domingo, 5 de mayo de 2019

Cuando se abren las urnas.

   Cuando se abren las urnas, cada cual queda en su lugar, como Pedro I “el renacido”, que después de ganar unas primarias inciertas, después de que echaran abajo la puerta de su despacho para que dimitiera, después de volver a ganar unas primarias contra pronóstico y de alcanzar la Moncloa de modo inesperado, ha conseguido que un partido al que hace menos de un año le faltaba fuelle para seguir existiendo se convierta en el más votado. Al otrora cadáver político la prensa internacional lo presenta en los últimos días como icono de una socialdemocracia europea que, tras los últimos espaldarazos en Dinamarca, Portugal y España, afronta con repentino optimismo las próximas elecciones. Felipe González sintetizó la esencia de la socialdemocracia en el grito “¡que viene la derecha!” y eso le sobró para ganar comicios durante más de una década. La nueva socialdemocracia parece asentada en el grito “¡que viene la ultraderecha!” y, visto lo visto, podría servirle también para ganar unas cuantas elecciones. Problema diferente será qué venga después. Después de Felipe González vino la tan anunciada derecha... Pero, bueno, nada de eso le importa a un político que, para entonces, ya estará disfrutando de su sueldo vitalicio.
   La lógica indica que en el primer año de mandato tendremos muchas menos noticias del gobierno que en los últimos meses. Ahora toca poner orden en un partido en el que ni las viejas glorias ni los barones regionales lo han visto nunca con buenos ojos. Hay otra vez poltronas a repartir, así que no debería costarle demasiado esfuerzo convertirlo en instrumento a su servicio. A poco que sepan hacer las cosas, la legislatura debería ser igualmente cómoda. El primer test de importancia lo tiene dentro de un par de semanas. La inercia lógica y, en el peor de los resultados, la apelación a que ni siquiera se ha constituido el gobierno y, por tanto, no se le puede echar la culpa de nada, le bastará para superarlo. Otra cosa será la investidura. Necesita la abstención de alguien o el apoyo explícito de otros grupos parlamentarios. Ciudadanos ha advertido que se opondrá y son los únicos que podrían salir realmente beneficiados de una repetición de las elecciones. Tras los resultados en Cataluña, los independentistas harían mal en pedir el cielo para facilitar el camino a Pedro I “el renacido”. Ciertamente ERC se ha convertido en la fuerza más votada allí, pero, el socialismo catalán, otro muerto viviente, anda pisándole los talones. Con Podemos, PNV, Bildu y los canarios, las negociaciones deberían ser muchísimo más fáciles. Superado este escollo, el resto será tan difícil como sus propias capacidades lo haga pues, en cada situación concreta, no tienen más que amagar el pacto ora con Ciudadanos ora con los independentistas y si les obligan a aprobar cualquier enmienda no pactada siempre podrán tumbarla en el Senado donde el PSOE ha obtenido mayoría absoluta.
   El “valor seguro” del PP, está ahora seguro de que el partido al que llegó a ofrecerle carteras en su gobierno, Vox, es de ultraderecha. Ha despedido a los asesores de campaña que le mantuvieron confundido sobre este tema y que le convencieron de que debía tratar a Ciudadanos como un amigo y a Vox como un caladero de votos, cuando la realidad es exactamente la contraria. Resulta que el bueno de Casado era tan de centro que ahora anda hablando de pactos con los socialistas. Pese a lo lamentable de su liderazgo, su situación no es tan desesperada como pudiera parecer. Van a conservar un puñado de alcaldías importantes y siguen teniendo el gobierno de la Junta de Andalucía. Una gestión eficaz podría utilizarse como suelo firme para ir recomponiendo el partido. El problema es que tras seis meses de gobierno, los andaluces siguen contemplando exactamente el mismo paisaje. Uno pasa por el Palacio de San Telmo, por Torre Triana, por el Parlamento o por cualquier otro centro de poder y, en lugar de ver las ventanas abiertas para que, por fin, se airee todo lo que allí había, puede atisbar funcionarios que echan otra capa de silicona en las rendijas para que no se escape nada del hedor acumulado. El PP andaluz, que debería liderar el gobierno y atraer la atención sobre su partido, se halla en la tesitura de emprender políticas que no suenen ni a propuestas de Ciudadanos ni a disparates de Vox, pero que ambos tengan que apoyar y, claro, su imaginación no da para tanto.
   Albert Rivera ya se ha proclamado líder de una oposición que no lidera por número de escaños y ha comenzado a decir “no” a todos los pactos que todavía nadie le ha ofrecido. Sabe que los líderes de la oposición, más tarde o más temprano, gobiernan y sabe que le ha arrebatado al PP todo el centro y parte de la derecha, pero su éxito, está empezando a generar algunos problemas de crecimiento. Para empezar, cuanto más lidere la oposición, menos comprensible resultará su permanencia en el gobierno andaluz donde, por si fuera poco, va de la mano de los ultras. Además, su decisión de presentar a Arrimadas a todas las elecciones existentes, los ha dejado estancados en una Cataluña en la que encabezaron los recuentos en las autonómicas. 
   La historia de los asientos en el Parlamento más allá del PSOE parece el eterno retorno. Cuando llegó la democracia el PCE ocupaba una buena parte de la bancada y parecía cercano a asaltar el poder. Poco a poco, las disputas internas lo hicieron caer en una crisis y en resultados cada vez peores hasta llegar al borde de la irrelevancia. Entonces se refundaron como Izquierda Unida que pareció cerca de asaltar el poder, pero las disputas internas les hicieron caer en una prolongada crisis que casi les llevó a desaparecer. Entonces se refundaron como Podemos que pareció asaltar el poder, pero las disputas internas les han hecho caer en una crisis que puede llevarles a desaparecer si tratan de solucionarla con más disputas internas. Eso sí, Santiago Carrillo pertenecería a la “casta”, pero se murió en su piso y nunca pidió una hipoteca de 20 años para comprarse una mansión.
   La llegada de Vox al Congreso no por anunciada, ha dejado de tener matices, algunos de los cuales llevan a la esperanza y otros a negros augurios. Primero, su propia existencia ha activado al electorado socialista, lo cual, como dije antes, podría servir para mantenerlos al borde de la marginalidad durante un tiempo. Segundo, tras tontear con ellos, el PP parece haberse dado cuenta de que tiene poco que ganar y mucho que perder intentando recuperar un electorado que nunca fue el suyo. Vox no sólo vive de los desencantados del PP y de los ultramontanos, también se alimenta de un sector importante de votantes de otros partidos hartos de que los llamen tontos a la cara. Son sectores éstos que se irían a la abstención si Vox no existiera y que ningún partido, sea de la tendencia que sea, puede recuperar por mucho que acepte discutir los temas que plantea la ultraderecha. De hecho, ese electorado fue el último en acudir a las urnas y la mayoría de las papeletas de Vox aparecieron en los primeros instantes del recuento. Si echamos mano de la psicología electoral eso indica que su electorado, al menos de momento, no manifiesta convicción ni fidelidad. Han votado a Vox para probar a ver qué pasa y ya veremos qué hacen en las próximas elecciones con su voto si es que van a alguna parte. Pero si todo esto parece un consuelo, ahí van dos datos que pocos han apreciado: allí donde ya estuvieron, quiero decir, en Andalucía, Vox ha obtenido casi el doble de votos que en las elecciones autonómicas y, por si fuera poco, han conseguido un escaño en Barcelona.
   Más allá de Tabarnia, ganó ERC. Junqueras ha tenido que pasar por el martirio para conseguir una victoria, poco menos que moral. En buena lógica debería dejar de apoyar a Junts pel Sí, provocar un adelanto de las elecciones y alcanzar la tan deseada poltrona catalana. Dudo que siga esta línea. Los republicanos están hartos de aparecer en cabeza en esta y aquella votación, en este y aquel sondeo para terminar en un chasco cuando llega la hora de la verdad. Además, para hacer la cosa menos fiable, tienen que contar con el resurgir de los socialistas y el asentamiento de Ciudadanos, porque, la gran lección de estos comicios en Cataluña, es que, ni alcanzando un resultado histórico, los independentistas logran convencer ni al 40% de los votantes.

lunes, 29 de abril de 2019

El fin de la dialéctica.

   La dialéctica tiene un origen mítico en Platón, que la hizo ocupar la posición de ciencia suprema, encargada de tratar con las ideas o, quizás, en Sócrates y su perseverante manía de establecer conversación con todos los que iba encontrando a su paso. Kant la recuperó en su sentido original platónico y puede que Fichte la convirtiera en el método propio de la filosofía, pero corresponde a Hegel el haber hecho de ella la piqueta con la que desmontar el principio de no contradicción. Decía Hegel que a toda posición le sucede una oposición y que, de la confrontación de ambas, surge la síntesis, una forma superior que integra y a la vez supera la oposición previa. En un ejemplo que debería haber alertado a muchos, al ser se lo hacía referirse inevitablemente a la nada, la cual no quedaba descrita más que por su contraposición al ser y esta referencia mutua se hacía coincidir con el movimiento, tránsito del ser al no-ser o viceversa. Un ejemplo destinado al éxito aparece en las páginas de la Fenomenología del Espíritu, en las que se describe la dialéctica del señor y el esclavo, presentación depurada de la imagen romántica de la Edad Media, con sus duelos medievales, en los que los caballeros competían por, digamos, su derecho a atravesar un puente. Cada uno de los caballeros hallaba su identidad, precisamente, en la negación del otro. El motivo real del duelo no consistía, en pasar o no el puente. El motivo real del duelo radicaba en obtener el reconocimiento del otro, anulando la negación de sí mismo que suponía. Ahora bien, una vez que le vencía, automáticamente dejaba de tener el carácter de señor para convertirse en vasallo de su vencedor. Como vasallo, el caballero triunfante ya no podía obtener reconocimiento de él, pues no lo identificaba como su igual. De aquí que continuase su peregrinar en busca de otro puente, de otro camino, de otro castillo, defendido por un señor. Esta dialéctica, que sigue funcionando en toda forma de sacrificio, despertó a Marx, pues, al fin y al cabo, el trabajo constituye una forma de esclavitud temporal, como decía Aristóteles. Marx hizo de la dialéctica el motor de la realidad y pensó que, a sus lomos, el proletariado acabaría dominando el mundo (productivo). Afortunadamente, no contaminó con ella lo más salvable de sus planteamientos.
   Si ahora abandonamos los orígenes míticos y elegimos, arbitrariamente, los textos de Descartes como el lugar en el que aflora la época de la representación, podremos observar cómo ya hay en ellos la necesaria referencia de toda representación a un otro, a algo que queda fuera y respecto de lo cual se define, precisamente, por negar su identificación con ello. Las ideas de Descartes, constituyen representaciones de un mundo con el que no podemos tratar directamente y eso, el hallarse en lugar del mundo, las define. La negación, la oposición, ese “ser” que se refiere necesariamente a algo que no “es”, no conforma un carácter de la realidad, ni del mundo, sino de las representaciones. No hay representación posible sin esa relación respecto de un exterior que esencialmente resulta negado. No podemos identificar a los representantes del pueblo con el pueblo, ni al representante de un deportista con el deportista, ni al cuadro con el modelo, ni a la puesta en escena de la obra de teatro con la obra de teatro. Y, sin embargo, todos ellos se hallan en el lugar de aquello que dicen representar. Aquí aparece la naturaleza dual de la representación. Por un lado no habría nada en ella sin esa referencia a algo exterior. Por otro, la representación sustituye, niega ese exterior al que necesariamente se tiene que referir. La dialéctica resulta, por tanto, pura expresión del carácter negativo de la representación, de la exclusión a la que lleva toda representación. Fuera del marco representativo, carece de valor. Y eso precisamente, constituye el rasgo distintivo de nuestra época. Ya no vivimos en la era de la representación, sino en una nueva era en la que domina un género específico de esas representaciones, las imágenes.
   Las imágenes, como cualquier representación, se hallan en lugar de aquello de lo cual constituyen una imagen. Pero, a diferencia de las representaciones, no se definen por negar aquello de lo cual provienen, bien al contrario, se comportan como si aquello de lo cual provienen no tuviera otra realidad más que la presente en ellas. Para nosotros las imágenes resultan indiferenciables del “ser”. Identificamos a una persona por su fotografía, a una empresa por su imagen corporativa, a un hecho con un gráfico, a un adulterio con una grabación y a Cleopatra con Liz Taylor. Existe de nosotros lo que de nosotros aparece en Facebook, en Instragram, en las fotografías de nuestras vacaciones, en los vídeos de nuestros hijos, en las imágenes que tomamos de nuestro cuerpo, vestido o no. Ahora bien, no hay negación en las imágenes, ninguna imagen puede decirse la negación de otra, ninguna imagen viene a contraponerse a otra, sino, todo lo más, a complementarla. La dialéctica, que tan bien se las apañaba con las representaciones, no sirve en el mundo de la imagen. El “ser” de la imagen no puede referirse a la nada, porque entonces, la imagen tendría que reconocer la existencia de algo más allá de ella y ya no podría presentarse como “la realidad”, sino como simple copia. El “ser” de la imagen  excluye la nada al rango de lo inexistente, pues sólo existe lo que se emite y retransmite, quiero decir, salta directamente al movimiento. Ahora los señores se embarran en duelos de imágenes proyectadas como torrentes a través de los medios de comunicación que dominan y de los que, sin perder su carácter de amos, ambos salen esclavizados por una imagen en la que nadie puede montarse, como ha ocurrido con Jeff Bezos y Mohamed Bin Salmán. No puede extrañarnos, por tanto, que muchos hablen de esta época como de tiempos “líquidos”, “híbridos”, “confusos”, como los tiempos, en definitiva, en los que las representaciones que utilizaban como conceptos dejaron de valer.

domingo, 21 de abril de 2019

Imagen y responsabilidad corporativa.

   Hace unos años, mi amigo Joaquín García Cruz, profesor de la Universidad Pablo de Olavide, me invitó a una conferencia sobre imagen corporativa que iba a dar cierto catedrático de la Universidad de Sevilla. Aprendí bastante y, además, me resultó muy amena, pero todo cuanto dijo el ponente radicaba en un supuesto, supuesto que comparten todos los que trabajan en este sector, a saber, que las empresas tienen en sus manos forjarse, transformar y administrar su imagen. Obviamente, quien pretenda ganarse las habichuelas con la imagen corporativa y reconozca que, probablemente, el margen de maniobra de las empresas con su imagen resulta más bien estrecho, tiene menos futuro que una persona inteligente en VOX. Por otra parte, existe cierta confluencia de intereses que lleva a fabricar una especie de apoyo a semejante supuesto. Se puede citar, por ejemplo, el derecho a la propia imagen, que crea la ficción de que poseemos algo así como unas imágenes sobre las que tenemos uso exclusivo y que a todos los efectos podemos considerar privadas. Si ahora  identificamos cada una de esas imágenes con un signo, tendremos ya un lenguaje privado, como el que Wittgenstein declaraba imposible, sancionado por la ley. Pero me he alejado del tema. La cuestión radica en que si hubo una época en que semejante derecho podía considerarse garante de algo, dicha época pasó hace tiempo cuando las cámaras y demás dispositivos de registro de imágenes se popularizaron hasta devenir de uso común. Cualquier imagen que se tome, corre el riesgo de circular y una vez en circulación, como ha quedado demostrado tantas veces en los últimos años, ninguna legislación podrá impedir que siga circulando. De hecho, si se quiere entender algo de lo que ocurre a nuestro alrededor, debemos abandonar la pretensión de que hay sujetos que crean imágenes utilizando un dispositivo para generarlas o mostrándose ante semejante dispositivo. Bien al contrario, corresponde a las imágenes crear sujetos, sujetos presidenciables como Zelenski, sujetos aterradores como ése que induce a los niños al suicidio en Youtube o sujetos en los que confiar, como se pretende que ocurra con ciertas empresas.
   Si ahora trasladamos ese supuesto tácito, que una empresa puede controlar plenamente su imagen, al campo de la responsabilidad corporativa, nos encontramos con una especie de  reflejo especular de algo que vimos hace poco, el paso del ser al deber. En multitud de libros sobre responsabilidad corporativa, uno puede leer consejos para que las empresas se impliquen en la mejora de comunidades más o menos alejadas de su público objetivo, consejos sobre cómo debe organizarse tal implicación y consejos sobre la propia estructura y funcionamiento de las empresas. Después, sin que medie tránsito ni explicación alguna, se habla acerca de cómo la responsabilidad corporativa mejora la imagen de la empresa. Desde luego, no digo que la responsabilidad corporativa no contribuya a que una empresa mejore su imagen; sí digo que no he hallado ningún texto que explique cómo ocurre esto, aún más, tengo la profunda convicción de que no lo encontraré. En efecto, quien trate de explicar cómo y en qué medida la responsabilidad corporativa mejora la imagen de la empresa tendrá que entrar en el delicadísimo tema de si se puede considerar la responsabilidad corporativa una cuestión de imagen o no. 
   Ph. Kotler y Nancy Lee daban un precioso ejemplo de cuanto venimos diciendo en Corporate Social Responsibility. Doing the Most Good for Your Company and Your Cause. A principios de este siglo, la empresa de yogures y helados Dreyer’s decidió unirse a la ola de lazos rosas que periódicamente recuerdan a las norteamericanas la necesidad de realizarse chequeos para prevenir el cáncer de mama. Pero Dreyer’s quería algo más que poner lacitos en las etiquetas de sus productos, así que se dirigió a la matriz misma de estas campañas, la Susan G. Komen Breast Cancer Fundation (por cierto que "Susan G. Komen" constituye una marca registrada) para encontrarse con la sorpresa de que su competidor Yoplait había firmado un contrato exclusivo con dicha fundación para figurar como “el único fabricante de yogur comprometido con la causa” de la prevención del cáncer de mama. Planteemos ahora las cuestiones que hemos ido horneando: ¿para qué quiere una fundación para la prevención del cáncer un contrato en exclusiva con un fabricante de yogures? ¿para qué quiere un fabricante de yogures un contrato en exclusiva con una fundación para la prevención del cáncer? ¿para que sus miembros coman en exclusiva yogures de su marca? ¿para que sus yogures figuren como los únicos que previenen el cáncer? ¿Siguió colocando Dreyer’s lazos rosas en las etiquetas de sus productos? ¿qué ocurriría si esta anécdota se convirtiera en un hecho de dominio público? ¿acaso no afectaría a la imagen de Dreyer’s? Obviamente, como señalan Kotler y Lee, Dreyer’s cometió un error estratégico al enrolarse en una campaña sin tener todos los datos, pero ¿qué error cometió Yoplait? Y, sin embargo, preguntemos, ¿qué intereses protegía Yoplait al firmar un contrato en exclusiva con la Susan G. Komen Breast Cancer Fundation? ¿los de la prevención del cáncer de mama? ¿no acabamos de afectar su imagen?

domingo, 14 de abril de 2019

¡Campaña por fin!

   Por fin, la pre-campaña electoral que comenzó en junio del año pasado con la llegada al poder de Pedro Sánchez ha terminado. Han sido diez interminables meses de amagos, golpes de efecto y requiebros con la única finalidad de llegar hasta aquí. El gobierno del PSOE en ningún momento disimuló sus ansias de dar fuelle a un partido, en aquel momento sin aire, y que, tras vencer las disputas internas ha logrado el apoyo de El País. Ahí está el periódico de referencia de la izquierda sacando un día sí y otro también supuestos sondeos que le dan al PSOE ora la mayoría relativa ora la mayoría absoluta. Otra cosa es que eso vaya a atraer de verdad a los tradicionales votantes socialistas, especialmente, teniendo en cuenta lo que han sido sus carteles electorales.
   Cualquier manual de marketing explicará que si se quiere construir un lema de marca resulta imprescindible crear uno que diferencie de la competencia, que la posicione como inferior, que exprese una promesa, que genere emociones, que apele claramente al público objetivo y que no ofrezca malas interpretaciones. Sin embargo, ya hemos explicado que, con frecuencia los lemas de campaña brotan del inconsciente colectivo de los partidos y permiten adivinar sin dificultades cómo se ven a sí mismos. Tomemos de entrada, como digo, la campaña del PSOE. 

De todas las fotografías que podían haberle hecho a Pedro Sánchez, alguien a quien, seguramente, no le han pagado trabajos anteriores, eligió una en blanco y negro en la que más que el presidente en funciones parece un prófugo de la justicia. Al lado (o sobreimpreso), aparece un lema en letras rojas “Haz que pase”, que parece invitar claramente a que los votantes den el carpetazo definitivamente al Sr. Sánchez. La conjunción de una cosa y otra no deja mucho lugar a dudas, se pide que, por fin, pase de una vez el gobierno socialista a la historia, ésa que vemos en los libros con fotos en blanco y negro. Por si fuera poco, todo ello se acompaña de un segundo eslogan, “La España que quieres” y junto a unas imágenes en una de las cuales se ve a un niño agarrando del cuello a un señor mayor, insinuando, tal vez, que España desea estrangular a los pensionistas para librarse de tan pesada carga económica. Otra secuencia nos muestra el mismo eslogan con una joven que lleva escrito en la cara “No es no”, quizás porque se nos insiste en que hay que decirle que no al Sr. Sánchez o quizás recordando sus afirmaciones para con los independentistas, pero que, en cualquier caso, no queda claro qué emoción quiere despertar en los que tengan la dudosa gratificación de contemplar estas imágenes. Por si no se habían incumplido todas las recomendaciones del marketing, queda la guinda: resulta que el lema “Haz que pase” ya había sido registrado por una empresa. En lugar de retirar su campaña, los socialistas han emitido un comunicado con la boca pequeña por el que se comprometen a “no volver a utilizar este lema”. Ya se sabe, nos han venido a decir, esto son cosas de la campaña, pero en quince días nos olvidamos de todo, como de “La España que quieres”.
   Pero si desean originalidad no hay nada como el PP:

“Contamos contigo”, dicen. ¿Seguro que saben contar? Porque a mí me parece que éstas son las cuentas del Gran Capitán. Sin embargo, ellos están convencidos de hacerla muy bien, tan convencidos que, por sus cálculos, han adquirido un “Valor seguro”, el Sr. Casado, el mismo que tuvo que llamar a capítulo al Sr. Illana veinticuatro horas después de nombrarlo número 2 en la lista por Madrid, el mismo que, como secretario de comunicación del PP, dijo que la corrupción era “la seña de identidad” de su partido, el mismo que afirmó que “nadie habla bable en Asturias”, el mismo que calificó la conquista de América como “la etapa más brillante de la humanidad”, el mismo que declaró que en mayo del 68 “destrozaban las calles porque se aburrían” o que la ocupación de viviendas constituyen una “falta” (figura desaparecida del Código Penal en 2015), etc. etc. etc. Pues si a esto lo consideran un valor seguro no me quiero imaginar lo que consideran “cierto riesgo”. En cualquier caso, queda bien claro que al partido le importa el dinero, las acciones, los valores y no las personas. Y para remacharlo, de fondo de cartel, un muro, que no sabemos si es el de Berlín, el de Pink Floyd o el de la cárcel en la que piensan encerrarnos a todos, pero del que el Sr. Casado, sin duda alguna, constituye una ladrillo más.
  Y, por fin, llegamos a los sospechosos habituales.

Ciudadanos presenta a Albert Rivera exactamente como salía reiteradamente el diabólico mafioso Keyzer Söze en la película del mismo título de 1995, sobre una especie de fondo en llamas dispuesto a pegarle cuatro puñaladas al que se le ponga por delante. 

Eso sí, su lema es original con narices: “¡Vamos!” Les falta el “¡A por ellos! ¡Oe!” Para animar a la militancia no está mal, como lema de posicionamiento hubiese puesto enfermos a Ries y Trout.
  Imagínense que han nacido en Francia, Inglaterra o Alemania y que han aprendido español a conciencia. Les han enseñado que la “-o” final, suele indicar masculino y la “-a” femenino, “-os” constituye una desinencia para indicar el genérico en un grupo formado por hombres y mujeres o bien por hombres solos y que “-as” corresponde a un plural cuando se trata de un grupo formado sólo por mujeres. Ahora vienen a España y se encuentran un cartel con un señor con barba y cara de estreñido de nombre Alberto Garzón encabezando una formación llamada Unidas Podemos. ¿Cuántos tornillos se les saltarían? 

Por si fuera poco esta formación, tan femenina ella, tacha a todos los votantes de fachas, pues se declara estar a “Tu izquierda”. Si están a la izquierda de todos los que vean los carteles ¿quién va a votarles? 
  Y todo esto sin que ninguno de ellos haya abierto todavía la boquita en un mitin. Después preguntarán por qué emigran los jóvenes de este país...

domingo, 7 de abril de 2019

A vueltas con la historia.

   Aunque la paz de Augsburgo había puesto término al enfrentamiento del emperador Carlos V con los príncipes luteranos, los inicios del siglo XVII no presagiaban nada bueno. El acuerdo que terminó las guerras religiosas del siglo anterior vinculaba a católicos y los protestantes existentes en aquel momento, quiero decir los luteranos, que adquirieron con ello el estatuto de forma alternativa de entender el cristianismo respecto de lo predicado desde Roma. Desde entonces, sin embargo, habían comenzado a expandirse otras iglesias protestantes, particularmente el calvinismo y el anabaptismo, que amenazaron la hegemonía luterana e, incluso, en el caso de éste último enarbolando de nuevo el omnia sunt communia, los fundamentos sociales mismos en los que arraigó la doctrina de Lutero. A partir de ese momento, la fractura del campo protestante hizo que los partidarios de entender la Reforma de un modo u otro compitieran entre sí por demostrar quién merecía el calificativo de más acérrimo enemigo del emperador y de los católicos, generando un rápido proceso de radicalización. Del lado católico las cosas no transcurrieron de un modo muy diferente. Desde la firma del mencionado tratado, los príncipes católicos bajo el amparo del emperador y del Papa, habían pugnado por ir arrancando trocitos cada vez menos pequeños de la libertad religiosa conquistada por los reformistas. La quema de iglesias protestantes se había convertido en un ejercicio habitual entre los católicos y, del mismo modo, abortar cualquier manifestación de culto católico constituía moneda corriente en los principados protestantes. En 1606 la mayoría luterana de Donauwörth impidió que los católicos de la ciudad realizaran una procesión, éstos pidieron la ayuda del Maximiliano I de Baviera y los protestantes reaccionaron creando la Unión Evangélica o Unión de Auhausen en 1608, liderada por el muy calvinista y anticatólico Federico IV del Palatinado. La respuesta católica no se hizo esperar y un año después, en 1609 crearon la  Liga Católica encabezada por el ya mencionado Maximiliano I. En los años siguientes Unión y Liga hicieron todo cuanto humanamente tuvieron a su alcance por exacerbar el odio entre católicos y protestantes. Con sus proclamas, amenazas y acciones no dejaron lugar a que nadie, de un bando u otro, pudiera mostrar el más mínimo grado de mesura sin que se lo acusada de traidor. Jamás, en ninguno de sus días de existencia, hicieron el menor intento por calmar los ánimos, tender puentes o comprender al otro. Aplaudieron cada salvajada hecha por los suyos y magnificaron cada una de las hechas por los del otro bando hasta que la situación devino absolutamente insostenible. Hacia 1618 resultaba para todos evidente que se avecinaba una catástrofe, aunque nadie pudo vaticinar cómo se iniciaría. Y lo inevitable, aquello por lo que los miembros de la Unión y de la Liga se habían esforzado tanto, acabó por ocurrir. La guerra de los Treinta Años asoló los territorios del Sacro Imperio Germánico. Las armas de fuego quizás no causaran más de cinco millones de muertos, pero los ejércitos constituían plagas que arrasaban por completo los territorios en los cuales se asentaban para pasar los largos inviernos, dejándolos sin comida, sin cultivos y sin hombres. Las hambrunas y las enfermedades camparon a sus anchas hasta el punto de que tuvieron que pasar más de 300 años para que Europa se enfrentara a una devastación semejante.
   Pues bien, lo más terrible de toda esta terrible historia radica en que ni los miembros católicos de la Liga, ni los protestantes de la Unión parecieron darse cuenta del desastre al cual arrastraban a aquellos a los que decían defender. Cuando la guerra estalló ni uno ni otro bando se hallaba preparado para la contienda ni política ni militarmente. Incluso después del levantamiento de Bohemia que inició la carnicería, los miembros de la Unión se reunieron como si nada hubiese ocurrido planteándose qué medidas debían tomar. Las desconfianzas entre luteranos y calvinistas la hicieron completamente inoperante y la improvisación militar que les llevó a la derrota de la Montaña Blanca tres años después del inicio de las hostilidades, condujo a su disolución y a la primera intervención directa de una potencia extranjera en la guerra. Peor destino vivió la Liga. Hacia 1618 se hallaba virtualmente extinguida pues hacía años que sus supuestos miembros no aportaban dinero alguno a ella. Con el inicio de la guerra, el emperador movió sus hilos para restaurarla y la coalición que batalló durante la guerra de los Treinta Años con el nombre de Liga Católica, sólo mantenía una continuidad nominal con la que hizo inevitable la catástrofe. Si uno sigue detenidamente el devenir de la Unión y de la Liga, la sucesión interminable de provocaciones, incidentes y coacciones y, a la vez, su completa y absoluta falta de preparativos para lo que se avecinaba, se llega a la fácil conclusión de que aquellos fervientes defensores de la causa de Lutero y de Roma, en ningún momento se dieron cuenta del abismo hacia el que conducían a sus conciudadanos. Llegamos, pues, a la pregunta que estos hechos históricos debieran plantearnos cada día: ¿le importa algo a los que medran expandiendo el odio (hacia el español, hacia el catalán, hacia el vasco, hacia el inmigrante, hacia Europa) el abismo al cual nos conducen?

domingo, 31 de marzo de 2019

Enfermos como nosotros.

   El koro constituye una enfermedad terrible. Afecta, sobre todo, pero no exclusivamente, a hombres en la adolescencia y la juventud, los cuales experimentan un estado de pánico y ansiedad extrema al percibir que su pene va disminuyendo de tamaño como si pudiera llegar a desaparecer. La muerte les acecha si esto ocurriese, por lo que tratan de evitar la retracción atando su miembro a algún objeto, lo cual origina frecuentemente desgarros y lesiones. En el caso de las mujeres se trata de sus senos y sus genitales los que parecen ir contrayéndose. En ocasiones se presentan epidemias de koro. China, por ejemplo, las sufrió recurrentemente en 1948, 1955, 1966, 1974 y, particularmente, en 1985 con más de 3.000 afectados. Tailandia vivió una epidemia en 1976 y Singapur registró decenas de casos de koro vinculados a la ingesta de carne de cerdos vacunados contra la peste porcina. Se la puede considerar una enfermedad en expansión, frecuente en personas de origen asiático repartidas por todo el mundo, pero también en África, donde los pacientes la vivencian como un "robo del pene" y se han registrado hasta 56 casos entre 1998 y 2005. Incluso en nuestro país, hay casos reconocidos.
   El síndrome del dhat incluye ansiedad, fatiga, debilidad, pérdida de peso, impotencia, depresión y presencia de una secreción blanca en la orina o las heces, sin que exista ningún tipo de problema fisiológico observable. La sustancia blanca suele identificarse con el dhatu ayurvédico, uno de los siete fluidos esenciales cuyo equilibrio resulta necesario para la salud y al que los occidentales consideran indistinguible del semen. Resulta prevalente en varones jóvenes de extracto socioeconómico bajo, pero también se han presentado casos en mujeres. Descrito por primera vez en la India, parece haberse convertido en endémico de Pakistán y Bangladesh.
   El chacho o alkanzo o pacha se caracteriza por malestar general, decaimiento, aceleración del pulso, sueño, pérdida del apetito, pérdida de peso, dolor de estómago, tos, dolor intenso de huesos y fiebre. Cuando se agrava aparecen esputos con sangre, así como tumores malignos y dolorosos que minan el órgano afectado y hasta pueden producir la muerte. Aparece por no realizar los pagos u ofrendas a la tierra antes de iniciar los trabajos de campo, porque algún animal tumba bruscamente al paciente, por dejar caer algunas gotas de su sangre (principalmente en tierra virgen), por sentarse o recostarse con descuido en el campo o en el piso recién construido de una casa o por cambiar de casa sin pagar la ofrenda a la tierra. Endémico de los Andes, tiene una prevalencia muy variable, entre 9 y 31 casos por cada mil habitantes. Su tasa de mortalidad resulta baja, pero hay personas que mueren de alkanzo. El tratamiento con los medicamentos habituales para la neumonía, la bronquitis, la tuberculosis o el cáncer agravan los síntomas, mientras que se logra su curación mediante la medicina tradicional por la ingesta de una cucharada de gasolina, así como el pagapo o pago a la tierra (ofrenda de flores y alimentos). 
   Podríamos seguir enumerando enfermedades como el Hwa-byung  que afecta a un 35% de la población trabajadora coreana; la sangue dormido de Cabo Verde, que provoca ceguera, convulsiones, parálisis, apoplejía, temblores e infartos cardíacos; el síndrome del susto o espanto, típico de México, caracterizado por pérdida de apetito, debilidad muscular, vómitos, diarreas, fiebre, depresión y ansiedad; el piblokto característico de poblaciones del Polo Norte o el mucho más cercano a nosotros, empacho. Todas estas enfermedades, síndromes y trastornos y muchos más no mencionados aquí aparecen clasificados en el Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales (DSM-V) bajo la etiqueta de “síndromes culturales”. Sistemáticamente caen bajo la categoría de “enfermedad mental”, trastorno psicosomático o, todavía mejor, “visión errónea” acerca de la salud, la enfermedad y/o la sexualidad. Menudean los sitios en Internet en los que muy licenciados psicólogos afirman (como otros dicen de la homosexualidad) que su curación se logra mediante terapia, mediante “una adecuada educación sexual” o, mejor aún, prescribiendo ansiolíticos. En definitiva, todo consiste en normalizar en torno a nuestra cultura, en convertir al otro, al que no podemos reconocer como occidental, al que no comparte nuestros estándares de pensamiento, en un enfermo mental, presentando bajo la capa de supuesto conocimiento la vieja sabiduría de Astérix: “están locos estos romanos”. Todo ello con un único fin, eludir las preguntas que estos males nos arrojan a la cara: ¿por qué tales reuniones de síntomas resultan menos “científicas” que los agrupamientos que nosotros realizamos? ¿por qué la “depresión” que no presenta evidencias físicas merece el calificativo de “enfermedad” y el alkanzo, que sí los presenta, no merece semejante calificativo? ¿quién lo decide? ¿en base a qué criterio? ¿Por qué nos parece lógico que la inmensidad de nuestro progreso científico haya conducido a que las personas tomen de por vida medicamentos que no les permiten aspirar a curarse alguna vez y no nos parece lógico que alguien se cure tomando algo que no consideramos un medicamento? ¿porque hay hechos que así lo demuestran o porque nos hallamos presos de un relato que deslinda lo racional de lo irracional siguiendo la línea marcada por unos intereses muy claros? Y si el DSM-V tiene razón, si los psiquiatras tienen razón, si todos esos que afirman que las enfermedades de todo género, incluyendo las mentales, poseen una base biológica tienen razón, ¿qué base biológica puede atribuírsele a un “síndrome cultural”? ¿acaso se nos pretende decir que hay ciertas conexiones neuronales erróneas, ciertos desequilibrios en los neurotransmisores, ciertas malformaciones de algunas áreas del cerebro que producen culturas distintas de la occidental? ¿o se trata exactamente de lo contrario, de que ciertas formaciones de la cultura occidental llevan a percibir malformaciones en áreas cerebrales, desequilibrios en los neurotransmisores y conexiones neuronales disfuncionales, como llevaron a no ver durante décadas las neuronas de nuestro intestino? Y, por encima de todo, una vez más, ¿cómo se contagian esas malformaciones cerebrales, esos desequilibrios en las sustancias químicas del cerebro, esas conexiones neuronales? ¿también biológicamente?

domingo, 24 de marzo de 2019

Bollería industrial.

   Netflix se ha convertido en la mayor productora mundial de contenidos audiovisuales. Su presupuesto para este fin superaba en 2018 los 12.000 millones de dólares, de los cuales el 85% se destinó a la producción propia y un 15% para la compra de contenido ya hecho que, no obstante, se presentaría como “Netflix Original”. En total, unas 700 series y 82 películas nuevas.  Goldman Sachs calcula que, de seguir esta tendencia, en 2022, Netflix gastaría más de 22.500 millones de dólares en producción. Para conseguir semejante volumen Netflix ha procedido a la descentralización, produciendo de modo independiente en cada uno de los países en los que tiene presencia y distribuyendo estos contenidos a nivel mundial. Un ejemplo, por lo demás incomprensible, lo constituye el caso de la surrealista producción española La casa de papel. Creada originalmente por Antena 3 y con una audiencia que disminuía con cada capítulo, se la vendieron a Netflix para hacer algo de caja.  Rápidamente se convirtió en la serie de habla no inglesa más vista en la historia de la plataforma. La razón del relativo fracaso en televisión y el espectacular éxito tras su paso al streaming radica en que Netflix no mide la audiencia como se hace en televisión. Las emisoras miden la audiencia en función de las personas que en cada momento se hallan sentadas delante de las pantallas, pues éste constituye el público potencial de las pausas publicitarias. Netflix calcula el número de nuevos suscriptores que recibe justo antes del estreno de una serie descontando el flujo habitual de suscriptores y posteriormente rastrea si estos nuevos suscriptores renuevan o no tras su mes gratuito y si visualizan o no otros contenidos. Ambos patrones, a nivel internacional, les dan indicaciones de cómo deben valorar dicha serie y si deben proceder a su renovación, mientras que la publicidad queda embebida en ellas. Este procedimiento les permite maximizar recursos aun con un catálogo menguante. Porque, en efecto, entre 2010 y 2018, los suscriptores de Netflix vieron reducidas sus opciones en casi 3000 películas aunque, eso sí, el número de series se triplicó. El objetivo parece claro, en 2017 los usuarios de Netflix vieron unas 1.000 millones de horas semanales, lo cual significa que cada uno de ellos dedicó más de una hora diaria a la plataforma. La multiplicación de las series sólo puede aumentar dicho tiempo y de hecho, ya no hay vidas suficientes para visualizar todo su catálogo.
   Pero el universo de Netflix no lo constituye únicamente la luz. Tiene un pasivo de varias decenas millones de dólares, series con elevados presupuestos han resultado un fiasco y muchos de sus contenidos tienen fecha de caducidad del “Netflix Original” como ha demostrado la retirada de los productos de Disney de la plataforma. Los directivos de la compañía piensan que eso no importa mucho si el número de suscriptores continúa aumentando, no tanto por los ingresos que suponen, como por el hecho de que mientras eso ocurra, las acciones continuarán subiendo en bolsa. Pero los analistas bursátiles han comenzado a decirlo con una claridad meridiana: 
"Filmes de prestigio no son el mejor uso de capital si estás tratando de construir una marca global",
   EEUU y Gran Bretaña estrenan unas 800 películas al año, lo cual significa que ni viendo dos películas al día se puede abarcar todo lo que se estrena. Pero semejantes cifras palidecen si las comparamos con Bollywood (más de 1.200 películas al año) o Nollywood (997 películas llegan cada año a las pantallas de Nigeria y, posteriormente, de toda África). 
   Aún sin producción audiovisual, seguir los lanzamientos literarios del año constituye misión imposible. El mercado anglosajón saca a las librerías alrededor de medio millón de títulos y a ellos España añade otros 80.000. Nada comparable con Amazon, en donde se publican doce libros nuevos a la hora o, dicho de otro modo, un nuevo libro cada cinco minutos. La apabullante mayoría de semejante tsunami cultural corresponde a novelas, relatos y cuentos.
   Evidentemente, 1000 nuevas series cada año, más de 3000 películas y más de 500.000 libros exigen, por encima de todo, que no haya en ellos mayores profundidades. Si un espectador tiene que ver cuatro o cinco horas diarias de producción audiovisual para abarcar todas las novedades no se le puede pedir también que necesite una o dos horas de reflexión para asimilar la densidad de referencias, el juego conceptual, la profundidad de significado de lo que ha visto. Más bien al contrario, se trata de que engulla pero no se sacie, de que el propio acto de ingerir un capítulo tras otro, un libro tras otro, le lleve a desear más, sin que nunca sienta plenificadas sus inquietudes o, si quieren, lo expreso de otra manera, para éstas, para sus inquietudes, todo lo visto, todo lo leído, debe importar literalmente nada. Aún más, si tales productos quieren conllevar un cierto éxito para quien los fabrica y distribuye, deben tener la propiedad de conservarse cierto tiempo ahí, en el catálogo, hasta acumular un número suficiente de lectores o espectadores. Si hay en ellos la más mínima referencia a la realidad, a lo acontecido históricamente, por tanto, deben narrarlo, con los tópicos habituales, del modo que la mayoría lo recuerda, para que puedan reconocerlos y, a la vez, con colores sumamente llamativos para que no coincida con la crudeza de los hechos, aunque para eso haya que pasarse la mano con el maquillaje de los protagonistas. En resumen, todo lo fabricado por la industria cultural debe abundar en conservantes y colorantes.
   Supongamos que, efectivamente, alguien se marca como reto abarcar lo inabarcable, quiero decir, alimentar sus entendederas exclusivamente con los nuevos contenidos que aparecen cada año de películas, libros y series. ¿No habría de pasarse horas y horas sentado en su sofá? ¿no acabaría teniendo problemas de obesidad? ¿qué ocurriría con su colesterol, con su hipertensión, con su sistema cardíaco? Su propio cerebro, ¿no se abotargaría, no se entumecería, no se haría como pesado?
   Pues bien, resulta de dominio público que no debe consumirse con frecuencia bollería industrial porque ni alimenta ni sacia, conduciéndonos inevitablemente a consumir más, como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que la bollería industrial hace amplio uso de conservantes y colorantes como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que el abuso de la bollería industrial conduce a la obesidad, el aumento del colesterol, la hipertensión, los problemas cardíacos, amén de los digestivos, como ocurre con los productos de la industria cultural. ¿Por qué entonces nadie nos advierte contra el riesgo de consumir más de una vez a la semana un producto cultural como se hace con la bollería industrial? ¿Porque existe verdadero interés en que padezcamos obesidad, hipertensión e hipercolesterolemia mentales?