lunes, 29 de abril de 2019

El fin de la dialéctica.

   La dialéctica tiene un origen mítico en Platón, que la hizo ocupar la posición de ciencia suprema, encargada de tratar con las ideas o, quizás, en Sócrates y su perseverante manía de establecer conversación con todos los que iba encontrando a su paso. Kant la recuperó en su sentido original platónico y puede que Fichte la convirtiera en el método propio de la filosofía, pero corresponde a Hegel el haber hecho de ella la piqueta con la que desmontar el principio de no contradicción. Decía Hegel que a toda posición le sucede una oposición y que, de la confrontación de ambas, surge la síntesis, una forma superior que integra y a la vez supera la oposición previa. En un ejemplo que debería haber alertado a muchos, al ser se lo hacía referirse inevitablemente a la nada, la cual no quedaba descrita más que por su contraposición al ser y esta referencia mutua se hacía coincidir con el movimiento, tránsito del ser al no-ser o viceversa. Un ejemplo destinado al éxito aparece en las páginas de la Fenomenología del Espíritu, en las que se describe la dialéctica del señor y el esclavo, presentación depurada de la imagen romántica de la Edad Media, con sus duelos medievales, en los que los caballeros competían por, digamos, su derecho a atravesar un puente. Cada uno de los caballeros hallaba su identidad, precisamente, en la negación del otro. El motivo real del duelo no consistía, en pasar o no el puente. El motivo real del duelo radicaba en obtener el reconocimiento del otro, anulando la negación de sí mismo que suponía. Ahora bien, una vez que le vencía, automáticamente dejaba de tener el carácter de señor para convertirse en vasallo de su vencedor. Como vasallo, el caballero triunfante ya no podía obtener reconocimiento de él, pues no lo identificaba como su igual. De aquí que continuase su peregrinar en busca de otro puente, de otro camino, de otro castillo, defendido por un señor. Esta dialéctica, que sigue funcionando en toda forma de sacrificio, despertó a Marx, pues, al fin y al cabo, el trabajo constituye una forma de esclavitud temporal, como decía Aristóteles. Marx hizo de la dialéctica el motor de la realidad y pensó que, a sus lomos, el proletariado acabaría dominando el mundo (productivo). Afortunadamente, no contaminó con ella lo más salvable de sus planteamientos.
   Si ahora abandonamos los orígenes míticos y elegimos, arbitrariamente, los textos de Descartes como el lugar en el que aflora la época de la representación, podremos observar cómo ya hay en ellos la necesaria referencia de toda representación a un otro, a algo que queda fuera y respecto de lo cual se define, precisamente, por negar su identificación con ello. Las ideas de Descartes, constituyen representaciones de un mundo con el que no podemos tratar directamente y eso, el hallarse en lugar del mundo, las define. La negación, la oposición, ese “ser” que se refiere necesariamente a algo que no “es”, no conforma un carácter de la realidad, ni del mundo, sino de las representaciones. No hay representación posible sin esa relación respecto de un exterior que esencialmente resulta negado. No podemos identificar a los representantes del pueblo con el pueblo, ni al representante de un deportista con el deportista, ni al cuadro con el modelo, ni a la puesta en escena de la obra de teatro con la obra de teatro. Y, sin embargo, todos ellos se hallan en el lugar de aquello que dicen representar. Aquí aparece la naturaleza dual de la representación. Por un lado no habría nada en ella sin esa referencia a algo exterior. Por otro, la representación sustituye, niega ese exterior al que necesariamente se tiene que referir. La dialéctica resulta, por tanto, pura expresión del carácter negativo de la representación, de la exclusión a la que lleva toda representación. Fuera del marco representativo, carece de valor. Y eso precisamente, constituye el rasgo distintivo de nuestra época. Ya no vivimos en la era de la representación, sino en una nueva era en la que domina un género específico de esas representaciones, las imágenes.
   Las imágenes, como cualquier representación, se hallan en lugar de aquello de lo cual constituyen una imagen. Pero, a diferencia de las representaciones, no se definen por negar aquello de lo cual provienen, bien al contrario, se comportan como si aquello de lo cual provienen no tuviera otra realidad más que la presente en ellas. Para nosotros las imágenes resultan indiferenciables del “ser”. Identificamos a una persona por su fotografía, a una empresa por su imagen corporativa, a un hecho con un gráfico, a un adulterio con una grabación y a Cleopatra con Liz Taylor. Existe de nosotros lo que de nosotros aparece en Facebook, en Instragram, en las fotografías de nuestras vacaciones, en los vídeos de nuestros hijos, en las imágenes que tomamos de nuestro cuerpo, vestido o no. Ahora bien, no hay negación en las imágenes, ninguna imagen puede decirse la negación de otra, ninguna imagen viene a contraponerse a otra, sino, todo lo más, a complementarla. La dialéctica, que tan bien se las apañaba con las representaciones, no sirve en el mundo de la imagen. El “ser” de la imagen no puede referirse a la nada, porque entonces, la imagen tendría que reconocer la existencia de algo más allá de ella y ya no podría presentarse como “la realidad”, sino como simple copia. El “ser” de la imagen  excluye la nada al rango de lo inexistente, pues sólo existe lo que se emite y retransmite, quiero decir, salta directamente al movimiento. Ahora los señores se embarran en duelos de imágenes proyectadas como torrentes a través de los medios de comunicación que dominan y de los que, sin perder su carácter de amos, ambos salen esclavizados por una imagen en la que nadie puede montarse, como ha ocurrido con Jeff Bezos y Mohamed Bin Salmán. No puede extrañarnos, por tanto, que muchos hablen de esta época como de tiempos “líquidos”, “híbridos”, “confusos”, como los tiempos, en definitiva, en los que las representaciones que utilizaban como conceptos dejaron de valer.

domingo, 21 de abril de 2019

Imagen y responsabilidad corporativa.

   Hace unos años, mi amigo Joaquín García Cruz, profesor de la Universidad Pablo de Olavide, me invitó a una conferencia sobre imagen corporativa que iba a dar cierto catedrático de la Universidad de Sevilla. Aprendí bastante y, además, me resultó muy amena, pero todo cuanto dijo el ponente radicaba en un supuesto, supuesto que comparten todos los que trabajan en este sector, a saber, que las empresas tienen en sus manos forjarse, transformar y administrar su imagen. Obviamente, quien pretenda ganarse las habichuelas con la imagen corporativa y reconozca que, probablemente, el margen de maniobra de las empresas con su imagen resulta más bien estrecho, tiene menos futuro que una persona inteligente en VOX. Por otra parte, existe cierta confluencia de intereses que lleva a fabricar una especie de apoyo a semejante supuesto. Se puede citar, por ejemplo, el derecho a la propia imagen, que crea la ficción de que poseemos algo así como unas imágenes sobre las que tenemos uso exclusivo y que a todos los efectos podemos considerar privadas. Si ahora  identificamos cada una de esas imágenes con un signo, tendremos ya un lenguaje privado, como el que Wittgenstein declaraba imposible, sancionado por la ley. Pero me he alejado del tema. La cuestión radica en que si hubo una época en que semejante derecho podía considerarse garante de algo, dicha época pasó hace tiempo cuando las cámaras y demás dispositivos de registro de imágenes se popularizaron hasta devenir de uso común. Cualquier imagen que se tome, corre el riesgo de circular y una vez en circulación, como ha quedado demostrado tantas veces en los últimos años, ninguna legislación podrá impedir que siga circulando. De hecho, si se quiere entender algo de lo que ocurre a nuestro alrededor, debemos abandonar la pretensión de que hay sujetos que crean imágenes utilizando un dispositivo para generarlas o mostrándose ante semejante dispositivo. Bien al contrario, corresponde a las imágenes crear sujetos, sujetos presidenciables como Zelenski, sujetos aterradores como ése que induce a los niños al suicidio en Youtube o sujetos en los que confiar, como se pretende que ocurra con ciertas empresas.
   Si ahora trasladamos ese supuesto tácito, que una empresa puede controlar plenamente su imagen, al campo de la responsabilidad corporativa, nos encontramos con una especie de  reflejo especular de algo que vimos hace poco, el paso del ser al deber. En multitud de libros sobre responsabilidad corporativa, uno puede leer consejos para que las empresas se impliquen en la mejora de comunidades más o menos alejadas de su público objetivo, consejos sobre cómo debe organizarse tal implicación y consejos sobre la propia estructura y funcionamiento de las empresas. Después, sin que medie tránsito ni explicación alguna, se habla acerca de cómo la responsabilidad corporativa mejora la imagen de la empresa. Desde luego, no digo que la responsabilidad corporativa no contribuya a que una empresa mejore su imagen; sí digo que no he hallado ningún texto que explique cómo ocurre esto, aún más, tengo la profunda convicción de que no lo encontraré. En efecto, quien trate de explicar cómo y en qué medida la responsabilidad corporativa mejora la imagen de la empresa tendrá que entrar en el delicadísimo tema de si se puede considerar la responsabilidad corporativa una cuestión de imagen o no. 
   Ph. Kotler y Nancy Lee daban un precioso ejemplo de cuanto venimos diciendo en Corporate Social Responsibility. Doing the Most Good for Your Company and Your Cause. A principios de este siglo, la empresa de yogures y helados Dreyer’s decidió unirse a la ola de lazos rosas que periódicamente recuerdan a las norteamericanas la necesidad de realizarse chequeos para prevenir el cáncer de mama. Pero Dreyer’s quería algo más que poner lacitos en las etiquetas de sus productos, así que se dirigió a la matriz misma de estas campañas, la Susan G. Komen Breast Cancer Fundation (por cierto que "Susan G. Komen" constituye una marca registrada) para encontrarse con la sorpresa de que su competidor Yoplait había firmado un contrato exclusivo con dicha fundación para figurar como “el único fabricante de yogur comprometido con la causa” de la prevención del cáncer de mama. Planteemos ahora las cuestiones que hemos ido horneando: ¿para qué quiere una fundación para la prevención del cáncer un contrato en exclusiva con un fabricante de yogures? ¿para qué quiere un fabricante de yogures un contrato en exclusiva con una fundación para la prevención del cáncer? ¿para que sus miembros coman en exclusiva yogures de su marca? ¿para que sus yogures figuren como los únicos que previenen el cáncer? ¿Siguió colocando Dreyer’s lazos rosas en las etiquetas de sus productos? ¿qué ocurriría si esta anécdota se convirtiera en un hecho de dominio público? ¿acaso no afectaría a la imagen de Dreyer’s? Obviamente, como señalan Kotler y Lee, Dreyer’s cometió un error estratégico al enrolarse en una campaña sin tener todos los datos, pero ¿qué error cometió Yoplait? Y, sin embargo, preguntemos, ¿qué intereses protegía Yoplait al firmar un contrato en exclusiva con la Susan G. Komen Breast Cancer Fundation? ¿los de la prevención del cáncer de mama? ¿no acabamos de afectar su imagen?

domingo, 14 de abril de 2019

¡Campaña por fin!

   Por fin, la pre-campaña electoral que comenzó en junio del año pasado con la llegada al poder de Pedro Sánchez ha terminado. Han sido diez interminables meses de amagos, golpes de efecto y requiebros con la única finalidad de llegar hasta aquí. El gobierno del PSOE en ningún momento disimuló sus ansias de dar fuelle a un partido, en aquel momento sin aire, y que, tras vencer las disputas internas ha logrado el apoyo de El País. Ahí está el periódico de referencia de la izquierda sacando un día sí y otro también supuestos sondeos que le dan al PSOE ora la mayoría relativa ora la mayoría absoluta. Otra cosa es que eso vaya a atraer de verdad a los tradicionales votantes socialistas, especialmente, teniendo en cuenta lo que han sido sus carteles electorales.
   Cualquier manual de marketing explicará que si se quiere construir un lema de marca resulta imprescindible crear uno que diferencie de la competencia, que la posicione como inferior, que exprese una promesa, que genere emociones, que apele claramente al público objetivo y que no ofrezca malas interpretaciones. Sin embargo, ya hemos explicado que, con frecuencia los lemas de campaña brotan del inconsciente colectivo de los partidos y permiten adivinar sin dificultades cómo se ven a sí mismos. Tomemos de entrada, como digo, la campaña del PSOE. 

De todas las fotografías que podían haberle hecho a Pedro Sánchez, alguien a quien, seguramente, no le han pagado trabajos anteriores, eligió una en blanco y negro en la que más que el presidente en funciones parece un prófugo de la justicia. Al lado (o sobreimpreso), aparece un lema en letras rojas “Haz que pase”, que parece invitar claramente a que los votantes den el carpetazo definitivamente al Sr. Sánchez. La conjunción de una cosa y otra no deja mucho lugar a dudas, se pide que, por fin, pase de una vez el gobierno socialista a la historia, ésa que vemos en los libros con fotos en blanco y negro. Por si fuera poco, todo ello se acompaña de un segundo eslogan, “La España que quieres” y junto a unas imágenes en una de las cuales se ve a un niño agarrando del cuello a un señor mayor, insinuando, tal vez, que España desea estrangular a los pensionistas para librarse de tan pesada carga económica. Otra secuencia nos muestra el mismo eslogan con una joven que lleva escrito en la cara “No es no”, quizás porque se nos insiste en que hay que decirle que no al Sr. Sánchez o quizás recordando sus afirmaciones para con los independentistas, pero que, en cualquier caso, no queda claro qué emoción quiere despertar en los que tengan la dudosa gratificación de contemplar estas imágenes. Por si no se habían incumplido todas las recomendaciones del marketing, queda la guinda: resulta que el lema “Haz que pase” ya había sido registrado por una empresa. En lugar de retirar su campaña, los socialistas han emitido un comunicado con la boca pequeña por el que se comprometen a “no volver a utilizar este lema”. Ya se sabe, nos han venido a decir, esto son cosas de la campaña, pero en quince días nos olvidamos de todo, como de “La España que quieres”.
   Pero si desean originalidad no hay nada como el PP:

“Contamos contigo”, dicen. ¿Seguro que saben contar? Porque a mí me parece que éstas son las cuentas del Gran Capitán. Sin embargo, ellos están convencidos de hacerla muy bien, tan convencidos que, por sus cálculos, han adquirido un “Valor seguro”, el Sr. Casado, el mismo que tuvo que llamar a capítulo al Sr. Illana veinticuatro horas después de nombrarlo número 2 en la lista por Madrid, el mismo que, como secretario de comunicación del PP, dijo que la corrupción era “la seña de identidad” de su partido, el mismo que afirmó que “nadie habla bable en Asturias”, el mismo que calificó la conquista de América como “la etapa más brillante de la humanidad”, el mismo que declaró que en mayo del 68 “destrozaban las calles porque se aburrían” o que la ocupación de viviendas constituyen una “falta” (figura desaparecida del Código Penal en 2015), etc. etc. etc. Pues si a esto lo consideran un valor seguro no me quiero imaginar lo que consideran “cierto riesgo”. En cualquier caso, queda bien claro que al partido le importa el dinero, las acciones, los valores y no las personas. Y para remacharlo, de fondo de cartel, un muro, que no sabemos si es el de Berlín, el de Pink Floyd o el de la cárcel en la que piensan encerrarnos a todos, pero del que el Sr. Casado, sin duda alguna, constituye una ladrillo más.
  Y, por fin, llegamos a los sospechosos habituales.

Ciudadanos presenta a Albert Rivera exactamente como salía reiteradamente el diabólico mafioso Keyzer Söze en la película del mismo título de 1995, sobre una especie de fondo en llamas dispuesto a pegarle cuatro puñaladas al que se le ponga por delante. 

Eso sí, su lema es original con narices: “¡Vamos!” Les falta el “¡A por ellos! ¡Oe!” Para animar a la militancia no está mal, como lema de posicionamiento hubiese puesto enfermos a Ries y Trout.
  Imagínense que han nacido en Francia, Inglaterra o Alemania y que han aprendido español a conciencia. Les han enseñado que la “-o” final, suele indicar masculino y la “-a” femenino, “-os” constituye una desinencia para indicar el genérico en un grupo formado por hombres y mujeres o bien por hombres solos y que “-as” corresponde a un plural cuando se trata de un grupo formado sólo por mujeres. Ahora vienen a España y se encuentran un cartel con un señor con barba y cara de estreñido de nombre Alberto Garzón encabezando una formación llamada Unidas Podemos. ¿Cuántos tornillos se les saltarían? 

Por si fuera poco esta formación, tan femenina ella, tacha a todos los votantes de fachas, pues se declara estar a “Tu izquierda”. Si están a la izquierda de todos los que vean los carteles ¿quién va a votarles? 
  Y todo esto sin que ninguno de ellos haya abierto todavía la boquita en un mitin. Después preguntarán por qué emigran los jóvenes de este país...

domingo, 7 de abril de 2019

A vueltas con la historia.

   Aunque la paz de Augsburgo había puesto término al enfrentamiento del emperador Carlos V con los príncipes luteranos, los inicios del siglo XVII no presagiaban nada bueno. El acuerdo que terminó las guerras religiosas del siglo anterior vinculaba a católicos y los protestantes existentes en aquel momento, quiero decir los luteranos, que adquirieron con ello el estatuto de forma alternativa de entender el cristianismo respecto de lo predicado desde Roma. Desde entonces, sin embargo, habían comenzado a expandirse otras iglesias protestantes, particularmente el calvinismo y el anabaptismo, que amenazaron la hegemonía luterana e, incluso, en el caso de éste último enarbolando de nuevo el omnia sunt communia, los fundamentos sociales mismos en los que arraigó la doctrina de Lutero. A partir de ese momento, la fractura del campo protestante hizo que los partidarios de entender la Reforma de un modo u otro compitieran entre sí por demostrar quién merecía el calificativo de más acérrimo enemigo del emperador y de los católicos, generando un rápido proceso de radicalización. Del lado católico las cosas no transcurrieron de un modo muy diferente. Desde la firma del mencionado tratado, los príncipes católicos bajo el amparo del emperador y del Papa, habían pugnado por ir arrancando trocitos cada vez menos pequeños de la libertad religiosa conquistada por los reformistas. La quema de iglesias protestantes se había convertido en un ejercicio habitual entre los católicos y, del mismo modo, abortar cualquier manifestación de culto católico constituía moneda corriente en los principados protestantes. En 1606 la mayoría luterana de Donauwörth impidió que los católicos de la ciudad realizaran una procesión, éstos pidieron la ayuda del Maximiliano I de Baviera y los protestantes reaccionaron creando la Unión Evangélica o Unión de Auhausen en 1608, liderada por el muy calvinista y anticatólico Federico IV del Palatinado. La respuesta católica no se hizo esperar y un año después, en 1609 crearon la  Liga Católica encabezada por el ya mencionado Maximiliano I. En los años siguientes Unión y Liga hicieron todo cuanto humanamente tuvieron a su alcance por exacerbar el odio entre católicos y protestantes. Con sus proclamas, amenazas y acciones no dejaron lugar a que nadie, de un bando u otro, pudiera mostrar el más mínimo grado de mesura sin que se lo acusada de traidor. Jamás, en ninguno de sus días de existencia, hicieron el menor intento por calmar los ánimos, tender puentes o comprender al otro. Aplaudieron cada salvajada hecha por los suyos y magnificaron cada una de las hechas por los del otro bando hasta que la situación devino absolutamente insostenible. Hacia 1618 resultaba para todos evidente que se avecinaba una catástrofe, aunque nadie pudo vaticinar cómo se iniciaría. Y lo inevitable, aquello por lo que los miembros de la Unión y de la Liga se habían esforzado tanto, acabó por ocurrir. La guerra de los Treinta Años asoló los territorios del Sacro Imperio Germánico. Las armas de fuego quizás no causaran más de cinco millones de muertos, pero los ejércitos constituían plagas que arrasaban por completo los territorios en los cuales se asentaban para pasar los largos inviernos, dejándolos sin comida, sin cultivos y sin hombres. Las hambrunas y las enfermedades camparon a sus anchas hasta el punto de que tuvieron que pasar más de 300 años para que Europa se enfrentara a una devastación semejante.
   Pues bien, lo más terrible de toda esta terrible historia radica en que ni los miembros católicos de la Liga, ni los protestantes de la Unión parecieron darse cuenta del desastre al cual arrastraban a aquellos a los que decían defender. Cuando la guerra estalló ni uno ni otro bando se hallaba preparado para la contienda ni política ni militarmente. Incluso después del levantamiento de Bohemia que inició la carnicería, los miembros de la Unión se reunieron como si nada hubiese ocurrido planteándose qué medidas debían tomar. Las desconfianzas entre luteranos y calvinistas la hicieron completamente inoperante y la improvisación militar que les llevó a la derrota de la Montaña Blanca tres años después del inicio de las hostilidades, condujo a su disolución y a la primera intervención directa de una potencia extranjera en la guerra. Peor destino vivió la Liga. Hacia 1618 se hallaba virtualmente extinguida pues hacía años que sus supuestos miembros no aportaban dinero alguno a ella. Con el inicio de la guerra, el emperador movió sus hilos para restaurarla y la coalición que batalló durante la guerra de los Treinta Años con el nombre de Liga Católica, sólo mantenía una continuidad nominal con la que hizo inevitable la catástrofe. Si uno sigue detenidamente el devenir de la Unión y de la Liga, la sucesión interminable de provocaciones, incidentes y coacciones y, a la vez, su completa y absoluta falta de preparativos para lo que se avecinaba, se llega a la fácil conclusión de que aquellos fervientes defensores de la causa de Lutero y de Roma, en ningún momento se dieron cuenta del abismo hacia el que conducían a sus conciudadanos. Llegamos, pues, a la pregunta que estos hechos históricos debieran plantearnos cada día: ¿le importa algo a los que medran expandiendo el odio (hacia el español, hacia el catalán, hacia el vasco, hacia el inmigrante, hacia Europa) el abismo al cual nos conducen?

domingo, 31 de marzo de 2019

Enfermos como nosotros.

   El koro constituye una enfermedad terrible. Afecta, sobre todo, pero no exclusivamente, a hombres en la adolescencia y la juventud, los cuales experimentan un estado de pánico y ansiedad extrema al percibir que su pene va disminuyendo de tamaño como si pudiera llegar a desaparecer. La muerte les acecha si esto ocurriese, por lo que tratan de evitar la retracción atando su miembro a algún objeto, lo cual origina frecuentemente desgarros y lesiones. En el caso de las mujeres se trata de sus senos y sus genitales los que parecen ir contrayéndose. En ocasiones se presentan epidemias de koro. China, por ejemplo, las sufrió recurrentemente en 1948, 1955, 1966, 1974 y, particularmente, en 1985 con más de 3.000 afectados. Tailandia vivió una epidemia en 1976 y Singapur registró decenas de casos de koro vinculados a la ingesta de carne de cerdos vacunados contra la peste porcina. Se la puede considerar una enfermedad en expansión, frecuente en personas de origen asiático repartidas por todo el mundo, pero también en África, donde los pacientes la vivencian como un "robo del pene" y se han registrado hasta 56 casos entre 1998 y 2005. Incluso en nuestro país, hay casos reconocidos.
   El síndrome del dhat incluye ansiedad, fatiga, debilidad, pérdida de peso, impotencia, depresión y presencia de una secreción blanca en la orina o las heces, sin que exista ningún tipo de problema fisiológico observable. La sustancia blanca suele identificarse con el dhatu ayurvédico, uno de los siete fluidos esenciales cuyo equilibrio resulta necesario para la salud y al que los occidentales consideran indistinguible del semen. Resulta prevalente en varones jóvenes de extracto socioeconómico bajo, pero también se han presentado casos en mujeres. Descrito por primera vez en la India, parece haberse convertido en endémico de Pakistán y Bangladesh.
   El chacho o alkanzo o pacha se caracteriza por malestar general, decaimiento, aceleración del pulso, sueño, pérdida del apetito, pérdida de peso, dolor de estómago, tos, dolor intenso de huesos y fiebre. Cuando se agrava aparecen esputos con sangre, así como tumores malignos y dolorosos que minan el órgano afectado y hasta pueden producir la muerte. Aparece por no realizar los pagos u ofrendas a la tierra antes de iniciar los trabajos de campo, porque algún animal tumba bruscamente al paciente, por dejar caer algunas gotas de su sangre (principalmente en tierra virgen), por sentarse o recostarse con descuido en el campo o en el piso recién construido de una casa o por cambiar de casa sin pagar la ofrenda a la tierra. Endémico de los Andes, tiene una prevalencia muy variable, entre 9 y 31 casos por cada mil habitantes. Su tasa de mortalidad resulta baja, pero hay personas que mueren de alkanzo. El tratamiento con los medicamentos habituales para la neumonía, la bronquitis, la tuberculosis o el cáncer agravan los síntomas, mientras que se logra su curación mediante la medicina tradicional por la ingesta de una cucharada de gasolina, así como el pagapo o pago a la tierra (ofrenda de flores y alimentos). 
   Podríamos seguir enumerando enfermedades como el Hwa-byung  que afecta a un 35% de la población trabajadora coreana; la sangue dormido de Cabo Verde, que provoca ceguera, convulsiones, parálisis, apoplejía, temblores e infartos cardíacos; el síndrome del susto o espanto, típico de México, caracterizado por pérdida de apetito, debilidad muscular, vómitos, diarreas, fiebre, depresión y ansiedad; el piblokto característico de poblaciones del Polo Norte o el mucho más cercano a nosotros, empacho. Todas estas enfermedades, síndromes y trastornos y muchos más no mencionados aquí aparecen clasificados en el Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales (DSM-V) bajo la etiqueta de “síndromes culturales”. Sistemáticamente caen bajo la categoría de “enfermedad mental”, trastorno psicosomático o, todavía mejor, “visión errónea” acerca de la salud, la enfermedad y/o la sexualidad. Menudean los sitios en Internet en los que muy licenciados psicólogos afirman (como otros dicen de la homosexualidad) que su curación se logra mediante terapia, mediante “una adecuada educación sexual” o, mejor aún, prescribiendo ansiolíticos. En definitiva, todo consiste en normalizar en torno a nuestra cultura, en convertir al otro, al que no podemos reconocer como occidental, al que no comparte nuestros estándares de pensamiento, en un enfermo mental, presentando bajo la capa de supuesto conocimiento la vieja sabiduría de Astérix: “están locos estos romanos”. Todo ello con un único fin, eludir las preguntas que estos males nos arrojan a la cara: ¿por qué tales reuniones de síntomas resultan menos “científicas” que los agrupamientos que nosotros realizamos? ¿por qué la “depresión” que no presenta evidencias físicas merece el calificativo de “enfermedad” y el alkanzo, que sí los presenta, no merece semejante calificativo? ¿quién lo decide? ¿en base a qué criterio? ¿Por qué nos parece lógico que la inmensidad de nuestro progreso científico haya conducido a que las personas tomen de por vida medicamentos que no les permiten aspirar a curarse alguna vez y no nos parece lógico que alguien se cure tomando algo que no consideramos un medicamento? ¿porque hay hechos que así lo demuestran o porque nos hallamos presos de un relato que deslinda lo racional de lo irracional siguiendo la línea marcada por unos intereses muy claros? Y si el DSM-V tiene razón, si los psiquiatras tienen razón, si todos esos que afirman que las enfermedades de todo género, incluyendo las mentales, poseen una base biológica tienen razón, ¿qué base biológica puede atribuírsele a un “síndrome cultural”? ¿acaso se nos pretende decir que hay ciertas conexiones neuronales erróneas, ciertos desequilibrios en los neurotransmisores, ciertas malformaciones de algunas áreas del cerebro que producen culturas distintas de la occidental? ¿o se trata exactamente de lo contrario, de que ciertas formaciones de la cultura occidental llevan a percibir malformaciones en áreas cerebrales, desequilibrios en los neurotransmisores y conexiones neuronales disfuncionales, como llevaron a no ver durante décadas las neuronas de nuestro intestino? Y, por encima de todo, una vez más, ¿cómo se contagian esas malformaciones cerebrales, esos desequilibrios en las sustancias químicas del cerebro, esas conexiones neuronales? ¿también biológicamente?

domingo, 24 de marzo de 2019

Bollería industrial.

   Netflix se ha convertido en la mayor productora mundial de contenidos audiovisuales. Su presupuesto para este fin superaba en 2018 los 12.000 millones de dólares, de los cuales el 85% se destinó a la producción propia y un 15% para la compra de contenido ya hecho que, no obstante, se presentaría como “Netflix Original”. En total, unas 700 series y 82 películas nuevas.  Goldman Sachs calcula que, de seguir esta tendencia, en 2022, Netflix gastaría más de 22.500 millones de dólares en producción. Para conseguir semejante volumen Netflix ha procedido a la descentralización, produciendo de modo independiente en cada uno de los países en los que tiene presencia y distribuyendo estos contenidos a nivel mundial. Un ejemplo, por lo demás incomprensible, lo constituye el caso de la surrealista producción española La casa de papel. Creada originalmente por Antena 3 y con una audiencia que disminuía con cada capítulo, se la vendieron a Netflix para hacer algo de caja.  Rápidamente se convirtió en la serie de habla no inglesa más vista en la historia de la plataforma. La razón del relativo fracaso en televisión y el espectacular éxito tras su paso al streaming radica en que Netflix no mide la audiencia como se hace en televisión. Las emisoras miden la audiencia en función de las personas que en cada momento se hallan sentadas delante de las pantallas, pues éste constituye el público potencial de las pausas publicitarias. Netflix calcula el número de nuevos suscriptores que recibe justo antes del estreno de una serie descontando el flujo habitual de suscriptores y posteriormente rastrea si estos nuevos suscriptores renuevan o no tras su mes gratuito y si visualizan o no otros contenidos. Ambos patrones, a nivel internacional, les dan indicaciones de cómo deben valorar dicha serie y si deben proceder a su renovación, mientras que la publicidad queda embebida en ellas. Este procedimiento les permite maximizar recursos aun con un catálogo menguante. Porque, en efecto, entre 2010 y 2018, los suscriptores de Netflix vieron reducidas sus opciones en casi 3000 películas aunque, eso sí, el número de series se triplicó. El objetivo parece claro, en 2017 los usuarios de Netflix vieron unas 1.000 millones de horas semanales, lo cual significa que cada uno de ellos dedicó más de una hora diaria a la plataforma. La multiplicación de las series sólo puede aumentar dicho tiempo y de hecho, ya no hay vidas suficientes para visualizar todo su catálogo.
   Pero el universo de Netflix no lo constituye únicamente la luz. Tiene un pasivo de varias decenas millones de dólares, series con elevados presupuestos han resultado un fiasco y muchos de sus contenidos tienen fecha de caducidad del “Netflix Original” como ha demostrado la retirada de los productos de Disney de la plataforma. Los directivos de la compañía piensan que eso no importa mucho si el número de suscriptores continúa aumentando, no tanto por los ingresos que suponen, como por el hecho de que mientras eso ocurra, las acciones continuarán subiendo en bolsa. Pero los analistas bursátiles han comenzado a decirlo con una claridad meridiana: 
"Filmes de prestigio no son el mejor uso de capital si estás tratando de construir una marca global",
   EEUU y Gran Bretaña estrenan unas 800 películas al año, lo cual significa que ni viendo dos películas al día se puede abarcar todo lo que se estrena. Pero semejantes cifras palidecen si las comparamos con Bollywood (más de 1.200 películas al año) o Nollywood (997 películas llegan cada año a las pantallas de Nigeria y, posteriormente, de toda África). 
   Aún sin producción audiovisual, seguir los lanzamientos literarios del año constituye misión imposible. El mercado anglosajón saca a las librerías alrededor de medio millón de títulos y a ellos España añade otros 80.000. Nada comparable con Amazon, en donde se publican doce libros nuevos a la hora o, dicho de otro modo, un nuevo libro cada cinco minutos. La apabullante mayoría de semejante tsunami cultural corresponde a novelas, relatos y cuentos.
   Evidentemente, 1000 nuevas series cada año, más de 3000 películas y más de 500.000 libros exigen, por encima de todo, que no haya en ellos mayores profundidades. Si un espectador tiene que ver cuatro o cinco horas diarias de producción audiovisual para abarcar todas las novedades no se le puede pedir también que necesite una o dos horas de reflexión para asimilar la densidad de referencias, el juego conceptual, la profundidad de significado de lo que ha visto. Más bien al contrario, se trata de que engulla pero no se sacie, de que el propio acto de ingerir un capítulo tras otro, un libro tras otro, le lleve a desear más, sin que nunca sienta plenificadas sus inquietudes o, si quieren, lo expreso de otra manera, para éstas, para sus inquietudes, todo lo visto, todo lo leído, debe importar literalmente nada. Aún más, si tales productos quieren conllevar un cierto éxito para quien los fabrica y distribuye, deben tener la propiedad de conservarse cierto tiempo ahí, en el catálogo, hasta acumular un número suficiente de lectores o espectadores. Si hay en ellos la más mínima referencia a la realidad, a lo acontecido históricamente, por tanto, deben narrarlo, con los tópicos habituales, del modo que la mayoría lo recuerda, para que puedan reconocerlos y, a la vez, con colores sumamente llamativos para que no coincida con la crudeza de los hechos, aunque para eso haya que pasarse la mano con el maquillaje de los protagonistas. En resumen, todo lo fabricado por la industria cultural debe abundar en conservantes y colorantes.
   Supongamos que, efectivamente, alguien se marca como reto abarcar lo inabarcable, quiero decir, alimentar sus entendederas exclusivamente con los nuevos contenidos que aparecen cada año de películas, libros y series. ¿No habría de pasarse horas y horas sentado en su sofá? ¿no acabaría teniendo problemas de obesidad? ¿qué ocurriría con su colesterol, con su hipertensión, con su sistema cardíaco? Su propio cerebro, ¿no se abotargaría, no se entumecería, no se haría como pesado?
   Pues bien, resulta de dominio público que no debe consumirse con frecuencia bollería industrial porque ni alimenta ni sacia, conduciéndonos inevitablemente a consumir más, como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que la bollería industrial hace amplio uso de conservantes y colorantes como ocurre con los productos de la industria cultural. Resulta del dominio público que el abuso de la bollería industrial conduce a la obesidad, el aumento del colesterol, la hipertensión, los problemas cardíacos, amén de los digestivos, como ocurre con los productos de la industria cultural. ¿Por qué entonces nadie nos advierte contra el riesgo de consumir más de una vez a la semana un producto cultural como se hace con la bollería industrial? ¿Porque existe verdadero interés en que padezcamos obesidad, hipertensión e hipercolesterolemia mentales?

domingo, 17 de marzo de 2019

El terror de las imágenes.

   Recordaba Mario Onaindía en sus memorias un atentado en el que participó como miembro de ETA Político-Militar. Tuvo lugar en abril de 1968 y consistió en el intento de asesinato de dos guardias civiles. Aunque los miembros del comando no tenían demasiada experiencia, no tardaron más de cinco minutos en tenerlo todo planificado. Pero la organización les había pedido algo más que matar a dos miembros de las instituciones franquistas, les había pedido que lo filmaran. Durante dos horas discutieron cómo hacerlo. Matar resulta extremadamente fácil, el juego de los símbolos contra los que se atenta no presenta mayor dificultad, convertir todo ello en imágenes constituye el gran reto de los movimientos terroristas. Los movimientos terroristas del siglo XX transformaron la propaganda por la acción que originó el terrorismo anarquista del XIX en la lucha por las imágenes. Para todos ellos, para los nacionalistas, para los izquierdistas, para los derechistas, para los islamistas y los católicos, el objetivo primario no consistió nunca en la consecución de unos logros más o menos políticos, sino en la consecución de imágenes. Un movimiento terrorista no atenta para matar, utiliza las ansias de matar de sus miembros para generar imágenes y cuantas más imágenes, mejor, con independencia de quién caiga y cómo. No se entenderá nada de los atentados suicidas si se pretende que los terroristas se suicidan para alcanzar un paraíso en el que pocos creen y en el que, de seguir los dictados de su religión, ningún suicida entrará. Se comete un atentado suicida para tener derecho a grabar un vídeo en el cual se dan explicaciones de los motivos, de las causas y se hace gala de profunda autocompasión. Que después ese terrorista mate a cien, a mil o sólo a sí mismo carece de la menor importancia, pues el objetivo primario y básico, el que permite que el movimiento terrorista siga existiendo un día más, ya se ha conseguido, las imágenes. Por eso el terrorismo del siglo pasado alternó indiferentemente los atentados contra autoridades y contra ciudadanos de a pie como no concibió hacerlo el terrorismo del XIX, porque dan igual los supermercados de comida kosher, los bares, los restaurantes, los conciertos, los mercadillos navideños o las celebraciones juveniles, lo fundamental radica en los minutos grabados, en el número de fotos tomadas, en las imágenes retuiteadas.
   Podemos decir todo lo anterior de otra manera: las imágenes matan. No se asesina a un occidental o a un musulmán para poder grabarlo y que las imágenes circulen. Las imágenes existen y circulan porque hay occidentales y musulmanes muertos, porque muestran personas heridas, atropelladas o agonizando. Si en ellas apareciera un profesor de física enseñando conceptos abstractos de un modo fácil para todo el mundo no se grabarían y de grabarse no circularían. Las imágenes necesitan algo impactante, estremecedor, pero tan simple y elemental que capte la atención hasta de un perro o, lo que viene a significar lo mismo, tantas veces repetido que cualquiera pueda entender lo que se le muestra. Toda imagen se refiere, pues, a otra imagen, de la cual toma su contenido pero de la que debe diferenciarse si quiere circular.
   La imagen se caracteriza por utilizar la magia del ser para presentarse como la realidad. A todos los efectos, los hombres del siglo XX y los de este siglo XXI, no toman imágenes de la realidad, consideran real lo que aparece en las imágenes. Por eso no creemos en Dios, porque no podemos grabarlo con nuestros móviles como a los pokémones,. Por tanto, carece de sentido preguntar quién o qué aparece en las imágenes. Aparecen las imágenes y los acontecimientos, las personas, se dicen reales porque van contenidas en ellas. Nada separa el vídeo grabado por el chalado de Christchurch de Call of Duty, Grand Thref Auto: San Andreas o cualquier otro juego electrónico al uso. Esa carnicería ya la vivimos y ya nos impactó sin necesidad de que 49 seres humanos perdieran la vida. Y aquí radica la gran paradoja, la gran mentira en la que nos mantenemos: los vídeos, las fotografías, las imágenes que “valen más que mil palabras”, por sí mismas, no dicen nada, ni siquiera nos dicen si quienes mueren en ellas tienen sangre en sus venas o algoritmos, ni dónde ocurre, ni cuándo y, mucho menos, por qué. Incluso alguien con un cerebro tan escaso como el del becerro de Christchurch, lo intuye y siente la necesidad de acompañar sus imágenes con un largo pliego de excusas en el que simula razonar algo con lógica. Las imágenes, simplemente, se imponen, se llaman a la existencia unas a otras, multiplicando sin fin la reproducción de lo mismo, pretendiendo suplantar su carencia de significado con su rápida sucesión. De un modo u otro, haciendo caso omiso de la voluntad de los sujetos, por encima de ella, la imagen adviene. Y volvemos a encontrar otra vez lo mismo. Facebook, que en cuestión de minutos bloquea la cuenta de quien retransmite un partido de fútbol de modo ilegal, se dice incapaz para bloquear las imágenes de un asesinato en masa porque necesita de él para que se multipliquen sin fin las reacciones, los posts, las imágenes de caras, las fotografías y las inevitables explicaciones que las hagan inteligibles, todo eso que, desde sus inicios, constituye la razón última de su existencia. 
   Mientras tanto, mientras tratamos de seguir su flujo incesante, se sacrifica a seres humanos reales en el ara de las imágenes para que éstas adquieran lo que ellos pierden, vida, y los mequetrefes subvencionados por el poder entonan sus cantos a la lucha de civilizaciones entre un Islam violento por sí mismo y unos “hombres blancos normales” cuya intimidad se halla a resguardo de que cualquier buen guardián del orden público la pisotee.