domingo, 12 de septiembre de 2021

¿Es inhóspita la F1 para las mujeres?

   No soy precisamente un aficionado de los deportes de motor. Tengo que haber dado muchas vueltas por todas las cadenas sin encontrar nada para acabar viendo algunas vueltas de una prueba y para llegar a eso tengo que tener mucho tiempo libre, lo cual no ocurre más de un par de veces al año. La conjunción de astros se produjo el otro día y acabé contemplando un rato una prueba con vehículos que parecían de la Fórmula 1, pero en la que no reconocía ninguno de los apellidos que recordaba como parte de ese circuito. La infografía me resultaba enigmática y no eran los vehículos de Fórmula 3 que yo recordaba. Desde luego, mis conocimientos del mundillo son bastante limitados, pero había algo que no encajaba, así que esperé hasta el final. Entonces comprendí lo que ocurría. En una televisión, no sé si norteamericana o rusa, estaban transmitiendo una prueba de la W Series, "la fórmula 1 para mujeres". Hace tres años una escudería de Fórmula 3 decidió crear una competición para mujeres piloto, cuya presencia en la Fórmula 1 nunca ha pasado de testimonial. La idea generó una fuerte polémica. Para algunos suponía una posibilidad de que las féminas accedieran a una competición automovilística relevante, permitiendo visibilizar a las mujeres piloto. Para otros suponía la creación de una especie de reserva india para ellas, que las alejaría aún más de los volantes de la competición reina. Particularmente críticas se mostraron las pilotos que han competido en la IndyCar (que tampoco es que haya habido tantas) y que sugirieron que el dinero invertido en esta competición hubiese hecho más por las mujeres dedicado a becas y programas de ayuda a las jóvenes que destacan en las  karting y el resto de pruebas inferiores. En ellas casi hay paridad entre hombres y mujeres. El problema comienza con las GP y la WS. En estas puertas de entrada al gran circuito, los vehículos carecen de dirección asistida y se inicia una exigencia física que se multiplica en la competición estrella. Los vehículos de Fórmula 1 sí llevan dirección asistida, pero la suavidad de la misma depende de otros parámetros, ajustados en función de la prueba. Los pilotos son muy sensibles a esos cambios y desatan una tormenta en cuanto el volante se pone un poco más duro de lo normal. Entre las muchas cosas que no se ven en las pantallas, una de ellas es lo que sufren las cervicales con las curvas o la cantidad de líquido que se pierde en unos habitáculos casi cerrados, continuamente al sol o a lo que venga y dentro de unos monos ignífugos que no están pensados para transpirar. Uno de los pilares que asentaron el mito de Ayrton Senna fue haber ganado una carrera en la que se le rompió el tubito que lleva el agua desde el depósito hasta la boca del piloto. En teoría nadie resiste mucho en esas condiciones sin desmayarse. Todavía me acuerdo de un Nigel Mansell, ya bastante talludito, incapaz de sostener el trofeo que le correspondía por la victoria después de los kilos que había perdido durante la prueba. Muchos hombres, muchos buenos pilotos, se quedan por el camino por las exigencias físicas, pero eso no explica que en estos momentos, las dos mujeres que más cercanas se encuentran a un volante de Fórmula 1 sean las probadoras Tatiana Calderón y Carmen Jordán.

   Susie Stodart (ahora Susie Wolff), superó todos los obstáculos físicos que, se suponía, la alejaban de la Fórmula 1, hizo varias pruebas con Williams en 2014-5 y se quedó a unas décimas del segundo piloto del equipo, pero cuando Williams necesitó un piloto tras la lesión de Bottas, no la llamó a ella sino a un hombre. Sólo cinco mujeres han llegado a competir en la Fórmula 1, sólo dos puntuaron, hace 30 años que ninguna lo intenta. Es, apenas, la punta de un iceberg. En una encuesta realizada por ESPN los equipos de la Fórmula 1 reconocían tener en sus plantillas, digamos, “de trabajo”, menos del un 9% de personal femenino. En las secciones de expertos legales y, sobre todo, de relaciones públicas, sí, la mayoría del personal son mujeres, un vestigio de cuando “promotoras” de cara bonita y cuerpos espectaculares proporcionaban “placer visual” a los pilotos, según declaró Nico Hulkenberg, piloto por entonces de Renault, cuando se desató la polémica a propósito de su supresión en 2018. En los talleres, donde se toman las decisiones que afectan directamente a las carreras y a los resultados, allí, la representación femenina cae hasta mínimos. Siempre cabe apelar a otra situación no menos preocupante. Puede que la mayor parte de los ingenieros que hay en los equipos de carreras sean hombres porque los hombres dominan las facultades de ingeniería, en un fenómeno que no es fácil de explicar. Las ciencias biomédicas son ya un área mayoritaria de mujeres y éstas dominan igualmente en territorios limítrofes como bioingeniería y demás. Pero cuando se pasa a las ramas en contacto directo con la industria, la cosa cambia radicalmente. Según algunos testimonios la presencia de la mujer en las aulas de las diferentes ingenierías incluso está disminuyendo. Como digo, no hay muchas explicaciones para eso. Nos hallamos cerca del punto, si no lo hemos superado ya, en que las mujeres son mayoría en las carreras de ciencia. Sería extraño que las mujeres no fuesen más creativas que los hombres porque diferentes estudios de multitud de especies de primates demuestran que las hembras jóvenes son las primeras en introducir novedades comportamentales dentro de la manada. Así que los problemas no vienen por aquí. Como creo haber explicado en otro lugar, las mujeres dedicadas a las ciencias se enfrentan con un reto cuando intentan fundar una familia. El embarazo y el primer año de maternidad supone una ralentización en sus niveles de publicación que pocos tribunales o comités de  selección tienen en cuenta a la hora de comparar su valía con la de sus compañeros varones. Diferentes intentos por hacer la ingeniería más atractiva para las mujeres han pasado, precisamente, por invitar a charlas de divulgación a mujeres ingenieras y madres, dos términos cuya incompatibilidad no resulta obvia. En cualquier caso, mientras las mujeres comienzan a valorar este tipo de saberes como áreas en las que pueden realizarse, las cadenas de televisión ponen encima de la mesa no importa cuántos millones para quedarse con los derechos de transmisión de la competición masculina, mientras hay que irse a alguna cadena norteamericana o rusa para ver la Women Series. Y, créanme, sus carreras resultan tan aburridas como las de sus colegas masculinos. 

domingo, 5 de septiembre de 2021

Hacia la catástrofe.

   Dicen que para entender Etiopía hay que pensar en cuatro dimensiones. El único país de África que no sufrió colonización occidental si exceptuamos los cinco años de ocupación italiana (1936-1941), el segundo país más antiguo en declarar al cristianismo religión oficial, adquirió su forma actual tras una serie de anexiones, manu militari, llevadas a cabo por el emperador Menelik II a finales del siglo XIX. Aunque a Menelik se lo honra como el héroe nacional, los oromo, la etnia mayoritaria en la actual Etiopía, se llevaron la peor parte, sufriendo masacres de todo género. Los oromo (algo así como el 34% de la población) comparten país con más de 80 etnias y su idioma es uno entre otros noventaitantos. Las guerras civiles de los 70 y 80 del siglo pasado, el desvío de las reservas de agua para el tabaco y otros cultivos de fácil exportación y las consiguientes hambrunas, hundieron al país en los índices de riqueza, convirtiéndolo en uno de los más pobres del mundo. La caída del muro de Berlín y el cese de toda ayuda por parte de la URSS, acabaron dándole la última puntilla al régimen despótico de Mengistu Haile Mariam y una coalición de movimientos guerrilleros de diferentes etnias, encabezados por el Frente Popular para la Liberación de Tigray (TPLF) y de la que también formaba parte el Frente Popular para la Liberación de Eritrea, marchó sobre la capital poniendo fin a su gobierno. Aunque formalmente esa coalición mantuvo su nombre (Frente Popular, Democrático y Revolucionario de Etiopía), en esencia el TPLF se quedó con él y, a su antojo, marcó los tiempos, las formas y las instituciones que fueron creándose a partir de 1991. Nació así una Etiopía democrática, pero en la que casi todo el poder quedaba delegado en los diferentes territorios, configurados, más o menos, sobre bases étnicas. Muchos no quisieron ver en esta reconfiguración del Estado más que una maniobra preparatoria para que el TPLF ejerciera un control hegemónico en su propia región, la de Tigray. Incapaces de frenar al TPLF, el Frente de Liberación del Pueblo de Eritrea, promovió en 1993 un referéndum de independencia. Tampoco ellos querían conformarse con su estrecha franja costera y en 1998, el presidente de Eritrea, Isaias Afewerki, decidió que había llegado el momento de dejar claro quién mandaba allí. Con la excusa de que la frontera no había quedado delimitada, envió sus tropas a Badme, una parte de Tigray. Así comenzó la guerra etiope-eritrea, un bonito conflicto que acabó con la vida de más de 100.000 personas, en la que toda empresa occidental que se preciase vendió armas a ambos contendientes y que costó un millón de dólares diarios a los dos países más pobres de la tierra. Aunque ganó de largo las elecciones de 2000, el poder del TPLF quedó tocado y sólo pudo ganar las elecciones subsiguientes a costa de un incremento de la violencia política y las denuncias de fraude. En 2015 la situación había degenerado de tal manera, que una sucesión de protestas, reprimidas a sangre y fuego, terminaron con la renuncia del primer ministro Hailemariam Desalegn y la llegada al poder de un oromo,  Abiy Ahmed.

   Abiy, quien se enfada cuando se le recuerda su etnia, pues se dice encabezar un movimiento “de todos los etíopes”, inauguró su mandato con una visita a la capital de Eritrea que ponía fin al conflicto entre ambos países y que le valió el premio Nobel de la paz. Pero Abiy no es un hombre de paz. Su referencia, desde luego, no es Gandhi, sino, muy probablemente, Menelik II. El acuerdo con Asmara no iniciaba la paz, iniciaba la guerra contra el TPLF, a quienes les cortaba la vía más rápida de llegada de armas desde la costa. Sabiéndose fuertes en su territorio, el TPLF se replegó hacia allí, sin ocultar lo más mínimo su intención de esperar a que las circunstancias propiciaran su regreso a la capital o bien, si éstas, no se presentaban, de declarar la independencia. Decir que ésta es la guerra de Abiyi Ahmed es un buen ejemplo de lo que significa no pensar en cuatro dimensiones. Gran parte de la intelectualidad etíope, comenzando por los miembros de ésta identificados como oromo, consideraban el año pasado que la transición sólo se habría completado cuando los líderes del TPLF, o bien todos sus integrantes, estuviesen muertos o encarcelados. Ninguno de ellos criticó, por tanto, que su gobierno buscara el apoyo de Sudán o de diferentes milicias étnicamente basadas para asegurar una ofensiva exitosa contra la región de Tigray. Muchas fueron las voces que alertaron de lo que se les venía encima a los etíopes, pero encontraron pocos oídos dispuestos a escucharlas. Desde luego no en Occidente, encandilados por un presidente Nobel de la Paz y mucho menos entre los etíopes, embriagados ya por un discurso de revancha étnica que ha llevado a varios grupos oromo a masacrar a sus tradicionales vecinos somalíes. Tigray se conquistó con mayor facilidad de lo que todo el mundo pensaba, pero eso no ha evitado que tengamos que darle la razón a las voces más pesimistas. La pérdida del territorio no sólo no debilitó al TPLF, sino que ha comenzado a recibir reclutas procedentes de otras etnias a las que algunos de los aliados del actual gobierno, como los amhara, han comenzado a masacrar. Organizados como una guerrilla, conocedores del terreno y, sobre todo, pensando en cuatro dimensiones, han conseguido volver a ocupar Mekele, la capital de Tigray y adentrarse hasta Lalibela, destino turístico y de peregrinaje de Etiopía por excelencia. Aunque ambas operaciones se saldaron con un considerable número de combatientes del TPLF muertos, nadie duda del mensaje que envían: podemos seguir haciendo daño indefinidamente. Al fin y al cabo, como han declarado algunos de sus dirigentes, ellos no son etíopes, son “más que etíopes”.

   La respuesta del gobierno y del ejército a estos desafíos no se ha hecho esperar. Las comunicaciones con Tigray han sido cortadas, las ONGs declaradas suministradoras de armas a los rebeldes, al ejército eritreo se lo ha animado a intervenir y el presidente ha llamado a todo hombre en edad de combatir a alistarse para la ofensiva final. Los militares han aplicado una política de tierra quemada, incendiando los cultivos, matando el ganado y cortando o envenenando los suministros de agua. El 90% de la población de esa zona se halla en riesgo extremo de desnutrición, enfermedad o, simplemente, de caer bajo las balas de uno u otro bando. Todo esto parecerá un día nublado si las tensiones entre los amhara y los afar, los oromo y los somalíes, o las surgidas con el gobierno sudanés a causa de una frontera no delimitada por la que transitan decenas de miles de refugiados y campesinos etíopes que ocupan tierras de cultivo en Sudán, acaban desencadenando la tormenta que tantos vaticinan. 

domingo, 29 de agosto de 2021

Volver a empezar (2 de 2)

   La cuestión no está en si los talibanes van a hacer lo mismo que hicieron entre 1996 y 2001. La cuestión es cuándo lo van a hacer y cómo. Ha costado siete rondas de negociación con EEUU para convencerlos de que no resultaba pertinente entrar a sangre y fuego en Kabul. La guerra relámpago que los ha llevado hasta la capital sólo ha existido en los medios de comunicación. El modo de ir sumando provincias a sus conquistas ha consistido, una y otra vez en lo mismo: enviar una delegación de hombres prominentes a la capital y negociar su rendición. Conforme avanzaban, sin desgaste militar alguno, las posibilidades de resistencia disminuían y así han llegado a apoderarse de la práctica totalidad del territorio casi sin efectuar un solo disparo. El ejército afgano, como la democracia afgana, como el Estado afgano, como la administración afgana, existían en el sentido occidental del término, quiero decir, en imágenes. En los momentos de mayor presencia de la misión internacional, el gobierno de Kabul llegó a controlar la mayoría de las grandes ciudades. El territorio donde vive la práctica totalidad de la población, jamás dejó de pertenecer a los talibanes. Su presencia, tal vez, se mimetizó con el paisaje, pero los mismos clanes que ahora aparecen como el grueso de sus fuerzas, vendían piedras preciosas a los soldados de la coalición internacional cuando ésta hacía alardes de potencia de fuego. Decir que han mostrado resiliencia, resistencia o cualquier cosa parecida, resulta poco menos que un esfuerzo denodado para no entender nada. A la inversa, tampoco tiene mucho sentido preguntarles por el modelo de Estado que tienen en mente. En los cinco años que controlaron la práctica totalidad del país, no hubo nada así como la puesta en práctica de una política, un ideal de gobierno y, mucho menos, una administración talibán. Básicamente se limitaron a hacer gala de su presencia militar, imponer unas pautas morales/religiosas y poca cosa más. Ni siquiera intentaron desarrollar una Hacienda, una red de enseñanza o una policía. Lo más parecido a una política de Estado consistió en el control de los cultivos de opio, que alcanzaron su mínimo en este período. Por tanto, la incógnita, la gran incógnita del nuevo gobierno talibán no consiste en si volverán a lapidar a las mujeres violadas, que, por supuesto, lo volverán a hacer, la incógnita consiste en si el nuevo lavado de cara que les ha dado el servicio secreto pakistaní, que ha incluido el diseño de un enemigo mucho temido por Occidente que los talibanes como el ISIS-K, incluye también desarrollar un plan de gobierno que difiera de las monarquías medievales europeas. 

   Como dijimos, los servicios secretos pakistaníes, se han preocupado de que los talibanes negocien directamente con EEUU e, incluso, con China, con quien Pakistán está viviendo una luna de miel que, más tarde o más temprano, acabará rompiendo el control de Pekín sobre una parte de Cachemira. Esa negociación con China (“conversaciones exploratorias” se la llamó), duró en su última fase cuatro días  y culminó una larga serie de contactos encubiertos que Pakistán se molestó en promover para que Pekín diera el visto bueno a sus planes en el país vecino. A nadie se le escapó que otorgaron a los talibanes la acogida en la comunidad internacional, pero tampoco a nadie se le debió escapar el recelo de las autoridades chinas, que no saben de quién deben sospechar más, si de los talibanes o de sus actuales socios preferenciales pakistaníes. En cualquier caso, estas conversaciones dejaron claro que en la nueva llegada de los talibanes al poder no ha intervenido únicamente el ISI, sino que el gobierno de Imran Kahn la ha hecho suya. Mucho más difícil resulta decidir si a él se deben los nuevos odres en los que se ha vertido el viejo vino talibán o si se limita a interpretar el papel que le han adjudicado. En la mayoría de los países, cuando el gobierno no está de acuerdo con el comportamiento de los servicios secretos, se cambia a su director. Pero en Pakistán, si el gobierno no está de acuerdo con el comportamiento de los servicios secretos, su director cambia al gobierno. En cualquier caso, mucho más difícil les va a resultar a unos y a otros convencer a Putin de las bondades del nuevo gobierno de Kabul. El hecho de que Rusia haya llegado a un acuerdo de venta de armas con la India envía una señal muy clara a sus supuestos aliados de Islamabad. Porque India está rearmándose y está rearmándose como no lo había hecho desde hace décadas. Esa fue una de las condiciones que le puso a EEUU para aceptar el acuerdo norteamericano con los talibanes, que dieran luz verde a sus propuestas de compra de armas, que les permitieran abastecerse en otros mercados y, de postre, compartir los datos obtenidos por satélite que les pidiesen. EEUU, deseando salir de Afganistán cuanto antes y como fuese, no sólo aceptó esas condiciones, sino que les ha adelantado el dinero para que compren a su industria armamentística drones de última generación. Al fin y al cabo, en Washington comienzan a ver a la India como un contrapeso militar a China, lo cual, de rebote, deja a Pakistán fuera de juego en la cuestión de Cachemira a los ojos norteamericanos. Mientras tanto, mientras el gobierno de Modi se deleita en sus sueños de poderío militar en la región, su pueblo se muere de Covid y Occidente ha tenido que acudir con donaciones de material sanitario para tapar los agujeros que el dinero destinado a armas ha ido dejando aquí y allá.

   Queda una última incógnita sobre el futuro gobierno talibán. Como siempre, como ha venido ocurriendo desde toda su historia, tampoco ellos controlan todo Afganistán. El inaccesible valle de Panjshir, a 120 Kilómetros de Kabul, ha vuelto a quedar en manos de milicias tayikas a las que se han unido las pocas unidades del ejército afgano con voluntad de combate. Desde luego, a los talibanes les importa bastante poco esta minucia y ni las milicias tayikas ni sus refuerzos militares tienen capacidad de combate ni interés en marchar sobre la capital. Sin embargo, parece muy poco probable que sean los talibanes los únicos que han aprendido que aguantar las circunstancias adversas abre las puertas de la victoria. Seguro que los tayikos también saben que en cuanto los talibanes se conviertan en una molestia para cualquier país, vecino o no, comenzarán a afluir dinero y armas y ya tienen las cañas puestas, para cuando el río lleve aguas revueltas. Mientras tanto, mientras todas estas constelaciones geopolíticas se mueven a su alrededor, pocos, si acaso algún ciudadano de a pie de Afganistán puede otear el futuro con algo de esperanza. Llevan medio siglo sin más paz que la de los muertos, han visto pasar por sus caminos soldados de todas las partes del mundo, han contemplado la pantomima de una democracia de la que difícilmente habrán entendido algo más que los gritos y la corrupción y, finalmente, constatan la vuelta de quienes nunca se fueron. Ellos, sus desencantadas miradas, y no el caos del aeropuerto de Kabul, son el testimonio de nuestro fracaso.

domingo, 22 de agosto de 2021

Volver a empezar (1 de 2)

   EEUU comenzó a retirarse de Afganistan en 2007. Hacia finales de ese año se estrenó "La guerra de Charlie Wilson", película que trataba de inocular en la mente de los espectadores la idea de que la intervención norteamericana en Afganistán se debió a la ocurrencia de un congresista mujeriego y un estrafalario agente de la CIA de bajo rango. ¿Qué posibilidades tenía uno de los muchos libros y artículos escritos por George Crile III de atraer a un guionista como Aaron Sorkin? ¿Qué posibilidades tenía un proyecto de intriga política, contraria al discurso habitual hasta ese momento en Washington, de conseguir dinero suficiente para su producción? ¿Cuántos dólares se pusieron sobre la mesa para que un cinta de esta naturaleza contase con Tom Hanks, Julia Roberts, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams y Emily Blunt? ¿Qué hallazgos cinematográficos hay en ella para que recibiera 18 nominaciones a los más diversos premios? ¿O había razones más allá de lo que se ve en el film? ¿que había que explicarle a los norteamericanos que en Afganistán no hay petróleo, ni uranio, ni gas, ni siquiera contratos para construir carreteras, en definitiva, ninguna de esas cosas por las que merece la pena que hispanos y afroamericanos mueran defendiendo la democracia? La película se cuida mucho de contarnos que Gus Avacrotos, el patético agente de la CIA condenado al ostracismo en la sección de Afganistán, había sido el cordón umbilical entre la agencia y la dictadura de los coroneles en Grecia, una función que ni se le entrega a cualquiera ni queda sin reconocimiento posterior. Oculta, igualmente, que la adicción al sexo casi era peccata minuta para una pieza clave en el comité para el manejo de fondos reservados del Congreso si se la compara con su adicción al alcohol y los somníferos. Oculta que el corazón de Wilson no lo ganaron para la causa paquistaní los refugiados afganos, sino el dinero, dinero que siguió recibiendo, incluso cuando abandonó su carrera política, como recompensa por su función de lobbista. Oculta que a Pakistán, dichos refugiados afganos le importaban tan poco como al resto del mundo, quiero decir, menos que nada, pero que temía el sandwich que podían provocar un régimen manejado por el laico comunismo ruso y su enemigo íntimo, la India. Ocultaba, en fin, todo lo que podía estorbar a una narración que ya se estaba fraguando entre bambalinas, pero que no podía aflorar aún porque seguía gobernando George Bush Jr. y, como todos sabemos, los políticos jamás toman decisiones erróneas y si las toman se aplica lo que acabamos de decir. Había que esperar, pues, un par de años, hasta que esa narrativa tomara la forma de un presidente.

   Para nadie era un secreto que Obama quería dejar Afganistán a su suerte y pronto mejor que tarde, pero, eso sí, sin que se notara mucho. Comenzó entonces la famosa estrategia “María”, ya saben, ésa de “un pasito palante, María, dos pasitos para atrás...” Primero se incrementaron las tropas sobre el terreno, con la decisión ya tomada de retirar tres soldados por cada uno que se enviase. Después se creó y dotó un ejército afgano rabiosamente moderno, quiero decir, virtual, hecho de imágenes más que de voluntad de combate y, mientras, se negociaba con los talibanes. Pero, claro, faltaba hacerlo todo realidad, faltaba la foto. Astuto como él solo, Obama se negó a dar semejante paso y todo quedó en el limbo, hasta que llegó Naranjito Trump. Los talibanes no tuvieron el menor problema para hacerle firmar un acuerdo de rendición por el cual los EEUU les entregaban el país en bandeja a cambio de poderse retirar sin más muertos. Ni que decir tiene que Biden vio el cielo abierto, con un acuerdo firmado por su antecesor que le permitía lavarse las manos de todo lo que saliera mal. Desde ese momento, la suerte de Afganistán y sus gentes estaba echada.

   Hay varias cuestiones que, a estas alturas, ningún análisis de lo que sucede en tierras afganas puede obviar, a menos que no quiera enterarse de lo que está pasando. La primera es que los talibanes lideran el único proyecto para el país. Trasnochado, brutal, explosivo y todo lo que se quiera, pero al resto de fuerzas políticas sobre el tablero sólo le interesan sus cuentas corrientes en las monarquías del golfo. Y eso es algo que muy pocos afganos ignoran. La segunda es que estos son los mismos talibanes que volaron los budas del desierto, obligaron a las viudas a quedarse en casa y ver morir a sus hijos de hambre antes que salir sin la compañía de un hombre y a gritar “Alá” en lugar de “gol” en los partidos de fútbol. No porque el polvo de los caminos los haya protegido de la erosión, sino porque quienes los arman, financian y orientan, siguen siendo los mismos que hace 40 años, el servicio secreto pakistaní (ISI), cuyos hilos, siempre sinuosos, ya casi se muestran a la luz. Antes de que Abdullah Abdullah, el previsible rostro del nuevo régimen llegase al país, antes de que los talibanes iniciaran conversaciones con el aún respetado en Occidente Hamid Karzai, éste ya había hablado con Sirajuddin Haqqani, hijo de Jalaluddin Haqqani y actual líder de la red que lleva como nombre el apellido familiar. 

   Jalaluddin Haqqani, como Osama bin Laden, una figura forjada por la CIA, creó la organización que ahora EEUU considera terrorista y cuyas fronteras con el ISI se vuelven tan borrosas que nadie sabe decir dónde termina una y comienza el otro. Los Haqqani no son exactamente terroristas, son, más bien, “hombres de negocios”. Controlan la zona montañosa que a un lado es el este de Afganistán y al otro las zonas tribales (también pastunes) de Pakistán. Negocian con todo lo que pasa por ellas, carreteras, drogas, personas, coches y hasta pilas alcalinas. Se mueven igual de bien en los estrechos caminos de cabras que las recorren como en las lujosas suites de los ultramodernos hoteles de EAU. Y, por encima de todo, defienden con ferocidad sus intereses atacando con mortal eficacia a quienes proyectan la menor sombra sobre ellos, ya sean rusos, norteamericanos o afganos. Si alguien quiere saber el futuro que el ISI ha diseñado para Afganistán, no tiene más que leer las miles de páginas, en varios de los idiomas del país, que han salido, supuestamente, de los cerebros de estos rudos hombres de las montañas. 

domingo, 15 de agosto de 2021

Las guerras de Colorado (3 de 3).

   El ametrallamiento de trabajadores, particularmente si pertenecen a la canalla huelguista, forma parte de la historia de cualquier democracia liberal que se precie, hasta el punto de que puede decirse que es uno de los rituales del mercado libre. En España nos apresuramos a cumplir esa tradición y, apenas muerto Franco, a una policía armada a la que casi se le había agotado el material antidisturbios la mañana del 3 de marzo de 1976, se le ordenó desalojar esa tarde, por las buenas o por las malas, una iglesia abarrotada de trabajadores en asamblea. Arrojaron gases lacrimógenos en su interior y dispararon fuego real contra todo el que salió huyendo. Cinco huelguistas muertos y 150 heridos convencieron a Vitoria y a todo el País Vasco de que la prometida democracia no iba con ellos. La misma historia la podemos encontrar repetida multitud de veces, por ejemplo, en Colorado.

   Como ya explicamos, ni a matanza de Ludlow ni la "Guerra del carbón" proporcionaron el menor avance a la causa de los mineros. La UMWA perdió presencia en Colorado y su lugar lo ocupó la Industrial Workers of de World. Frente a la UMWA, los "wobblies", como se los llamaba popularmente, tenían un perfil ideológico mucho más nítido. Se reconocían "comunistas" e "internacionalistas". Enfrentaban una causa que iba más allá de las exigencias de este o aquel sector laboral y, por si fuera poco, encarnaban nuevas formas de lucha. Vituperados con los peores términos por la prensa, temidos por los empresarios y puestos, literalmente, en el punto de mira de sus milicias, sus miembros se habían negado en ocasiones a abandonar las cárceles, una vez cumplidas sus condenas, para que no se llenaran con los caídos en nuevas detenciones e incluso realizaron proselitismo entre los guardias haciéndoles tomar conciencia de sus pobres condiciones laborales…

   El 23 de agosto de 1927, fueron ejecutados Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti en Charlestown, Massachusetts, por un robo a mano armada con resultado de muerte del que ya se había autoinculpado otra persona que no guardaba relación con ellos. Su delito, en realidad, era de otra naturaleza: se trataba de dos inmigrantes de primera generación y, además, declaradamente anarquistas. La IWW llamó a la huelga en las minas de Colorado en solidaridad con ellos y en demanda de unas condiciones laborales que ya había pedido la UMWA trece años antes. Su llamada tuvo un notable éxito, paralizando la mayor parte de las explotaciones mineras salvo una decena de ellas que continuaron su actividad gracias a los esquiroles. Particular relevancia tenía a este respecto la mina de Columbine, cerca del pueblo de Serena, a la sazón, de nuevo, una localidad creada y administrada por la empresa propietaria de la mina, la Rocky Mountain Fuel Company. La RMFC, la segunda empresa minera más importante de la región tras la CF&IC, implicada como ella en las matanzas de la década anterior, sufría en 1927 una metamorfosis tras la muerte de su fundador y la llegada de su heredera, la muy progresista, humanitaria y defensora del estado del bienestar Josephine Roche. Por aquella época Columbine era la mina más productiva de la empresa, por lo que para los huelguistas constituía un objetivo prioritario pararla. En la mañana del 21 de noviembre de 1927, 500 mineros y sus familias se presentaron ante las cerradas puertas de Serena para "llevar a sus hijos al colegio", recoger la correspondencia en la oficina de correos y, no era un secreto para nadie, parar la actividad en la mina. Tras un tira y afloja entre la policía estatal enviada por el gobernador y los huelguistas, éstos rompieron las alambradas y entraron en la localidad. La policía retrocedió hasta posiciones previamente establecidas y, tras hacer dos salvas de advertencia sobre la cabeza de los mineros, comenzó a disparar contra ellos. Los testimonios difieren acerca de si los guardias de la empresa operaron una ametralladora contra los huelguistas o no, pero, en cualquier caso, seis muertos y un número indeterminado de heridos quedaron en el suelo.

   Aunque todo el mundo esperaba una reedición de lo sucedido tras la matanza de Ludlow, como ya hemos dicho, la IWW prefería otros medios y, de hecho, el día de la masacre de Columbine había exigido a sus miembros que dejasen sus armas en casa. Esta decisión, unida a su internacionalismo e intersectorialismo, hizo que los mineros se desencantaran rápidamente de la IWW, así que la matanza de Columbine no desencadenó ninguna nueva guerra del carbón. Roche utilizó su liberalismo para airear que se podría llegar a un acuerdo si las demandas de los mineros vinieran redactadas por la UMWA, la misma que había encabezado la revuelta armada tras Ludlow, pero a la que ahora, los líderes empresariales veían como más proclive a sus intereses que la muy ideologizada IWW. Al fin, se alcanzó un acuerdo que llegaba trece años y dos masacres tarde, pero que la UMWA, Miss Roche y los partidarios del New Deal pudieron exhibir como un atisbo de los muy progresistas tiempos que se avecinaban. Ni que decir tiene, que nadie resultó condenado por los sucesos de Columbine.

   Columbine da igualmente nombre a otra masacre, la perpetrada en el centro de educación secundaria de la citada localidad (a 15 millas de Serena), también en Colorado, el 20 de abril de 1999. En ella, dos jóvenes con un amplio catálogo de problemas sociales, con antecedentes y cuyo comportamiento se había tratado de encauzar recetándoles antidepresivos, asaltaron el centro educativo con armas y explosivos a los que no habían tenido más dificultad para acceder que los matones y mineros de la época de Ludlow. Doce estudiantes y un profesor resultaron muertos. Como siempre que hay una Ereignis, un acontecimiento, los medios de comunicación dedicaron horas y horas a debates de todo tipo en los que intervinieron sesudos “expertos” de los más diversos campos y, como siempre que hay horas y horas de televisión dedicadas a un tema, intelectuales, escritores, cantantes y directores de cine se volcaron sobre el mismo. Unos y otros hablaron de control de armas, de control de los jóvenes, de subculturas, de pánico social y, cómo no, de la violencia de los videojuegos. Muy pocos, si acaso alguien, mencionó la otra matanza de Columbine; menos aún, la de Ludlow y nadie la de Sand Creek, pese a que en Ludlow hubo, con toda seguridad, quien había podido escuchar el relato de lo sucedido en Sand Creek de primera mano y en Serena quien había podido escuchar el relato de lo sucedido en Ludlow de primera mano y aún en Columbine podría haber habido quien escuchase el relato de lo sucedido en Serena de primera mano. De hecho, la historia de las huelgas y las luchas obreras de ese faro de democracia que son los EEUU está plagada de matanzas y asesinatos, con una cifra de muertos que las estimaciones más bajistas colocan por encima del millar entre mediados de siglo XIX y mediados del XX. Sin embargo, incluso los medios no ya “progresistas”, sino directamente radicales, hacen todo lo posible por esquivar el término “cultura de la violencia” y cuando éste aparece, alude a cierta planta extraña traída a las tierras americanas por inmigrantes de una u otra procedencia. Sí, desde luego, esa mala hierba es muy fácil de sembrar y muy difícil de erradicar. Y, sí, es muy fácil hacer teorías sobre la joroba que adorna el lomo del otro y muy difícil ver la que nos convierte a nosotros mismos en jorobados. Y es muy fácil presumir de virtudes democráticas cuando se tiene una gruesa y lujosa alfombra bajo la que barrer todas las miserias. Y, sobre todo, es muy fácil abonar el fértil campo de la riqueza con los cadáveres de quienes poco o nada tienen.

domingo, 8 de agosto de 2021

Las guerras de Colorado (2 de 3)

    Al sur de Colorado se extienden las Sangre de Cristo Mountains. Pese a lo que pudiera parecer, tan sonoro topónimo no procede de los colonos españoles que se referían a ellas como "Sierra Nevada", sino que se popularizó ya entrado el siglo XIX. Desde luego, el rojo de las tierras de Colorado se convierte allí en un incendio con cada amanecer o atardecer, pero aún hay memoriales que recuerdan otro tipo de sangre presente en ellas. En algunos de sus valles el carbón afloraba en superficie en los tiempos de las guerras indias. El formidable proyecto de cubrir toda la extensión de los EEUU con una red, la red ferroviaria, condujo a la forja de grandes emporios que controlaban desde la extracción del carbón hasta la colocación de los raíles de acero sobre las traviesas. Una de las más grandes, la Colorado Fuel & Iron Company, fundada por John C. Osgood, acabó formando parte de las propiedades de John D. Rockefeller, quien se la regaló a su hijo, John D. Rockefeller Jr. en uno de sus cumpleaños. La llegada de los Rockefeller al consejo de dirección de la CF&IC, acabó por convertir en sistemáticos los procedimientos de gestión que ya había ensayado Osgood. Como hicieron los Kleber con la seda en Prusia un siglo antes, la CF&IC no se limitó a explotar las minas, creó pueblos, tiendas, casas, puestos de venta de alcohol y, por encima de todo, ejerció un control exhaustivo sobre el territorio. En los condados de Las Ánimas, Huérfano y colindantes, no había más ley escrita que los contratos de la compañía. Médicos, maestros, predicadores y, por supuesto, sheriffs de la zona, cobraban directa o indirectamente de los propietarios de las minas. "Detectives", guardas y ayudantes de las autoridades locales, mantenían el orden siguiendo las estrictas órdenes de Rockefeller que incluían no ya la prohibición de que los sindicalistas entrasen en los poblados, sino que se extendía hasta los textos de Charles Darwin. No había muchos miramientos con quienes iban en contra de sus deseos. Las palizas, las torturas y los cadáveres menudeaban tanto como los accidentes laborales. Nadie, mujer, niño o anciano, se hallaba libre de la voluntad omnímoda de las "fuerzas del orden", que vivían en la completa impunidad. De acuerdo con su práctica habitual, Rockefeller ponía y quitaba políticos en Colorado a su antojo. Daba empleo directo al 10% de la población activa del estado y presumía de hacer votar como un solo hombre a todos ellos. Tampoco la prensa libre hacía muchas preguntas. Rockeffeller tenía oro para todo el que quisiera hablar bien de él y plomo para el resto, como bien sabían los jueces, que sólo declararon culpable a la empresa en uno de los 95 casos contra ella que consiguieron llegar a los juzgados. Mientras tanto, las condiciones en las minas recordaban a lo que se oculta tras aquella "revolución industrial" británica vitoreada por los libros de historia. Diez de cada mil obreros que trabajaron en la minería de Colorado murieron. No hay registro de los heridos o de quienes contrajeron enfermedades mortales o de por vida. El tifus formaba parte de las epidemias periódicas. Los grandes emporios pagaban por el carbón, literalmente por el carbón. Las tareas como asegurar el techo de una mina para evitar que se derrumbara sobre los trabajadores se consideraba "trabajo muerto" y, si los mineros querían dedicar tiempo a ello, ese tiempo no se les pagaba. Naturalmente, ningún "americano" quería trabajar en aquellas condiciones. El grueso de la mano de obra lo componían "inmigrantes", quiero decir, americanos de primera generación, la mayor parte procedentes del sur y el este de Europa, con preponderancia de griegos y balcánicos. Hasta 24 idiomas llegaron a hablarse en el sur de Colorado a principios del siglo XX, entre otros, el inglés. Aunque aquella torre de Babel y los odios ancestrales traídos de Europa supusieron un obstáculo más para la llegada del sindicalismo al área, poco a poco y en medio de un secretismo requerido por la pura supervivencia física, la United Mine Workers of America (UMWA) consiguió crear una cierta infraestructura.

   En septiembre de 1913, la UMWA presentó una lista de siete demandas a la CF&IC que incluían la jornada laboral de ocho horas, el pago del "trabajo muerto" y el derecho a elegir médico o tienda en la que comprar. Ante la negativa de la compañía a cualquier negociación, el 23 de septiembre, en medio de un auténtico diluvio, comenzó la huelga. Los mineros y sus familias abandonaron los poblados de la compañía y acamparon en puntos clave desde los que podían vigilar la llegada de esquiroles. A Rockefeller le faltó tiempo para acusar ante la prensa de "izquierdista" a cualquiera que mostrase una cierta aquiescencia con la huelga mientras contrataba más "detectives" y dotaba al cuerpo de guardias mineros con ametralladoras. Desde luego no se trataba de las únicas armas que había en la zona. Pistolas, fusiles y explosivos se vendieron con total libertad. Algunos líderes sindicales, como Louis Tikas, a cargo del campo de Ludlow, se empeñaron en que la huelga tuviera un carácter estrictamente pacífico, pero muchos otros consideraron que había llegado el momento de vengarse de algunos de los guardias más odiados. Desde el primer día de la huelga menudearon los incidentes armados de una y otra parte. Particular virulencia revistió la llegada de convoyes con trabajadores para romper la huelga, contra los que los mineros no dudaron en disparar y cuyas escoltas se abrieron paso a tiros en varias ocasiones, incluso cuando se enfrentaban a grupos de mujeres desarmadas. La caída de la noche preconizaba las incursiones en los campamentos mineros, buscando líderes sindicales a los que ejecutar o paseando por ellos con coches sobre los que se habían montado ametralladoras y que rociaban muerte a discreción. Temeroso de perder el control de una situación explosiva, el gobernador envió a la Guardia Nacional, recibida por los huelguistas con tan buen tono que en campo Ludlow, una vía de tren separaba a las tiendas de unos y otros. Muy pronto, las cosas revistieron otro cariz. En previsión de un conflicto largo, el gobernador permitió que regresaran a sus ocupaciones habituales todos aquellos miembros de la Guardia Nacional que vieran peligrar sus ingresos. Su lugar lo ocuparon "detectives", los antiguos guardias de las minas y matones de nueva contratación, todos los cuales quedaron amparados por uniformes militares. Finalmente, ocurrió lo único que podía ocurrir.

   El 20 de abril de 1914, Louis Tikas fue llamado a parlamentar con los oficiales de la Guardia Nacional. Dejó estrictas órdenes de no responder a las provocaciones, pero apenas abandonó campo Ludlow, la Guardia Nacional comenzó a montar ametralladoras sobre posiciones que lo dominaban. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre quién disparó el primer tiro, pero muy pronto se desencadenó una batalla en la que los huelguistas sólo podían acabar como acabaron los indios, casi cincuenta años antes, en Sand Creek. Las llamas que envolvieron campo Ludlow sirvieron como pira funeraria para un número de muertos que nadie ha podido determinar pero que bien pudieron sobrepasar el centenar. Entre ellos aparecieron los cuerpos de Louis Tikas y otros dirigentes sindicales. Los muertos de la Guardia Nacional sí se contaron exhaustivamente: cuatro. Lo sucedido en campo Ludlow convirtió el sur de Colorado en el frente una guerra salvaje en la que los huelguistas tomaron ciudades, mataron esquiroles y arrasaron minas y propiedades de la CF&IC, mientras las milicias de la empresa asaltaban a sangre y fuego los campamentos huelguistas. Tras diez días sin cuartel y un intento de mediar entre Rockefeller y los mineros, el presidente Woodrow Wilson ordenó el envío de tropas con la misión específica de desarmar “a ambas partes”. Finalmente sólo se desarmó a los mineros. La llegada de los soldados terminó con la “Guerra del Carbón” pero no con la huelga que, habiendo conducido a la UMWA a la bancarrota, finalizaría en diciembre de 1914 sin la menor concesión por parte de la CF&IC.

   Aunque hubo diferentes comisiones parlamentarias e investigaciones, de ellas no se derivó ninguna condena para los miembros de la Guardia Nacional ni de los vigilantes de las minas. Varios líderes sindicales fueron condenados en primera instancia, aunque, en la mayoría de los casos, las apelaciones acabaron por dejarlos en libertad. La prensa, al fin, se enteró de lo sucedido en Ludlow y cargó con tal dureza contra Rockefeller Jr. que el buen muchacho tuvo que contratar a Ivy Lee, el pionero de las relaciones públicas, para limpiar de sangre su imagen. No puede decirse, pues, que las vidas perdidas durante la Guerra del Carbón no sirvieran para nada, inauguraron una nueva y extraordinaria área de negocios.

domingo, 1 de agosto de 2021

Las guerras de Colorado (1 de 3)

   Pese a lo que nos enseñan las películas del oeste, cuando el hombre blanco llegó a América, no había caballos allí. Las imágenes de los indios de las praderas convertidos en centauros pertenece a una época posterior, ya en el siglo XIX, cuando comenzaron a imitar a los occidentales usando caballos escapados y asilvestrados o directamente comprados, entre otros, a los colonos españoles. Originalmente muchos pueblos ni siquiera tenían nombres para aquellas bestias extraordinarias y los sioux comenzaron llamándolos "perros grandes". El caballo supuso una revolución en la mentalidad india. Como cazadores-recolectores, recorrían las praderas tras los búfalos a pie, compartiendo parte de su carga con los perros, con pocos ánimos belicosos para quienes iban encontrando en su camino, más preocupados, como ellos, por la lucha con el entorno que con otros grupos humanos. El caballo amplió los radios de caza, los territorios abarcables, expandió las migraciones y generó todo tipo de conflictos entre pueblos que, antes, apenas si se conocían. La belicosidad de los pueblos autóctonos, de la que tanto nos han informado los westerns, procede de esa época y fue consecuencia directa de la colonización blanca y no del "estado de naturaleza" que, como nos informan los viajeros del XVII y el XVIII, parecía poco menos que en una arcadia feliz. Sin esos caballos no se hubiesen producido las grandes migraciones de apaches, arapahoes y cheyennes, que alteraron dramáticamente las relaciones de poder en todos los territorios implicados. Estas migraciones los hicieron convivir con comanches, shoshones, utes y buscadores de oro y plata a los pies de las montañas de Colorado. Para el gobierno norteamericano resultó muy fácil ejecutar una política de división y victoria. En 1851, el tratado de Fort Laramie otorgaba tierras a cheyennes y arapahoes como si fuesen sus únicos habitantes y sin especificar límite alguno a las mismas. La fiebre del oro desatada siete años después convirtió aquel acuerdo en papel mojado. Aunque se firmó un nuevo tratado en 1861, muchas tribus no lo suscribieron. El gobierno norteamericano decidió que los firmantes eran la mayoría y los no firmantes se volvieron progresivamente belicosos con los blancos. A los nuevos ciudadanos norteamericanos, su gobierno los convenció de que tenían derechos legalmente protegidos, mientras retiraba unidades del ejército para destinarlas a la guerra civil en marcha. Su lugar lo ocuparon "voluntarios", es decir, aventureros, prisioneros confederados a los que se prometía una nueva vida y granjeros resentidos con los indios. Hacia mediados de abril de 1864, dos incidentes aislados costaron la vida a los primeros indios y soldados y les sucedieron una cascada de enfrentamientos con acusaciones mutuas de haberlos provocado injustificadamente, cada vez con mayor gravedad y un número progresivamente superior de combatientes. Pese a que hubo intentos de alcanzar una solución pacífica por ambas partes, el 29 de noviembre de 1864, 675 Voluntarios de Colorado, arrasaron el asentamiento indio de Sand Creek (actual Arkansas), en el que ondeaba una bandera norteamericana junto a una bandera blanca, matando 150 personas, la mayoría mujeres, ancianos y niños. La narración por parte de testigos de lo que la prensa vendió como una "victoria", recopila los peores salvajismos de los que el ser humano es capaz.

   El 1 de enero de 1865, jefes de tribus cheyennes, arapahoes y lakotas, decidieron iniciar una guerra total contra los blancos, atacando el asentamiento de Julesburg, una estación de correos y telégrafo protegida por unos 50 hombres armados a los que había que sumar los 60 que protegían el cercano puesto militar de Camp Rankin. Sobre ellos cayó una columna de más de 1.000 lakotas extremadamente decididos pero con poco más que arcos, flechas y un puñado de fusiles contra las empalizadas que protegían a los hombres blancos. Tras causarles 18 bajas, prosiguieron una campaña de ataques contra ranchos y puestos militares a lo largo del valle del río South Platte sin que las milicias de Colorado ni los colonos blancos pudieran hacer otra cosa que fanfarronear sobre las decenas de indios que mataban cada día. Con la llegada de la primavera, cruzaron a Wyoming y consiguieron un acuerdo con otras tribus lakotas para atacar simultáneamente un puente sobre el río North Platte guarecido por 120 soldados y el Fuerte Rice en Dakota del Norte. Los ataques tomaron la forma de encuentros circunstanciales entre unidades más bien reducidas, con los indios tratando de emboscar a los blancos y éstos intentando no alejarse demasiado de sus puestos fortificados, e incluyeron varios momentos en que los indios robaron los caballos de los soldados obligándolos a largas marchas de regreso a pie. La batalla final tuvo lugar entre el 24 y el 26 de julio, cuando unos 3.000 guerreros trataron de destruir el puente, matando casi a una treintena de soldados y recibiendo menos de diez bajas. Pese a ello, no pudieron alcanzar su objetivo y el formidable contingente de guerra comenzó a dispersarse en grupos cada vez más pequeños. Aunque el ejército norteamericano lanzó una expedición de más de 2.000 soldados en territorios de Montana y Dakota, sólo consiguieron localizar y aniquilar un asentamiento menor de arapahoes. La mayor parte de las tribus se reintegraron pacíficamente a Colorado, Arkansas y las Grandes Llanuras, mientras que pequeños grupúsculos, como los liderados por Caballo Loco, Nube Roja o la milicia cheyenne de los Perros Soldados, continuaron hostigando a los colonos hasta que acabaron teniendo malos encuentros con el ejército. Los historiadores coinciden en que esta guerra de Colorado fue el único momento en que las tribus indias lograron cierta unidad de objetivos y de acción y eso los condujo a una sucesión de encuentros victoriosos con el ejército que ya no se volverían a repetir.

   La comisión que investigó la masacre de Sand Creek concluyó en 1865 que los Voluntarios de Colorado asesinaron a sangre fría a hombres, mujeres y niños que, se suponía, estaban bajo la protección de las autoridades de EEUU. No hubo condenas por ello. El Coronel Chivington, oficial al mando de los voluntarios en aquella ocasión, recibió un fuerte apoyo de la Iglesia Metodista de la que formaba parte y tuvo una calle con su nombre en la localidad de Longmont hasta 1996.