domingo, 15 de abril de 2018

Recordando a Thomas Austin

   He tenido la inmensa suerte esta semana de escuchar, aunque parcialmente, la conferencia que el Prof. Miguel Angel Moreno Mateos, actualmente en el Departamento de Genética de la Universidad de Yale, pronunció en nuestro instituto, gracias a la mediación de nuestros compañeros Rosa Cortés y Francisco Javier Matías. Para mi fortuna y, me temo, para la desgracia de los alumnos allí convocados, la conferencia brilló más a la altura de las investigaciones que el Prof. Moreno realiza, que de los conocimientos que nuestros alumnos manejan. Debo decir que aguantaron durante casi dos horas como campeones y plantearon preguntas de gran interés. Hubo, sin embargo, dos cosas que llamaron poderosamente mi atención. La primera, citada apenas como anécdota por el Prof. Moreno, la presencia de miembros del ejército norteamericano en cada congreso sobre el tema que se realiza en los EEUU y, segunda, la frecuencia con la que se mencionó la competencia de laboratorios chinos.
   ¿De qué trataba la conferencia? ¿cuál constituye el centro de interés de las actuales investigaciones del Prof. Moreno? La tecnología CRISP-Cas9. Esta confusión de letras designa un mecanismo de defensa de las bacterias contra los virus que las infectan y que consiste, simplemente, en cortar su DNA para volverlo así inactivo. Ahora bien, en la medida en que el cromosoma de las bacterias no se halla confinado en un núcleo, deben poner especial cuidado en que este mecanismo reconozca secuencias específicas de DNA vírico y que no corte el DNA propio. Cuando a mí me enseñaron biología, me hablaron de las nucleasas, proteínas de las células animales que hacían exactamente lo mismo. El problema radicaba en que diseñar una nucleasa para cortar un sitio concreto del DNA costaba años. La comprensión de cómo funciona el sistema CRISP-Cas9 de las bacterias, ha llevado a reducir drásticamente el tiempo que se necesita para producir tales tijeras moleculares. Pero aquí no termina la cosa. En las células animales existe un mecanismo que permite reparar el DNA fragmentado, de modo que si tenemos la capacidad para cortar un gen concreto del DNA y reemplazar lo cortado por un gen con otras características, hemos encontrado la manera de introducir mutaciones a nuestro antojo en los seres vivos. Todavía mejor, en 2016, un equipo chino demostró que el mecanismo CRISP-Cas9 puede evitar la expresión de un gen sin ni siquiera alterar el DNA, actuando sobre los RNA mensajeros codificados a partir de ese gen.
Ayer me encontré esto en mi cuenta de twitter: 
Y ahora ya podemos atar todos los cabos. Acabo de decir que la tecnología CRISP-Cas9 reduce drásticamente el tiempo necesario para introducir modificaciones en el genoma de un ser vivo (algunos cálculos afirman que lo reduce en un 99%). Podemos decir lo mismo de otra manera: se ha vuelto un 99% más barato fabricar organismos modificados genéticamente. O si lo quieren de un modo más tajante, cualquier laboratorio de medio pelo tiene ahora a su alcance fabricar organismos modificados. China, Pakistán, Irán, Rusia, Corea del Norte o cualquiera con dinero para contratar una pequeña empresa de investigación genética podrá hacerlo. El año pasado, después de un informe secreto del Comité Jason dirigido al gobierno norteamericano, DARPA puso sobre la mesa 100 millones de dólares para “tecnologías de extinción genética”. Rápidamente se calmaba a los lectores aclarándoles que se trataba de eliminar los mosquitos que transmiten la malaria por el sutil procedimiento de impedir que nazcan hembras. DARPA figura en los libros de historia como la agencia que inventó Internet. No se suele mencionar que lo hizo con el fin de crear una estructura de defensa descentralizada que permitiera lanzar la respuesta a un ataque nuclear aunque éste acabara con la jerarquía de mando del ejército. DARPA, en efecto, forma parte de la nebulosa de agencias militares de los EEUU. Frente a esos cien millones para “tecnologías de extinción genética”, su aportación para el tratamiento de enfermedades específicas no llega a los 65 millones. Más de uno ha denunciado ya que se ha iniciado una caza de talentos con objeto de alejarlos de la consabida “curación de enfermedades”, con la que se va a vender todo esto, y centrarlos en investigaciones, como poco, de doble uso, civil y militar. 
  Tras conseguir un contrato con DARPA por 2,5 millones de dólares, Andrea Crisanti, profesor de parasitología molecular del Imperial College de Londres, ha declarado que los temores de que esta tecnología pueda derivar en la creación de armas biológicas constituyen “pura fantasía”. 
"No hay manera de que esta tecnología pueda ser usada para ningún propósito militar. El interés general es desarrollar sistemas para contener los efectos no deseados de la deriva genética. Nunca se nos ha pedido considerar ninguna aplicación que no sea eliminar plagas".
No hace falta. Hay sistemas biológicos que, por su importancia, se han mantenido inalterados a lo largo de la evolución desde los mosquitos a los hombres. Si poseemos la tecnología para alterar el balance de sexos en los nacimientos de mosquitos poco o nada habrá que cambiar para aplicarlo a los seres humanos. Incluso una herramienta tan burda causaría enormes perturbaciones sociales y políticas. ¿Han visto las reuniones del partido comunista chino? ¿Cuántas mujeres hay en ellas? ¿Y en el ejército? ¿Se imagina que la etnia han sólo tuviera hijas? ¿Qué ocurriría en un país con tendencia a la despoblación como Rusia si nacieran únicamente varones? ¿Seguiría amenazada demográficamente la mayoría blanca de los EEUU si una agencia gubernamental pudiera modificar el balance de niños y niñas que nacen de las minorías negra e hispana?
   Quizás no conozcan la historia de Thomas Austin. Este buen hombre, se asentó con su hermano en las tierras de lo que ahora se conoce como el estado de Victoria en Australia. Aburrido por no poder practicar el entretenimiento de sus ratos libres, la caza, en las yermas tierras australianas, tuvo la ocurrencia de pedir que le mandaran unos cuantos conejos desde Inglaterra. Su liberación en el verano de 1859 constituyó el inicio de una plaga de dimensiones bíblicas en la que los sucesivos gobiernos australianos han gastado miles de millones hasta el día de hoy. Pues bien, nosotros, entre peces cebra, mosquitos y curación de enfermedades, nos aprestamos a poner en manos de gente justamente reputada por su intelecto, los militares, algo muchísimo más peligroso y letal que los inocentes conejitos liberados por Thomas Austin.

domingo, 8 de abril de 2018

La guerra infinita

   El 19 de mayo de 2009 el ejército de Sri Lanka cercó en las playas de Mullaitivu a los últimos combatientes de los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE) y los aniquiló, poniendo fin, con un coste de vidas de civiles aún por determinar, a un enfrentamiento que había durado 26 años. La victoria visitó en diferentes ocasiones a Saddam Husein, por ejemplo, en febrero de 1991. Justo en las postimerías de la entrada de las tropas de la coalición en la invadida Kuwait, el dictador iraquí declaró en un discurso que su pueblo había alcanzado la victoria por resistir los bombardeos occidentales sobre su territorio. Doce años más tarde, el primero de mayo de 2003, mientras Irak se hundía en una espiral de violencia de la cual no ha acabado de salir, el presidente norteamericano George W. Bush proclamó desde la cubierta del portaaviones Abrahm Lincoln, anclado frente a las costas de California, la “victoria contra el terrorismo”. Podría seguir enumerando hechos de la historia reciente, pero no merece la pena, estos tres bastan para plantear con claridad la cuestión de qué puede significar “victoria” en el contexto de nuestras guerras contemporáneas.
   Si le preguntamos a cualquier filósofo vigesimico, rápidamente contestará que el significado de un término “es su uso”. Sin embargo, acabamos de ver tres usos muy diferentes del término “victoria” en el seno de un mismo juego del lenguaje. Nuestro filósofo, siguiendo las consignas que le dieron en el siglo pasado, rápidamente argumentaría que, en realidad, no se trata del mismo juego del lenguaje. Se trata, nos diría, de tres juegos del lenguaje diferentes, uno dentro de la cultura cingalesa de la primera década de este siglo, otro dentro de la cultura iraquí de la última década del siglo pasado y otro dentro de la cultura norteamericana. A continuación, con gesto muy serio, nos soltaría la consabida perorata con todos los lugares comunes típicos del discurso acerca de la inconmensurabilidad cultural. El problema radica en que esta misma semana, en un magnífico artículo del Washington Post, Greg Jaffe planteaba si “victoria” significaba lo mismo para el equipo del presidente Trump y sus generales. Según parece, el inefable Donald Trump considera alcanzada la victoria en Siria, Irak y Afganistán y arde en deseos de proclamarlas a los cuatro vientos, algo a lo que se oponen los altos mandos del ejército. Aunque la existencia de inconmensurabilidades culturales en las jerarquías del poder norteamericano pueda parecer sorprendente y preocupante, en realidad las grietas de "inconmensurabilidad" pueden seguirse en el seno de los estamentos militares mismos, divididos entre tres concepciones antagónicas de la victoria. 
   Por una parte, tenemos a los seguidores de filosofías del pretérito, que consideran que los términos carecen de significado hasta que, por arte de birlibirloque, un conjunto de personas comienza a usarlos. Así pues, los ejércitos se lanzarían a los campos de batalla a realizar operaciones militares hasta que la generación espontánea hace que comience a utilizarse la palabra “victoria”. Como sabemos todos, cuando una palabra no se usa no deja de tener significado, sino que éste se contagia a otras. Para esta escuela de pensamiento, por tanto, “victoria” se podría equiparar a la simple voluntad de combatir. Planteada la cuestión en tales términos resulta que no existe superioridad alguna del ultratecnológico ejército norteamericano sobre los guerrilleros pastunes armados con sus AK-47 de fabricación propia, pues ambos persisten en su voluntad de combatir. La conclusión lógica de tales planteamientos ha comenzado a ganar terreno en los pasillos del Pentágono: nos hallamos en la era de las guerras infinitas.
   Desde la Rand Corporation y las academias militares, se aboga, sin embargo, por una visión mucho más tradicional del asunto, que se halla a la base de la anterior y según la cual, puede considerarse alcanzada la victoria si se ha logrado dominar el 80% del territorio enemigo. Tal manera de entender las cosas se enfrenta con el problema de que históricamente nadie ha conseguido nunca dominar el 80% de Afganistán, ni siquiera los propios gobiernos afganos, así que la victoria se hallaría tan lejos como todos los acontecimientos únicos en la historia. Naturalmente, por encontrarnos en una manera diferente de presentar la misma teoría, parecemos abocados, de nuevo, a una guerra infinita. Existe, no obstante, una tercera opción manejada en los mismos ambientes y que expresó con toda claridad Siegel en su informe sobre las operaciones psicológicas de la OTAN durante la aplicación de los acuerdos de Dayton en Bosnia-Herzegovina:
“many officers are convinced that victory is no longer determined on the ground, but in media reporting. This is even more true in peace support operations (PSO) where the goal is not to conquer territory or defeat an enemy but to persuade parties in conflict (as well as the local populations) into a favored course of action.” (1)
   Supongamos que abandonamos la vieja perorata de que “el significado es el uso” y decimos que las palabras designan posiciones mentales. La victoria consistirá entonces en ocupar las posiciones mentales de una población objetivo conduciéndola hacia comportamientos deseados por quien puede decirse a partir de ese momento victorioso o, de un modo más simple, la victoria consistirá en que la población objetivo acepte la realidad que hemos preparado para ella. A veces, como en el caso del LTTE, tales posiciones se ocupan mediante la aniquilación física de quienes combaten sobre el terreno, pero no resulta imprescindible llegar a tal extremo. Para Saddam Husein conseguir la victoria consistía simplemente en seguir ocupando aquellas posiciones mentales de su población que hacían de su figura alguien a quien temer y para George W. Bush la victoria comprendía las posiciones mentales capaces de tranquilizar a sus votantes. Donald Trump no haría sino, continuando la línea del anterior, ocupar una serie de posiciones mentales entre sus electores que justificarán la retirada masiva de tropas de todos los frentes. De un modo semejante, los altos mandos del ejército norteamericano se resisten a proclamar la victoria en Afganistán porque no perciben de ninguna manera que se hayan alcanzado las posiciones objetivo en las mentes de los habitantes de aquel país. De hecho, ahora nos hallamos en condiciones de comprender que el territorio físico y los píxeles de nuestras pantallas de 4K constituyen dos modos diferentes de acceder a lo que de verdad importa, nuestras mentes. Aún más, si asumimos la idea de considerar que la victoria se relaciona, ante todo, con posiciones mentales, comprenderemos que tanto Trump, como el Pentágono, como toda la estrategia norteamericana en Afganistán, se han enfocado erróneamente, pues la población objetivo cuyas posiciones mentales se deben asaltar no la conforman los votantes del presidente ni los habitantes del país asiático, los miembros del servicio secreto paquistaní, auténtica retaguardia de los talibanes desde el acto mismo de su creación.

   (1) Pascale Combelles Siegel, Target Bosnia: Integrating Information Activities in Peace Operations. NATO-Led Operations In Bosnia-Herzegovina December 1995-1997, Departament of Defense Command and Control Research Program, s/l, 1998, pág. 1.

domingo, 1 de abril de 2018

Teoría de la imposición comunicativa

   Supongamos que nos muestran las imágenes de una chica paseando por el parque. Se aleja de la cámara mientras mira distraídamente a la izquierda y bosteza de un modo casi imperceptible. Supongamos que nos pidiesen explicar el significado de tal escena, ¿qué diríamos? Poca cosa desde luego. Probablemente lo primero consistiría en negar que encierre significado alguno. Si se nos insistiera, a lo sumo acabaríamos diciendo que hemos visto una mujer aburrida o cansada. Imaginemos ahora que nos proyectan la misma secuencia pero con un enfoque más amplio, que permite entrar en el encuadre a un joven que se ha acercado a la chica en una dirección perpendicular desde su derecha y que le ha dicho “¡hola!” La secuencia sigue exactamente igual, la mujer mira distraídamente a su izquierda y bosteza de modo casi imperceptible. Si ahora nos pidiesen explicar el significado de lo que hemos visto, tendríamos dos marcos teóricos posibles con los que proporcionar una respuesta. En uno de ellos se considera que las sociedades humanas se hallan compuestas por relaciones. Este marco teórico tampoco nos suministra muchas profundidades a la hora de hablar de un significado. Hemos visto, de acuerdo con él, a un hombre que proponía una relación en forma de diálogo a una mujer y el rechazo de esta propuesta. Más que hablar de significado, tendríamos que decir que se ha negado la posibilidad de todo significado y si se nos insistiera en que explicásemos el significado de lo visto, probablemente diríamos que todo equivale a un simple “no”. De hecho, ni siquiera podríamos dar las razones de ese “no” sin incurrir en especulaciones. Tal vez la chica estaba cansada, tal vez ya conocía a su interlocutor y no quería volver a dirigirle la palabra, tal vez no entendía su idioma, tal vez no se dio cuenta de que intentaba abordarla sumida en sus pensamientos... Pero, como digo, cualquiera de estas posibilidades no deja de constituir una pura especulación sin fundamento en los hechos.
   Adoptemos ahora el otro marco teórico para explicar lo sucedido. Según él, las sociedades humanas no se basan en relaciones sino en la tercera ley de Newton, quiero decir, en acciones y sus correspondientes reacciones. Podemos observar ahora cómo, de pronto, la escena contemplada aparece preñada de significados. El joven no ha propuesto una relación, ha efectuado una acción y, a resultas de este cambio en el modelo teórico, todo lo que viene después constituye una reacción a esa acción. El hecho de que la chica siga caminando como si tal cosa, mire distraídamente a su izquierda y bostece de modo imperceptible, ya tiene un significado, se trata de la reacción a la acción del joven, significado que puede haber surgido sin voluntad alguna por parte de la joven. Aún más, este marco teórico nos permite dar una explicación de por qué ha ocurrido esto y, quiero llamar la atención sobre este punto, una explicación en la que resulta por completo superfluo considerar qué ha pasado por la mente de la chica. Esa reacción se ha producido, dice este marco teórico, porque no se ha llevado a cabo la acción adecuadamente. A una mujer no se la debe abordar desde una trayectoria perpendicular a su camino, sino de frente. Hay que plantarse ante ella para ponerla en la tesitura de pararse o alterar bruscamente su camino. Los Hare Krishna lo entendieron muy bien. Cuando nuestros aeropuertos no parecían campos de batalla, solían pasear por ellos con sus túnicas naranjas y sus canciones en busca de dinero. Saltaban gritando delante de un desprevenido viajero para, a continuación, del modo más humilde y cortés posible, pedirle unas monedas. Sabían la propensión de los seres humanos a hacer lo que se les pide cuando pasan rápidamente de lo que parece una agresión a una situación que creen dominar.
   Repitamos, de nuevo, la diferencia entre un marco teórico y otro. El primero considera que en nuestras sociedades se proponen relaciones, el segundo afirma que debemos realizar acciones y que, cuanto más contundentes resulten éstas, con mayor facilidad obtendremos la reacción que deseamos. Por supuesto, los defensores de tal postura (en España la práctica totalidad de filósofos académicos), pretenden que no hay nada de malo en tal imposición, pues ésta consiste en la imposición de un diálogo racional. Con absoluto desconocimiento de la naturaleza humana pretenden que quien ha descubierto que puede conseguir cosas mediante la imposición, abandonará rápidamente tal proceder para entregarse dócilmente a un diálogo libre de coerciones. Todavía mejor, con cinismo digno de estómagos agradecidos, consideran que no hay nada de malo en obligar a alguien a entrar en un diálogo cuyas reglas las ha puesto otro, pues, ya si eso, se alterarán en el transcurso del mismo. Por tanto, de acuerdo con semejantes afirmaciones, nada hay que reprocharle a la empresa que, tras beneficios históricos y subidas de sueldo a los directivos, plantea a los sindicatos la necesidad de negociar el despido de un millar de trabajadores, dado que, en el diálogo racional y libre de coacciones que llevarán a cabo, los sindicatos podrán reducir el número de despedidos hasta la cifra realmente deseada por la empresa y acordar el modo en que se van a realizar éstos. Tampoco hay nada de reprochable en el diálogo racional, libre de coacciones y en pie de igualdad con el poder central que un ente autónomo fuerza a través de todo tipo de acciones que rompen las más elementales reglas de convivencia. Igual que no hay nada de reprochable en que mediante acciones de todo género se obligue a todos y cada uno de los ciudadanos a manifestar su adscripción a tal o cual forma de robar, quiero decir, a tal o cual nación.
   Como no podía ocurrir de otra manera, los partidarios de la teoría de la imposición comunicativa se rasgan hipócritamente las vestiduras cuando contemplan las consecuencias últimas de lo que han venido defendiendo con tanto énfasis desde hace décadas hasta el punto de que lo han convertido en el modo único de pensar las relaciones humanas. Si ahora recordamos a Deleuze y su afirmación de que en los sistemas represivos, lejos de impedirse el diálogo se exige, podremos entender muy bien a qué se ha debido semejante triunfo y la obligación que sufre todo aquel que quiera existir de contar continuamente cuanto le sucede, por ejemplo, en las redes sociales.

domingo, 25 de marzo de 2018

El próximo Oriente (Medio)

   Insisten los medios occidentales en que, desde la llegada al trono de Salmán bin Abdulaziz en enero de 2017, Arabia Saudí se halla en plena ebullición. Responsable sería no tanto el rey como su ambicioso hijo, Mohamed Ibn Salmán, nombrado heredero en junio del año pasado y que une a dicha designación los cargos de Ministro de Defensa y vicepresidente del Consejo de Ministros. Para muchos es el artífice de la agitación que ha embargado al país y que se ha hecho, en cierta medida, bajo las viejas formas. Recordemos que la voz de Riad era temida en los años setenta porque solía transmitirse al mundo a través del portavoz de la Organización de Países Productores de Petróleo que, en última instancia, dictaminaba el devenir de las economías occidentales. Después, comenzaron a aparecer productores de petróleo no adscritos a la OPEP, el fraking inundó el mercado de crudo y el gobierno saudí tuvo que hacerse a la idea de que la época de las vacas gordas había pasado. Inició entonces una defensa de sus intereses mucho menos "multilateral".
   Cuando se habla de "los intereses de Arabia Saudí", hay que tener claro lo que esta expresión implica: en esencia, lo contrario de lo que quiera Irán. Si bien la casa real no muestra una actitud displicente hacia ninguna crítica, el chiísmo supone una réplica a todos y cada uno de los elementos sobre los que aquélla se entiende asentada: ha constituido una república, el poder religioso se sitúa por encima del temporal y, para acabar de rematarlo, no reconoce su autoridad como protectora de los santos lugares del Islam. La posibilidad de que los chiíes acaben dominando un territorio que abarca desde el Hari Rud hasta el Mediterráneo, aterroriza a la familia Saud. 
   Casualmente, en los tiempos en los que la OPEP había devenido irrelevante, se alzó en el Irak ocupado por los EEUU una resistencia suní mucho más eficaz que el ejército de Sadam Husein, al que sucedió Al Qaeda y los lunáticos del Estado Islámico. Casualmente la disensión que llevó a que éstos se separaran de aquéllos consistió, precisamente, en la necesidad de fundar un Califato, esto es, en el creación de un territorio libre de influencia chií, justo entre Irak y Siria. Y casualmente también, el ascenso del nuevo monarca, ha resultado contemporáneo de los más sonados reveses del Estado Islámico cuyas huestes se han desvanecido en las arenas del desierto. 
   Arabia Saudí parece haber constatado el fracaso de los intentos de frenar a los iraníes por su cuenta (corriente) o, lo que es lo mismo, por fuerzas interpuestas y ha decidido dar un paso adelante en la escena internacional. A Saad Hariri, nominalmente presidente de Líbano, lo obligaron a buscar refugio en casa de sus patrones y, posteriormente, a regresar a hombros de muy espontáneas manifestaciones de apoyo para dejar claro que, por mucho poder que tengan los chiíes de Hezbola en el país del cedro, hay líneas rojas que los saudíes no van a permitir que se traspasen.
   Ibn Salmán se encuentra detrás del bloqueo a Qatar y de la intervención directa de las fuerzas saudíes en la carnicería de Yemen. En ambos casos, el enemigo era el mismo, aliados o, simplemente, lo que a ojos de Riad aparecen como elementos condescendientes con Irán. En ambos casos, igualmente, podemos ver cómo Arabia Saudí ha tratado de volver a cierto multilateralismo buscando el apoyo, aunque sea simbólico, de otras monarquías del Golfo. Esta visión, un tanto más acorde con las realidades del mundo contemporáneo, incluye la apreciación de que a Irán no bastará con bombardearlo o con aislarlo, al menos no con las fuerzas que los saudíes y sus aliados del Golfo puedan aportar. De aquí la aproximación, cada vez menos disimulada, a Israel. Es un secreto a voces los contactos,  a alto nivel, de los responsables de seguridad de ambos países. Incluso se ha permitido a un ministro declarar a la prensa que un atentado terrorista debe ser condenado con independencia del país donde se produzca, aunque se trate de un país cuya existencia su gobierno no reconoce como es el caso de Israel. 
   Por supuesto, el acercamiento a Israel, aunque se produzca fuera de los focos, tiene un precio y los Salmán están dispuestos a pagarlo. Permitir que las mujeres conduzcan ha sido un primer paso para ganar sustento popular, pero el más importante lo constituye la campaña contra la corrupción que ha enviado a más de 200 personas ante los jueces, incluyendo empresarios, ministros y, lo más novedoso, príncipes. Nadie dejará de observar que entre  los detenidos no figura ningún fiel seguidor del nuevo monarca o su heredero, pero la redada ha sido bien acogida por los ciudadanos saudíes de a Mercedes (ciudadanos saudíes de a pie no los hay), hartos de la impunidad en que se mueven las élites del país. Incluso los ulemas declaran a los medios occidentales su satisfacción por unas reformas que la gente demandaba. Pero claro, el horizonte no está libre de nubarrones.
   En primer lugar, aunque no es lo más importante, tenemos la cuestión palestina, con la que tradicionalmente la monarquía saudí se ha dicho tan vinculada. A Hamas, que domina la franja de Gaza y que nunca ha ocultado sus contactos y simpatía con Hezbolá, el cambio dinástico le ha pillado, además, enfrentado a un gobierno egipcio que no le perdona sus afinidades con otra formación maldita en la región, los Hermanos Musulmanes. La diplomacia saudí se encuentra ante la cuadratura del círculo: ofrecerle algo a Mahmoud Abbas que le permita presentarse como victorioso, humillando a Hamas y, a la vez, que tenga el visto bueno de Israel. De momento, la primera propuesta de la diplomacia saudí ha sido recibida con indignación por parte de la vieja guardia de la OLP.
   En segundo lugar, Yemen va camino de convertirse en el Vietnam saudí. No sólo el país recuerda ya a Somalia, no sólo los aliados de Irán mantienen el control sobre el terreno sin muchas dificultades, no sólo los bombardeos propiciados por su vecino del Norte han demostrado causar muchas más víctimas inocentes que progresos, sino que, por si fuera poco, las facciones apoyadas por Riad y sus aliados se hallan en guerra entre sí, como demostró la toma de Aden por parte de milicianos separatistas del sur. Irán ya ha puesto sobre la mesa la solución más humillante que quepa imaginar para los Salmán: una conferencia internacional de paz.
   Por último y, sin embargo, lo más importante, la nueva monarquía ha acelerado la carrea atómica. Recientemente han contratado un bufete de abogados norteamericanos para constituir un lobby a favor de este programa nuclear. Dicen las malas lenguas que el bufete en cuestión ha sido utilizado en múltiples ocasiones por empresas del presidente norteamericano y, casualmente, también ha defendido intereses de personas muy próximas al Kremlin en los EEUU. Hay quien acusa a los saudíes de estar ingresando dinero directamente en las cuentas de Donald Trump. El problema no es tanto el programa nuclear en sí, teóricamente pacífico, sino el hecho de que los saudíes pretenden desarrollarlo sin firmar tratado de no proliferación alguno. Ciertamente en Tel Aviv estarán contentos de tener otra parte de la pinza con la que pretenden conducir a EEUU al bloqueo de las maniobras iraníes, pero parece poco probable que reciban con agrado la propuesta de que exista una nueva potencia nuclear en su entorno aun cuando se les ponga por delante la zanahoria de un reconocimiento por parte de Arabia Saudí.
   Todo esto conduce a una cuestión ciertamente inquietante, la de qué nos cabe esperar de un futuro monarca en Riad, que haya fracasado en todos sus intentos diplomáticos pero esté en posesión de un botón nuclear.

domingo, 18 de marzo de 2018

Micromachismos y macromajaderías (2 de 2)

   Como resulta habitual en la vida de un profesor de instituto andaluz, esta semana también he tenido que acudir a dos reuniones absolutamente inútiles. En la segunda, un compañero al que, por lo demás, aprecio, se empeñó en que tenía que leernos el e-mail que nos mandará próximamente. Hice lo que suelo hacer en estos casos, me puse a leer un libro. Cuando se me pidió mi opinión contesté sarcásticamente. ¿Encuentra algo reprobable en mi comportamiento? ¿merece ser calificado con algún adjetivo peyorativo? ¿hay alguna etiqueta que se me pueda adjudicar? Supongamos que, en lugar de un compañero, hubiese sido una compañera. Se puede describir fácilmente la situación: una mujer hablaba mientras yo, que soy un hombre, leía distraídamente. Cuando me preguntó mi opinión, le solté un sarcasmo. ¿Cómo se describiría ahora mi comportamiento? ¿no constituye un ejemplo palmario de “micromachismo”? ¿Qué ha cambiado en la situación para que cambie tan radicalmente el juicio? La conclusión parece obvia: no se puede juzgar la bondad o maldad de las acciones hasta que averiguamos quién las realiza. Preguntarle en la calle a alguien con aspecto foráneo si se ha perdido, es un gesto de bondad o un ignominioso desprecio machista dependiendo del sexo de los sujetos implicados. Por supuesto, tal principio se puede generalizar. A quien roba hay que castigarlo, o no, dependiendo de si se trata de un desgraciado que mete la mano en bolsillo ajeno o del yerno del rey. La corrupción es intolerable si en ella se hallan implicados políticos de otros partidos e inexistente si implica a políticos de mi partido. Declarar unilateralmente la independencia es el gesto lógico si se trata del oprimido pueblo catalán y una burla intolerable si se trata del pueblo tabarnés, etc. etc. etc. 
   Naturalmente, esta generalización también presenta sus límites. No se puede, como hacen ciertos angelitos del Señor, argumentar, por una parte, la “indudable” diferencia física entre hombre y mujer y, por otra parte, denunciar la injusticia de una ley de violencia de género que castiga más al hombre que pega a una mujer que a la mujer que pega a un hombre. Obviamente la diferencia de poder entre el agresor y el agredido constituye un agravante desde el punto de vista jurídico, como lo es la desproporción entre la ofensa y el desagravio. Apelar a cualquiera de los dos principios hubiese blindado la ley de violencia de género contra las pataletas de semejantes angelitos a cambio, eso sí, de hacer innecesario el genitivo “de género” en la denominación de la mencionada ley. Naturalmente, nuestros políticos prefirieron colgarse la medallita de semejante genitivo antes que cerrarles la boca a quienes hacen que el resto de quienes compartimos su género nos avergoncemos en cuanto abren la boquita. 
   Pueden llamarme neomachista, micromachista, machista o lo que les plazca, pero me niego a admitir que la solución al problema desvelado por Hume, a saber, que no hay paso del ser al deber ser, pueda encontrar una solución en que lo bueno o lo malo dependan de la magia del ser... hombre, mujer, nazi, judío, rico, pobre, occidental o africano. Si un nazi como Schindler salva a gente de morir, eso es bueno y si un judío escapado de un campo de concentración ordena que a los palestinos detenidos se les parta los brazos con piedras, eso es malo. La procedencia de quienes hicieron una cosa u otra, añadirá interesantes matices a la cuestión, pero no la decidirá. O, si quiere, se lo repetiré de otra manera, las tragedias de Shakespeare no me emocionarían más ni menos si se descubriese que las escribió Bacon, Cervantes o Maslow, no me interesarían más las ¿cuántas van ya? ¿700? sombras de Grey si supiese que las ha escrito un hombre y no me gustaría ni más ni menos la música de Mozart si la hubiese compuesto su mujer Constance. Lo contrario no conduce a una liberación de la mujer, ni a la eliminación de las barreras que la oprimen, ni a repensar las relaciones de género, lo contrario conduce a dejar sin réplica posible cuantas arbitrariedades quieran imponernos. Veamos un ejemplo.
   La primera de las reuniones que mencioné al principio se inició cuando una compañera, a la que también aprecio, captó nuestra atención mostrando su inquietud debido a las críticas que había recibido una iniciativa suya por parte de personas, supuestamente, bajo la supervisión de quienes allí estábamos, a la sazón, todos hombres. Aparté mi libro y colaboré en el intento conjunto de localizar el origen del problema. Más o menos cuando lo habíamos conseguido, es decir, al cabo de diez minutos, la reunión giró hacia un monólogo por parte de esta compañera sobre cosas que estaba haciendo y que iba a hacer y en las que los demás tomábamos parte de modo tangencial por no decir nulo. Detalles nimios aparecían para ser rápidamente rectificados o desmentidos, los comentarios no seguían ningún orden comprensible y todo se orientaba a dejarnos allí escuchando aquello durante una hora. Comenzamos a interrumpirla con bromas de diferente tipo hasta el punto de que conseguimos ponerla nerviosa y que se acabase aquella perorata. Ahora leo que una socióloga se ha dedicado a contar el número de veces que mujeres y hombres son interrumpidos en una reunión de trabajo hallando que a las mujeres se las interrumpe más veces, ejemplo, nuevamente, de un micromachismo palmario en el que incurrimos los presentes en aquella reunión. Coincido plenamente con los hechos y la conclusión, pero ni de lejos me parece que el diagnóstico pueda considerarse acertado. Cuando un hombre, en una reunión inter pares, se pone a charlar sobre cosas conocidas de sobra por todos, más pronto que tarde alguien le espeta: “mira, tío, eso lo sabemos todos. Cuéntanos algo que no sepamos”. Cuando una mujer en las mismas circunstancias, repite cosas que todo el mundo sabe ¿alguien dice, "mira, tía, eso ya lo sabemos todos, cuéntanos algo que no sepamos"? ¿Hay algún género de comentario, de indicación, de movimiento de orejas, que un hombre pueda realizar para transmitir a la oradora lo improcedente de sus palabras, pero que no lo delate como defensor ideológico de los que oprimen a la mitad de la humanidad? Y si la ponencia, el artículo, el libro, trata de feminismo, de visibilización de las mujeres, de denuncia de los roles de género, ¿qué puede oponerle un hombre para dejar claro que no está diciendo nada novedoso, interesante o relevante, sin desvelar sus supuestos intereses de género? ¿Por qué? ¿porque todo discurso feminista es, por definición, novedoso, interesante o relevante? ¿porque todo lo que dice una mujer, por el hecho de ser una mujer quien lo sostiene, es novedoso, interesante y relevante con independencia de su contenido?
   A una mujer se la interrumpe más veces porque, habitualmente, se le envían señales mucho más matizadas que a un hombre para mostrarle el descontento del auditorio. Tal condescendencia, ¿no constituye un género de paternalismo, de machismo? Por supuesto que sí, pero ¿de verdad se nos está pidiendo lo otro? Y en caso de que se nos pida, ¿no seremos igualmente descalificados? ¿Exactamente qué se nos está pidiendo a los hombres? ¿qué imagen de masculinidad se nos propone? ¿la absoluta pasividad, el acatamiento silencioso? ¿O no se trata de que se nos pida nada, de que se persiga nada, de que se proponga nada, sino, simplemente, de un intento más por convencernos de que la identidad siempre se logra negando a lo otro, de que la liberación de unos se consigue acallando a los demás, de que las cosas no mejoran compartiendo sino arrebatando?

domingo, 11 de marzo de 2018

Micromachismos y macromajaderías (1 de 2)

   Con motivo del día de la mujer, El País publicó uno de esos artículos que dejan claras las cosas desde su titular: “Micromachismos: si haces alguna de estas cosas, debes replantearte tu comportamiento”. A continuación se detallaban cuarenta tipos de comentarios y, de acuerdo con el titular, si Ud. incurre en uno solo de ellos tiene que replantearse todo su comportamiento. En caso de que indague un poco descubrirá que los micromachismos no son ni más ni menos que machismos cotidianos, así que si el 2,5% de sus comentarios pueden etiquetarse de tal, Ud. amigo mío, comparte modo de pensar con los que van por ahí matando mujeres. Al cabo, una confirmación más, de que todos los hombres llevamos un maltratador dentro, concretamente, en el diminuto cromosoma Y.
   Veamos algunos de esos cuarenta comportamientos machistas cotidianos.
   1. He creído necesario explicar algo a una mujer, sin que ella me lo pidiese, por el hecho de ser mujer.
   Pues sí, ya lo creo que lo he hecho. A varias alemanas les expliqué, sin que me lo pidieran, que cuando uno quiere decir que tiene mucho calor en español no debe emplear la expresión “estoy muy caliente”, como se hace en alemán, porque en español tiene connotaciones diferentes.
   Mal empezamos, primera cuestión y ya tengo que reconocer mi micromachismo.
   2. He comentado a un amigo que se quedaba al cuidado de sus hijos: “Hoy te han dejado de niñera”.
   Supongamos que veo a un amigo mío cuidando de sus hijos y al día siguiente lo vuelvo a ver cuidando de sus hijos y al tercer día otra vez. ¿Le digo entonces “hoy te han dejado de niñera”? No. Le digo “hoy te han dejado de niñera” si es la primera vez que lo veo cuidando de sus hijos. Por tanto, el comentario “hoy te han dejado de niñera” no presupone que las mujeres tengan que cuidar de los niños, constata que he visto muchas veces a la mujer de mi amigo cuidando de ellos y que hoy, por primera vez, lo veo a él realizando esta labor. ¿Dónde está aquí el micromachismo?
   3. Le he preguntado a una mujer si “está con la regla” cuando me ha respondido con desgana o desaire.
   Esto es algo que resulta muy divertido comentarlo con los amigos, sólo lo uso con una mujer cuando creo estar seguro de que ella va a entender que estoy de coña.
   4. En la cama antepongo mi placer sexual al de mi compañera y no suelo preguntar por sus preferencias y necesidades.
   ¿Quedan todavía de éstos?
   5. He dicho que yo “ayudo” en las tareas del hogar, asumiendo que el trabajo es de una mujer y yo estoy ayudando, no participando en igualdad.
   Supongamos un hombre que hace de comer la mitad de los días, que recoge la cocina todos los días, que pone la lavadora, tiende y recoge la ropa una tercera parte de las veces, que plancha la mitad de las veces, que lleva a los niños al colegio, les prepara el desayuno y los recoge la mitad de los días, que les prepara la cena y los acuesta todas las noches, que hace las compras más de las dos terceras partes de las veces, que arregla las averías de la casa y limpia los zapatos. Cuando su mujer va a tomar café con sus amigas, ¿qué les comenta? ¿que su marido “participa en las labores de casa en igualdad” o que su marido “ayuda”? Vamos a ver, malas víboras, ¿qué tiene que hacer un hombre en casa para que digáis de él que “participa en las labores de casa en igualdad”? Hoy día, en la práctica totalidad de los hogares, las tareas son compartidas, sólo que en unos el hombre hace el 10% y en otros el 65%. Pues bien, toda esa amplísima horquilla es “ayudar”. En esas condiciones, claro que “ayudo”, ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿pasar la aspiradora mientras limpio el polvo con un plumero en el culo?
   6. Asumo continuamente la heterosexualidad de las mujeres y de otros hombres.
   Desde luego, yo asumo continuamente la heterosexualidad de las mujeres, los hombres y los animales. ¿Por eso soy micromachista? Vale, pues entonces, si le hablo de cisnes y Ud. asume que son blancos, es Ud. un microrracista.
   7. No he hecho nunca la coleta a mi hija y ni siquiera concibo que la pueda llevar mi hijo.
   Teniendo en cuenta que carezco de la práctica que da treinta años de hacer peinados en el pelo de una mujer, suponiendo que tuviese una hija, tardaría al menos cinco años en hacerle algo que mi pareja pudiera identificar con una coleta. Haría, desde luego, lo que pudiese, pero una coleta, coleta...
   8. En mi trabajo o entre mis amistades, solo propongo jugar al fútbol a los varones, dando por sentado que ellas no quieren jugar.
   Jamás le propondría a nadie jugar al fútbol.
   9. Cuando el niño va al médico o de compras, lo acompaña su madre. Cuando el niño va al fútbol, lo acompaño yo.
   Si alguna vez ha ido a la consulta de un pediatra habrá observado madres solas, padres solos, parejas y parejas de abuelos. Si ha ido a tiendas de ropa infantil habrá visto a madres solas y a madres solas mientras sus maridos están diez pasos más allá o fuera de la tienda mirando el móvil con cara de aburrimiento supino. En el fútbol no sé qué hay porque no voy, ¿está allí el micromachismo?
   10. He preguntado a mi sobrina si ya le gusta algún chico.
   Vamos a ver, si yo le pregunto a mi sobrina si ya le gusta algún chico, eso es micromachismo. Si lo hace mi mujer eso es empatía femenina, ¿no?
   Recuerdo cómo me incomodaba de pequeño que me preguntaran si ya me gustaba alguna chica y no, no soy la sobrina de ningún hombre.
   11. He preguntado a alguna mujer que para cuándo los hijos cuando nunca se lo he preguntado a un hombre.
   Tener un hijo es una locura a la que nadie llega por una decisión racional. No se me ocurrirá preguntarle a nadie, hombre o mujer, si está lo suficientemente loco como para dejarse arrastrar a ello.
   12. He pagado de forma sistemática mis cenas con mujeres presuponiendo que es lo que se espera de mí.
   Desde que tiene dieciocho años, un hombre se acostumbra a tropezarse con chicas que le piden que las invite a una copa o, por lo menos, que vaya por ellas. Si con treinta él asume que tiene que pagar la cena ya no es costumbre, es micromachismo. Curioso.
   13. He descrito a una mujer como “poco femenina”.
   Yo sí lo he hecho, lo he hecho, sí, y lo sigo haciendo y lo haré en el futuro. Conocí en Alemania una chica, no sé si polaca o rusa, que tenía más vello en el bigote y las patillas que yo en cualquier parte de mi cuerpo. Me causaba un shock abrir la puerta por la mañana en la residencia de estudiantes en la que estaba y encontrármela. Sé que en algunos países del Este se considera sexy una mujer velluda, pero para mi gusto, una chica con el aspecto de Freddie Mercury en el vídeo de I want break free, es  “poco femenina”, ¿qué quieren que les diga?
   14. He usado la palabra “provocador” para describir el atuendo de una mujer.
   No, pero sí el adjetivo “arrebatador”, ¿esto cuenta?
   15. He comentado que esas no son formas de hablar “para una señorita”.
   Esto es algo que hago sistemáticamente con toda jovencita que suelta más tacos o expresiones soeces de las que yo soy capaz de soltar por minuto. ¿Cuenta esto?
   17. Considero normal que en televisión los presentadores sean los ácidos y divertidos y ellas las guapas.
   Vamos a ver, vamos a ver: llamadme micromachista si queréis, pero paso de interesarme por los presentadores de televisión guapos.
   18. He hecho el comentario "Sara es una mujer fuerte" dando por hecho que considero que ser fuerte es un rasgo más masculino.
   En mi opinión “Sara es una mujer fuerte” si, por ejemplo, tiene que cuidar de sus padres enfermos, de sus hijos porque su marido la abandonó y lleva adelante su trabajo. ¿Me explican dónde está el micromachismo?
   19. Tengo mellizos y nada más nacer hice socio el Atleti a mi hijo y no a mi hija.
   Tercera mención del fútbol
   20. Dejo a mi hijo adolescente salir hasta las 3 de la madrugada, pero a mi hija le obligo a venir antes de medianoche.
   Es decir, que si en plena psicosis de mujeres desaparecidas, me empeño en que mi hija regrese a casa cuando hay gente por la calle, no soy un padre preocupado sino un micromachista sin remedio. Pues, ¡qué bien!
   21. En mi trabajo o entre mis amistades, solo propongo jugar al fútbol a los varones, dando por sentado que ellas no quieren jugar
   Aquí está ya la gota que colma el vaso. ¿Cuántas referencias llevamos ya al fútbol? ¿por qué? ¿porque el fútbol es un caldo de cultivo para el machismo? Entonces, ¿por qué El País, tan preocupado por los micromachismos, no hace campaña, por ejemplo, por las listas cremallera en las directivas de los equipos de fútbol? ¿por qué no se niega a publicar información sobre el fútbol hasta que no acabe el machismo en él?
   21. Nunca he hablado con mi hijo de feminismo.
   Como puede observarse, no hay restricciones de edad en este enunciado. Si su hijo tiene trece meses y no ha hablado con él de feminismo, Ud. amigo mío, es un micromachista irredento, como yo, como el vecino y, en definitiva, una vez más, como todo hombre. Aún mejor, si su hijo tiene veinticinco años y no ha hablado con él de feminismo, ni de los problemas de integración en nuestra sociedad de los inmigrantes congoleños, ni del genocidio de los gitanos polacos en los campos de exterminio, Ud. es también microrracista y micronegacionista.
   23. Invitado a comer en la casa de unos amigos, he felicitado a la mujer por la comida sin preguntar antes quién había cocinado.
   ¿El autor de este artículo no sabe quién cocina en la casa de sus amigos? 
   24. Invitado a comer en la casa de unos amigos, me he dirigido al hombre para hacer preguntas sobre automóviles, dinero o deportes porque he deducido que a ellas no les interesarán esos temas.
   ¿El autor de este artículo no sabe qué temas le interesan a sus amigos? Usted no ha tenido un amigo en su vida, ¿verdad?
   25. He presentado a una mujer por el cargo o la posición de su marido: "esta es la mujer de...", en vez de por su nombre y profesión.
   En una ocasión una amiga se puso a soltar pestes de las condiciones de vida de los oficiales del ejército delante de otra amiga mía que a ella no la conocía de nada. Entonces le dije, “ésta es la mujer de... Javier, el oficial del ejército que te acabo de presentar”. Está claro que soy un micromachista sin remedio.
   26. Soy camarero y siempre pongo la bebida alcohólica al chico y la bebida sin alcohol a la chica, sin preguntar quién ha pedido cada una.
   Esta es muy buena. Estábamos sentados dos hombres y dos mujeres. El otro hombre y una de las mujeres pidieron una copa de licor. El camarero nos colocó las copas de licor a los dos hombres. No nos pusimos a llamale “micromachista” a gritos porque no habíamos bebido lo suficiente, de hecho, nos acababa de traer las copas. Es como cuando estás en pareja y pides una ensalada y un filete, el filete siempre se lo ponen al hombre. O como cuando pides una salchicha y unos chochitos (altramuces para los remilgados), que le ponen... En fin, vamos a dejarlo.
   28. Intentando ser amable, he llamado “guapa” a una mujer a la que no conozco de nada.
   La verdad es que yo sólo hago esto con los bebés, me imagino que eso me convierte en minimicromachista ¿o se dice ínfimomachista?
   30. Me he callado ante el comentario machista de un amigo.
   Por deformación profesional no suelo atacar de frente los comentarios que me repugnan.
   32. En alguna ocasión he dicho a mi pareja: "¿Vas a salir así, sin maquillar?" o "¿No te has maquillado demasiado?"
   Sinceramente, cuando no tienes más remedio que darle un besito de protocolo a una mujer y notas la grasa que se te queda pegada en la mejilla, la segunda pregunta me arde en los labios. Lo dicho, micromachista sin remedio.
   33. Me refiero al conjunto de ciudadanos que buscan la igualdad como “las feministas”, en femenino, asumiendo que es una lucha únicamente reservada a las mujeres.
   A estas alturas, ya habrá comprobado cómo, la lumbrera que ha redactado este presunto artículo periodístico, ha supuesto que todos estos comportamientos los hacen los hombres, porque, como todo el mundo sabe, el machismo es algo que está en el cromosoma Y, por tanto, nada hay en la cabeza de una mujer que merezca tal calificativo. Cuando una mujer califica a otra, famosa por sus conquistas amorosas, con un adjetivo que empieza por “p” y termina con “uta”, eso no es machismo, es ensalzamiento de las buenas costumbres. Eso sí, si yo digo que “las feministas” es femenino, eso es machismo...
   34. Alguna vez, en una conversación entre amigos, he pronunciado la palabra “feminazi” para referirme a una mujer que reivindica derechos.
   Con independencia de lo acertado que me pueda parecer el término “feminazi”, conozco a los angelitos que lo utilizan y hago lo posible porque ninguno de ellos se acerque siquiera al círculo de mis amigos.
   35. Alguna vez, en una conversación entre amigos, me he referido a una mujer como “loca del coño”.
   “Feminazi”, “loca del coño”, ¿en qué ambientes se mueve el que ha escrito este artículo?
   37. He comprado ropa de color rosa o muñecas a una niña sin consultar con sus padres (o con la propia niña) qué regalo deseaba.
   Comprar regalos sin preguntar antes a los padres es siempre el modo más eficaz de quedar en ridículo.
   38. He hecho un favor a una mujer “por guapa”.
   He hecho muchos favores a mujeres por ser mujeres, ¿eso cuenta?
   40. En una conversación sobre políticos, me parece normal hacer comentarios sobre el aspecto de ellas cuando no lo hago sobre el de ellos.
   ¿Está de coña? ¿Alguien puede evitar hacer comentarios sobre el aspecto de Rajoy o de Trump?

   Para terminar diré que las masivas manifestaciones de mujeres del 8 de marzo me han convencido de que es inútil seguir negándolo, sí, hay que admitirlo, son una nación y merecen que se celebre un referéndum por su independencia.

domingo, 4 de marzo de 2018

De cerebros y hombres.

   A poco que uno indague en los textos de psicología, neurofisiología, filosofía de la mente o cualquier cosa semejante, encontrará dos principios que constituyen un ejemplo perfecto de cómo una cultura, un paradigma, una mitología, puede sostener afirmaciones incompatibles sin que quienes participan en ella se percaten del sinsentido en el que incurren. Al primero de dichos enunciados se lo llama, con mucho bombo, la “ley de Hebb”, aunque más apropiadamente debería llamársele “ley de Malebranche-Hebb” o, con mayor rigor, “conjetura de Malebranche-Hebb”. Entre 1674 y 1675, el padre Nicolas Malebranche publicó los cinco libros de su Recherche de la verité. Si bien esta obra pasó a la historia de la filosofía como el gran manifiesto ocasionalista, buena parte de sus páginas se dedican a explicar cómo los espíritus animales, en su tránsito por el cerebro, van dejando trazas que constituyen las marcas físicas sobre las que se asientan los recuerdos, sentimientos, emociones y aprendizajes. 270 años más tarde, Donald Hebb adaptó el mecanismo explicativo de Malebranche a los nuevos tiempos, sustituyendo “trazas” por “reforzamiento sináptico” y “espíritus animales” por “neurotransmisores” y dejando todo lo demás igual. Cuando dos neuronas conectadas por una sinapsis se activan sucesivamente de modo reiterado, la conexión entre ambas se refuerza, explicándose por este procedimiento los recuerdos y aprendizajes. Hebb no aclaraba en qué consistía dicho “reforzamiento” mucho más de lo que ya hizo Malebranche y nadie ha progresado demasiado en tal esfuerzo. Por otra parte el intento de dilucidar la evolución mediante el uso y el desuso había puesto de manifiesto su inoperancia en el caso de los organismos y unos años después de Hebb recibiría un nuevo varapalo en lo referente al sistema inmunitario, de aquí que los científicos y los ingenieros encargados de construir redes neuronales recibieran semejante propuesta... con los brazos abiertos. Muy pronto las ideas de Hebb se enfrentaron con un problema que ya le habían echado en cara a Lamarck. Si las cosas funcionasen de este modo, se necesitarían cientos si no miles de ensayos para que se pudiera crear una diferencia estructural significativa entre algo que se usa poco y algo que se usa mucho. Las redes neuronales artificiales construidas de acuerdo con los principios de Hebb confirman lo certero de esta crítica. Ciertamente hacen cosas que hacen los seres humanos e incluso mejor, pero necesitan decenas o cientos de miles de ensayos para poder llegar a conseguirlo. Si los seres humanos funcionásemos de acuerdo con los principios de Hebb, tendríamos que meter los dedos en un enchufe cien mil veces para concluir que dicho comportamiento conduce inevitablemente al calambrazo. Peor aún, dado que las sinapsis entre las neuronas habrían quedado firmemente enlazadas, nadie podría convencernos ya de que, una vez cortada la luz, se pueden meter los dedos en el enchufe sin problemas. Así que los principios de Hebb conducen a un sistema neuronal que aprende con lentitud exasperante y fija conductas irremediablemente estereotipadas, sin hablar de la oscuridad en la que nos deja acerca de los mecanismos moleculares del supuesto “reforzamiento”. 
   Naturalmente, ningún filósofo vigesimico se metió en tales profundidades. Constituía una hipótesis basada en el “uso y el desuso” y no en el peligroso azar y la maldita selección natural, un pesado entramado matemático protegía las redes neuronales que los científicos exhibían con orgullo, ¿para qué más? ¿para qué pedir hechos biológicos que sustentaran la presunta explicación del funcionamiento de nuestro cerebro? Había nacido una ley tan "científica" como el resto de la psicología y todos los debates filosóficos del siglo pasado giraron en torno a si un cerebro constituido de semejante manera bastaba para explicar el comportamiento humano o si se necesitaba todavía un alma asomando por detrás de él. Nadie se atrevió a sacar la consecuencia lógica de las propuestas de Hebb, a saber, que cuantas más sinapsis tenga un cerebro, más podrá aprender y, dado que los test de inteligencia demuestran que los aprendizajes adquiridos posibilitan mejores resultados en ellos, cuantas más sinapsis tenga un cerebro, mayor inteligencia podrá albergar... Recientes mediciones parecen indicar que los cerebros de los hombres tienen mayor número de sinapsis que los cerebros de las mujeres, por lo que los hombres poseerían también mayor inteligencia (algo que la experiencia cotidiana desmiente de modo rotundo). Por otra parte, las neuronas humanas se hallan menos interconectadas que las neuronas de otras especies animales y, para acabar de rematarlo, tenemos el caso de la Globicephala melas (la ballena piloto, una especie del género de los delfines), que tiene casi el doble de neuronas en el neocórtex que los seres humanos. Y aquí aparece el segundo principio que comentamos antes.
   Como abandonar el puesto privilegiado de la creación siempre nos ha costado mucho, en cualquier libro de psicología, neurofisiología o filosofía de la mente, se podrá encontrar un enunciado que parecía atornillarnos definitivamente a ese puesto: el cociente de encefalización. La inteligencia, la capacidad para aprender, los procesos cognitivos superiores, dependerían, no del tamaño del cerebro, sino de la proporción existente entre éste y el resto del cuerpo. Obviamente, a los cuerpos grandes les corresponden cerebros grandes, como ocurre con las ballenas o los elefantes, pero el ser humano tiene un cerebro desproporcionadamente grande para su tamaño, hasta el punto de que un niño, incluso a los tres años, va hacia donde va su cabeza. Si se observa detenidamente, podrá verse lo que el siglo XX se mostró incapaz de ver, que este cociente introduce un punto de vista absolutamente incompatible con la conjetura de Malebranche-Hebb. En efecto, ésta postula que, para entender lo que nos hace humanos, hemos de atender exclusivamente a nuestro cerebro y, más en concreto, a las conexiones entre neuronas que existen en él. El cociente de encefalización dice una cosa toto caelo diferente, a saber, que para entender lo que nos hace humanos hemos de atender a la relación que existe entre nuestro cerebro y el resto de nuestro cuerpo. El número de neuronas, las conexiones que existen entre ellas, la cantidad de neurotransmisores que migran entre unas y otras, conforman factores que quedan supeditados al modo en que nuestro cerebro se relaciona con otros sistemas de nuestro cuerpo. Los dos principios en los que la mitología del siglo XX asentó todo su pretendido saber para explicar la relación entre la mente y el cerebro se muestran ahora, simplemente, incompatibles. Resulta evidente que, si de verdad queremos entender algo y no limitarnos a repetir cual papagayos eslóganes convenientes, habremos de quedarnos con aquel principio asentado en hechos y no con el que nos ha dado sobradas muestras del barrizal con el que se moldearon sus pies.