domingo, 11 de octubre de 2020

Inventando la ciencia (1 de 2)

   A finales de agosto de 2.009, un puñado de los mejores filósofos e historiadores de las matemáticas vivos se reunieron en Gante para contarnos los "Aspectos filosóficos del razonamiento simbólico en los inicios de la matemática moderna". Sus ponencias aparecieron en un número monográfico de los prestigiosísimos Studies in Logic (Vol. 26, 2010). La lectura de estas páginas arroja significativa luz sobre cómo surgió lo que hoy día entendemos como matemáticas, recordemos, ciencia aséptica donde las haya respecto de intereses, sesgos, preconcepciones y, en definitiva, respecto de cualquier preocupación que pueda tener el común de los mortales. Con ella se aprende mucho, pero, sobre todo, se aprende mucho de todo aquello sobre lo que no se arroja ninguna luz, de lo que permanece entre las líneas de este volumen sin llegar a mencionarse, de su innombrado. Tomemos un caso en apariencia insignificante, el modo como se tradujo los Elementos de Euclides al inglés. El estudio dedicado al tema, se centra, con extraordinario buen criterio, no en si la traducción de tal o cual término puede considerarse correcta, algo bastante secundario, sino en las representaciones gráficas con las que se acompañó cada una de las traducciones que aparecieron entre 1551 y 1571. Se nos muestra un campo de estudios de gran densidad, que desborda ampliamente las páginas que se le dedican. Por tanto, se deja que ese desbordamiento se produzca en un sentido muy conveniente. Por ejemplo, una de las traducciones de los Elementos, ni siquiera lleva tal nombre, sino que la publicó Leonard Digges, bajo el título Pantometría. A esta "aplicación práctica" de la geometría euclídea, a su "explicación" con ejemplos, la acompañan todo tipo de ilustraciones en las que los puntos, las líneas, los triángulos, quedan embebidos en paisajes, muchas veces de motivos bélicos y otras mucho menos comprensibles. Caballeros y damas intervienen en estas figuras ejemplares, cuando no instrumentos "para su dibujo". Incluso en las ilustraciones que se nos muestran en estas páginas de los Studies in Logic, hemos de suponer, elegidas por la nitidez de lo representado, hay algo que inquietará a cualquier lector que se haya enfrentado con los símbolos de los libros de alquimia, algunos de ellos, deliberadamente diseñados para que los desconocedores de los arcanos de dicha disciplina los contemplen sin hallar nada reseñable. Pero la inquietud se convierte en algo más que sospecha cuando uno se encuentra, una y otra vez, con el nombre de John Dee, impulsor de todas las traducciones al inglés de los Elementos aparecidas en la época y conocido, cuando no maestro, de quienes las firmaron.

Por “John Dee” se entiende en estas páginas de las actas de un congreso alguien en quien los matemáticos reconocerán fácilmente el origen de su ciencia, al joven de veintipocos años invitado a la Universidad de París para dar clases de álgebra. Pero entre 1551 y 1571, Dee ya no tenía veintipocos años y sus estudios sobre álgebra se habían demostrado una parte insignificante de un proyecto más amplio, que incluía hallar un lenguaje universal que le permitiera la comunicación con los ángeles (sic). Mientras avanzaba en las matemáticas, Dee profundizó en la magia, la astrología y el hermetismo, algo que lo condujo desde las mazmorras, bajo la acusación de haber calculado el horóscopo de la reina María, hasta convertirse en consejero de la reina Isabel y de otras cabezas coronadas de Europa. Así pues, si hemos de creer la reconstrucción de los hechos habituales del siglo XX, existió un “John Dee” oscurantista y hermético y un “John Dee” matemático e impulsor de los estudios euclídeos, separados por una fina línea aunque cohabitantes del mismo cuerpo. 

   No hace falta salir de las páginas del volumen mencionado para encontrar, reiteradamente, casos de doble personalidad en la historia de las matemáticas. Los matemáticos actuales no tienen dificultades para reconocer y para reconocerse en las fórmulas de Descartes. Ahí el álgebra aparece configurada tal y como se enseña en las escuelas. Sin embargo, esta configuración no se hubiese producido si la ciencia nacida en el Magreb y llegada a Europa a través de los comerciantes italianos, no hubiese pasado por las elaboraciones de Girolamo Cardano. Una vez más, tenemos a un “Cardano” médico, ingeniero y matemático que habitó en el mismo cuerpo que “el otro Cardano”, el que escribe varias enciclopedias compendiosas de todo el saber, incluyendo el hermético, un Libro de los sueños y al que se le atribuye una Kabala amorosa. A este "otro Cardano", dio motivos para olvidarlo el propio Cardano, quien, en reiterados conflictos con los poderes establecidos y con la Inquisición, escribió un par de autobiografías en las que dejaba su vida limpia como una patena de cualquier cosa que pudiera oler a hermetismo. El lector podrá encontrar con facilidad sensatas críticas de estas autobiografías que las califican de “magistrales”, tal vez porque contribuyeron de modo decisivo al triunfo de un cierto discurso, un discurso muy conveniente, que acabó constituyendo las ciencias modernas, el discurso que aquí perseguimos.

   Un caso más lo podemos encontrar en Leibniz y Newton. En Gante se los identificó como iniciadores de un proceso de manipulación de los símbolos algebraicos que permite la construcción de nuevas realidades sobre el único y exclusivo fundamento de la sustitución de unos símbolos por otros. Pero, en este proceso de configuración de las matemáticas tal y como hoy las entendemos, se omite por completo lo que ambos, asombrados, contemplaban, algo que, mucho antes de que el álgebra llegara a las tierras europeas, ya lo había preconizado los escritos de Hermes Trismegisto. Newton, ya lo he dicho varias veces, dedicó la práctica totalidad de su vida a la alquimia. Casi tuvieron que empujarlo a robarle algo de tiempo para escribir las dos obras por las que se le reconoce como padre de la ciencia en el sentido moderno, los Principios matemáticos de la filosofía de la naturaleza y la Óptica. De “ambos” Newtons, nos hemos quedado con uno y hemos dejado “al otro”, reducido al ámbito de lo privado en el que, ya sabemos, no importa qué vicios se practiquen. No debe sorprendernos que Leibniz resulte en toda esta serie de reconstrucciones artificiales de hechos históricos de extrema complejidad un personaje incómodo. Ni siquiera quienes tienen un conocimiento superficial de él pueden pretender desgajar el Leibniz matemático del metafísico, porque entonces habría que desgajarlo también del filósofo, del geólogo, del político, del inventor, etc. etc. y, lo que resulta más divertido, en tal proceso de desgajamiento, simplemente, no quedaría Leibniz alguno. Los leibnicianos, por tanto, no se centran en “este” o “aquel” Leibniz, intentando reducir al resto a la insignificancia sino que, por encima de todo, pretenden haber descubierto que “este” o “aquel” Leibniz manda sobre la legión de todos los demás, porque no puede ocurrir que Leibniz, que Newton, que Cardano, que John Dee, tuvieran como único interés la ampliación del conocimiento y la perfectibilidad humana y todo, todo lo demás, incluyendo las matemáticas, la física, la filosofía, la magia y la alquimia aparecieran únicamente como canales alimentados por ese impulso único.

domingo, 4 de octubre de 2020

Los progresos del cine desde Chaplin y Lloyd

   En otra vuelta de tuerca sintomática del mundo que nos ha tocado vivir, acaba de aparecer una versión en blu-ray de Safety last (El hombre mosca) de Harold Lloyd, película muda estrenada en 1923. Ahora ya podemos disfrutar de las andanzas de Lloyd en perfecto 4K y oír su banda sonora en Dolby ProLogic 7.1, algo que nos proporcionará sin duda… ¿Qué nos proporcionará? ¿El número de píxeles de cada fotograma hará más angustiosa la ascensión del señor Lloyd? ¿hará más divertida la escena de la paloma? ¿viviremos con mayor intensidad el momento en que se queda colgado de las manillas de un reloj en movimiento? ¿Había algo que añadirle a Safety last para hacerla mejor? Todavía más, ¿hay algo mejor que Safety last?

   Como ya he explicado varias veces, el cine juega para nosotros el papel que la mitología griega o romana ocupó en esta parte del Mediterráneo durante siglos. Da cohesión, ofrece un sentido a hechos que carecen de él, justifica formas de poder establecidas, inocula en nuestras cabezas modos de vida deseables, se utiliza como suelo firme sobre el que construir la reflexión filosófica, crea estereotipos con los que se identifican los individuos y genera dispositivos para la redistribución de riqueza. Pero, claro, a veces se alza, incómoda, la cuestión de qué sustenta esta mitología, porque ninguna de dichas funciones puede utilizarse para justificarla sin desvelar su verdadera naturaleza. Para mantener viva la mitología se utilizó el famoso recurso a las vidas ejemplares, cierto ser humano al que se le apareció tal o cual dios, cierta ciudad que tuvo un incidente con esta o aquella diosa, en definitiva, el recurso que acaba por desvelar qué debe considerarse un libro de autoayuda o no: esa persona que, sin nombre, ni oficio definido y en una época indeterminada hizo esto o aquello y le fue muy bien. Algún día alguien debería escribir un libro sobre personas, empresas y organizaciones que siguieron a pies juntillas los consejos de los más punteros expertos en escribir libros sobre cómo alcanzar el éxito y que acabaron hundiéndose en la miseria. Pero me he desviado del tema. 

   El cine oculta sus serviles funciones hacia lo dado bajo la pátina de "arte". No voy a discutir que alguna película concreta, pueda caer evidentemente bajo esta categoría, casi siempre, como resultado más de un incomprensible azar que debido al propósito original. Pero si no hablamos de esta o aquella película, sino "del cine", la realidad que se nos muestra ofrece un cariz mucho menos dulce.

   Safety last se estrenó en 1923. Ese mismo año se estrenaron Los diez mandamientos de Cecil Blount DeMille, Una mujer de París de Charles Chaplin y debería haber visto la luz también Avaricia de Erich von Stroheim, pero la productora decidió meter la tijera en sus casi nueve horas de duración y la versión recortada no llegaría a los cines hasta el año siguiente. No voy a pedirles que comparen cualquiera de estas cuatro películas con lo mejor estrenado este año. Ya saben, el coronavirus... los problemas en los rodajes... el retraso que ha sufrido todo… Pero les apuesto lo que deseen a que las cuatro mejores películas que se estrenen en 2023, un siglo después de ese año 1923, no merecerán ni la más superficial comparación con aquéllas. Dicho de otro modo, si al cine hubiéramos de otorgarle aún el calificativo de "arte", necesariamente tendríamos que considerar que se trata de un arte en decadencia desde hace mucho. 

   Cecil B. DeMille, que tenía una ácida visión de sus compatriotas, afirmando que sólo les interesaba el sexo y el dinero, llegó a los años 20 con una sólida reputación como director. En lugar de dedicarse a rodar una trilogía con sombras o con vampiros, lanzó un reto a sus espectadores: rodaría la historia que ellos eligiesen. Reto que en nuestra modernísima época en la que hemos inventando el crowdfunding, han seguido también reputados directores como… ¿Hay algún director/productor de nuestros tiempos que se haya atrevido a salir de su zona de confort mediante un reto semejante? La propuesta ganadora abrió las puertas a Los diez mandamientos, película dividida en dos partes, una dedicada al relato de la Biblia y otra al modo en que dos hermanos norteamericanos de principios de siglo se comportaban respecto de ellos. Desgraciadamente, se convirtió en una de las películas más taquilleras de todos los tiempos y a DeMille, seducido él mismo por la atracción del dinero, lo recordamos hoy como un director de cine bíblico.

   Charles Chaplin no necesitaba retar a sus espectadores para arriesgarse. El creador de la figura de “Charlot”, el rey de la comedia, el rostro más reconocible del cine, decidió en 1923, abandonar todo eso, rodar una película en la que ni siquiera se lo ve, protagonizada por una mujer y sin una sola escena que pueda inducir no ya a la carcajada sino a la más leve sonrisa. Una mujer de París muestra su talento bestial para construir personajes de abisales profundidades psicológicas y se la considera una obra maestra pese a que, obviamente, el público que acudió a las salas esperando encontrarse otra vez con Charlot, le dio la espalda.

   Resulta muy difícil decir qué relación con el público deseaba tener Erich von Stroheim. Como director tuvo sistemáticamente problemas con los productores por su obsesión por construir una obra de arte total, con independencia de que entrara en los estándares comerciales o no. Sistemáticamente los rodajes salidos de sus manos tenían un mínimo de cuatro horas de duración, horas, por otra parte, a las que nadie de quienes pudieron contemplarlas le negaron nunca su carácter de arte en estado puro. Recorticheadas, manipuladas, saboteadas, llegaron a las pantallas y hasta nosotros, mostrándonos su obsesión por los aspectos más oscuros, en ocasiones siniestros, que nos adornan a todos y cada uno, como esa pareja protagonista de Avaricia que desde un entorno como el que cualquiera puede ver a su alrededor, se precipita a los infiernos en un espectáculo tan enfermizo como absorbente.

   En Safety last, Harold Lloyd no se propuso dibujar una caída sino un ascenso, el ascenso social de un joven pueblerino en una gran ciudad norteamericana. A diferencia de Chaplin, que siempre encarnó el personaje en los bordes de la ley, desafiante de los poderes establecidos, crítico con el capitalismo salvaje tal y como se desarrollaba en los Estados Unidos, Lloyd encarnaba la otra cara, la del americano medio que con ingenio y osadía enfrenta los peligros para salir triunfante… Salvo en esta película. Frente al "safety first" (“la seguridad, lo primero”), omnipresente en los lugares de trabajo, Lloyd nos deja muy claro que en nuestras sociedades capitalistas los que nada o muy poco tienen, sólo pueden ascender socialmente poniendo en riesgo sus escasos bienes, su salud e incluso su vida. Sólo a quienes se atrevan a la locura de iniciar el ascenso de un rascacielos con el único arnés de su valor, les espera al final el beso de su chica y una recompensa económica. Lloyd, ciertamente, no puso en juego tanto. Ya con una sólida carrera profesional y un agudo sentido visual, montó los escenarios en las azoteas de diversos edificios de Los Ángeles, de ahí las sucesivas inconsistencias de los fondos de cada toma, algo que el espectador actual, con sus miles de píxeles por centímetro cuadrado de pantalla sigue sin notar, atrapado, como suele quedar, en la angustia de una escalada al borde del abismo. Lisa y llanamente, no hay una secuencia semejante en la historia del cine. De un fotograma a otro nos hace pasar alternativamente del horror al despiporre para culminar en ese icono del cine de todos los tiempos y retrato minucioso de nuestra época contemporánea: el hombre cuyo destino depende de las inmisericordes agujas de un reloj. Probablemente habría que remontarse a la caverna de Platón para encontrar una alegoría que diga más y en más sentidos de todos nosotros. Después de casi cien años, después de haber pasado por carretes, por bobinas, por cintas, por discos y por la intangibilidad de Internet, sigue sin haberse rodado nada comparable. Ni siquiera el propio Lloyd lo consiguió. Atrapado en cierta hubris, volvió a rodar esta misma secuencia en cine sonoro, sin conseguir que el público reviviera lo que provoca en nosotros la original, porque el arte no depende de las técnicas que se pongan en funcionamiento, sino de cómo se haga y en esto, el cine no ha progresado lo más mínimo en el último siglo. 

domingo, 27 de septiembre de 2020

Preliminares a una ética para misántropos (2 de 2)

   Ahora, en medio de la pandemia, los Ayuntamientos han declarado que no tienen medios para proceder a la limpieza efectiva de los parques infantiles con la frecuencia recomendable. Pública y manifiestamente se ha dicho que todos ellos deben considerarse clausurados. Unas cintas de plástico actuaron como precinto del que tengo bajo mi ventana hasta que una tarde, unas jovenzuelas cercanas a la marginación que rondan por el barrio, las rompieron para disfrutar alegremente de atracciones que no les corresponden por edad. Hordas de padres que acostumbran a mirarlas con desprecio, lanzaron a sus hijos tras ellas en cuanto dejaron el escenario. El segundo precintado, éste por parte de la policía local, duró diez días, el tercero no llegó a las 24 horas. Unas endebles vallas de plástico bloquean la entrada desde el pasado jueves. Veremos cuánto duran.

   ¿Por qué motivo puede un padre o una madre permitir que su hijo entre en un sitio donde existe riesgo evidente de contraer una grave enfermedad? ¿por qué motivo puede un progenitor saltarse una advertencia policial que concierne a la salud de su hijo o hija? ¿por qué motivo puede un abuelo o abuela esforzarse para que sus nietos jueguen en un sitio cuya seguridad nadie garantiza? ¿cómo puede alguien que hace caso omiso de las prohibiciones, de las leyes, de la racionalidad, exigir que quienes les gobiernan obedezcan las prohibiciones, las leyes, la racionalidad? Incluso si supusiésemos que las estructuras de poder, caso del Estado, persiguen fines honorables como el bienestar de todos los ciudadanos, ¿podría hacerlo por medios no coercitivos si a los ciudadanos les trae sin cuidado cualquier fin honorable? ¿Para qué sirve apelar a la “responsabilidad ciudadana” si, cotidianamente, los ciudadanos hacen gala de cualquier cosa menos de comportamientos responsables? 

   No se trata exclusivamente de una cuestión política. Si uno se dedica a leer sobre ética y, cada vez que nota que tiene que hacer un descanso, observa desde su ventana lo que ocurre en un parque infantil, entra en shock. Existe una especie de abismo, una especie de inconmensurabilidad, entre cualquier teoría ética, cualquier discusión ética actual y lo que puede verse, al menos, en la realidad cotidiana de esta pequeña parte del mundo en la que me ha tocado vivir. Un abuelo que pelea con sus manos desnudas contra una valla para conseguir que su nieto penetre en un sitio donde hay que montar columpios desmontados y hay hierros desnudos clavados en el suelo, no puede incluirse ni en la categoría de seres humanos que buscan la felicidad, ni en la categoría de seres humanos que buscan el placer, ni en la categoría de seres humanos que hacen uso de la autonomía de la razón y, mucho menos, en la de seres humanos que guían su comportamiento por acuerdos dialógicamente alcanzados. Que los catedráticos de ética hagan palmas con las orejas ante una teoría que presupone que la solución de todos los problemas éticos y políticos se puede alcanzar por un diálogo racional entre individuos dotados de santidad, mientras a los ciudadanos se les hace pasar como información objetiva de la que tienen que partir sus discusiones presupuestos arteramente manipulados, roza el escarnio o la ignorancia de quien hace tiempo que no pisa la realidad. En un mundo en el que disfrutar de una crema de cacahuetes puede constituir un delito ecológico, en el que llevar en coche al hospital a tu mujer que va a dar a luz pone en riesgo la viabilidad del planeta en el que va a vivir tu hijo, en el que transmitir mensajes de paz con tu móvil ayuda a fomentar las guerras en los países en los que se extrae el mineral que da vida a tu dispositivo, cualquier ética que aliente el compromiso sólo puede merecer el calificativo de perversa. Quienes han hecho carrera inventando bonitos rompecabezas de científicos locos que instalan dispositivos en los cerebros de los pobres ciudadanos, de conductores de ferrocarril que tienen que elegir entre matar a tres o a treinta, sólo contribuyen a hacer del día a día de los campos de concentración nuestra normalidad cotidiana, obligándonos a aceptar como irremediable que ya no hay lugar en este mundo en el que encontrar algo así como el bien en estado puro. Por consiguiente, cualquier ética que adopte los supuestos de las éticas del pasado, quiero decir, que los seres humanos “son” buenos, hedonistas, racionales, utilitaristas o capaces de un diálogo racional no guiado por los propios intereses, jugará un papel tan importante como el de los payasos de hospitales, que traen una sonrisa en circunstancias extremadamente difíciles, pero de ninguna de las maneras podrá tomárselas como las portadoras de la imprescindible terapia. Y la terapia, la terapia que con urgencia tiene que adoptar cualquier teoría ética que quiera tener mediano sentido en este mundo que carece de él, consiste en reconocer que el ser humano no se halla en disposición hoy día de hacer nada bueno por sí mismo y, obviamente, mucho menos, por los demás. 

   Precisamente de la experiencia de la guerra, Thomas Hobbes sacó hace mucho tiempo la consecuencia de que el ser humano “es” egoísta, un lobo para sus semejantes y que sólo el Estado, como monstruoso Leviatán, puede evitar que los seres humanos se maten unos a otros. Semejante concepción permite justificar que la depredación de los Estados sustituya a la depredación de los individuos, a la vez que persevera en la senda del error porque, ni puede calificarse con justicia a los lobos de egoístas, ni un verdadero egoísta pondría en riesgo de sufrir un accidente o contraer una enfermedad a su progenie, pues todo padre sabe que no hay nada más perturbador que un hijo enfermo. Si cada ser humano pensara, en primer lugar en sí mismo y nada más, nuestro mundo no se diferenciaría mucho del mundo animal, en el que sólo se mata en beneficio propio y se cuida de la progenie. Pero los seres humanos matan por diversión, especialmente a sus semejantes, y los casos de maltrato infantil nos asaltan cada día desde nuestras pantallas. En consecuencia, la única manera de explicar el comportamiento que podemos ver habitualmente en cualquier calle de nuestras ciudades pasa por suponer no que el egoísmo llena el corazón de los hombres, sino que lo hace el odio, el odio hacia los demás miembros de su propia especie, a veces consciente, a veces no tanto, a veces encarnado en alguna persona o grupo, a veces mucho más sutil, extendiendo sus fauces hasta toda la humanidad. En definitiva, sólo se podremos considerar que se ha intentado construir una ética que no colabora con el estado de cosas en el que nos ha tocado vivir el día en que alguien escriba una ética para misántropos.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Preliminares a una ética para misántropos (1 de 2)

   Tras terminar su carrera de derecho, Descartes se enroló en uno de los ejércitos que combatía en la Guerra de los Treinta Años para, según dijo, “conocer el corazón de los hombres”. Desde luego, ningún lugar mejor que una guerra para conocer el corazón de los hombres, pero si no hay ninguna a mano, vale igual un parque infantil como el que tengo debajo de mi ventana. Los primeros inquilinos del barrio, tuvieron que enviar varios escritos al Ayuntamiento para que lo dotara. Pasaron varios años hasta que lo hizo. Colocó un tobogán para niños grandes y otro de pequeño tamaño para los infantes más tiernos, columpios para todos y un par de atracciones más para diferentes edades. Eso sí, como venganza por toda la guerra que habían dado los vecinos, en lugar de una cubierta de goma espuma, puso como suelo una gruesa capa de guijarritos pequeños. Muy pronto esas chinitas comenzaron a aparecer en las bocas, las orejas, la ropa interior, los dobladillos y, por supuesto, los puños de cuanta criaturita pasaba la tarde jugando en el parque para desesperación de las madres cuando volvían a casa. Tan peculiar suelo no sólo atrajo la atención de los menores, también los perros del barrio encontraron en él un lugar donde hacer sus necesidades, contribuyendo a inmunizar a los niños contra todo lo imaginable y los fumadores encontraron, igualmente, un terreno apropiado para tirar en ellos sus colillas sin necesidad de andar un par de pasos hasta la papelera más cercana. Con los escritos enviados al Ayuntamiento pidiendo cambiar el suelo del parquecito se podía haber solado el mismo de un modo eficaz, barato y que hubiese contentado a todo el mundo, pero durante una década, el consistorio mantuvo su vengativa decisión. Al fin, un buen día, plantaron un cartel, de esos que acercan al orgasmo a quienes claman por aumentar la transparencia de las instituciones públicas. Se explicaba en él que por unos módicos 10.000€, se procedería a la reforma y adecentación de las instalaciones. Para decepción de todos las obras consistieron en darle una manita de pintura a las atracciones que todavía se mantenían en pie, desinstalar las que no lo hacían y cambiar un par de tornillos y sus cubiertas. Las peladillas se quedaron. Apenas se había secado la pintura de esta primera obra, apareció un nuevo cartel. Éste afirmaba que, por 50.000€ se procedería a una nueva reforma de las instalaciones. Sorprendiendo a quienes que ya habían desesperado, por fin se instaló una cubierta de goma. A cambio los toboganes desaparecieron y los instrumentos de diversión infantil se sustituyeron por una sucesión de hierros muy adecuados para niños menores de seis años de los que ya no quedaban en el vecindario. Por contra, los columpios se convirtieron en tres, dos de ellos con asientos enormes que más bien parecen sillones de plástico suspendidos de cadenas. Dado que, como el resto de parques infantiles de la localidad, se halla situado en un sitio donde combate el sol todo el día, los pobres desgraciados que rocen su piel por los mismos pueden terminar con quemaduras graves. Además, tienen tal tamaño y se los ha colocado a tal altura, que casi se incita a los adultos a utilizarlos, pues difícilmente alguien de menos de doce años puede subirse a ellos. Para rematar les han colocado unos arneses, como los de las atracciones de alto riesgo de las ferias, quizás temiendo que alguien salga despedido y acabe en la azotea de uno de los edificios colindantes. Los niños pequeños huyen despavoridos de ellos.

   Sumemos. Vamos a ponernos en modo derrochón y digamos que remover la capa de chinos y poner una cubierta de goma vale tanto como derribar una casa, unos 10.000€. Por 3.000€ se puede poner un mobiliario infantil espectacular, pero vamos a decir que costó 5.000€. ¿Dónde acabaron los 35.000 € restantes? ¿Se lo repartieron los cinco operarios que pasaron aquí dos mañanas cada uno? Y con el mobiliario antiguo, recién pintado y aderezado, ¿qué pasó? ¿acabó en otro parquecito donde se había colocado un cartelito presupuestando en 20.000€ la renovación del mobiliario? Este tipo de maniobras se conoce como “la estafa del administrador de fincas” y consiste en lo siguiente. Existe un género, muy frecuente de encontrar, de administrador de fincas que se dedica a dividir el presupuesto de la comunidad o de los bienes que se les entregan para administrar, entre diferentes empresas a las que se les pide facturas cuya suma equivale a dicho presupuesto. El administrador se lleva la tercera parte del importe de cada factura, el dueño de la empresa la otra tercera parte y el tercio restante equivale a los servicios realmente prestados. Las comunidades siempre se encuentran al borde de la asfixia y cualquier reforma exige una derrama. Los diferentes departamentos de un Ayuntamiento hacen lo mismo. Convocan concursos públicos muy transparentes y muy conformes a la ley, luego le piden a los ganadores de dichos concursos facturas que duplican o triplican el importe real de los servicios que van a prestar. El dinero se lo reparten el emisor de la factura y quien le da el visto bueno. Todo el mundo contento y la localidad endeudada de por vida. Queda el detalle de llamar tontos a la cara a los contribuyentes, pues éstos no saben calcular con precisión el importe real de los servicios que se les proporciona. Ya podemos repetir a coro: “los políticos son todos unos corruptos”. Pero el problema, el verdadero problema, no consiste en lo que los políticos “son” o “dejan de ser”.

   En el período en el que se iba a proceder a reformar el parquecito infantil, los operarios retiraron algunos de los aparatos más deteriorados, enrollaron los columpios y colocaron vallas que cerraban sus entradas. Habían quedado soportes de hierro descubiertos en el suelo, de modo que ya no podía considerárselo seguro. Además, de ese modo se facilitaba el trabajo de quienes habían de proceder a desmontarlos. Por dos veces, la tromba de padres de cada atardecer, apartaron las vallas y desenrollaron los columpios para que sus tiernos infantes siguieran disfrutando de un parque en obras que no cumplía todas las garantías de seguridad. Hartos de tener que volver a empezar, los operarios del Ayuntamiento desmontaron los columpios y rodearon todo el parque con altas vallas. Una tarde, cuando el calor todavía apretaba y no había nadie en la plaza, apareció un núcleo familiar compuesto por lo que parecían el abuelo, la abuela y la madre de dos niños, uno que andaba ya con soltura y otro aún en su carrito. Nada en ellos revelaba una extracción social o económica baja. Desde lejos pudo apreciarse su sorpresa por la valla que rodeaba el parque. Con intenciones muy claras, se dirigieron raudos hacia él y, sin que mediara queja ni petición ni llanto por parte de ninguno de los dos niños, el abuelo comenzó a pelearse con uno de los precintos que unía dos segmentos de la valla. El lenguaje corporal de las dos mujeres adultas indicaba claramente que le animaban a proseguir su tarea, mientras los niños se mantenían ajenos al espectáculo. Tras mucho esfuerzo logró romper uno de los precintos y se lanzó por el siguiente. Cuando ya llevaba una veintena larga de minutos peleando con él, desistió de la tarea con gestos que parecían decir: “si tuviera aquí mis herramientas, se iban a enterar estos”.


domingo, 13 de septiembre de 2020

De mochuelos y filósofos.

   Dice Hegel en sus Grundlinien der Philosophie des Rechts de 1820:

...die Eule der Minerva beginnt erst mit der einbrechenden Dämmerung ihren Flug.

Literalmente puede traducirse del siguiente modo

“...el búho de Minerva no comienza su vuelo hasta que cae el atardecer”. 

Si yo hubiese escrito esto, rápidamente media docena de listillos encontrarían en el hecho de que Minerva no tenía como mascota un búho un síntoma de las pocas luces que me alumbran. Como lo escribió Hegel, suele aducirsre que Eule designaba en el alemán de la época, no sólo a los búhos, sino a toda la familia de las Strigidae, en las cuales se engloba el tipo de ave que suele acompañar a la diosa romana Minerva. Pero si le pregunta a cualquier egresado de una facultad de filosofía española por esta cita, le repetirá de memoria que “la lechuza de Minerva levanta su vuelo al atardecer”. En un artículo delicioso, aunque no exento de errores, la profesora Lucía Rodríguez-Noriega señalaba que, al menos desde el siglo XV, a Minerva se le había adjudicado como acompañante en la tradición patria una lechuza y daba poderosos argumentos contra semejante adjudicación. En primer lugar, el orden de los Strigiformes se divide en dos grupos, el ya mencionado de los Strigidae y el de los Tytonidae. Lechuzas en sentido propio sólo lo constituyen los integrantes de este último género por poseer dos rasgos comunes particularmente significativos: rostro con forma de corazón y ojos profundamente negros. Frente a ellos, los Strigidae tienen una cara mucho más redondeada y muchas especies se hallan adornadas por enormes ojos característicamente amarillentos. Identificar al ave de Minerva con una “lechuza” constituye la costumbre habitual e inapropiada que existe por estos lares de utilizar tal nombre para señalar cualquier ave nocturna que carece de las plumas en forma de orejas característica de los búhos. Ahora bien, los textos clásicos suelen describir los ojos de la diosa como grandes y brillantes en la oscuridad, algo que deja fuera de juego a buena parte de las aves identificadas como “lechuzas”. El Tyto alba, el prototipo de lo que uno entiende como “lechuza”, vive sin problemas cerca de nuestras poblaciones, mientras que el ave de Atenea prefiere con mucho los olivares, hasta el punto de que la rama de olivo constituye otro de los atributos característicos de esta diosa. Todo este cúmulo de hechos estrecha el círculo en torno al pajarillo que no por casualidad recibe el nombre técnico de Athene noctua, conocido vulgarmente como mochuelo común. Al igual que las Strigidae y, a diferencia de las lechuzas, no se lo puede considerar un ave estrictamente nocturna y puede vérselo por las tardes, posado en alguna señal de tráfico, mirando pasar los coches con cierto aire de desafío pese a que no suele medir mucho más de una veintena de centímetros de cola a pico. Comparado con la impresión que causa un búho, uno se pregunta si de verdad Hegel quería utilizar un genérico en su famosa cita o si, más bien, no nos hallamos ante la mezcla de confusión, malentendido y generalización de experiencias personales que definen su "sistema”. A nadie mejor que a Hegel puede identificárselo con ese mochuelo que levanta el vuelo en un atardecer en el que ya han caído el Espíritu Absoluto a caballo encarnado por Napoleón y los viejos ideales ilustrados. Mientras sus amigos Hölderlin y Schelling alcanzaron pronto una explosiva fama, el melancólico Hegel sólo pudo levantar el vuelo cuando ellos habían iniciado su ocaso. Desde luego, pocos podrían justificar que el Kant que escribe en plena efervescencia de la Revolución Francesa termina un periodo. Más bien todo el mundo diría que inaugura uno nuevo, el de la filosofía “crítica”. Tampoco Leibniz escribe cuando una época llega a su fin, sino que inicia una nueva era, la de los desarrollos del cálculo infinitesimal. Difícil resulta adivinar qué época cierra Spinoza y si bien podemos considerar que con Descartes termina el Renacimiento, se debe únicamente a que le otorga un giro decisivo que conduce a lo que entendemos como modernidad.

   Sin embargo, pese a los hechos, Hegel logró convencer a quienes vinieron después de él, de que la filosofía no debía ir en la vanguardia del conocimiento humano, promoviendo nuevos métodos, nuevas maneras de sistematizar conocimientos, nuevas formas de cálculo o nuevos periodos filosóficos. La filosofía tenía que permanecer en la retaguardia, enterándose la última de lo que había sucedido, hablando de las lechuzas que habían cruzado la noche, cuando en realidad se trataba de mochuelos, sin la menor capacidad crítica para la tradición heredada y riéndose a mandíbula batiente de quienes, como Leibniz, propusieron el delirio de un ars inveniendi, un algoritmo de la invención, una ciencia de la creatividad, acabar con los privilegios de la genialidad y otorgarle libertad al común de los mortales para encontrar soluciones a sus problemas. Todo el mundo sabe que la creatividad no depende de un método, que las ideas surgen de la mente de los genios como la propia Atenea surgió de la cabeza de Zeus, completa, lista para luchar, con un mochuelo y una rama de olivo. Para crear, por tanto, no sirve ningún método, sino que hay que recurrir a alguna bestialidad, a algún tipo de desorden monstruoso, tal como tragarse a su esposa embarazada. Eso genera inevitablemente una forma de dolor espantoso, en última instancia, un tremendo dolor de cabeza, pues no se puede crear sin sufrimiento. Ahora ya solo falta una partera, una comadrona, alguien o algo que, como la mujer de Sócrates, ayude a salir de la cabeza del genio creador la portentosa idea. Hefesto abrió la cabeza de Zeus con su hacha de doble filo y Newton tuvo más suerte porque solo le hizo falta el golpe de una manzana para hacer brotar de él toda la teoría universal de la gravitación, con sus fórmulas, sus definiciones y sus secciones cónicas. Los “científicos” del siglo XX no tardaron en descalificar semejantes relatos como “míticos” y asentaron la verdad, la verdad “científica”, de que para parir una buena idea no hacía falta un golpe sino miles, tantos como gotas de lluvia. Lo llamaron “lluvía de ideas” o “tormenta de ideas”, pero, eso sí, consiguieron no alterar nada de lo fundamental, a saber, que la creatividad no surge de un cierto orden adecuado, sino del desorden. Obviamente, en esta nueva edad oscura, en la que los bárbaros han llegado a la capital del imperio, la peste vacía nuestras ciudades y los filósofos se refugian en nuevas escolásticas (lingüística, fenomenológica, existenciaria o dialógica), la luz creativa sólo podía entenderse como el privilegio de unos pocos predispuestos por el azar de los genes a domeñar el caos. Cabe preguntarse si estos filósofos que han renunciado a tener conocimientos de cualquier cosa que no figure en sus libritos de filosofía, que han renunciado a encabezar las vanguardias para quedarse en la cómoda retaguardia, que leen el irrisorio delirio leibniciano de un ars inveniendi en dispositivos que Samsung creó gracias a la decantación última de ese mismo ars inveniendi, acabarán, por fin, recibiendo la consideración de mochuelos, no por sus vínculos con la diosa Atenea, sino porque los mochuelos se parecen a los maridos engañados, que ahuencan el ala al enterarse, los últimos, de lo que vino haciéndose durante toda una época.



domingo, 6 de septiembre de 2020

Los rostros de la "ciencia" (2 de 2)

   En España no tenemos nada tan glamuroso como un Sir. De hecho no tenemos una graciosa majestad sino un rey que no le hace gracia a nadie y a nuestros científicos, en lugar de darles títulos nobiliarios, se los somete al calvario de cumplimentar infinitas instancias para conseguir un miserable botijo. Todo eso deja marcado sus rostros, decolorados sus cabellos y desaliñado, para siempre, su aspecto, como alguien que vive cada día de su existencia sin saber si los fondos para el material ya adquirido llegarán antes de que se lo lleven a la cárcel por impago de facturas. En definitiva, nuestros científicos tienen un aspecto parecido al de Fernando Simón. Fernando Simón, el hombre que aprendió en África lo que significa una epidemia de ébola o de tuberculosis, decía en marzo de este año que las mascarillas “no son necesarias en personas sanas”, que dan “una falsa sensación de seguridad”, que su manipulación no resulta sencilla para todo el mundo. Un mes más tarde, descubrió la existencia de una “fuerte recomendación” de usarlas, aunque “no se puede obligar” a ello. En mayo ya las consideraba “una buena medida para las personas sanas”, siempre que no se trataran del modelo ffp2, a las que se excluía sin justificación alguna.  Él o un grupo de expertos del que él formaba parte, tuvo la brillante idea de entregar el control de la enfermedad al servicio de urgencias del 112, un servicio colapsado un día cualquiera del mes de agosto, cuando aquí no se mueven ni las hojas de los árboles. Quien debería haber asesorado al gobierno en base a datos sólidos, entregaba sin inmutarse a la prensa números de contagios que subían o bajaban según el día de la semana porque los domingos el personal encargado del recuento se iba de fin de semana y los martes y los miércoles se acumulaban los casos. Sin embargo, aquí aparece un aspecto que no figura por ninguna parte en el “mundo de vida” sobre el que tanto parlotea Habermas, un aspecto que, por cierto, sí aparece, y subrayado, en quienes se suponen que ejercieron como sus maestros, especialmente en Th. W. Adorno. Fernando Simón, con sus contradicciones, sus mentiras y su descarado servicio a los intereses del gobierno que lo nombró y no al conocimiento o al bienestar de todos, se ha convertido en el icono de la lucha contra el coronavirus, la persona a la que todos confiarían la salud de sus hijos, el hombre que puede acabar teniendo una prometedora carrera política. ¿Por qué? muy fácil, porque sale todos los días en televisión.

   Mientras el virus se expandía sin control por los EEUU poniendo en jaque incluso al ejército más poderoso del planeta, mientras la cabeza visible del gobierno norteamericano afirmaba que se trataba de “una gripe” y recomendaba la lejía o la luz ultravioleta como medidas contra él, la popularidad de Naranjito Trump no hizo más que crecer, exactamente por el mismo motivo por el que muchísimos españoles afirman “querer un montón” a Fernando Simón, por salir cotidianamente en los medios de comunicación hablando no importa de qué. El caso de Anthony Fauci a este respecto resulta meridianamente claro. Como asesor científico de la administración Trump, no tuvo más remedio que aparecer en pantalla contradiciendo al mamarracho de su presidente. Pero los espectadores no apreciaron contradicción alguna entre los discursos que Fauci y Trump encarnaban. Colocados detrás del mismo cartel de la Casa Blanca, con el mismo telón de fondo y compartiendo el mismo directo televisivo, ambos formaban parte de la misma sucesión de imágenes y, por tanto, decían lo mismo. Que sus palabras divergieran tan sensiblemente no significaba nada, pues para nosotros, habitantes de este siglo XXI, las palabras quedan completamente supeditadas a las imágenes, de hecho, las palabras sólo sirven para construir imágenes. Cuando Fauci dejó de aparecer junto al presidente, los telespectadores más avispados comenzaron a comprender que había diferencias entre ellos, por supuesto, no una diferencia en cuanto al discurso, sino una diferencia en cuanto a quién podía apartar a quién de las imágenes.

   Fauci, en efecto, desapareció. No porque él prefiriera la ciencia al asesoramiento. En realidad, a él nunca se le pidió nunca asesoramiento científico. Ni Trump se deja asesorar, ni tiene cerebro suficiente para entender nada de lo que un científico pueda querer decirle. A Fauci se le permitió el acceso a las cámaras por otra razón, por una razón que, una vez más, no podemos encontrar en el campo de la “racionalidad científica” sino de la racionalidad política y que ya figura en El principe de Maquiavelo. Allí aconseja Maquiavelo que si un príncipe encuentra cierta resistencia a su gobierno, debe invitar a sus opositores a una cena de reconciliación, matarlos conforme van llegando y colocar sus cabezas en picas en la plaza de la ciudad como escarmiento. Eso sí, dice Maquiavelo, el príncipe no debe llevar a cabo personalmente tal acción, sino delegarla en su hombre de confianza, porque si el pueblo considera semejante acción una barbaridad insoportable, entonces podrá explicar que él no sabía nada de lo ocurrido, responsabilizar a su lugarteniente, ejecutarlo y colocar su cabeza en una pica en la plaza de la ciudad. He aquí, precisamente, la gran función que cualquier “asesor científico” cumple para un político. Desde luego no asentar su acción en el sólido suelo del conocimiento comprobado, ni evitar descarriarse por las veleidades personales y, muchísimo menos, “la organización de la sociedad en términos de racionalidad tecnocientífica”. Simplemente se trata de tener un buen chivo expiatorio. Vallance, Fauci, Simón, hacen creíble la necesidad de lo impopular, otorgan una pátina de racionalidad a lo que difícilmente puede generar consenso, ocultan bajo el adjetivo “científico” decisiones ya adoptadas por motivos que no tienen nada que ver con la ciencia y, por encima de todo, puede echárseles la culpa de lo sucedido cuando las cosas vayan mal. Por eso los “asesores científicos” sólo se lanzan a la palestra cuando todo el mundo masca la tragedia y por eso nadie se acuerda de ellos cuando se trata de prever para evitar, exactamente la característica que ha hecho respetable a la ciencia. Como no podía ocurrir de otro modo, a Fauci lo vimos caer en la primera ventolera de Naranjito. Vallance sucumbió a la insurrección del Imperial College permitiendo a Boris Johnson adoptar la misma política que la Europa continental “por imposición científica”. Fernando Simón sigue posando en las portadas de la prensa con su moto de gran cilindrada y su aspecto malote. No obstante, Pedro “el renacido”, como recomendaba Maquiavelo en El príncipe, se ha cuidado muy mucho de compartir escenario con él...

domingo, 30 de agosto de 2020

Los rostros de la "ciencia" (1 de 2)

   Cuando uno lee a Jürgen Habermas no puede evitar sentir estupor por el modo en que tergiversa el concepto de “racionalidad científico-técnica”. De creer a Habermas, el modelo de cientificidad o de “actividad científica” no lo encarnan ni el investigador que en su laboratorio estudia el modo en que un virus toma el control de la célula, ni el matemático que busca una demostración de la conjetura de Hodge, ni el astrónomo dedicado a desentrañar el funcionamiento de los cuásares. La “ciencia”, por lo que atañe a Habermas, tiene poco interés en comprobar hipótesis y mucho en construir una sociedad de acuerdo con su modo de proceder característico. “Ciencia” y “técnica”, por tanto, se identifican indisolublemente en su perverso afán de imponer propuestas de ordenación de las relaciones humanas dejando de lado el consenso racional alcanzado por todos, incluyendo a quienes basan su uso de la razón en informaciones más bien parciales acerca del asunto en cuestión. Tomado en sentido estricto eso significa que debemos identificar a los grandes epítomes de la ciencia contemporánea con Fernando Simón, Anthony Fauci o Sir Patrick Vallance. Curiosamente a gente como ellos dedicó algunos estudios Robert K. Merton, llegando a la conclusión de que estos “científicos”, realizan una labor poco o nada relacionada con la ciencia, entre otras cosas porque su trabajo de asesoría para los gobiernos se basa mucho más en afinidades personales, en generalizaciones improvisadas y experiencias puntuales que en algo que pueda considerarse algún tipo de método. A los científicos se les presupone la honestidad como a los militares el valor, pero quienes acaban trabajando como “asesores científicos” poseen a menudo rasgos que los separan drásticamente del resto de colegas de profesión.

   Todo científico, como cualquier hijo de vecino, tiene el sano interés de hacer algo por mejorar la vida de quienes le rodean. Por su naturaleza de “sabio”, de persona que atesora conocimientos valiosos, cabe preguntarse además si a ese interés no debe añadírsele un cierto deber cuando sus conocimientos tienen alguna utilidad práctica. Pero la mayoría de científicos, de hecho, quienes ponen las sólidas bases teóricas de cualquier disciplina, prefiere con mucho la penumbra de su laboratorio, de su biblioteca, de su despacho, al brillo de los focos de un estudio de televisión. No obstante, el poder genera en su entorno un curioso aura por el cual todos y cada uno de quienes conocen a un cargo político, creen que por el hecho de conocerlo, de hablar con él, de saber algo que él no sabe, pueden obtener ascendencia sobre el mencionado cargo y suele confundirse esa ascendencia con el poder mismo. De la masa de científicos que contribuyen cotidianamente a acrecentar el conocimiento humano, un puñado siente una atracción superior por ese modo de influir en el mundo que le rodea que por el que le corresponde por profesión. Se los puede ver ascender progresivamente por la escala de los organismos oficiales, cada vez ocupando oficinas más y más alejadas de las áreas de investigación y tratamiento, hasta llegar a un punto en que comienzan a apretar las manos de este o aquel político, a acudir de modo regular a sus recepciones, a recibir algún pequeño encargo, alguna pequeña consulta. Llegados a este punto pocos eligen ya el camino de retorno y, casi sin darse cuenta, abandonan el paraguas de la ciencia para adentrarse en un terreno mucho más proceloso. En efecto, del mismo modo que a Habermas no le gusta que haya nada por encima del consenso racional, tampoco a los políticos les gustan los datos, los hechos y las demás zarandajas que ponen límites a sus desmanes. El político quiere hacer de la afirmación “todo son interpretaciones” la única verdad y los hechos, los datos, el conocimiento comprobado, le merecen tanto respeto como sus votantes. Desde el momento en que un gobierno lo nombra su asesor, el científico debe su cargo y su ascendencia sobre el gobierno en cuestión no a lo que sepa o deje de saber sobre ciencia, sino a lo que sepa o deje de saber sobre cómo asesorar. Sus palabras tienen ya de “científico” lo que el detergente que lava más blanco o el dentífrico que combate mejor las caries, pues se han convertido en simples portavoces de eslóganes racionalmente consensuados por otros asesores del gobierno de turno, los asesores políticos.

   Apenas requiere esfuerzo encontrar todos esos rasgos definitorios en los asesores científicos que han adquirido rostro como consecuencia de esta pandemia. Ahí tenemos el caso de Sir Patrick John Thompson Vallance, prominente médico y farmacólogo, que logro fama a pulso por sus investigaciones sobre la influencia del óxido nítrico en la tensión arterial. Sus artículos merecieron citas a granel por parte de sus colegas y su prestigio le abrió las puertas del Royal College of Physicians o la Academy of Medical Sciences. Pero, con 40 años, quizás juzgó que sus facultades creativas sólo podían decrecer, así que abandonó el crudo mundo de la investigación de base para fichar por GlaxoSmithKline ganándose su sueldo a base de firmar los documentos que le ponía por delante el departamento de marketing de dicha empresa para la aprobación de sucesivos medicamentos. Y ya puestos a mentir, ¿por qué no hacerlo a lo grande? En 2018, sin dejar de cobrar de la farmacéutica, pasó a encabezar la Government Office for Science que asesora directamente al Primer Ministro británico. Pero a ese cargo llegó en junio de 2019 el simpar Boris Johnson, necesitado de mostrar su british way, alejado de Europa, en plena pandemia. Al bueno de Sir Patrick pudimos verlo defender impertérritamente la idea de que la mejor manera de luchar contra el coronavirus consistía en no hacer nada, dejar que la mayor parte de la población se contagiara y generar “inmunidad del rebaño”. Por supuesto, no había ningún género de estudio científico que permitiera afirmar que una tal inmunidad se puede alcanzar en el caso de este virus. Ahora ya los hay que demuestran lo contrario. Sin embargo, por simple regla de tres podía calcularse que unos 36 millones de británicos contraerían la enfermedad,  que los hospitales del país acogerían un mínimo de 3,6 millones de pacientes y que morirían no menos de 360.000 personas. En definitiva, nada que perturbase demasiado a un médico bien curtido tras su paso por la industria farmacéutica.