias el coste de la educación y mucho menos de generar exclusión social. No hace falta. Se trata de adecuar el coste educativo a los ingresos de la familia en cuestión y la cantidad a pagar tampoco debería pasar del puro simbolismo. En esencia, lo que yo propongo es que a las familias más necesitadas se les obligue a pagar el equivalente a un litro de cerveza al mes. En el caso de las más pudientes, el monto no superaría el de cuatro o cinco gin tonics. La medida no sería, evidentemente, popular. Les aseguro que sería efectiva. Cuando las familias descubriesen que tenían que privarse de un par de cervezas a la semana, aprenderían a valorar lo que se les entrega y aparecería en ellas un repentino interés porque su hijo/a no esté, simplemente, arrecogío. Pero, claro, ningún político estará realmente interesado en adoptar una medida de estas características. Como ya he explicado en múltiples ocasiones, si algo va mal y el que viene a continuación lo empeora y el que viene después todavía halla un modo de empeorarlo, no estamos ante una sucesión de desgraciadas coincidencias, sino ante un plan deliberado para conseguir que todo vaya mal. Y eso, precisamente eso, es lo que desde hace más de cuarenta años se está intentando en este país, acabar con cualquier vestigio de una educación pública de mediana calidad.