domingo, 23 de abril de 2023

Tiempos oscuros (2)

   A comienzos de la década de los años 30 del siglo pasado, Hollywood ya había descubierto que el sexo ayudaba a vender entradas. En 1932, Warner Bros marcó como línea para sus producciones que "dos de cada cinco historias debían ser picantes". Las películas se poblaron de material más o menos explícito cuya censura, suponían, dejaría pasar contenidos lo suficientemente atractivos como para encandilar al público. Hasta The Sign of the Cross, de 1932, una suerte de Quo Vadis?, incluía un “baile lésbico” y numerosas figurantes desnudas atacadas por todo tipo de bestias. Las productoras llegaron a organizar concursos internos para inventar títulos y eslóganes sugerentes desde el punto de vista sexual, sin mencionar que las carteleras y las fotos promocionales solían incluir poses de las protagonistas que a veces nada tenían que ver con las propias películas. 

El mayor repudio hacia toda esta tendencia vino por parte de la “sana” mente de los hombres porque, según declararon clérigos y censores, todos ellos varones, “a las mujeres les encanta la suciedad, nada las escandaliza”. Los motivos no parecen difíciles de encontrar y, desde luego, tienen muy poco que ver con la “suciedad”. Si se quiere entender lo que significa “mujer empoderada”, no hay más que ver lo que reflejan las películas de la época. “Película de sexo” significaba en la época “película de mujer fuerte” y el mensaje que lanzaban a las féminas quedaba explícito en The Prodigal (1931): "Estamos en el siglo XX. Sal al mundo y consigue la felicidad que puedas". En Female, de 1933, como resultaba habitual en la época, dirigida por tres hombres (Michael Curtiz, William Dieterle y William A. Wellman) y basada en la novela de otro hombre (Donald Henderson Clarke), Ruth Chatterton encarna a una joven promiscua que controla su propio destino financiero. El torrente de cintas de “mujeres caídas”, en las que se mostraba la realidad de muchas mujeres trabajadoras, no de la época, sino de hoy día, acosadas sexualmente por jefes babosos, corrió paralelo a las películas de “chicas malas”, mujeres que habían pasado a convertirse en dominadoras de hombres a los que no dudaban en utilizar a su antojo como amantes, maridos o simples compañeros de escapada y a los que solían sacar de apuros haciendo uso de sus propias habilidades. Frente a estas mujeres, los hombres parecen anclados en el pasado, atrapados por sus deseos o directamente inmaduros. Creen, erróneamente, que sus infidelidades quedarán sin castigo (The Divorcee, 1930) o, como el personaje de Clark Gable en It Happened One Night, que el mundo lo pueblan generosos conductores dispuestos a recoger al primer autoestopista que les muestre la dirección en la que van con su pulgar. Claudette Colbert, por contra, conoce bien la estructura del mundo real y, al primer intento, logra encontrar quien les lleve levantándose la falda para enseñar una pierna. En medio de esta denuncia de la trampa en la que siempre se han encontrado atrapadas las mujeres, el matrimonio solo podía aparecer como una institución arcaica, necesitada de profunda remodelación, apenas un reflejo del número creciente de matrimonios deshechos tras la crisis del 29 por el procedimiento del abandono.

   Muchas de estas "chicas malas" mostraban su fortaleza utilizando su sexualidad para sacar adelante a sus hijos y/o para triunfar socialmente. De un modo nada disimulado, el Hollywood de esta época proclamaba que la mujer no debía tener esperanza alguna de que se la considerara una persona capaz con independencia de su sexo y que su único camino para aspirar a más consistía en usar sabiamente el hecho de que los hombres la viesen como un objeto sexual. Si los magnates con manos ensangrentadas que poblaron estas producciones declaraban imposible alcanzar la riqueza económica sin caer en la miseria moral, el mensaje específico para la mujer de Red-Headed Woman (1932) o Baby Face (1933) consistía en declarar que seguir los cánones de la moral establecida nunca llevaría a la mujer más que a la esclavitud. La denuncia resultaba tan explícita y subversiva que muchas de estas cintas, tras mostrar a la mujer durante ochenta minutos disfrutando como locas gracias a romper con lo que se esperaba de ellas, acababan condenándolas a diez minutos de cárcel, penuria o redil social.

   No hubo muchos problemas para reservar una parte del minutaje a los homosexuales, si bien, la mayor parte de las veces, aparecían como blandengues, bufones o, de modo general, personas de poca valía. Las lesbianas corrieron mejor suerte, particularmente tras la llegada a Hollywood de Marlene Dietrich, cuya abierta bisexualidad causó enorme revuelo, que no rechazo. Entre otras cosas, porque, para entonces, el público ya se había curtido en los escándalos. En Laugh, Clown, Laugh, una película todavía muda de 1928, los espectadores presenciaron cómo el treintañero Nils Asther besaba el pie de Loretta Young, en sus quince primaveras, de un modo que nadie, por mucho empeño que pusiera, podría interpretar como "puro y casto". Pero todo eso quedaría en chismorreos de patio de colegio con la llegada de Freaks.

domingo, 16 de abril de 2023

Tiempos oscuros (1)

   Todo buen filósofo metido a historiador del cine contará que la llegada del sonido causó una transformación crucial en las producciones cinematrográficas, engolfándose a partir de ese momento en elucubraciones metafísicas que ya dependerán del pie del que cojee cada uno. Pocos, sin embargo, repararán en la fecha de la llegada del sonido al cine: 1927. La generalización del sonido se produjo justo en los años del crack bursátil que dejó a la mitad de la población de los EEUU sumida en la ruina y a la otra mitad al borde de ella. Los estudios de Hollywood se encontraron con la necesidad de implementar nuevas y costosas formas de producción en los tiempos en que su público potencial se alejaba de las salas por la incapacidad de afrontar el coste de una entrada. Había que tomar medidas drásticas y Hollywood, como siempre que se encontró en esta tesitura, las tomó. El cariz de las películas que vieron la luz en las postrimerías de los años 20 y comienzos de los 30 tenían un marcadísimo carácter social y trataban, desesperadamente, de sintonizar con la mentalidad del norteamericano medio de la época. Employees' Entrance, de 1933, por ejemplo, describía a un director de unos grandes almacenes que no duda en despedir a dos de sus empleados que llevaban largos años trabajando a sus órdenes, uno de los cuales se quita la vida. La protagonista, Loretta Young, tiene que ocultarle su matrimonio y capear sus propuestas de acostarse con él o seguir el mismo camino de sus compañeros varones. Su acoso sexual, agobiante a lo largo de los 75 minutos del film, acaban por conducirla a ella también a un intento de suicidio. Calificada por un periódico de la época como un “ataque al capitalismo despiadado”, Employees' Entrance apenas si constituye uno de los eslabones de una larga cadena de films de esta naturaleza que se había iniciado un año antes con Cabin in the Cotton o The Match King y a los que seguirían un largo etcétera. Pero la denuncia social no bastaba y su gancho para atraer el público a las salas nunca quedó demasiado claro. Mientras toda una serie de producciones presentaba a los empleados en particular y a las clases humildes en general, como aquellos sobre los que se ejercía la injusticia, muchas otras optaron por mostrarlos como actores de una justicia popular que desbordaba los cauces de la legalidad vigente.

   La amplia cobertura que los medios de información daban de las actividades gansteriles llegó muy pronto a las pantallas. Little Caesar (1931), The Public Enemy (1931) y, sobre todo, Scarface (1932), dieron el aldabonazo de salida. De las nueve películas sobre gánsteres de 1930, se pasó a las 28 de 1932. Desde el primer momento, el gánster se convirtió en el antihéroe de la sociedad americana, aquel que rompía con las normas y leyes que habían conducido al país a la catástrofe, que robaba a los bancos que arruinaron a los pequeños propietarios de la América profunda y que, como James Cagney en su papel de enemigo público número uno, lanzaba pestes contra los especuladores de Wall Street. La violencia, extrema para la época, que mostraban estas películas, constituía un pálido reflejo de la ira contenida de buena parte de la población, que salía de los cines con su dignidad restablecida tras vengarse simbólicamente de quienes los habían dejado sin nada, eso sí, gracias a consumir en masa películas de Hollywood, producidas por quienes los habían dejado sin nada. Por lo demás, las películas tampoco trataban de glorificar a los personajes retratados. Con frecuencia se los presentaba como productos, cuando no como síntomas, de un país enfermo. En la famosa escena del pomelo de The Public Enemy, James Cagney arrojaba un pomelo a la cara de su novia en medio de un arrebato de ira y aún mostraría mayor violencia para con las mujeres en Picture Snatcher, otro film sobre gánsteres de 1933. Todo esto quedó poco menos que en chismes de colegio con la llegada de Scarface, película dirigida por Howard Hawks y producida por Howard Hughes en 1932. Descaradamente inspirada en la vida de Al Capone, la película rompía todos los límites establecidos en cuanto a la violencia y la sexualidad. Tony Camonte (Paul Muni), disfruta, literalmente, como un niño, haciendo uso de las armas de fuego, además de mostrar una inclinación explícitamente incestuosa por su hermana Cesca (Ann Dvorak). Francesca (“Cesca”) Camonte, representaba el promedio de las mujeres que poblaron las pantallas de esta época. Independiente, deseosa de librarse de los lazos familiares y dispuesta a luchar por sus pasiones, acaba abasteciendo de munición a su hermano cuando este empuña una ametralladora en las escenas finales de la película. 

   Los mensajes que decodificaba el público en estas películas y que constituían el motivo por el que acudía en masa a verlas resultaba nítido: sólo quebrantando las leyes los humildes pueden llegar al éxito y en el poder político sólo podía verse un apéndice del poder mafioso. No debe extrañar que, pese a su éxito, en 1931 Jack Warner declarase que sus estudios dejarían de hacer películas sobre gánsteres.

domingo, 9 de abril de 2023

La necesidad de legislar (y 3)

   Una vez, cuando yo era joven y vivía en Alemania, fui a una oficina del Citibank para abrir una cuenta. Me atendió con ciertas reticencias una atractiva empleada algo mayor que yo. Le expliqué que tenía una beca posdoctoral del Ministerio de Educación español y que iba a recibir su pago en cheques. Necesitaba una cuenta en la que poder ingresar los cheques y manejar ese dinero. Me escuchó con poco interés. Me aseguró que lo tenía que consultar y regresó diciéndome que volviese cuando tuviese el primer cheque y que ya veríamos. Había elegido el Citibank porque tenía oficinas en España y confiaba en poder manejar mi dinero tanto desde Alemania como desde España, pero me largué de aquella oficina convencido de que si hubiese sido alemán en lugar de extranjero, me habrían abierto la cuenta sin problemas. Me fui al Deutsche Bank y allí no me pusieron ninguna pega. Me abrieron una cuenta sin saldo hasta que ingresé mi primer cheque. Ingresar mis cheques, recoger mi dinero en el momento en que quería se convirtió en una rutina, me atendieron siempre con una sonrisa y siempre dispuestos a ayudarme. De todos los bancos con los que he tenido que trabajar a lo largo de mi vida, sigue siendo el único con el que no me he tenido que pelear. 

   El Deutsche Bank tenía fama de cuidar a todos sus clientes, grandes, pequeños y medianos. Hasta hizo amago de defender a sus clientes judíos en los tiempos del nazismo. Después, viendo las oportunidades que se le abrían, acabó financiando la construcción de Auschwitz. Pero, al fin y al cabo, ¿qué gran banco no ha financiado una gran carnicería? Fundado en 1870, el banco ha estado en el centro de la economía alemana durante gran parte de su historia. Sus problemas no vinieron por no tener el tamaño suficiente ni por insatisfacción de sus clientes. Más bien al contrario, vinieron por tener demasiado tamaño, por cuidarlos demasiado y, sobre todo, por tener demasiada ambición. Por la época en que yo abrí una cuenta en él, los bancos alemanes, con el Deutsche Bank a la cabeza, se habían zambullido en aquel inmenso océano de dinero que era el mercado de las hipotecas subprime norteamericanas y pese a haber apostado las ganancias en el mercado de bonos, continuaba siendo uno de los bancos con menor rentabilidad, algo, que, curiosamente, nunca fue su fuerte. Cuando los ciudadanos españoles nos endeudamos para que los dueños de nuestros bancos no perdieran sus riquezas, lo que se llamó el rescate de nuestro sistema bancario, quienes de verdad estaban al borde de la catástrofe eran los bancos alemanes, empezando por el Deutsche Bank. Mientras el mercado de bonos se hundía y el mercado de hipotecas subprime se convertía en un pozo sin fondos de deudas, Angela Merkel ganaba tiempo para sus bancos, haciéndose la dura con los desmanes de la banca española. Disimuladamente, la gran banca germánica fue achicando aguas, reduciendo tamaño y exposición, cerrando oficinas, abandonando mercados y, por supuesto, despidiendo empleados por millares. Ninguno puso más empeño en semejante tarea que el Deutsche Bank. Nada de eso evitó que en 2015 fuese multado con 2.500 millones de dólares por las autoridades reguladoras de Estados Unidos y el Reino Unido por su papel en la manipulación de la tasa de interés del mercado interbancario. En 2017, la multa fue de 630 millones de dólares por blanquear dinero ruso. Ese mismo año recibió varias denuncias por la venta de valores tóxicos relacionados con hipotecas subprime en los Estados Unidos y acabó acordando una multa de 7.200 millones de dólares para resolver las demandas. En 2019, el Deutsche Bank fue multado con 16 millones de dólares por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos por violar las sanciones contra Irán y Siria. En 2019, el banco registró pérdidas de 5.700 millones de euros, y el precio de sus acciones cayó más de un 90% desde su máximo en 2007. Solo entonces los inversores y clientes comenzaron a abandonarlo. El final de Crédit Suisse marcó el inicio de los problemas existenciales del Deutsche Bank.

   A las criptomonedas se las ha acusado largamente de servir para el blanqueo de dinero, es decir, de quitarles clientes a bancos como el Crédit Suisse y el Deutsche Bank, contribuyendo a hundir sus cuentas. A FTX se la acusó de carecer de controles internos creíbles, la práctica cotidiana en dos de los más grandes bancos europeos de todos los tiempos. La caída de FTX, todos lo sabemos, se llevó el dinero de sus clientes. Con Crédit Suisse y, eventualmente, con el Deutsche Bank no ocurrirá lo mismo, pero no gracias a regulación alguna, sino porque las autoridades bancarias les ofrecieron las garantías que le negaron a FTX y a la vista de cómo se saltaron las leyes establecidas para ellos cabe preguntar por qué. ¿Tan diferente ha sido el caso de FTX respecto de lo que parece la norma en los grandes del mundo financiero? ¿Por qué entonces esa manía de regular las criptomonedas? ¿Porque encierran grandes peligros para los inversores o porque encierran gigantescas ganancias para quienes financian nuestros partidos políticos? ¿Porque favorecen la criminalidad o porque no contribuyen a los desmanes de los Estados? ¿Porque amenazan la estabilidad financiera mundial o porque copan el mercado del futuro como la gran banca copa el mercado presente?

domingo, 2 de abril de 2023

La necesidad de legislar (2)

   Crédit Suisse nació en 1856, aunque se dedicó a tratar con clientes exclusivos hasta 1905, fecha en la que abrió su primera oficina al común de los mortales. En 2015 ganaba 1.900 millones de francos suizos al año y Moody's, Standard & Poor's, Fitch Ratings y el resto de calificadoras se daban de bofetadas por ver quién le ponía mejor calificación a largo plazo. Para entonces operaba en todo el mundo, dando empleo a más de 45.000 personas. Crédit Suisse no era el banco más grande de Suiza, era el banco de Suiza por excelencia. Todo cuanto se nos viene a la cabeza cuando pensamos en los bancos suizos procede precisamente del quehacer de Crédit Suisse. Acostumbrado a los maletines con dinero, las cajas de seguridad de los dictadores africanos y los negocios inconfesables en los paraísos fiscales, Crédit Suisse se atrevió a borrar de un plumazo y echar a la calle a los empleados de First Boston y, mientras tanto, a ayudar a todo tipo de sujetos y empresas a burlar las sanciones internacionales de EEUU debajo mismo de las barbas de las autoridades reguladoras de aquel país. Por si fuera poco, su rama de inversión se pilló los dedos en todas las hecatombes financieras nacidas en 2007, hasta el punto de que la unión de bancos suizos conocida como UBS acabó por sobrepasarlo como el primer banco del país. Después de eso, los años de vida de Crédit Suisse se pueden contar por sus multas, escándalos y sanciones. Las autoridades alemanas registraron sus sedes por ayudar a sus clientes y empleados a ocultar dinero a Hacienda, las de Singapur multaron a la filial en dicho país dos veces por desviar dinero de sus clientes a paraísos fiscales, en Brasil aparecía implicada en un caso de sobornos, en Bélgica ayudó a sus clientes a evadir impuestos, en Angola participó en el fraude masivo del Banco Espirito Santo portugués, la SEC acusó a la empresa de gestión fraudulenta, de crear sociedades ficticias (2012), de engañar a los inversores (2014) y de blanquear capitales (2016). Por fin, en 2020, fue la fiscalía suiza la que acusó al banco de blanquear dinero de una mafia búlgara. Las prácticas financieras arriesgadas, por no decir temerarias, tampoco faltan entre sus expedientes. 5.000 millones de dólares se esfumaron con las inversiones en derivados de Archegos, pero con las de Greensill Capital, en teoría “aseguradas”, se fueron 10.000 millones, demandas aparte. El dinero comenzó a escasear y tuvieron que recurrir a una ampliación de capital cubierta con dinero del Saudi National Bank. El banco inició 2021 ganando más que sus rivales directos y pareció haber emergido de la pandemia con buena salud. En octubre de 2022, un espasmo en los seguros sobre impagos de la entidad la colocó al borde del precipicio. Aunque la situación se salvó, el goteo de clientes que se marchaban tenía ya los visos de una catarata. Este año, en medio del colapso del Silicon Valley Bank y del Signature Bank de EEUU, la SEC “sugirió” que se retrasara la publicación de sus cuentas anuales para resolver ciertos desajustes contables en torno al monto de la deuda acumulada. El 15 de marzo las autoridades del Saudi National Bank se negaban a inyectarle liquidez porque habían adquirido ya todo lo que podían adquirir según las leyes suizas. El fin de semana del 18 y el 19 de marzo fue un hervidero de gestiones por parte de las autoridades financieras suizas y las cúpulas de los diferentes bancos del país. El domingo por la noche se anunciaba oficialmente la absorción Crédit Suisse por UBS. 160 años de historia de la banca en suiza desaparecían del mercado. Hay quien dice que con Crédit Suisse se ha ido una forma de hacer banca, que los nuevos tiempos exigen nuevos medios y que la época de la opacidad bancaria suiza quedó atrás en un mundo saturado de información que vuela por las redes y donde la transparencia supone un plus para la imagen de una entidad. Hay quien dice que la desaparición de Crédit Suisse demuestra la eficacia de la legislación, que se trata de una de las ovejas negras que surgen en todos los rebaños blanquísimos como la nieve, que el sistema ha garantizado la solvencia de la entidad hasta el último momento y la seguridad de los ahorros de los más humildes. Que todo lo ocurrido demuestra que no nos encontramos en 2007, que la banca tiene ahora una solidez que entonces no tenía, que no existen riesgos estructurales y que todo ha cambiado hasta el punto de que nos encontramos en un mundo nuevo y mejor. También hay quien cree que la tierra es plana, ninguna venda hay más opaca que la fe. 

domingo, 26 de marzo de 2023

La necesidad de legislar (1).

   Sam Bankman-Fried y Gary Wang se conocieron en un campus para jóvenes talentos matemáticos y juntos pasaron por el relumbrante MIT. Ambos se foguearon ganando dinero con bitcoin y en abril de 2019 fundaron FTX una plataforma para el intercambio de criptomonedas. Como todas estas plataformas, tenía su propio token, FTT, además de ofrecer a sus clientes otras posibilidades, que acabaron incluyendo la compraventa de acciones. FTX creció tan rápido como el valor de las criptomonedas que negociaba. Con los antecedentes de sus fundadores, pronto se aupó a la tercera posición de un sector en el que Binance actúa como claro líder. Su espectacular crecimiento no pasó desapercibido a bancos y todo tipo de inversores, que hacían cola para arrojar cheques en blanco a los pies de Bankman-Fried y Wang. Sus cuentas corrientes engrosaron al ritmo del crecimiento de FTX, alcanzando pronto los codiciados nueve ceros que te convierten en miembro de pleno derecho de cierta élite de los EEUU. Quizás embelesado por la hýbris, el director de la compañía se atrevió a afirmar en un tweet en agosto de 2022 que los depósitos de FTX estaban asegurados por el fondo de compensación norteamericano (FDIC), lo cual significaba que, en caso de bancarrota, los inversores podrían recuperar, al menos, una parte de sus ingresos. El FDIC no se tomó a guasa el asunto, acusó a la empresa de hacer afirmaciones falsas que inducían a la confusión a sus clientes y aun cuando el tweet fue borrado, emitió un comunicado confirmando que ningún depósito en FTX estaba asegurado. A partir de ese momento, la estrella de FTX comenzó a declinar. En noviembre de ese año, la revista especializada CoinDesk publicó un artículo informando que una empresa de Bankman-Fried, Alameda Research, había comprado una parte sustancial de los tokens de FTX, aparentemente, para mantener el precio. Además, aunque sobre el papel Alameda Research pertenecía a Bankman-Fried y no formaba parte de FTX, el artículo insinuaba que no existía semejante compartimentación entre ambas empresas. En la práctica, por tanto, se trataba de una autocartera, como esa a la que en 2021, las compañías del índice S&P 500 destinaron más de 880.000 millones de dólares. Sin embargo, en este caso, cuatro días después de la aparición del artículo, Binance anunciaba a bombo y platillo que se desharía de todos los tokens de FTX “debido a revelaciones recientes”. Una cascada de clientes de FTX comenzaron a vender sus tokens a pérdidas y a retirar sus fondos. FTX, cuyas herramientas informáticas nunca estuvieron a la altura de los millones que manejaba cada día, comenzó a tener problemas técnicos para dar cuenta de las demandas, lo cual convirtió el miedo en pánico absoluto. Al cabo de unos días, simplemente, carecía de liquidez para dar cuenta de todas las solicitudes de retiro de capital que tenía que afrontar. Ya sólo faltaba la estocada mortal. Binance hizo pública su intención de acudir al rescate de FTX, para, 24 horas después, anunciar que la auditoria interna que había realizado de la empresa (exprés por lo visto), desaconsejaba la intervención. FTX había dejado de existir. El 10 de noviembre, diferentes filiales de la empresa recibieron órdenes de suspender sus actividades en los países en los que operaban y el 11 de noviembre se presentó ante un tribunal de EEUU el expediente de bancarrota de la compañía. 

   Sobre el otrora niño prodigio Bankman-Fried, ya en la ruina, cayeron todo tipo de acusaciones, desde incompetencia en la gestión hasta la simple irresponsabilidad. La caída de FTX sumergió a las siempre turbulentas criptomonedas en una tormenta perfecta. La subida de tipos de interés había reducido su atractivo para los inversores, además de que el incremento de los precios energéticos había vuelto prohibitivo el minado de criptomonedas. Bitcoin arrastraba un pésimo 2022. En mayo bajó desde los 40.000$ a menos de 29.000. Luna, el token de Terra ligado al Bitcoin y que garantizaba una serie de criptomonedas estables, las cuales se vendían como “el futuro de las criptomonedas”, perdió todo su valor. La debacle de FTX llevó a bitcoin a los 15.000$. Muchos clamaron que había llegado el fin del “timo Ponzi” de las criptomonedas. Las autoridades de todos los países, con rostros de paternal responsabilidad, exigieron regular un sector en la zona gris, proclive a que los clientes pierdan su dinero, al robo, a las estafas y a facilitar el movimiento de capitales procedentes del crimen, del terrorismo, de la pedofilia, de la gente con mal aliento y de los que utilizan autobuses pero no desodorantes. Si las criptomonedas estuviesen reguladas, si los Estados pudieran intervenir a su antojo en él, si los bancos centrales y las instituciones que velan por el buen funcionamiento del libre mercado pudieran escudriñar todos los movimientos de las empresas que lo pueblan, los ciudadanos de a pie, por quien pierden el sueño quienes ostentan cualquier clase de poder en este mundo, podrían invertir con seguridad y tranquilidad en algo, por otra parte, prometedor y con amplio futuro. Es necesaria, pues, una reglamentación, una regulación estricta, porque, con una regulación estricta, el libre mercado se convierte en algo transparente que garantiza que todo el mundo pueda ganar dinero a poco que trabaje duro y sea medianamente avispado.

domingo, 19 de marzo de 2023

¿Quién teme al compromiso?

   Entre los especialistas en gestión de empresas, suele aceptarse sin mayor cuestionamiento que el compromiso constituye uno de los elementos centrales para el éxito en cualquier sector, ya se sabe, “en un mundo cada vez más competitivo y complejo”, coletilla que debe acompañar cualquier aserción destinada a que la digieran los colectivos humanos de este siglo XXI. Una cultura empresarial saludable se asienta, como pilar central, en el compromiso de los trabajadores, de los clientes, de los accionistas y, por supuesto, de sus líderes. Por "compromiso" se entiende la dedicación y pasión que un empleado, cliente o accionista siente por una organización, se trata de una conexión emocional que va más allá de las obligaciones contractuales y de las recompensas económicas. El compromiso se manifiesta en comportamientos y actitudes positivas tales como la motivación, el trabajo en equipo, la innovación, la confianza, la fidelidad y la capacidad para afrontar situaciones de riesgo sin que las estructuras de la empresa se resquebrajen. En buena medida, el fomento del compromiso se halla en manos de los líderes. Los altos cargos directivos deben actuar como modelos a seguir y deben demostrarlo con sus acciones y sus decisiones, transmitiendo claramente la visión y valores que pretenden encarnar y creando ambientes de trabajo que fomenten la colaboración, la creatividad y la innovación. Además, deben saber involucrar a los empleados en la toma de decisiones y darles autonomía para que puedan contribuir al éxito de la empresa o para recibir su cuota parte de responsabilidad en los fracasos. Va de suyo que el compromiso de los empleados resulta clave para aumentar la productividad. Un empleado comprometido, por definición, se caracteriza por una mayor motivación, trabaja más duro, se preocupa por los clientes, se esfuerza por mejorar continuamente, se ausenta menos, acepta el recorte o congelación de sus retribuciones y se muestra dispuesto a permanecer en la organización por mucho que estas se prolonguen en el tiempo. Hemos de recordar que numerosos teóricos de la gestión de empresas definen la motivación como un proceso autoenergético, como una especie de perpetuum mobile, que permite mantener al trabajador activado sin necesidad de mayores incentivos. Naturalmente, el compromiso de los clientes constituye un factor vital para el crecimiento de la empresa, entre otras cosas, porque un cliente comprometido tiene propensión a recomendarla a otros e ignora las promesas que los competidores puedan hacerle. Por último, aunque no menos importante, el compromiso de los accionistas resulta vital para las estrategias a largo plazo, además de dotar a la organización de estabilidad.

   En definitiva, las empresas deben esforzarse por lograr el compromiso de sus empleados, clientes y accionistas, aunque, por supuesto, los manuales sobre gestión de empresa y la montaña de artículos académicos sobre el compromiso, no aclaran que, en realidad, no se trata de crear compromiso, se trata de realinearlo. El trabajador, que se siente comprometido con sus compañeros en la medida en que todos ellos se hallan sometidos a las mismas condiciones laborales, debe sustituir ese compromiso por un compromiso hacia la organización. Y lo mismo cabe decir del compromiso hacia su familia y amigos, que debe quedar supeditado al compromiso hacia la empresa. La energía ni se produce ni se destruye, se transforma, por lo que no existen los móviles perpetuos, simplemente, la energía que los alimenta se extrae de otra parte, de toda la energía que el empleado debe negarle a su familia, a sus amigos y a sus compañeros de trabajo. A diferencia de lo que ocurre con el término “compromiso” en el lenguaje corriente, el “compromiso organizacional”, no recae sobre una persona o un grupo de personas concretas, recae sobre una organización, sobre una empresa, sobre un sistema del que todos forman partes sin identificarse con nadie. Queda claro entonces que la empresa ni debe buscar el compromiso de todos sus empleados ni puede esperar el compromiso de todos ellos porque este va a depender de la capacidad del trabajador para reorientar esas energías que lo atan a compromisos personales. De trabajadores jóvenes, con necesidades que van a ir evolucionando a lo largo del tiempo, con altos niveles de formación, innovadores y con talento desbordante, poco compromiso, al menos, continuativo, se puede esperar porque adoran los retos que el cambio supone y buscarán, en cuanto tengan oportunidad, nuevas áreas en las que desarrollarse profesionalmente. Tampoco los que deseen pasar mucho tiempo con su familia, quienes disfrutan más compartiendo cosas con sus amigos que con sus colegas de trabajo o quienes encuentren satisfacciones mayores que las laborales en otras facetas de su vida. Solo de quienes identifiquen su vida con su vida laboral puede esperarse altos niveles de compromiso organizacional. Por eso, si las empresas quieren empleados comprometidos, tienen que convertirse en su familia, en su círculo de amigos y en el centro mismo del que emanan todos los aspectos de su vida. La empresa debe funcionar como un entorno cerrado, en la que todos los vínculos afectivos queden contenidos en ella y en la que el líder actúe no solo como modelo, sino como guía espiritual, paternal y protector. En la empresa todos tienen que tener un valor por la relación que guardan con el líder, más allá de los resultados y de los rendimientos concretos, porque el bien del padre y de los hijos no pueden separarse. No debemos tener el menor género de dudas de que en un entorno semejante los individuos alcanzarán la felicidad en su entrega a la organización y en el cumplimiento de un bien común, aún más, encontrarán modos de autojustificarse sus incumplimientos como padres/madres, cónyuges o amigos, en la medida en que las carencias que han presentado en esos ámbitos han obedecido al cumplimiento de un “bien superior”. 

   Y ahora ya podemos entender por qué tantas empresas han mostrado interés por aprender las técnicas de los gurús creadores de sectas.  

domingo, 12 de marzo de 2023

El efecto Dunning-Kruger.

   En 1999, David Dunning y Justin Kruger, de la Universidad de Cornell, publicaron un artículo en el Journal of Personality and Social Psychology titulado "Unskilled and Unaware of It: How Difficulties in Recognizing One's Own Incompetence Lead to Inflated Self-Assessments". En el estudio que dio pie a este artículo, Dunning y Kruger pidieron a un grupo de participantes que completaran una serie de pruebas de habilidad en áreas como gramática, lógica y razonamiento visual. Luego, se les pidió que estimaran su propia capacidad en cada tarea. Encontraron que los participantes que obtuvieron las puntuaciones más bajas en las pruebas tendían a sobreestimar su capacidad en comparación con los participantes que obtuvieron las puntuaciones más altas y que el margen de sobrestimación resultaba verdaderamente significativo. Los investigadores llegaron a la conclusión de que los individuos con escasa capacidad en un área concreta poseen también escasa capacidad para reconocer sus carencias, lo que les lleva a un exceso de confianza y a tomar decisiones equivocadas. Dicho de otro modo, existe una relación inversamente proporcional entre la competencia de una persona y la valoración que esta hace de sí misma. Cuanta más baja competencia, más alta valoración y cuanta más competencia, menor valoración. El efecto Dunning-Kruger puede afectar a cualquier cosa que hacemos, desde la forma en que nos desempeñamos en el trabajo hasta la elección de pareja. En los estudiantes este error tiene una manifestación inmediata en cada examen. Los peores estudiantes, aquellos que no han estudiado nada o prácticamente nada, en cuanto pueden responder un par de preguntas, salen contentísimos de cada examen, pues, literalmente, han puesto “todo lo que se sabían”. Por contra, quienes han pasado horas y horas estudiando, salen disgustados de él, porque han dejado muchas cosas en el tintero.

   Hay varios modos de explicar las razones por las que se produce este efecto. En primer lugar, las personas con habilidades cognitivas limitadas, lógicamente, presentan limitaciones a la hora de juzgarse a sí mismas, lo cual puede llevarlos a inflar su autoimagen, atribuyéndose competencias de las que carecen. En muchos casos, carecen de los elementos necesarios para juzgar adecuadamente el margen de lo que se les escapa, como les ocurrió a Ben Affleck y Matt Damon cuando quisieron imaginar las características de alguien inteligente en Good Will Hunting. Como consecuencia, las personas con pocas capacidades en un campo ni siquiera tienen una idea precisa de lo que se necesita para tener éxito en las tareas o habilidades en las que se desenvuelven pobremente, lo cual lleva a sobreestimar sus capacidades. El éxito se atribuye entonces a factores externos, como la suerte o la ayuda de otros, y se culpa a los demás o a las circunstancias del fracaso. Por otra parte, las personas que desempeñan mejor una actividad, normalmente lo hacen porque poseen un elevado nivel de autoexigencia respecto de ella, lo cual las vuelve muy autocríticas y, en consecuencia, muy proclives a subestimar sus capacidades.

   El efecto Dunning-Kruger lastra sistemáticamente la toma de decisiones y la resolución de problemas porque quienes sobreestiman su capacidad en una tarea en particular, no suelen buscar ayuda o asesoramiento, lo que conduce a errores costosos o a un rendimiento pobre. Naturalmente, no hablamos de una especie de malformación congénita que nos impida juzgarnos correctamente en todo momento. La experiencia debe constituir un índice adecuado para que vayamos ajustando la imagen que tenemos de nuestras capacidades, pero, una vez más, los más exigentes harán más caso de su éxito o fracaso al abordar las diferentes situaciones, mientras que los menos exigentes prestarán menos atención a ellos, por tanto, también resultarán menos capaces de sacar consecuencias de sus fracasos. La capacidad para superar el efecto Dunning-Kruger vuelve a quedar lastrada por el mismo efecto Dunning-Kruger, resultando más elevada para aquellos que con más urgencia necesitan dejar dicho efecto atrás. En consecuencia, este efecto explica por qué algunos individuos no mejoran tanto como otros en una habilidad determinada.

   El efecto Dunning-Kruger tiene múltiples consecuencias, entre ellas algunas filosóficas. Por ejemplo, forma, parte de la tradición asumida por la filosofía del siglo XX, que toda propiedad autoadscribible debe poder también adscribirse a otros, quiero decir, todo lo que podemos decir de nosotros mismos también podemos decirlo de los demás. Sin embargo, el efecto Dunning-Kruger demuestra que la autoascripción y la alioadscripción no se rigen por el mismo criterio, ni siquiera por criterios simétricos u homólogos. Nos adscribimos capacidades y conocimientos de acuerdo con reglas muy distintas a las que utilizamos para adscribírselas a los demás. Para empezar, por supuesto, los otros siempre se equivocan y siempre tienen intenciones aviesas, mientras que a cada uno de nosotros nos adorna la verdad, la bondad y la belleza. Pero lo más terrorífico del efecto Dunning-Kruger consiste en su capacidad explicativa, porque arroja una luz meridiana sobre las razones que llevan a ocupar puestos de dirección a personas, simplemente, incapacitadas para ejercer cualquier cargo de responsabilidad.  De hecho, este efecto nos dice que la ambición de cargos de relevancia constituye un índice claro de la incapacidad para desempeñarlos. Los más incapaces para dichas tareas se juzgan sistemáticamente a sí mismos capacitados para ocupar dichos puestos, mientras que las personas más capaces para ello, sistemáticamente, consideran que carecen de las habilidades necesarias. Por tanto, el índice responsabilidad política constituye por sí mismo un índice de la inexistencia de autocrítica.