domingo, 10 de noviembre de 2019

"Puede ser cualquiera" (1 de 2)

   Desde 1993 operó en España un atracador conocido como “el solitario”. Meticuloso en la planificación de sus golpes, frío en su ejecución y de fácil gatillo, cometió más de 30 atracos, mató a dos guardias civiles e hirió a varios empleados de banca. El perfil que la Guardia Civil transmitió a los medios de comunicación mostraba a un tipo ataviado con barbas y pelo postizos, alguien, se nos dijo, que llevaba una vida aparentemente normal, sin levantar la menor sospecha, pasando desapercibido. Podía tratarse de un vecino cualquiera, de la persona al otro lado de la puerta, de alguien con quien nos tropezamos habitualmente sin reparar en él. En 2007, un chivatazo permitió, por fin, la detención de Jaime Giménez Arbe, “el solitario”, cuando se disponía a atracar una oficina bancaria en Portugal. Pocos habían logrado cruzarse con él sin darse cuenta de su presencia. Nadie podía haberlo tenido por vecino sin sospechar que se hallaba envuelto en actividades poco lícitas. Su vida no tenía nada de normal. Rechazado para servir en el ejército por trastorno paranoide de la personalidad, quienes lo conocieron lo describieron como un histriónico, deseoso de llamar la atención y destacar. Tenía prohibida la entrada en varios países europeos por sus trapicheos con droga y su conducta violenta. Llevaba tiempo fichado por la policía española debido a los mismos motivos. Sus vecinos descansaron cuando lo detuvieron. Había tenido altercados con casi todos ellos. Denunció a varios y recibió denuncias de otros tantos. Lo mismo ocurrió en el polígono industrial en el que tenía una nave donde preparar sus armas y vehículos. 
   ¿En qué se basó el perfil publicitado por la Guardia Civil? ¿De qué hechos, de qué datos, de qué teoría, extrajeron la conclusión de que se trataba de “una persona cualquiera”? Y si no hubo tales datos, ni hechos, ni teoría, ¿por qué lo hicieron?  No se le puede echar la culpa a la Guardia Civil. El discurso según el cual un agresor sexual “puede ser cualquiera”, un violador “puede ser cualquiera”, un maltratador “puede ser cualquiera”, un terrorista “puede ser cualquiera”, se repite ad nauseam no ya en los medios de comunicación, sino incluso en publicaciones de pretendido carácter “científico” o, al menos, “objetivo”. Al parecer, hallarse adscrito al género masculino predispone a cualquiera para cometer crímenes contra las mujeres y hallarse adscrito a la religión musulmana predispone a cualquiera para cometer crímenes contra los occidentales. Desde luego, no pondría la mano en el fuego por muchos hombres, pero sí por algunos a los que conozco bien y, por supuesto, la pondría por Gandhi o por Kant. De hecho, no creo que los alumnos de una guardería ni que los internados en un geriátrico esperen, cada día, el momento oportuno para agredir sexualmente a una mujer. Por tanto, no se trata de todos los integrantes del género masculino, ni de cualquiera. Y lo mismo cabe decirse de los musulmanes. Quedé absolutamente convencido de ello cuando escuché un dislate paradigmático de quienes exhiben este tipo de discurso. Cierto jovenzuelo, de prometedor futuro académico, declaró en unas jornadas sobre terrorismo yihadista a las que asistí este verano, que “cualquiera de los presentes podría sufrir un proceso de radicalización islámica”. “Los presentes”, aparte de un puñado de académicos descarriados como yo, incluía una amplísima representación de todos y cada uno de los cuerpos de seguridad del Estado español y de su ejército. Casi suelto una carcajada imaginando a los guardias civiles que me rodeaban intentando decidir si se ponían el turbante encima o debajo del tricornio. Una vez más, ¿en qué datos, en qué hechos, en qué teoría se basaba nuestro preclaro ponente para largar semejante sentencia?
   Los datos, los hechos, la teoría aparece nítidamente a la luz si nos fijamos en “el grado de arraigo”, por ejemplo, de los presuntos yihadistas detenidos en los últimos años en nuestro país. Si se lee la literatura especializada sobre el tema, podrá observarse que casi toda ella describe este “grado de arraigo” como “sorprendentemente bueno”. A continuación, este discurso único, desgrana los rasgos de ese “sorprendente grado de buen arraigo”: dominio bastante fluido del idioma, matrimonio, paternidad, trabajo más o menos estable, etc. Otro tanto ocurre con los indicadores socioculturales. Los hay con nítidas carreras profesionales, bien considerados en sus trabajos, con esperanza de ascenso próximo, con niveles de estudios básicos, medios y universitarios, etc. Exactamente lo mismo se puede decir de los agresores sexuales y de los maltratadores. Así que ya tenemos los “hechos”, los “datos”, la “teoría”, que respalda semejantes afirmaciones. Puesto que el nivel económico no predice quién puede convertirse en terrorista o no, puesto que el grado de conocimiento del idioma no predice quién puede convertirse en terrorista o no, puesto que el nivel de estudios no puede predecir quién puede convertirse en terrorista o no, puesto que la paternidad no predice quién se convierte en terrorista o no, resulta impredecible quién pueda llegar a convertirse en terrorista, así que “cualquiera puede sufrir un proceso de radicalización islámica”. ¿De verdad se puede considerar ésta una conclusión “científica”, “objetiva”, “basada en los datos”?
   Supongamos que queremos predecir dónde lloverá mañana. Para hacerlo vamos a recopilar datos sobre cuánto ha costado el kilo de café en los últimos 25 años en Madagascar, cuánto peso medio ganan a lo largo de sus vidas los habitantes de Tasmania, qué números han aparecido en la lotería en los últimos 1000 sorteos y cuántos puntos se consiguieron en la pasada temporada de la NBA. A continuación tratamos de correlacionar estos datos con la lluvia en diferentes localidades de la península ibérica en los últimos años. Después de muchos intentos, probablemente, llegaremos a la conclusión de que no existe correlación alguna. ¿Qué conclusión “científica” debemos extraer de semejante procedimiento? ¿que puede llover en cualquier parte en cualquier momento o que hemos tomado en consideración datos irrelevantes para lo que queremos averiguar?

domingo, 3 de noviembre de 2019

Elogio del olvido.

   De entre todos los regalos que los dioses otorgaron a los hombres ninguno merece tanto nuestro agradecimiento como el olvido. Platón afirmó que nuestro conocimiento consistía en el recuerdo, que, en realidad, no existía nada nuevo que aprender o que inventar, que no había creatividad alguna reservada a los seres humanos más allá de recordar lo que un día “fue”, lo que siempre ha “sido” y lo que siempre “será”. Desde entonces al olvido se le culpa de accidentes, desgracias y castigos. A Platón se le ha achacado con frecuencia haber denigrado al cuerpo, al mundo sensible, a lo cambiante y pasajero, pero nadie le ha echado en cara nunca haber convertido al olvido en una especie de maldición que nos ataca y contra la que habría que combatir, ¡hasta ese punto logró convencernos a todos de su error! Amparándose en su autoridad, los filósofos y, con ellos, la cultura occidental, inició la paradójica senda de alabar la memoria, de encumbrar nuestra capacidad rememorativa y de agasajar a los recuerdos. Un ejemplo muy típico consiste en entregarle a la memoria la garantía absoluta de nuestra identidad personal. “Somos lo que somos”, se nos afirma, “porque recordamos lo que fuimos”. A partir de aquí se han montado todo tipo de bonitos chiringuitos a la búsqueda de recordar una y otra vez aquello que “fuimos” para fundamentar lo que “somos” y cimentar las bases de lo que “seremos”, convirtiendo a la historia en una disciplina subvencionada, sometida a la reiteración de los lugares comunes, de los hechos consabidos, de las mentiras repetidas de carretilla. A la historia viva, canalla, la guía el olvido, el olvido de las andaderas, de las fuentes que cita todo el mundo, de las narraciones que todos conocen, de los lugares comunes. 
   Supongamos que Platón tiene razón, supongamos que quienes entregan la identidad personal a la memoria tienen razón, supongamos que los estómagos agradecidos que buscan el origen mítico (Ursprung) de nuestro pueblo tienen razón. Hagamos ahora un experimento mental. Trate de unir todos sus recuerdos, todo aquello que ha retenido de su paso por la vida, los fragmentos de su acontecer vital, en definitiva, vaya sumando momentos, instantes, horas y días. ¿Cuánto de lo que ha vivido recuerda? ¿Cuánto tiempo suman en total sus recuerdos? ¿Un puñado de días? ¿Algunas semanas? Vamos a exagerar, digamos que todos sus recuerdos puestos juntos suman los minutos equivalentes a un año. ¿Ha vivido Ud. un solo año? ¿En qué se fundamenta su identidad personal? ¿en un mar de lagunas interminables? ¿en una sucesión de agujeros negros en los que no sabría decir qué hizo, qué ocurrió en su vida, ni siquiera si realmente vivió? ¿No ocurrirá precisamente lo contrario, que su identidad personal aflora como consecuencia de una serie de circunstancias externas y que, después, busca una excusa para su existencia en un puñado de recuerdos de por sí inconexos? Desde luego, la identidad de los pueblos se construye de esta forma, ¿qué quedaría de la conciencia nacional catalana sin el olvido de la corona de Aragón? También puede decirse que el sistema inmunitario mantiene nuestra identidad gracias al olvido, pues reconoce lo ajeno, los linfocitos que reconocen lo propio mueren antes de llegar al torrente sanguíneo. 
   Borges lo sabía bien. En "Funes el memorioso" nos presenta a un ser humano atacado por la maldición de la hipermnesia, la capacidad para recordar cada instante, cada detalle, cada acontecimiento por nimio que pudiera parecer. Funes no podía entender que se llamase “el mismo perro” al chucho visto por la mañana y al visto por la tarde. Sus gestos, su comportamiento, la tersura de su pelaje, la cantidad de baba de su lengua, su forma de jadear, no coincidían para nada. No habría conceptos, no habría conceptos universales, no habría identidad alguna de no mediar el olvido. Y, por supuesto, Funes vivía aislado. ¿Se imagina recordar cada afrenta, cada comentario hiriente recibido, cada desprecio sufrido? Pero no se trata sólo de los hechos. Recordaría, exactamente, la emoción que despertó en Ud. con la misma intensidad, de modo perpetuo... ¿Podría perdonar algo, podría perdonar a alguien en estas condiciones? ¿Cuántos de sus vecinos, de sus conocidos, de sus amigos, superarían la prueba de no haberle hecho daño jamás? ¿Podría tener pareja? El tiempo, lo sabemos bien, lo cura todo, porque se olvida la intensidad del sufrimiento, porque se pueden recuperar los hechos, pero no volvernos a sentir como nos sentimos, porque todo dolor pasa. Aún más, ¿se imagina lo que significaría para nosotros los humanos poder olvidar las cosas a capricho? Simplemente, cada vez que vivimos algo que no queríamos que figurara en nuestra vida, diríamos: “lo olvido”, y se acabó, habría desaparecido como si jamás hubiésemos vivido nada semejante. Frente a todas las veces que ha deseado recordar algo y no ha podido, que su memoria le ha jugado una mala pasada, que ha olvidado la sartén en el fuego, el lugar donde ha aparcado el coche o su contraseña en Internet, ¿qué posibilidad le parece que contribuiría más a una buena vida, poder recordarlo absolutamente todo con detalle u olvidar las cosas a capricho?
   Ahora ya sabemos qué debemos hacer frente a quienes, como Heidegger, acusan a uno u otro de haber olvidado alguna tradición milenaria y venerable, simplemente, encogernos de hombros y exclamar: ¡pues, bendito él!

domingo, 27 de octubre de 2019

Reflexiones sobre Parménides (2 de 2)

   Para evitar el engorro al que conduciría admitir la existencia de regiones dentro del ser, se le atribuye a Parménides la propuesta de que el ser “es equidistante del centro”. Dicho de otro modo, el ser “es como una esfera”. Naturalmente, si el ser “es como una esfera” y hay una equivalencia entre ser y pensar, entonces, el pensamiento, el pensamiento del ser, el pensamiento que nos dice lo que el ser es, no puede hacer otra cosa más que girar sobre sí mismo. Este pensamiento aferrado al ser, que presupone la transparencia del ser cuando habla del propio ser, se limita a dar vueltas, sin ir a ninguna parte. Y la demostración absoluta de que esta consecuencia se halla inevitablemente encerrada en lo que llamamos “Parménides”, puede encontrarse en el hecho de que la interpretación tradicional, en lugar de ver lo obvio, ha señalado la equivalencia entre la esfera y la perfección en el pensamiento griego. Terminar siempre donde comenzó, la incapacidad para atisbar cualquier posibilidad que no conduzca al mismo camino de siempre, en esa ceguera autoinducida, ha creído palpar la interpretación habitual “la perfección”. Pero aquí no hemos terminado. Cuando levantamos la vista del camino tantas veces recorrido, cuando nos arrancamos las anteojeras que nos impiden ver la noria a la que se nos ha atado, rápidamente aparecen otras cuestiones.
   Parménides ha definido la esfera no por su radio, ni por su área, ni por su volumen. Ha definido la esfera por su propiedad topológica básica, la equidistancia respecto del centro. Por tanto, Parménides no nos habla de una esfera, sino de cualquier esfera. El ser, nos dice Parménides, es como cualquier esfera. Ciertamente, la equidistancia respecto del centro constituye una característica definitoria de las esferas embebidas en un espacio de no importa cuantas dimensiones. Vale, por supuesto, para las esferas de un espacio tridimensional (lo que habitualmente llamamos una esfera o, propiamente, una 2-esfera). Vale, igualmente, para esferas en un espacio bidimensional (ó 1-esfera, el círculo). Y vale, por supuesto, para las esferas en un espacio monodimensional (ó 0-esfera). Una 0-esfera se puede definir más concretamente como dos puntos situados a ambos lados de un centro. Ahora bien, dado que hablamos de dos puntos equidistantes del centro, no hay otro punto de la esfera entre ellos. De hecho, se suele identificar la 0-esfera con dos puntos disjuntos. Ciertamente podemos considerar a uno de ellos el comienzo de un camino y al otro el fin, pero, dado que no hay puntos entre uno y otro, realmente, topológicamente hablando, no se puede hablar de que haya un camino entre ellos. Dicho de otro modo, la 0-esfera constituye la única esfera no conectable a través de un camino. Si retomamos a Parménides nos encontramos entonces con que la forma más simple de esfera, en analogía con el ser más simple, no tiene caminos, lo cual puede interpretarse de muchas maneras, pero en todas ellas conduce a que el ser más simple o no resulta pensable o no resulta narrable o ambas cosas. Tal vez haya “pensamiento”, tal vez haya narración del ser más simple, entendidos como la simple yuxtaposición de “esto” y “esto”, pero, una vez más, no consistirá en algo que lleve de aquí hasta allí, algo que implique un discurso, ni una deducción, ni un recorrido. En la 0-esfera, en el ser más simple si hemos de seguir el isomorfismo establecido por Parménides, se rompe la equivalencia entre pensamiento y ser. Ahora ya podemos entender por qué Parménides se entretiene en contarnos la vía del error, el camino del engaño. Del mismo modo que hay un ser que no se puede narrar y/o que no se puede pensar, aparece ahora como posibilidad abierta la narración, el pensamiento, del no-ser, algo que previamente Parménides había excluido.
   Resumamos, pues. Hemos partido de la identidad entre ser y pensar, de que podíamos hablar de lo que el ser era y nos hemos visto llevados a la conclusión de que hay un tipo de ser que carece de caminos para pensarlo y/o para narrarlo. Por otra parte, respecto del resto del ser, nuestro pensamiento, nuestra narración no va a hacer otra cosa más que dar vueltas alrededor de lo mismo. Tanto en un caso como en otro nos hemos topado con las limitaciones y contradicciones a las que conducen los supuestos adoptados por la interpretación tradicional. Limitaciones y contradicciones que parecen sólidos argumentos para abandonarlos. Nos queda la opción de arrojar por la borda la idea de la equidistancia del centro y admitir que hay regiones diferentes dentro del ser, cada una con sus características, lo cual conduce a la indómita dificultad de cómo, incluso de si, podremos manejarlas con precisión cuando se trate de utilizarlas sobre ellas mismas. Nos queda, sin embargo, otra opción, la de dejar de decir lo que el ser es. No obstante esta posibilidad conduce a algo todavía más aterrador: pensar de nuevo.

domingo, 20 de octubre de 2019

Reflexiones sobre Parménides (1 de 2).

   Frecuentemente, dentro del pensamiento occidental, se señala a Parménides como el nombre en el que podemos encontrar ya algo en lo que nos reconocemos, como aquél con el mérito de haber introducido un cierto giro en la historia de la filosofía. Suele subrayarse esto diciendo que a él se le atribuyó el adjetivo “filósofo” por primera vez o que creó la metafísica misma. En Parménides, reconocemos un cierto salto a otro nivel, un cierto trascender, una relación privilegiada con algún problema filosófico de primer orden. A destacar tal relación privilegiada dedicó Heidegger un notable libro de 234 páginas. Notable, digo, como ejercicio de interpretación, pues sólo a base de interpretar, y mucho, se pueden sacar 234 páginas del centenar corto de versos que nos han llegado como “texto” de  Parménides. Reconstruir el pensamiento de un filósofo a partir de un porcentaje no sabemos cómo de exiguo de sus escritos, resulta tarea en la que no vamos a adentrarnos aquí. Más bien llamaremos “Parménides”, a lo que habitualmente se entiende por el pensamiento de dicho filósofo, a lo que forma parte del acervo habitual de saber por parte de quienes practican tal disciplina, a lo que figura en cualquier libro de historia de la filosofía al uso y que, por tanto, constituye el suelo sobre el que ha brotado nuestro modo occidental de entender las cosas.
   Tradicionalmente se le atribuye a Parménides la afirmación de que “sólo queda un camino narrable: que es”. Se suele vincular este fragmento con este otro: “es necesario decir y pensar lo que es”. Habría, por tanto, una identidad entre pensamiento y ser en Parménides. Sólo el ser resulta pensable y, en consecuencia, sólo se puede hablar del ser. Del no-ser, por contra, no se puede decir ni pensar nada. En estos dos fragmentos hay también otras cosas, pues contienen tres términos cuya relación no parece clara de entrada: camino, narración y pensamiento. 
   ¿Significa lo mismo pensar y narrar? ¿constituye el pensamiento una narración? ¿debemos hacer sinónimos al camino, la narración y el pensamiento? ¿pueden narrarse cosas que no pueden pensarse o pueden pensarse cosas que no pueden narrarse? Parménides, desde luego, según el modo habitual de interpretarlo, ha hecho lo primero, pues nos contó cómo se hallaba conformado el camino del error, pese a que, se nos dice, todo lo que ahí nos cuenta no forma parte de su pensamiento. Podríamos especular indefinidamente con las respuestas más adecuadas a tales cuestiones, pero, por fortuna, dichas especulaciones, no van a modificar sensiblemente lo que aquí tenemos que decir.
   Hay, no obstante, algo incluido en las afirmaciones anteriores que la interpretación tradicional de ellas no clarifica, a saber, la posibilidad de emplear el ser para referirse a sí mismo. En efecto, la idea de que “sólo queda un camino narrable: que es”, parece haber implicado que podemos hablar despreocupadamente acerca de lo que el ser es. A partir de este punto nos encontramos una y otra vez con afirmaciones acerca de que el ser es esto o aquello. Resulta lógico que la interpretación tradicional no se pare a mencionar este hecho pues forma parte de una tradición, precisamente la nacida con Parménides, que acepta esta posibilidad como presupuesto básico de nuestro pensamiento occidental. Desde este momento, el pensamiento occidental pasará a considerar que se puede decir lo que el ser es, que la aplicación reflexiva del ser a sí mismo resulta aproblemática, todavía más, que señalar qué es el ser equivale a mostrar el ser, e, incluso, que la filosofía no puede tener otro deber más que hablar acerca de lo que el ser es. Y, sin embargo, en el propio Parménides tal supuesto cortocicuita, mostrándose como extremadamente cuestionable, cuando no directamente aporético. Sin embargo, este carácter aporético no aparece allí donde la interpretación tradicional ha querido encontrarlo. De lo contrario, tendría que haber puesto en tela de juicio sus propios cimientos. De este modo, se le reprocha a Parménides su desprecio de los sentidos o la ingenuidad de identificar pensamiento y ser, sin atreverse a denunciar la tremenda cesura entre uno y otro a la que conducen los planteamientos parmenídeos.
   Decíamos que a partir de estas dos afirmaciones, el modo habitual de interpretar a Parménides se dedica a señalar todo aquello que el ser es y así tenemos que el ser es eterno, inmutable, único, ingénito, incorruptible y homogéneo. Pero, para otorgarle un sentido unívoco a estas atribuciones, necesitamos también concluir que todas ellas se realizan del mismo modo y en el mismo sentido, quiero decir, que no hay regiones en el ser. Si hubiese tales regiones el ser podría mantener su carácter homogéneo en la medida en que unas podrían transformarse en otras por deformaciones continuas. Eso sí, cada región tendría características propias, con lo que el ser de una cosa no coincidiría con el ser de otra. Todavía peor, si hubiera regiones en el ser, entonces hablar de cómo es el ser resultaría extremadamente complicado pues habría que aclarar y justificar qué región concreta del ser se utiliza para hablar de qué región concreta del ser, dicho de otro modo, no habría modo de hablar del ser “en general”. Tan terribles complejidades introduce esta posibilidad que nadie ha asumido el reto de emprender este camino planteado en estos términos. Obviamente nos hallamos ante una demostración de que decir lo que el ser es no conduce tal cual a mostrarlo, de que la aplicación del ser a sí mismo no lo hace transparente, sino que lo convierte en un abigarrado ejercicio de justificaciones continuas que harían impracticables el discurso mismo.

domingo, 13 de octubre de 2019

Real Time con Bill Maher.

   Una de estas noches, zappeando por esas televisiones de Dios, me encontré con el episodio de Real Time with Bill Maher correspondiente al 20 de septiembre del corriente. Para quien no lo conozca, se trata de un programa de sátira política basado en entrevistas a expertos y en los monólogos del propio Maher. No me puedo decir un entusiasta del personaje ni del programa, pero algunas veces me quedo a verlo cuando me tropiezo con él porque proporciona una mirada a los debates políticos de EEUU desde la mentalidad norteamericana, habitualmente distinta al modo que tenemos de considerar las cosas quienes no vivimos en aquel país, como vamos a comprobar. Maher, más o menos autoproclamado libertario, ejerce de conciencia del sector más izquierdista del Partido Demócrata siempre bajo el presupuesto de que mejor un gobierno de dicho partido que cualquier otra cosa.
   En este programa en concreto, varias cuestiones llamaron mi atención. En primer lugar, el propio Maher, todo tolerancia y multilateralismo él, no puede dejar de suponer que en cualquier país declarado musulmán rige la sharia y asociar ambos hechos con un color de piel más bien negro. En efecto, tras citar la composición del gabinete de Justin Trudeau, con más mujeres que hombres y varios miembros de la comunidad sij, comentaba, bastante consternado, su reciente foto con el rostro pintado de negro. “Lo habían invitado a una fiesta a la que tenía que ir de beduino, ¿qué esperaban?” comentó Maher. Naturalmente, ninguno de sus invitados se atrevió a indicar que, contrariamente a una creencia bastante extendida, los beduinos no son muy negros que digamos. Más bien la discusión giró en torno al carácter racista de pintarse la cara simulando ser negro. Una de las analistas, Heather McGhee, señaló que Trudeau no podía justificar que no sabía que eso era racismo cuando había un vídeo de los años 70 en YouTube denunciando precisamente este tipo de actitudes. Afortunadamente la señora McGhee no ha presenciado la fiesta de los reyes magos en nuestro país. Además de que uno de ellos, Baltasar, el “rey negro” (y, por otra parte, el favorito de los niños), sólo recientemente lo ha encarnado de verdad alguien con ese color de piel, toda su hueste va de la misma guisa para regocijo general y sin que a nadie se le ocurra estar participando en una fiesta supremacista. No creo que el país en el que no tengo más remedio que residir se halle más libre de culpas que otro cualquiera, pero, desde luego, aquí nadie se atrevería a sostener, al menos en las fechas en que escribo esto, que “los padres negros no cuidan de sus hijos”. McGhee, ella misma de color, aceptó el reto de discutir esta afirmación puesta sobre la mesa por otro contertulio basándose “en un estudio”. Y esto merece un cierto análisis. Para empezar, ¿quién demonios se dedica a estudiar el modo en que se ejerce la paternidad en función del color de la piel? ¿con los fondos proporcionados por quién? ¿con qué finalidad? Y, todavía mejor, ¿quién podría fiarse de semejante estudio? Una de las cosas que chocan en este programa y otros semejantes de las televisiones norteamericanas es la “estuditis”, un fenómeno por el cual hay estudios hechos para todo, especialmente, encuestas. Por supuesto, EEUU es un país más grande, pero en España, si uno se tuviera que creer todos los estudios y encuestas que se hacen, tendrían que habernos preguntado a cada uno de nosotros tres o cuatro veces ya. Hace décadas que existen sospechas sobre la metodología, el universo de discurso y, en definitiva, la fiabilidad de la gran mayoría de estos “estudios”, presentados en los programas de televisión poco menos que como la verdad absoluta ante la cual hay que hacer genuflexiones. El propio Maher exhibió un “estudio”, que mostraba que los ataques a Brett Kavanaugh por parte de los demócratas en la comisión que debía aceptar su nombramiento para el Tribunal Supremo había influido en la derrota sufrida por dicho partido en tres elecciones en otros tantos distritos. Recordemos que el bueno de Kavanaugh formó parte de la jauría que acorraló a Bill Clinton a propósito de su relación con Monica Lewinsky y que ahora se ha descubierto que un juvenil Kavanaugh iba poniéndole el pene en la cara a la primera chica bebida que se cruzaba con él. Durante treinta segundos los presentes en el programa llegaron casi a reflexionar sobre esa peculiaridad de la política norteamericana que consiste en mirar con desparpajo cómo el presidente mete sus misiles donde le da la gana, pero escandalizarse en cuanto su pene está donde no debe. Ciertamente, en Europa nos tomamos las cosas de otro modo y si no me creen no tienen más que pensar en el actual inquilino del 10 de Downing Street. Sarkozy ligó con Carla Bruni gracias al Elíseo y unas alzaderas. Miterrand tuvo hasta hijas secretas ocupando el mismo cargo y aquí, en España, tenemos reyes borbones que lucen con orgullo la bien ganada fama de su apellido sin que nadie lo ignore ni lo publique, por no mencionar cierto presidente del gobierno abiertamente gay mientras todo el mundo hacía como que no veía lo obvio. Eso sí, cuando un supuesto humorista se sonó los mocos en la bandera encontró con facilidad el tonto togado de turno dispuesto a ofrecerle publicidad gratuita. Sin embargo, Maher mostró en este programa a Joe Biden follándose la bandera de su país sin que nadie, que yo sepa, lo haya denunciado todavía (minuto 5 y 18 segundos). 











domingo, 6 de octubre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (y 4)

   Como he venido explicando, The Battle against Anarchist Terrorism, de Richard Bach Jensen, constituye un estudio histórico impactante y apasionante. Por encima de todo, realiza con eficacia el objetivo de desvelar el carácter de configuración pasajera que tienen todas las verdades que una época considera “eternas”. Los supuestos intelectuales que no dudan del carácter violento del Islam, apenas si constituyen remedos de los intelectuales decimonónicos que identificaban esa misma violencia con el anarquismo y que reclamaban la religión como perfecta narrativa para deconstruirlo. Nuestra época “de las comunicaciones”, asomó mucho antes de Internet, cuando los periódicos publicaban retratos de la finada emperatriz Elisabeth “Sissi” de Austria en las que podía reconocerse la joven cuya hermosura asombró a Europa y no la anciana anoréxica cuyo corazón traspasó el estilete de un terrorista. Y, por encima de todo, que los terroristas no se hallan en el seno de ninguna religión, de ninguna sociedad y de ninguna ideología, sino que afloran precisamente en todas las exterioridades, en el exilio de un país, de una familia, de una sociedad, de un movimiento y hasta de los grupúsculos que forman su periferia. En ese territorio de nadie, en el que nadie los reconoce ya ni ellos se reconocen en nadie, surge la necesidad de buscar algo que les confiera un cierto modo de identidad, la identidad del asesino.
   Pero, como todos los grandes libros, el de Bach Jensen no ofrece un catálogo de respuestas, sino que se asoma, apenas, a un océano de fascinantes cuestiones. La primera de ellas la he citado reiteradamente. Bach Jensen nos lanza el desafío de explicar por qué el anarquismo arraigó como lo hizo en el campo andaluz y no en el sur de Italia, un marco socioeconómicamente casi idéntico y que recibió visitas de varios anarquistas de primera línea. La pregunta se vuelve todavía más intrigante si tenemos en cuenta que el anarquismo, típico del litoral mediterráneo, tuvo dos focos muy claros en nuestro país, dos focos de características poco menos que contrapuestas: la muy burguesa, industrial y culta Barcelona y la agraria, atrasada e iletrada Andalucía. Todavía mejor, en contra de lo que postulan los primeros balbuceos explicativos, las líneas de contacto entre ambos focos ni resultan evidentes ni han podido demostrarse. ¿Ejerció Barcelona de inspiración para el movimiento anarquista andaluz? ¿cómo? ¿por qué? Desde luego, resulta difícil imaginar a los anarquistas catalanes siguiendo los espasmos de violencia en Andalucía, sobre los que los periódicos publicaban poco o nada. Si, como digo, nuestro campesinado no sabía leer ni escribir, ¿cómo se transmitió el ideario anarquista? ¿de padres a hijos? ¿de maestros a alumnos? ¿de médicos y boticarios a pacientes? ¿Por qué resultó más eficiente su transmisión que en el sur de Italia? Las cifras, en cualquier caso, parecen contundentes, cuando se expulsa a Bakunin y los suyos de la I Internacional, ya hay en Andalucía 236 federaciones locales y 516 formaciones sindicales de la órbita anarquista. Pendiente queda también, una historia documentada y aséptica, como la de Bach Jensen, de la guerra larvada en el campo andaluz entre estas formaciones, el ejército y los matones de los terratenientes, que abarcó todo el siglo XIX, con sus tomas de pueblos, sus asaltos a los cuarteles de la Guardia Civil, sus repartos de tierras y ganados, sus sitios, sus condenas a muerte y sus asesinatos selectivos.
   No se trata de la única guerra de la que no queda memoria. El inicio del siglo XX y, sobre todo, el período entre las dos Guerras Mundiales, ofreció eso que Martha Crenshaw llamaba una “cultura de la violencia”, un caldo de cultivo ideal para el terrorismo anarquista. Sin embargo, este período carece de estudios serios y el propio Bach Jensen no ha contribuido en mucho a ello. Frente a la detallada biografía de algunos de los terroristas más famosos del siglo XIX, apenas si se menciona el nombre de los del siglo XX. De hecho, vemos pasar ante nuestros ojos y sin muchas explicaciones, un apresurado resumen de magnicidios, bombas y robos que deja lo ocurrido en el siglo anterior al nivel de incidentes menores. 
   Tampoco ha querido Bach Jensen pronunciarse claramente sobre una cuestión que él mismo insinúa en su libro, los paralelismos entre terrorismo anarquista e islamista. En mi opinión, este tema merece varias matizaciones. Para empezar sigo manteniendo hoy lo que escribí hace más de una década, a saber, que todos los movimientos terroristas obedecen a una serie de patrones comunes con independencia de su origen, ideología o fines que dicen perseguir. Por otra parte, me parece que a este paralelismo en concreto se lo ha enfocado erróneamente casi cada vez que se lo ha tratado. Ersel Aydinli, por ejemplo, en un estudio aparecido el mismo año 2016, (Violent Non-State Actors. From Anarchists to Jihadists, Routledge), acaba estableciendo una semejanza entre ambos en cuatro de doce parámetros, pero lo hace partiendo de un marco teórico que no permite diferenciar entre “anarquismo” y “terrorismo anarquista” y pasando por alto cosas como la existencia de agentes provocadores infiltrados por la policía en dicho movimiento. En definitiva, algo que señalaba Bach Jensen en un artículo posterior, la única manera de saber si podemos aprender de las causas, consecuencias y medidas adoptadas contra el terrorismo anarquista del XIX para aplicarlas a los “nuevos” terrorismos, pasa por la realización de estudios que no se hallen en manos de especialistas en este o aquel terrorismo, gente que tenga una visión amplia, que busque estructuras explicativas, isomorfismos, que, en lugar de preguntar “¿cómo?” pregunte “¿por qué esto y no cualquier otra cosa?”

domingo, 29 de septiembre de 2019

A vueltas con el "nuevo" terrorismo (3)

   Hallándose en el penoso estado policial que describimos en la entrada anterior, España buscó desde muy pronto un acuerdo internacional que la ayudase a luchar contra el terrorismo. No obstante, dada la mala prensa que se había ganado a pulso, ninguna capital europea hizo caso a sus gestiones. El asesinato de la Emperatiz Elizabeth “Sissi” de Austria a manos de un ciudadano italiano al que se adscribió al anarquismo en 1898, llevó a Italia a retomar la idea española y, entonces sí, se celebró la primera cumbre contra el terrorismo en Roma. Según cuenta Bach Jensen en The Battle Against Anarchist Terrorism, (pág. 159) España, el país de las expatriaciones, las torturas y los arrestos masivos, auspició todos los artículos económicos, sociales e, incluso, espirituales que se negociaron en Roma. En ellos, se atribuía el terrorismo a la secularización que sufría el mundo, así como a las injusticias que en él se producían y exhortaba a los firmantes a construir sociedades y regímenes económicos más igualitarios y justos. Estas cláusulas pasaron a formar parte del inconsciente colectivo y prácticamente nadie duda, por lo menos en nuestro país, que las injusticias generan el terrorismo, pese al hecho, como ya dijimos, de que la mayor parte de los expatriados por España no pertenecían a las clases sociales que más podían haberlo sentido, pues a los miembros de éstas se los cazaba como perros sin que la opinión pública internacional tuviera noticia, ni interés en tenerla. De hecho, una porción muy importante de los jóvenes que se marcharon a luchar con el Estado Islámico tampoco entraban en esta categoría. Igualmente, esta teoría deja sin explicar por qué el colectivo gitano, uno de los más habitualmente sometidos a todo tipo de injusticias a lo largo y ancho de Europa, no desarrolló un potente movimiento terrorista. 
   En la época, la inclusión de semejantes propuestas en un acuerdo internacional, mostraba dos cosas. La primera, la falta de estudios académicos sobre el terrorismo. Los mandos policiales suelen impacientarse con los estudiosos de la materia porque no proporcionan la información operativa que necesitan. Tienen razón a este respecto, pero no corresponde a ellos proporcionar dicho material. Su función radica, más bien, en evitar que se necesite tales operaciones y, en caso extremo, proporcionar el marco teórico para que la información acabe teniendo un carácter operativo. De lo contrario, si se toman decisiones políticas basándose únicamente en la información policial ocurre lo que pasaba en la Europa de principios de siglo: que existía una auténtica psicosis anarquista en las sedes del poder ejecutivo de países como Alemania, Austria o España; que se tomaban decisiones políticas prácticamente a ciegas sobre sus repercusiones sociales o internacionales; y que, con mejor o peor intención, acababan adoptándose legislaciones que poco o nada contribuían a evitar futuras acciones terroristas por mucho que aplacasen conciencias. 
   La segunda conclusión, restringida a España, muestra cómo, en este país, existían, incluso dentro de los mismos aparatos del Estado, dos visiones radicalmente enfrentadas sobre el modo en que debíamos caminar por el siglo XX. Una consideraba que la solución de todos los males pasaba por más Dios, más patria (grande o chica) y más imperio. La otra pensaba que o se solucionaban las aterradores desigualdades que podían verse en la calle cada día o no iríamos a ninguna parte que mereciera la pena. Y, lo que resulta más importante, la división entre una y otra perspectiva recorría transversalmente la mayor parte de los  bandos y partidos de nuestro país, de modo que nunca los separó una trinchera sino, todo lo más, la pared de un despacho, hasta que el franquismo acabó imponiendo la primera visión mucho después del año 39. De hecho, la misma delegación que abogó por una mayor justicia social para acabar con el terrorismo propuso que se expulsara a los anarquistas a alguna isla remota, propuesta que el resto de países rechazó con ademán escandalizado. Sin embargo, tras el asesinato del presidente McKinley, la misma propuesta volvió a debatirse en los círculos políticos de los muy democráticos EEUU sin que nadie se escandalizase ya. Este magnicidio constituye, además, un buen ejemplo de lo que venimos diciendo pues, tras él, el gobierno norteamericano pasó una sucesión de leyes que endurecían la inmigración, pese a que el “anarquista” que lo ejecutó había nacido en EEUU. Se trata del género de barbaridades que solían cometerse en las precarias democracias de principio de siglo XX y en las que, afortunadamente, nuestras mucho más maduras sociedades actuales no incurren ya, pues nadie pide un endurecimiento de las leyes migratorias después de cualquier atentado u homicidio llamativo, ¿verdad?