domingo, 17 de julio de 2022

Comparación entre Platón y Descartes (Comparación entre Descartes y Platón)

   Tanto Platón como Descartes consideran que los problemas filosóficos se resuelven separando sus términos en ámbitos. Platón, por ejemplo, soluciona la contradicción entre la manera de entender la realidad de Parménides y la de Heráclito, estableciendo la existencia de un ámbito sensible en el que todo está sometido al cambio y otro, el inteligible, donde todo permanece siempre igual. Esa separación se corresponde, aproximadamente, con la que Descartes establece entre una sustancia infinita, que sólo necesita de sí misma para existir y las sustancias finitas, que sólo necesitan de Dios para existir. Entre ambas, como en el caso de los mundos de Platón, no hay nada intermedio, la existencia o pertenece al ámbito de lo contingente o al ámbito de lo necesario. Por lo demás, el Dios cartesiano, como el de todos los filósofos cristianos, reúne dos aspectos de la filosofía platónica, la idea del bien y el demiurgo creador del mundo. Sin embargo, para Descartes, Dios creó el mundo a partir de la nada y no de la materia caótica como el demiurgo griego. Se asemejan, de todos modos, en que ambos han creado este mundo con las reglas que lo estructuran por un puro acto de voluntad y podría haberlo hecho de cualquier otro modo.

   Frente al escepticismo (sofístico en el caso de Platón y de Montaigne en el caso de Descartes), que establecía una separación entre el ámbito de la opinión y el ámbito de lo quimérico, pues no podemos salir del primero, Platón y Descartes pretendieron establecer una separación entre el ámbito de lo opinable y el ámbito de lo cierto (Descartes) o de lo absolutamente cierto (Platón). Una vez más, no existe nada entre ambos. La doxa queda separada de la episteme por el mismo jorismos que en Descartes separa a lo susceptible de duda de lo evidente, sin que el paso de lo uno a lo otro pueda producirse por grados, sino por esa visión intelectual representada por la intuición. Digamos aquí, como inciso, que en Platón y Descartes existe la misma dualidad de significados en la metáfora visual. Tanto para uno como para el otro, “ver” hace referencia a dos cosas. Por un lado, a lo que recibimos por nuestros sentidos, con un papel secundario, apenas de incentivo, en el proceso del verdadero conocimiento. Por otro lado, al “ver” intelectual que constituye la forma de ese conocimiento verdadero. Pues bien, entre ambos, entre la opinión y la certeza, permiten transitar las matemáticas, tomadas por estos dos filósofos como modelo del conocimiento, aunque en sentidos muy distintos. Para Platón, las verdades matemáticas constituyen el indicio más plausible de la existencia de un mundo de las ideas absolutamente inmutable y que puede atisbarse fácilmente desde el mundo en el que nos hallamos confinados dado que en ellas hay algo de sensible, una necesidad de apoyarse en fundamentos últimos. Para Descartes lo realmente importante de las matemáticas no radica en las verdades que ya ha alcanzado sino en el procedimiento que ha utilizado para llegar hasta ellas. Procedimiento que se hace manifiesto en el álgebra, pero que Descartes declara que puede aplicarse “a cualquier campo”. Debe observarse que Descartes no va más allá de lo que dijo Galileo. Para ambos la naturaleza, lo extenso, es matematizable, lo que queda más allá de la extensión, de lo “natural”, no. La aplicación del método a lo espiritual, a lo cualitativo, a la filosofía misma, se debe a que ya no se trata de matemáticas puras, se trata de su “esencia”, del procedimiento general del que las matemáticas constituyen un caso particular, de un método de inventar. El método cartesiano pretende, ante todo, crear nuevas verdades como lo demuestra él mismo al hallar, mediante su aplicación, una verdad hasta entonces no enunciada: “pienso, luego existo”. Casualmente en el método cartesiano podemos encontrar tantos pasos como en el símil de la línea, que también traza un decurso, un camino (significado último del término “método”) para llegar a la verdad. El paso de la duda corresponde así a lo más dudoso que pueda existir, las imágenes, las sombras reflejadas en el fondo de la caverna. Si el paso de la evidencia nos exige evitar la precipitación y la prevención, la pistis nos recuerda que debemos abandonar la prevención de quedarnos en nuestro sitio habiendo sido liberados de las cadenas y, del mismo modo, debemos evitar la precipitación de considerar como real sólo lo que hay en el interior de la caverna. Seguir esta comparación nos lleva, una vez más, a correlacionar las matemáticas con el tercer paso del método, aquel que nos exige buscar e incluso inventar un nuevo orden entre los datos, quiero decir, destaca que lo fundamental de las matemáticas para Descartes radica en que llevan inserto un método para crear verdades. Del mismo modo que, alcanzado el mundo de las ideas platónico ya estamos preparados para recordarlas en nuestro (próximo) tránsito por este mundo, el cuarto paso del método cartesiano va orientado a fortalecer la memoria y el recuerdo como elementos del conocimiento. 

   Tanto en Platón como en Descartes el ser humano queda constituido por dos ámbitos separados, el alma o sustancia pensante y el cuerpo o sustancia extensa. Ahora bien, uno de los problemas característicos de toda separación en ámbitos es explicar si y cómo se puede establecer una correlación entre elementos que se atienen a condiciones heterogéneas. Por toda explicación, Platón alude a un mito en el que el alma elige una vida, lo cual quiere decir que queda vinculada a un cuerpo. Descartes va más allá de esta respuesta, pues coloca un campo que intermedia entre una sustancia y otra, el formado por los espíritus animales, que se encargan de transmitir información e instrucciones entre ellas, lo cual lleva a preguntar si no podría existir también algún elemento que intermediase entre los ámbitos de la sustancia finita y la infinita, el de la necesidad y el de la contingencia, el de la duda y el de la certeza. En cualquier caso, para que el campo de los espíritus animales pueda intermediar entre sustancia pensante y extensa es necesario, según Descartes, añadir algo a ésta, una glándula pineal que caracterizaría en exclusiva a los seres humanos. 

   Hay también una aportación cartesiana respecto de los planteamientos de Platón en lo que se refiere a las ideas. Aunque el concepto de “idea” juega en ambos sistemas filosóficos un papel capital, el modo en que se procede a separarlas distingue a uno respecto del otro. En efecto, Platón ha separado drásticamente el ámbito de las ideas del ámbito del mundo sensible, el cual incluye a las “ideas” que cotidianamente cada ser humano se forma de él a partir de su contemplación y que resultan indistinguible de las opiniones. Descartes, por contra, entiende como "idea" cualquier forma de nuestro pensamiento, por tanto, no se trata de separar el ámbito de las ideas de un ámbito en el que ya no habría ideas en sentido propio, sino de trazar ámbitos entre unas ideas y otras, algo que si bien Platón parece haberse planteado en alguno de sus diálogos, sólo puede considerarse parcialmente realizado en lo que respecta a la relación entre la idea del bien y el resto de ideas. Cuando Descartes nos ofrece listas reducidas de ideas innatas, el bien forma parte de ellas, pero a un ámbito diferente pertenecen las ideas facticias (fácilmente identificables con los eikones) y las ideas adventicias, ésas que me plantean la necesidad de preguntarme si de verdad tengo derecho a hablar de un mundo externo a mí y cuya respuesta afirmativa sólo puede garantizar la voluntad de Dios como el hecho de tener un cuerpo lo garantiza en Platón la elección voluntaria de mi alma.

domingo, 10 de julio de 2022

Comparación entre Platón y Santo Tomás (Comparación entre Santo Tomás y Platón)

   Tanto Platón como Santo Tomás consideran que los problemas filosóficos se resuelven separando sus términos en ámbitos. Platón, por ejemplo, soluciona la contradicción entre la manera de entender la realidad de Parménides y la de Heráclito, estableciendo la existencia de un ámbito sensible en el que todo está sometido al cambio y otro, el inteligible, donde todo permanece siempre igual. Esa separación se corresponde, aproximadamente, con la que Aristóteles estableció entre materia y forma y que Santo Tomás aceptó como propia. A ella le añadió una nueva separación en términos de esencia y existencia. Entre ambas, como en el caso de los mundos de Platón, no hay nada intermedio, o coinciden plenamente o deben considerarse completamente distintas. En Dios coinciden plenamente, pues su esencia consiste en existir, y separan su ámbito propio, el perteneciente al Creador, del ámbito de las criaturas en el que no hay coincidencia de esencia y existencia. Un abismo como el platónico los separa. No debe extrañarnos, pues, que Santo Tomás eche mano del concepto de participación para explicar cómo se relacionan el ser de Dios y el de las criaturas. Para Santo Tomás, los ámbitos en los que se divide el ser, conforman una especie de pirámide, con cuatro secciones, una vez más, sin elementos intermedios entre ellas. En Dios, como hemos dicho, esencia y existencia coinciden, en los ángeles no, pero carecen de materia, los seres vivos tienen un carácter material y, finalmente, tenemos el ámbito de lo inerte. Curiosamente el símil de la línea platónica también establece cuatro ámbitos, entre los cuales no hay intermediarios posibles. Más allá de ellos, nos dice Platón, está la idea del Bien, idea suprema que permite ser al resto de las ideas y nos permite conocerlas de modo semejante a como el Dios cristiano se identifica con el bien, permitiendo ser a las ideas en la medida en que se hallan situadas en su mente. Debemos recordar que el Dios cristiano constituye una síntesis de dos elementos característicos de Platón, la ya mencionada idea del bien y el demiurgo creador del mundo, si bien para el filósofo cristiano, Dios creó el mundo a partir de la nada y no de la materia caótica como el demiurgo griego. Del mismo modo que en las ideas matemáticas, tal y como aparecen en el símil de la línea, hay algo de sensible, también los ángeles, segundo escalón de la pirámide tomista, comparten algo con lo que caracteriza al mundo sensible, el hecho de que esencia y existencia no coinciden. Para ambos, lo que separa este mundo del trascendente es la presencia de materia. Si ahora atendemos al aspecto epistemológico del símil de la línea, podemos entender que para Santo Tomás los seres humanos sólo pueden comenzar a conocer por lo que encuentran en su ámbito, quiero decir, que para Santo Tomás todo conocimiento debe comenzar por los sentidos.

   Uno de los problemas característicos de toda separación en ámbitos es explicar si y cómo se puede establecer una correlación entre elementos que se atienen a condiciones heterogéneas. Platón y Santo Tomás la explican ontológicamente aludiendo a la voluntad de una ser creador del mundo, que copia las ideas en la materia (caso de Platón) o que otorga su ser a las criaturas (caso de Santo Tomás), pero epistemológicamente necesitan de otra solución. Platón lo resuelve aludiendo a la preexistencia del alma y al hecho de que todo conocimiento es recuerdo, Santo Tomás lo resuelve estableciendo una nueva separación en ámbitos, el ámbito del entendimiento agente y el del entendimiento paciente, que permite explicar el proceso de abstracción, una vez más, sin dejar ningún elemento intermedio entre las condiciones que hacen funcionar a uno y a otro. Más allá de cómo actúa el entendimiento queda una nueva separación en ámbitos, la que permite separar entre razón y fe. Estos dos ámbitos, clásicos en los sistemas filosóficos creados en torno a las religiones del libro, no aparecen literalmente como tales en lo que Platón dice. Sin embargo, si atendemos a lo que Platón hace, sí que pueden identificarse fácilmente en sus textos. Por un lado, Platón utiliza mitos que sólo cabe aceptar por su carácter inspirador y que no resisten un análisis racional. Por otra parte, utiliza el logos para crear teorías explicativas partiendo de ellos. Los mitos guían al logos y ayudan a corregir sus errores, pero el logos funciona de modo autónomo allí donde no hacen falta las explicaciones míticas, exactamente lo que debe ocurrir entre razón y fe según Santo Tomás.

   Platón y Santo Tomás logran dar un aspecto sistemático a sus propuestas reproduciendo, una y otra vez, la misma separación en ámbitos. Así, en lo referente al ser humano, tenemos, de nuevo, un alma separada del cuerpo en función de los rasgos absolutamente heterogéneos de una y otro. El mismo jorismos que separaba al mundo sensible del inteligible, separa al alma del cuerpo y el mismo problema de explicar cómo se relacionan reaparece en la antropología platónica. Si el demiurgo decidía, por voluntad propia, crear el mundo sensible, el alma, nos cuenta Platón, decide elegir un cuerpo, es decir, una vida. Pero hay otro intento de solucionar este problema en la República que echa mano, una vez más, de la separación en ámbitos, el intento de solución que pasa por separar el ámbito propio de la parte racional del alma respecto de la irascible y la concupiscible y podemos ver a Platón esforzándose por hallar condiciones que justifiquen hablar de sus asientos corporales (cabeza, pecho y abdomen) como de tres ámbitos separados. Aristóteles siguió la tripartición platónica y de él la heredó Santo Tomás también distingue tres partes del alma, pero hace algo más. Del mismo modo que Platón construye su república siguiendo una analogía con la naturaleza de los seres humanos, Santo Tomás deriva los tres preceptos de la ley natural de las tres partes del alma. El primero de ellos corresponde exactamente con el deber de los productores en la república platónica, encargados de suministrar todo lo necesario para vivir. El segundo precepto aparece en la república platónica como una imposición por parte de los gobernantes para que los guardianes tengan hijos, mientras que el tercer precepto indica claramente las funciones de los gobernantes en la sociedad ideal de Platón: la búsqueda de la verdad, el bien y, en definitiva, la observancia de la justicia aunque puede discutirse hasta qué punto ambos entienden lo mismo por "justicia". No debe extrañarnos que Santo Tomás dedique en exclusiva un artículo de la Suma Teológica a explicar por qué debe entendérselos como enunciados de una única ley, pues sólo puede haber un acto de voluntad divina que lleve a inscribirla en los seres vivos, algo complicado de justificar por su analogía con las tres clases sociales platónicas, funcional, estructural y jurídicamente separadas y, en última instancia, con las tres partes del alma a las que Platón se refiere en ocasiones como tres almas distintas. Sin embargo, de modo excepcional en su sistema, Platón permite la existencia de elementos intermedios entre las clases sociales, los guardianes sometidos a un proceso educativo que habrá de conducirlos a gobernar la ciudad, algo que plantea la cuestión de si también existen elementos intermedios entre el alma racional e irascible o entre el conocimiento matemático y el propio de la filosofía. No puede identificarse este elemento intermediario ni entre el segundo y el tercer precepto de la ley natural ni, de modo general, en la política tomista. Por una parte tenemos al monarca, cabeza de la pirámide social como Dios era cabeza de la pirámide ontológica y único ocupante de un ámbito separado del resto de criaturas. Cuanto queda de elemento intermedio entre ambos es la recomendación tomista para evitar la tiranía que consiste en que el pueblo conserve siempre el poder de destituir al soberano.

domingo, 3 de julio de 2022

Respuesta a la pregunta "¿Qué es filosofía?" (y 5)

   Ha llegado la hora de tomar decisiones. Podemos decidir que, efectivamente, hemos logrado definir de modo completo y concluyente qué debe entenderse por filosofía. Podemos decidir que la filosofía sí tiene un método, el método seguido por todos y cada uno de los filósofos habidos hasta el momento, el método que consiste en buscar alguna manera de separar en ámbitos o por condiciones los términos de cada problema. Podemos trazar de un modo todavía más nítido semejantes definiciones, caracterizar de un modo mucho más claro ese método por un procedimiento de exclusión y decidir que queda excluida de la filosofía cualquier reflexión sobre el futuro, cualquier prospectiva, cualquier procedimiento para construir mundos posibles, que la filosofía debe hablar únicamente de este mundo, del mundo ya creado por los poderes fácticos. Incluso podemos interpretar los textos de Schleiermacher, Heidegger, Gadamer, Ricoeur y demás para anunciar que ellos ya sabían que en el círculo hermenéutico obra y fragmento no se encontraban al mismo nivel, sino al nivel de la linealización y la comprensión, que hay un modo retorcido de leer lo que en esos textos no figura por ninguna parte para eludir el hecho de que, según la hermenéutica, ningún explorador podría haber avanzado un solo paso sin conocer previamente la orografía del territorio que se proponía explorar, del mismo modo que Platón pretendía que no se podía enseñar lo que no se supiese ya de alguna manera. En definitiva, podemos seguir obstinándonos contra los hechos y afirmar la imposibilidad del ars inveniendi, la inexistencia de un hilo de Ariadna que nos saque de cualquier laberinto, la incapacidad de los modelos, de los bocetos, de los esquemas rudos y provisionales para guiar eficientemente a los exploradores.

   No hay nada de malo en semejantes decisiones. Debemos respetar a quienes se aferran al pasado, a quienes protegen los intereses de sus estómagos, a quienes han acumulado ya riquezas suficientes para que no les entusiasme lo que significa la exploración filosófica, la prospectiva, los mundos posibles. Hay que mostrar comprensión por quienes padecen fobia a la novedad, por quienes afilan los cuchillos de la envidia cada vez que se enfrentan a alguien verdaderamente innovador, quienes tiemblan y sudan cuando se amplían los horizontes, quienes vomitan cuando se abandona la navegación de cabotaje, quienes viven inmensamente felices practicando una disciplina sin futuro. Esas actitudes, insisto, merecen comprensión y respeto. Si TRIZ entra en la filosofía, desde luego, no lo hará pidiendo permiso, confianza ni fe. Mostrará resultados o, simplemente, no entrará en la filosofía. Quienes cierren sus ojos ante esos resultados, quienes se tapen los oídos ante lo que proclaman, quienes se tapen la boca para no dejarla abierta y quienes, la inmensa mayoría, digan, "sí, está muy bien, pero en la cita de la página 20 falta una coma", todos ellos, seguirán formando parte de la filosofía hasta cuando las futuras generaciones hayan encerrado sus gigantescos logros en lo que llamarán "la filosofía de una de las épocas más oscuras de la historia". No renegamos de los timoratos, no renegamos de los despreciadores, no renegamos de quienes utilizann el poder de sus cátedras para sepultar cualquier verdadera novedad. Pero, debe quedar perfectamente claro que definir la filosofía por el principio de separación en ámbitos, definirla por la exclusión del futuro, constituye una decisión. No puede discutirse de ninguna de las maneras, que TRIZ nos muestra otras decisiones posibles.

   Desde luego, los filósofos pueden seguir sonriendo con superioridad cuando los ingenieros demuestran que poseen cuatro veces más procedimientos que ellos para resolver los problemas, pueden seguir considerando que ese nutrido catálogo de heurísticas, que deja en ridículo el propio de la filosofía, indica que ellos, los ingenieros, no han captado la esencia de las cosas, no han escuchado la voz del ser, no han penetrado plenamente en el círculo hermenéutico. También pueden mostrar humildad, reconocer los propios errores, quiero decir, aprender. Descubrirán cómo utilizar todas las versiones del principio de separación. Descubrirán, por tanto, que el 75% de las respuestas a cada problema filosófico aún no se ha enunciado. Descubrirán que no existe motivo para que la filosofía se dedique a describir o a transformar un mundo, sino que puede crear series enteras de mundos. La filosofía, entonces sí, tendrá futuro, aún más, habrá que considerarlo el tiempo propio de la filosofía, un tiempo que, a diferencia del pasado y del presente, no tiene centro, idioma o cosmovisión privilegiada porque la tarea consiste, precisamente, en recorrer de modo sistemático todas sus posibilidades. Abrirán, por fin, los ojos a la realidad y reconocerán, con 50 años de retraso, que existen, al menos, dos formas de ars inveniendi, funcionales y exitosas y que tenemos el deber de intentar traerlas al campo de los estudios filosóficos. Abandonarán entonces el furgón de cola de las disciplinas que han ocupado desde los tiempos de Kant y volverán a su lugar natural, muy muy cerquita de la locomotora. Desde luego, quienes opten por este camino podrán encontrar multitud de argumentos para sostener que han tomado la decisión correcta. No creo que quienes opten por el otro se molesten en argumentar, limitándose a ejercer su poder represivo en la parcelita que se les ha otorgado. Pero hay una cosa que TRIZ, quiéranlo o no, ya ha cambiado: ha dejado claras las minúsculas dimensiones de esas parcelitas, porque ya no controlan los mecanismos últimos para la toma de esa decisión. En efecto, no se trata de lo que ellos decidan, no se trata de lo que decida "la filosofía", ni "nuestra época" y, ni siquiera "la Academia". Se trata de lo que decidamos cada uno de nosotros. Cada licenciado, cada investigador, cada interesado en la materia, cada estudioso, cada aficionado, cada lector, se ha convertido a partir de ahora en sujeto último de prueba y decisión, en piedra de toque, absolutamente clave, del futuro de la filosofía.

domingo, 26 de junio de 2022

Respuesta a la pregunta "¿Qué es filosofía?" (4)

   Kant separó entre el ámbito de la filosofía y el ámbito de la ciencia. Entre uno y otro ámbito sólo podía existir el abismo platónico. Todo el mundo aceptó esta separación a pesar de que creaba figuras incómodas, las de aquellos filósofos que contribuyeron a ambos campos, Pitágoras, Aristóteles, Descartes, Pascal, Leibniz... Resultaba imprescindible no entender su producción intelectual como la escarpada cuesta por la que se salía de la caverna platónica, ni como un puente de hielo sobre el abismo, no debían haber transitado de un ámbito a otro porque semejante tránsito, queda dicho, era imposible. En realidad, los escritos de estos filósofos debían entenderse como el poema de Parménides, separados en dos ámbitos, el ámbito del ser, que estudiarían los filósofos y el ámbito del no-ser que estudiarían los historiadores de la ciencia. Los científicos se ocupaban, en efecto, de algo menos elevado que el ser, de lo que no era, o no era durante mucho tiempo, de lo mudable y cambiante con el tiempo, de la nada, de la opinión. A los filósofos les correspondía, por contra el ámbito del ser, del ser eterno, aquel en el que todo había sido siempre y siempre sería. Este modo de plantear las cosas tuvo sus ventajas y sus inconvenientes. Entre sus ventajas cabe constatar, como ha hecho Ziauddin Sardar, que Occidente colonizó en el pasado y coloniza el presente, pero ha dejado el futuro libre para que los pueblos y las tradiciones no occidentales, como el Islam, (se) piensen de modo acolonial. Como inconveniente tenemos que la ciencia podía hacer predicción, la cual implica desvelar qué supuestos podían rechazarse y qué había que corregir para que las futuras predicciones se acercasen más a la realidad. La ciencia, por tanto, avanzó con paso firme y seguro, mientras la filosofía se estancó. Desde luego, cabía preguntarse si cuando Kant dijo que la filosofía no podía ser una ciencia, eso significaba que, abandonando la compulsión por decir lo que las cosas eran no se entraría, precisamente, en el camino de la cientificidad. Pero, aferrados al ser incluso con desesperación los filósofos se quedaron jugando con un solo juguete. 

   Hasta tal punto la filosofía se acostumbró a las anteojeras del ser que se consideró un extraordinario triunfo colocar a los ámbitos kantianos las etiquetas de “explicar” y “comprender”, afirmando que las ciencias empíricas explicaban y las humanas comprendían mientras las separaba el abismo de siempre. Incluso apareció un Hempel que nos convenció a todos de que predicción y explicación poseían una estructura común y que, por tanto, a las ciencias empíricas les pertenecía el discurso acerca del futuro y a las ciencias humanas sólo les podía corresponder la comprensión del pasado, de lo ya ocurrido, de todo aquello que no quedaba más remedio que tragarse, en todo caso, inventando coloridos y melifluos envoltorios para que produjera menos repugnancia engullirlos. Por entonces las consecuencias últimas de semejantes planteamientos se habían hecho evidentes: el futuro ya no le pertenecía a las ciencias humanas ni se hallaba en sus manos, ni sabían cómo habérselas con él, en resumen, las ciencias humanas en general y a la filosofía en particular, habían dejado de tener futuro. Los filósofos inventaron todo tipo de excusas para ocultar su activa colaboración en lo ocurrido. Hablaron de la traición del proyecto ilustrado, de la alienación maquínica, del modo en que los científicos habían vendido los valores eternos, de la racionalidad instrumental... Cada excusa ayudaba a que los vastos territorios de la filosofía se acotaran, se parcelaran y se repartieran entre colonos recién llegados con mayor fruición, pues el problema subyacente, la absoluta miopía filosófica, no hacía más que agravarse. Resulta hilarante ver a los filósofos reclamando su derecho a un futuro en el que se negaron a pensar, de unas generaciones por venir a las que caracterizan con los mismos rasgos que los jóvenes atenienses con los que habló Sócrates, erigiéndose en los guardianes de una philosophia perennis a la que llevan décadas tachando de caduca.

   ¿Cuántos de entre ellos señalaron con el dedo todo lo que media entre la predicción y el quedarse esperando lo que suceda? ¿Cuántos denunciaron que la historia de cómo las ciencias nacieron, una a una, del saber único al que se designaba como “filosofía” refutaba sin paliativos la separación en ámbitos kantiana? ¿Qué honradez intelectual puede adornar a un filósofo que se etiqueta a sí mismo como “cristiano”, “nietzscheano” o “marxista” y, sin embargo, renuncia a describir el futuro? Platón nos entregó un pormenorizado catálogo de los tipos degenerados de hombres y de los correspondientes tipos degenerados de regímenes políticos que habrían de nacer tras la desaparición de la república ideal. Nietzsche, más preocupado por lo primero que por lo segundo, lo plagió descaradamente advirtiéndonos que esos hombrecillos proliferarían después de que hubiésemos asesinado a Dios con Twitter y Facebook. Los filósofos cristianos y Karl Marx dedicaron largas deliberaciones al Apocalipsis y a la llegada del reino celestial sin clases. Adorno nos advirtió en los años cuarenta de los anuncios en gran formato que ocuparían en su totalidad las pantallas de nuestros cines. El propio Kant, con su deshonestidad habitual, entregó la predicción exclusivamente a la ciencia mientras predecía los rasgos característicos de toda metafísica del porvenir. Leibniz parió el maravilloso concepto de los mundos posibles, a la vez que afirmaba que, para crearlos, se necesitaba la omnipotencia divina. Sin embargo, los economistas crean mundos posibles pese a no poseer la omnipotencia divina como lo demuestra el hecho de que no aciertan ni por equivocación. También los analistas de inteligencia crean mundos posibles, los llaman “escenarios” y han encontrado empleo por doquier, entre otros sectores, en el mundo empresarial, que no sólo fabrica mundos posibles sino que nos los venden a buen precio en forma de seguridad. Los sociólogos pueden anticipar el comportamiento de los grupos humanos y hasta los psicólogos preludiaron las tasas de refuerzo necesarias para que un trabajador rinda más observando cómo las ratas pulsan palanquitas que les evitaban descargas eléctricas. ¿Alguien llamaría a todo eso “predicción”? ¿”quedarse esperando lo que suceda”? ¿”abismo platónico entre la explicación y la comprensión”?

   Incapaz de construir descripciones de mundos posibles, la filosofía rastrea, ávida, todo género de creaciones culturales para encontrar alguna a la que vampirizar cada gota de futuro contenida en ella. Sin más criterio que los gustos personales, con metodologías que sólo les permitan hablar de la tradición pasada, de los actos de conciencia ya vividos o de los procesos presentes para llegar a acuerdos, el filósofo ansía hendir sus colmillos en las venas de los circuitos literarios o filmográficos, agenciándose de futuros que no le pertenecen. Acepta infectarse con los virus de intereses ajenos, convivir con bacterias industriales, transmitir, en definitiva, vectores de enfermedad y muerte, escondidos entre sus hermosas palabras, cualquier cosa a cambio de creer que se ha anticipado unos segundos a la inevitabilidad de lo que ya pasó. “Filosofía del acontecimiento” llamaron a este abyecto parasitismo.  

   Definir a la filosofía como aquella disciplina cuyos practicantes o atinan a separar en ámbitos sus términos o ya no saben cómo resolverlos y definirla como aquella disciplina que necesita robar los mundos posibles que otras han construido resultan dos definiciones equivalentes. ¿Cuándo tendrán los filósofos valor para crear sus propios mundos posibles, sus propios escenarios, sus propias anticipaciones de lo que ocurrirá, las corregirán cuando se equivoquen y aprenderán de sus errores para mejorar la próxima vez? ¿cuándo se enterarán los filósofos de que entre la predicción y el quedarse esperando lo que acontezca existen multitud de cosas, entre ellas una llamada prospección? ¿cuándo dejarán de exclamar con espanto "eso es imposible"?

domingo, 19 de junio de 2022

Respuesta a la pregunta "¿Qué es filosofía?" (3)

   A mi primer coche, con el correr de los años, acabé por cambiarle todas las bombillas que traía. Siempre hacía lo mismo, tomaba el libro de manejo y mantenimiento del vehículo y seguía las indicaciones sobre cómo desmontarlas y colocarlas. Sin embargo, últimamente no he conseguido cambiarle la bombilla de los faros delanteros a ninguno de los coches en los que lo he intentado. Una posible hipótesis explicativa consiste en que, con la edad, aumenta la torpeza, algo particularmente difícil en quien, como yo, ya nació torpe. Otra hipótesis explicativa consiste en que los coches se han ido fabricando con el propósito explícito de aumentar las visitas a los talleres por incidentes cada vez más nimios. Pero Schleiermacher, Heidegger, Gadamer, Ricoeur y el resto del panteón hermenéutico, probablemente, concluirían que mi incapacidad se deriva de que no he comprendido plenamente el sentido de lo que se decía en el libro de manejo y mantenimiento por no habérmelo leído entero. La obra, explican ellos, da sentido al fragmento y el fragmento a la obra, en lo que se conoce como círculo hermenéutico. Desde luego, eso no explica por qué sí pude cambiar las bombillas de mi coche antiguo. Este fallo explicativo se extiende a muchos otros textos que pueblan nuestros hogares y que explican cómo programar una lavadora, cómo cocinar con un microondas o cómo proceder a la autolimpieza de una plancha, ninguno de los cuales parece exigir para su comprensión ir de la parte al todo o del todo a la parte.

   Con toda seguridad, muchos de quienes han consultado el I-Ching han fracasado en el intento de encontrarle un sentido al resultado de su consulta. Una vez más, Schleiermacher, Heidegger, Gadamer o Ricoeur nos responderían que esa comprensión del sentido mejoraría, sin duda, si procediéramos a leer todas y cada una de las páginas del I-Ching. La sonrisa habrá aflorado en el rostro de quienes conocen la naturaleza de este texto, probablemente, el primer libro de autoayuda de la historia. El I-Ching o Libro de las mutaciones, cuyas primeras líneas se escribieron, quizás, en torno al año 1.200 a. d. C. se consulta por el procedimiento de arrojar, palillos, dados, monedas o algún otro modo de obtener un número al azar. Este número conduce a un pasaje en el que, supuestamente, el libro responde al motivo de la consulta del lector, aconsejándole acciones futuras. Aunque el confucianismo le añadió todo tipo de comentarios para sistematizarlo y asimilarlo a su propia tradición de pensamiento, no se espera de él una lectura sistemática.

   Recordemos, la comprensión se realiza siempre desde una determinada comunidad, comunidad que nos vincula con una cierta tradición. Nosotros mismos participamos en el acontecer de esa tradición y la continuamos determinando. Por tanto, el comprender parte del conocimiento de las condiciones que lo hacen posible. La más pura ortodoxia hermenéutica lo dice con todas las palabras: “comprender” significa “saber hacer”. Aún más, la comprensión legítima, rigurosa, aquella comprensión que Schleiermacher, Heidegger, Gadamer y Ricoeur siempre nos han exigido, pasa porque nos permita hacer algo, que obtengamos algo con ella, que, de algún modo, contribuya a modificar la situación en la que nos encontramos. Conservar, insiste Gadamer en un pasaje muy famoso de Verdad y método, no significa otra cosa que una forma de realización. Ahora bien, si identificamos “comprender” con “saber hacer”, si conservar una tradición consiste en realizar algo, si la interpretación implica la modificación de mi acontecer, entonces no existen más que libros de instrucciones desde el Kamasutra al Nuevo Testamento. Llegamos por aquí a una palmaria contradicción que no podrá encontrar en ningún libro de filosofía que, por un precio nada módico, le explicará las grandezas de la hermenéutica. En efecto, por un lado, para la hermenéutica, no existen más que libros de instrucciones y, por el otro, la propia hermenéutica no se aplica a los libros de instrucciones.

   El círculo hermenéutico de la comprensión, el hecho de que ésta nazca en las condiciones mismas que la hacen posible, el que sólo pueda captarse el sentido de una obra acudiendo a sus fragmentos y el sentido de estos fragmentos acudiendo a la obra como un todo, lejos de constituir un problema, cantan al unísono los serafines de la hermenéutica, implica un mejoramiento continuo de la comprensión, un proceso de optimización que nos acerca cada vez más a plenificarla, sin que jamás se llegue a comprender plena y absolutamente nada. En 2006, Wolpert y McReady, demostraron lo que se llama el teorema de No Free Lunch (NFL). El teorema, demostrado formalmente en lo que se refiere a procesos automatizados de búsqueda, dice que ningún algoritmo de optimización puede obtener mejores resultados que cualquier otro sobre un número de problemas lo suficientemente amplio y variados siempre que en ellos no haya intervención del azar. A menos que queramos argumentar que la búsqueda de sentido no forma parte del género "búsqueda", el teorema de NFL lleva 16 años diciendo, sin que los filósofos se hayan enterado, que la hermenéutica no puede proporcionarnos mejores resultados para entender los fenómenos humanos que el proceder crítico, la dialéctica, la ley del péndulo, el puro psicologismo o cualquier otro proceso de optimización, siempre y cuando, por supuesto, todas partan de la misma base de conocimientos.

   Así pues, la hermenéutica lleva implícita una profunda contradicción y puede demostrarse que no arroja resultados mejores que cualquier otra metodología. Y, sin embargo, la hermenéutica y su pueril corro de la patata, ha fascinado a todos y cada uno de los que han aspirado a la etiqueta de “filósofo” en la Europa de los últimos 70 años. En ella percibieron algo grandioso, único, especial, aunque no alcanzaron a dar más que desternillantes razones para explicar en qué consistía. Con TRIZ en la mano resulta extremadamente fácil caracterizarlo: el círculo hermenéutico forma parte de las escasísimas soluciones de la filosofía occidental que no utiliza el principio de separación en ámbitos o por condiciones, sino el principio de separación en micro y macrosistema. Y ahora, ahora que ya sabemos que, efectivamente, se pueden solucionar problemas filosóficos sin necesidad de separar sus términos en ámbitos, se abre la pregunta a la que los filósofos de cargo y subvención se asomarán dentro de 30 años: ¿qué ocurriría si eliminásemos la contradicción entre Heráclito y Parménides distribuyéndolos en micro y macrosistema? ¿qué filosofía kantiana surgiría de una distribución en términos de micro y macrosistema de fenómeno y noúmeno? ¿qué fenomenología resultaría de convertir a noesis y noema en parte y todo de un mismo sistema? ¿cuántas filosofías quedan por hacer?

domingo, 12 de junio de 2022

Respuesta a la pregunta "¿Qué es filosofía?" (2)

   Para mantener la ortodoxia doctrinal, los filósofos se contaron unos a otros la historia de que su disciplina nació cuando se produjo la separación entre el ámbito del mito y el ámbito de logos. Ni el agua, ni el aire, ni el fuego, ni la historia de Er el pánfilo, ni el carro alado, ni el cristianismo, ni el carácter emancipador de la psicología y ni siquiera la existencia de un cerebro en un cubo, merecían el calificativo de mito ninguno de ellos. Había que repetir machaconamente que todos estos relatos ficticios tenían su origen en la misma racionalidad lógica que el teorema de Gödel, porque, de lo contrario, alguien hubiese podido pensar la historia de la filosofía en términos de evolución temporal, o de formación de regiones o de cómo mito y filosofía se imbricaban complejamente en términos de micro y macrosistema y la obsesión por separarlo todo en ámbitos se hubiese difuminado como por ensalmo. Pero no bastaba. Había que irles colocando las anteojeras a los jóvenes cachorros conforme llegasen a este mundo. 

   No sólo la filosofía nació como un ámbito separado por completo de los mitos, la propia historia de la filosofía se contó en períodos que evitasen cualquier idea de una peligrosa continuidad temporal, desde la filosofía griega a la contemporánea, pasando por la medieval y la moderna. Ciertamente, esta división causaba ciertas anomalías y del mismo modo que Platón tuvo que insertar el alma irascible entre la concupiscible, netamente corporal, y la racional, netamente espiritual; del mismo modo que Kant tuvo que insertar el esquematismo trascendental entre las intuiciones y los conceptos; del mismo modo hubo que multiplicar las separaciones para disimular las evidentes aristas de tan artero modo de entender la historia. Se le dio así un toque elegante, muy “esquemático”, por lo demás, a goznes como “el período helenístico” o “la filosofía renacentista”. Pero ni de esa manera se pudieron evitar chirridos. Parménides, Zenón, Anaxágoras y Empédocles quedaron encuadrados en la filosofía previa a su contemporáneo Sócrates. A San Agustín de Hipona se lo desconectó por completo de lo sucedido con su coetánea Hipatia de Alejandría. Pocos, si acaso alguien, piensa en Schelling haciendo filosofía tras la muerte de Hegel y de Schleiermacher. Pero el mismo peligro reaparecería con los filósofos individuales. A los futuros ocupantes de cátedras se les afiló las uñas aprendiendo a establecer separaciones entre diferentes “etapas” en la vida de cada autor concreto. Como no existe dato paleográfico alguno que nos permita secuenciar los escritos de Platón, ¿por qué no separarlos en ocho períodos? Kant se pasó diez años reflexionando sobre los problemas que acabarían conformado la Crítica de la razón pura y después se la dictó al tipografista de la imprenta porque no nos ha llegado manuscrito preparatorio alguno de la misma. Se llama “período crítico” a una invención nacida de la absoluta falta de evidencia textual de cuándo debe considerárselo comenzado. Wittgenstein mismo alcanzó el Olimpo dos veces, una antes de que se le apareciese la Virgen de las Soledades Heladas y otra después. Entre un período y otro de las obras de Platón, de Kant, de Wittgenstein, de cualquiera, el jorismos de siempre, pues cada libro nace no de la maduración prolongada a lo largo de horas y días, de las correcciones sucesivas, de las añadiduras y las tachaduras, en definitiva, de separaciones espaciales, temporales y de micro y macrosistema, sino de salto de rana en salto de rana, creando tantos ámbitos separados como huellas de anuro en el barro. Cierto, algunos pupilos avezados han ido descubriendo que había más verdad en hallar una evolución continua, en ver cómo el conjunto de las páginas con una misma rúbrica se ensamblaban en forma de un sistema vital, han detectado, en fin, el continuo que hilvanaba los diferentes volúmenes de eso que se ha dado en llamar “una obra”. A todos ellos se les ha tratado igual que a los poetas en la República de Platón. Se celebró con entusiasmo su ingenio, se colocó una hermosa guirnalda de flores en sus cabezas, se les dio palmaditas en la espalda y se los acompañó amablemente a la puerta de atrás de la Academia, para que fuesen a ganarse la vida en otra parte. Indaguen atentamente la bibliografía de quienes ocupan plazas en las universidades del mundo. Por cada uno que viene peleando por mostrar la continuidad en el desarrollo de las ideas de un filósofo podrán encontrar diez que han alcanzado fama, fortuna y gloria distinguiendo “etapas”, “períodos”, ámbitos en definitiva, cada vez más minúsculos, dentro de ellas. “Brillante” se llama en el mundo de la filosofía a quien ha conseguido malinterpretar los textos para que den cabida a una nueva e insignificante miniseparación en la que distinguir, otra vez, dos microambititos intermediados por su nanoabismo. A la demostración de que una misma problemática subyace a textos dispersos a lo largo de setenta años se la califica de “interesante” y si tal demostración aduce hechos sacados de otras ramas del saber, de “fascinante”, que viene a significar: “¿estás loco? ¿quieres que nos echen de la Academia?”

   Si a un filósofo se le plantea el problema de qué hacer con el tren de aterrizaje de un avión a reacción, fácilmente responderá que, en un mundo ideal, esos aviones deberían volar con él, pero que, en este mundo sensible, todo el que se monte en uno de ellos debe tener claro que se condena a una catástrofe cierta, pues ninguno puede llevarlo. Si a un filósofo se le plantea el problema de cómo ahuyentar a los pájaros de los aeropuertos, responderá que, en un aeropuerto ideal, no habría pájaros, pero que en los aeropuertos de este mundo, tiene que haber águilas reales cazándolos, aunque tales aves de presa condenen a estrellarse a los pocos aviones que hubiesen escapado de la catástrofe que representa aterrizar o despegar sin tren de aterrizaje. Si a un filósofo se le plantea el problema de cómo lograr algo sólido y flexible a la vez, responderá que, en el mundo ideal, las bicicletas llevan un hilo para transmitir el pedaleo, pero que, en el mundo sensible, no hay más remedio que sustituir sus hebras por mármol, aunque eso haga preferible montar en un avión sin tren de aterrizaje y con águilas reales volando a su alrededor que dar un par de pedaladas. ¿Qué otra cosa cabe esperar de alguien a quien se ha formado en la idea de que un problema sólo se puede solucionar separando sus términos en ámbitos o por condiciones?

domingo, 5 de junio de 2022

Respuesta a la pregunta "¿Qué es filosofía?" (1)

   Puede definirse a la filosofía como aquella disciplina cuyos practicantes o atinan a separar los términos de un problema en ámbitos o ya no saben cómo resolverlo. Parménides se encontró con que la razón ofrecía soluciones contradictorias con lo que nos mostraban los sentidos, así que escribió un poema en el cual separaba el ámbito de la verdad del ámbito de la apariencia. Platón se encontró con que los planteamientos de Parménides contradecían a los de Heráclito, así que separó entre el ámbito inteligible y el ámbito sensible. Pero Platón descubrió algo más, descubrió también que no había motivos para separar únicamente en dos términos, se podía separar en tres clases, partes o almas y, por lo mismo, se podían distinguir tres ámbitos diferentes en una sociedad ideal. Aristóteles le hizo caso y siguió distinguiendo tres ámbitos dentro del alma, aunque para la mayor parte de los problemas prefirió dos ámbitos y separó a la materia de la forma, la sustancia de sus relaciones, quiero decir, sus accidentes, y el mundo sublunar del supralunar. Las religiones del libro trajeron problemas nuevos a la filosofía, problemas que, ¡sorpresa! los filósofos resolvieron separando entre el ámbito de la fe y el ámbito de la razón, el ámbito del tiempo y el ámbito de la eternidad, el ámbito de la contingencia y el ámbito de la necesidad. A Santo Tomás de Aquino muchos adoradores del cilicio lo consideran el filósofo más grande del mundo mundial por haber hecho lo que ningún filósofo había hecho hasta entonces… separar entre el ámbito de la esencia y el ámbito de la existencia. Afortunadamente, la modernidad nos sacó del agujero medieval separando entre el ámbito de la duda y el de la certeza, el de la intuición y el de la deducción, el del entendimiento y el de la voluntad, el de la sustancia finita y el de la infinita y aún entre el ámbito de la sustancia pensante y el ámbito de la sustancia extensa. El empirismo no dudó en poner coto a los desmanes racionalistas distinguiendo entre el ámbito de las ideas de sensación y el de las de reflexión, el de las simples y el de las complejas, el del estado de naturaleza el el estado contractual, las impresiones de las ideas, la razón de la pasión, el ser del deber… Y, por supuesto, en medio de estos ámbitos, el mismo vacío abisal de Platón, por más que en el celebérrimo mito de la caverna, se separara entre dos espacios conectados por una gradación continua, la de una empinada cuesta. Así andaban los filósofos, aplicando con fruición el cansino procedimiento de separarlo todo en ámbitos o por condiciones, hasta que llegó Kant. Como todos sabemos, porque a todos nos han contado la misma cantinela, Kant marca un antes y un después en la Historia de la Filosofía y no resulta difícil entender por qué. Nadie nunca jamás había aplicado tan obsesivamente el principio de separación en ámbitos o por condiciones. En cada tema, en cada escrito, casi en cada página de su “período crítico” o se aplica la separación en ámbitos o se prepara el terreno para hacerlo. Kant separó por ámbitos el fenómeno del noúmeno, la sensibilidad de la imaginación del entendimiento y de la razón, las intuiciones de los esquemas de los conceptos y de las ideas, tres tipos de ideas, un mínimo de siete pares de términos comprendidos en las cuatro antinomias de la Crítica de la razón pura, la de la Crítica de la razón práctica y las dos de la Crítica del juicio, el uso teórico del práctico de la razón y su  uso público del privado, la insociable sociabilidad humana, la ética material de la formal, la virtud de la felicidad, lo bello de lo sublime, la genialidad del estado común de los mortales, etc. etc. etc. A partir de este momento todo se redujo a quién podía dar cuenta de más separaciones en ámbitos o por condiciones y el idealismo descubrió que este juego podía proseguirse al infinito si se distinguía entre las condiciones necesarias para calificar a algo de “afirmación”, de “negación” o de “síntesis”, entendiendo esta “síntesis” como un compromiso, que, obviamente, no tardaría mucho en aceptarse como una “afirmación”. Hegel se entretuvo así en separar por ámbitos tripartitos desde la nada hasta el Absoluto, pasando por todos y cada uno de los términos concernientes a la religión, el derecho, la física o la filosofía, en un esquema que no permitía ni explicar ni predecir, pero cuya minuciosa sucesión de ámbitos separados unos de los otros no pudo por menos que capturar la mente de infinidad de filósofos. No a Schopenhauer, por supuesto, que nunca se cansó de loar su propia genialidad juvenil al haber repetido el esquema tetrapartito de separación, fácil de encontrar en Kant, para el caso del principio de razón suficiente. Ni siquiera me molestaré en mencionar el título de su libro más conocido. Entonces llegó Nietzsche con su martillo y destruyó todos los ámbitos en que la filosofía judeocristiana había separado el mundo… para separar entre el ámbito de la moral de señores y el de la moral de esclavos, el nihilismo activo y el nihilismo pasivo, a resentidos de superhombres y la filosofía entera tembló por la radical "novedad" de sus planteamientos. 

   La separación en ámbitos se ha convertido en algo tan rutinario que hubo cierta ladilla con pulsera de oro y cátedra universitaria que presumía de haber resuelto el problema de la causalidad distinguiendo no recuerdo si seis u ocho ámbitos en ella. Me contaron que también trató de convencer a su mujer de que había un ámbito en el cual él ejercía acciones causales como fiel esposo y buen padre de familia y otro ámbito en el cual ejercía acción causal sobre cierta alumna. Su mujer le propuso otra separación en ámbitos, la del hogar familiar, con el que se quedaba ella y el de la puta calle, donde acabó él, con sus cosas metidas en una maletita y pidiendo asilo en el piso de dos colegas de facultad a los que siempre había tratado con la punta del pie. Hay que decir en su defensa que otros sí obtuvieron honor y gloria introduciendo una distinción no en dos o en ocho ámbitos, sino en innumerables, todos aquellos en los que una palabra se usa. Llamaron a esos ámbitos “juegos del lenguaje” y hasta creyeron haberle dado un giro distinto a la filosofía. Sin embargo, la mayor parte de los filósofos del siglo XX, se aferraron a la separación en dos ámbitos, para que nadie los acusara de herejes y así tenemos la distinción entre el ámbito de la noesis y del noema o la distinción entre el ser y los entes. Ni que decir tiene que miles de colegas les hicieron la ola por haber descubierto lo impensable, que tras 2.500 años de separar cosas en ámbitos o por condiciones todavía quedaba algo por separar. Después, ya lo sabemos, la filosofía murió, porque se había llegado a la última separación que cabía hacer, la que la colocaba a ella, la filosofía, en un ámbito y a la realidad en otro.