domingo, 18 de marzo de 2018

Micromachismos y macromajaderías (2 de 2)

   Como resulta habitual en la vida de un profesor de instituto andaluz, esta semana también he tenido que acudir a dos reuniones absolutamente inútiles. En la segunda, un compañero al que, por lo demás, aprecio, se empeñó en que tenía que leernos el e-mail que nos mandará próximamente. Hice lo que suelo hacer en estos casos, me puse a leer un libro. Cuando se me pidió mi opinión contesté sarcásticamente. ¿Encuentra algo reprobable en mi comportamiento? ¿merece ser calificado con algún adjetivo peyorativo? ¿hay alguna etiqueta que se me pueda adjudicar? Supongamos que, en lugar de un compañero, hubiese sido una compañera. Se puede describir fácilmente la situación: una mujer hablaba mientras yo, que soy un hombre, leía distraídamente. Cuando me preguntó mi opinión, le solté un sarcasmo. ¿Cómo se describiría ahora mi comportamiento? ¿no constituye un ejemplo palmario de “micromachismo”? ¿Qué ha cambiado en la situación para que cambie tan radicalmente el juicio? La conclusión parece obvia: no se puede juzgar la bondad o maldad de las acciones hasta que averiguamos quién las realiza. Preguntarle en la calle a alguien con aspecto foráneo si se ha perdido, es un gesto de bondad o un ignominioso desprecio machista dependiendo del sexo de los sujetos implicados. Por supuesto, tal principio se puede generalizar. A quien roba hay que castigarlo, o no, dependiendo de si se trata de un desgraciado que mete la mano en bolsillo ajeno o del yerno del rey. La corrupción es intolerable si en ella se hallan implicados políticos de otros partidos e inexistente si implica a políticos de mi partido. Declarar unilateralmente la independencia es el gesto lógico si se trata del oprimido pueblo catalán y una burla intolerable si se trata del pueblo tabarnés, etc. etc. etc. 
   Naturalmente, esta generalización también presenta sus límites. No se puede, como hacen ciertos angelitos del Señor, argumentar, por una parte, la “indudable” diferencia física entre hombre y mujer y, por otra parte, denunciar la injusticia de una ley de violencia de género que castiga más al hombre que pega a una mujer que a la mujer que pega a un hombre. Obviamente la diferencia de poder entre el agresor y el agredido constituye un agravante desde el punto de vista jurídico, como lo es la desproporción entre la ofensa y el desagravio. Apelar a cualquiera de los dos principios hubiese blindado la ley de violencia de género contra las pataletas de semejantes angelitos a cambio, eso sí, de hacer innecesario el genitivo “de género” en la denominación de la mencionada ley. Naturalmente, nuestros políticos prefirieron colgarse la medallita de semejante genitivo antes que cerrarles la boca a quienes hacen que el resto de quienes compartimos su género nos avergoncemos en cuanto abren la boquita. 
   Pueden llamarme neomachista, micromachista, machista o lo que les plazca, pero me niego a admitir que la solución al problema desvelado por Hume, a saber, que no hay paso del ser al deber ser, pueda encontrar una solución en que lo bueno o lo malo dependan de la magia del ser... hombre, mujer, nazi, judío, rico, pobre, occidental o africano. Si un nazi como Schindler salva a gente de morir, eso es bueno y si un judío escapado de un campo de concentración ordena que a los palestinos detenidos se les parta los brazos con piedras, eso es malo. La procedencia de quienes hicieron una cosa u otra, añadirá interesantes matices a la cuestión, pero no la decidirá. O, si quiere, se lo repetiré de otra manera, las tragedias de Shakespeare no me emocionarían más ni menos si se descubriese que las escribió Bacon, Cervantes o Maslow, no me interesarían más las ¿cuántas van ya? ¿700? sombras de Grey si supiese que las ha escrito un hombre y no me gustaría ni más ni menos la música de Mozart si la hubiese compuesto su mujer Constance. Lo contrario no conduce a una liberación de la mujer, ni a la eliminación de las barreras que la oprimen, ni a repensar las relaciones de género, lo contrario conduce a dejar sin réplica posible cuantas arbitrariedades quieran imponernos. Veamos un ejemplo.
   La primera de las reuniones que mencioné al principio se inició cuando una compañera, a la que también aprecio, captó nuestra atención mostrando su inquietud debido a las críticas que había recibido una iniciativa suya por parte de personas, supuestamente, bajo la supervisión de quienes allí estábamos, a la sazón, todos hombres. Aparté mi libro y colaboré en el intento conjunto de localizar el origen del problema. Más o menos cuando lo habíamos conseguido, es decir, al cabo de diez minutos, la reunión giró hacia un monólogo por parte de esta compañera sobre cosas que estaba haciendo y que iba a hacer y en las que los demás tomábamos parte de modo tangencial por no decir nulo. Detalles nimios aparecían para ser rápidamente rectificados o desmentidos, los comentarios no seguían ningún orden comprensible y todo se orientaba a dejarnos allí escuchando aquello durante una hora. Comenzamos a interrumpirla con bromas de diferente tipo hasta el punto de que conseguimos ponerla nerviosa y que se acabase aquella perorata. Ahora leo que una socióloga se ha dedicado a contar el número de veces que mujeres y hombres son interrumpidos en una reunión de trabajo hallando que a las mujeres se las interrumpe más veces, ejemplo, nuevamente, de un micromachismo palmario en el que incurrimos los presentes en aquella reunión. Coincido plenamente con los hechos y la conclusión, pero ni de lejos me parece que el diagnóstico pueda considerarse acertado. Cuando un hombre, en una reunión inter pares, se pone a charlar sobre cosas conocidas de sobra por todos, más pronto que tarde alguien le espeta: “mira, tío, eso lo sabemos todos. Cuéntanos algo que no sepamos”. Cuando una mujer en las mismas circunstancias, repite cosas que todo el mundo sabe ¿alguien dice, "mira, tía, eso ya lo sabemos todos, cuéntanos algo que no sepamos"? ¿Hay algún género de comentario, de indicación, de movimiento de orejas, que un hombre pueda realizar para transmitir a la oradora lo improcedente de sus palabras, pero que no lo delate como defensor ideológico de los que oprimen a la mitad de la humanidad? Y si la ponencia, el artículo, el libro, trata de feminismo, de visibilización de las mujeres, de denuncia de los roles de género, ¿qué puede oponerle un hombre para dejar claro que no está diciendo nada novedoso, interesante o relevante, sin desvelar sus supuestos intereses de género? ¿Por qué? ¿porque todo discurso feminista es, por definición, novedoso, interesante o relevante? ¿porque todo lo que dice una mujer, por el hecho de ser una mujer quien lo sostiene, es novedoso, interesante y relevante con independencia de su contenido?
   A una mujer se la interrumpe más veces porque, habitualmente, se le envían señales mucho más matizadas que a un hombre para mostrarle el descontento del auditorio. Tal condescendencia, ¿no constituye un género de paternalismo, de machismo? Por supuesto que sí, pero ¿de verdad se nos está pidiendo lo otro? Y en caso de que se nos pida, ¿no seremos igualmente descalificados? ¿Exactamente qué se nos está pidiendo a los hombres? ¿qué imagen de masculinidad se nos propone? ¿la absoluta pasividad, el acatamiento silencioso? ¿O no se trata de que se nos pida nada, de que se persiga nada, de que se proponga nada, sino, simplemente, de un intento más por convencernos de que la identidad siempre se logra negando a lo otro, de que la liberación de unos se consigue acallando a los demás, de que las cosas no mejoran compartiendo sino arrebatando?

domingo, 11 de marzo de 2018

Micromachismos y macromajaderías (1 de 2)

   Con motivo del día de la mujer, El País publicó uno de esos artículos que dejan claras las cosas desde su titular: “Micromachismos: si haces alguna de estas cosas, debes replantearte tu comportamiento”. A continuación se detallaban cuarenta tipos de comentarios y, de acuerdo con el titular, si Ud. incurre en uno solo de ellos tiene que replantearse todo su comportamiento. En caso de que indague un poco descubrirá que los micromachismos no son ni más ni menos que machismos cotidianos, así que si el 2,5% de sus comentarios pueden etiquetarse de tal, Ud. amigo mío, comparte modo de pensar con los que van por ahí matando mujeres. Al cabo, una confirmación más, de que todos los hombres llevamos un maltratador dentro, concretamente, en el diminuto cromosoma Y.
   Veamos algunos de esos cuarenta comportamientos machistas cotidianos.
   1. He creído necesario explicar algo a una mujer, sin que ella me lo pidiese, por el hecho de ser mujer.
   Pues sí, ya lo creo que lo he hecho. A varias alemanas les expliqué, sin que me lo pidieran, que cuando uno quiere decir que tiene mucho calor en español no debe emplear la expresión “estoy muy caliente”, como se hace en alemán, porque en español tiene connotaciones diferentes.
   Mal empezamos, primera cuestión y ya tengo que reconocer mi micromachismo.
   2. He comentado a un amigo que se quedaba al cuidado de sus hijos: “Hoy te han dejado de niñera”.
   Supongamos que veo a un amigo mío cuidando de sus hijos y al día siguiente lo vuelvo a ver cuidando de sus hijos y al tercer día otra vez. ¿Le digo entonces “hoy te han dejado de niñera”? No. Le digo “hoy te han dejado de niñera” si es la primera vez que lo veo cuidando de sus hijos. Por tanto, el comentario “hoy te han dejado de niñera” no presupone que las mujeres tengan que cuidar de los niños, constata que he visto muchas veces a la mujer de mi amigo cuidando de ellos y que hoy, por primera vez, lo veo a él realizando esta labor. ¿Dónde está aquí el micromachismo?
   3. Le he preguntado a una mujer si “está con la regla” cuando me ha respondido con desgana o desaire.
   Esto es algo que resulta muy divertido comentarlo con los amigos, sólo lo uso con una mujer cuando creo estar seguro de que ella va a entender que estoy de coña.
   4. En la cama antepongo mi placer sexual al de mi compañera y no suelo preguntar por sus preferencias y necesidades.
   ¿Quedan todavía de éstos?
   5. He dicho que yo “ayudo” en las tareas del hogar, asumiendo que el trabajo es de una mujer y yo estoy ayudando, no participando en igualdad.
   Supongamos un hombre que hace de comer la mitad de los días, que recoge la cocina todos los días, que pone la lavadora, tiende y recoge la ropa una tercera parte de las veces, que plancha la mitad de las veces, que lleva a los niños al colegio, les prepara el desayuno y los recoge la mitad de los días, que les prepara la cena y los acuesta todas las noches, que hace las compras más de las dos terceras partes de las veces, que arregla las averías de la casa y limpia los zapatos. Cuando su mujer va a tomar café con sus amigas, ¿qué les comenta? ¿que su marido “participa en las labores de casa en igualdad” o que su marido “ayuda”? Vamos a ver, malas víboras, ¿qué tiene que hacer un hombre en casa para que digáis de él que “participa en las labores de casa en igualdad”? Hoy día, en la práctica totalidad de los hogares, las tareas son compartidas, sólo que en unos el hombre hace el 10% y en otros el 65%. Pues bien, toda esa amplísima horquilla es “ayudar”. En esas condiciones, claro que “ayudo”, ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿pasar la aspiradora mientras limpio el polvo con un plumero en el culo?
   6. Asumo continuamente la heterosexualidad de las mujeres y de otros hombres.
   Desde luego, yo asumo continuamente la heterosexualidad de las mujeres, los hombres y los animales. ¿Por eso soy micromachista? Vale, pues entonces, si le hablo de cisnes y Ud. asume que son blancos, es Ud. un microrracista.
   7. No he hecho nunca la coleta a mi hija y ni siquiera concibo que la pueda llevar mi hijo.
   Teniendo en cuenta que carezco de la práctica que da treinta años de hacer peinados en el pelo de una mujer, suponiendo que tuviese una hija, tardaría al menos cinco años en hacerle algo que mi pareja pudiera identificar con una coleta. Haría, desde luego, lo que pudiese, pero una coleta, coleta...
   8. En mi trabajo o entre mis amistades, solo propongo jugar al fútbol a los varones, dando por sentado que ellas no quieren jugar.
   Jamás le propondría a nadie jugar al fútbol.
   9. Cuando el niño va al médico o de compras, lo acompaña su madre. Cuando el niño va al fútbol, lo acompaño yo.
   Si alguna vez ha ido a la consulta de un pediatra habrá observado madres solas, padres solos, parejas y parejas de abuelos. Si ha ido a tiendas de ropa infantil habrá visto a madres solas y a madres solas mientras sus maridos están diez pasos más allá o fuera de la tienda mirando el móvil con cara de aburrimiento supino. En el fútbol no sé qué hay porque no voy, ¿está allí el micromachismo?
   10. He preguntado a mi sobrina si ya le gusta algún chico.
   Vamos a ver, si yo le pregunto a mi sobrina si ya le gusta algún chico, eso es micromachismo. Si lo hace mi mujer eso es empatía femenina, ¿no?
   Recuerdo cómo me incomodaba de pequeño que me preguntaran si ya me gustaba alguna chica y no, no soy la sobrina de ningún hombre.
   11. He preguntado a alguna mujer que para cuándo los hijos cuando nunca se lo he preguntado a un hombre.
   Tener un hijo es una locura a la que nadie llega por una decisión racional. No se me ocurrirá preguntarle a nadie, hombre o mujer, si está lo suficientemente loco como para dejarse arrastrar a ello.
   12. He pagado de forma sistemática mis cenas con mujeres presuponiendo que es lo que se espera de mí.
   Desde que tiene dieciocho años, un hombre se acostumbra a tropezarse con chicas que le piden que las invite a una copa o, por lo menos, que vaya por ellas. Si con treinta él asume que tiene que pagar la cena ya no es costumbre, es micromachismo. Curioso.
   13. He descrito a una mujer como “poco femenina”.
   Yo sí lo he hecho, lo he hecho, sí, y lo sigo haciendo y lo haré en el futuro. Conocí en Alemania una chica, no sé si polaca o rusa, que tenía más vello en el bigote y las patillas que yo en cualquier parte de mi cuerpo. Me causaba un shock abrir la puerta por la mañana en la residencia de estudiantes en la que estaba y encontrármela. Sé que en algunos países del Este se considera sexy una mujer velluda, pero para mi gusto, una chica con el aspecto de Freddie Mercury en el vídeo de I want break free, es  “poco femenina”, ¿qué quieren que les diga?
   14. He usado la palabra “provocador” para describir el atuendo de una mujer.
   No, pero sí el adjetivo “arrebatador”, ¿esto cuenta?
   15. He comentado que esas no son formas de hablar “para una señorita”.
   Esto es algo que hago sistemáticamente con toda jovencita que suelta más tacos o expresiones soeces de las que yo soy capaz de soltar por minuto. ¿Cuenta esto?
   17. Considero normal que en televisión los presentadores sean los ácidos y divertidos y ellas las guapas.
   Vamos a ver, vamos a ver: llamadme micromachista si queréis, pero paso de interesarme por los presentadores de televisión guapos.
   18. He hecho el comentario "Sara es una mujer fuerte" dando por hecho que considero que ser fuerte es un rasgo más masculino.
   En mi opinión “Sara es una mujer fuerte” si, por ejemplo, tiene que cuidar de sus padres enfermos, de sus hijos porque su marido la abandonó y lleva adelante su trabajo. ¿Me explican dónde está el micromachismo?
   19. Tengo mellizos y nada más nacer hice socio el Atleti a mi hijo y no a mi hija.
   Tercera mención del fútbol
   20. Dejo a mi hijo adolescente salir hasta las 3 de la madrugada, pero a mi hija le obligo a venir antes de medianoche.
   Es decir, que si en plena psicosis de mujeres desaparecidas, me empeño en que mi hija regrese a casa cuando hay gente por la calle, no soy un padre preocupado sino un micromachista sin remedio. Pues, ¡qué bien!
   21. En mi trabajo o entre mis amistades, solo propongo jugar al fútbol a los varones, dando por sentado que ellas no quieren jugar
   Aquí está ya la gota que colma el vaso. ¿Cuántas referencias llevamos ya al fútbol? ¿por qué? ¿porque el fútbol es un caldo de cultivo para el machismo? Entonces, ¿por qué El País, tan preocupado por los micromachismos, no hace campaña, por ejemplo, por las listas cremallera en las directivas de los equipos de fútbol? ¿por qué no se niega a publicar información sobre el fútbol hasta que no acabe el machismo en él?
   21. Nunca he hablado con mi hijo de feminismo.
   Como puede observarse, no hay restricciones de edad en este enunciado. Si su hijo tiene trece meses y no ha hablado con él de feminismo, Ud. amigo mío, es un micromachista irredento, como yo, como el vecino y, en definitiva, una vez más, como todo hombre. Aún mejor, si su hijo tiene veinticinco años y no ha hablado con él de feminismo, ni de los problemas de integración en nuestra sociedad de los inmigrantes congoleños, ni del genocidio de los gitanos polacos en los campos de exterminio, Ud. es también microrracista y micronegacionista.
   23. Invitado a comer en la casa de unos amigos, he felicitado a la mujer por la comida sin preguntar antes quién había cocinado.
   ¿El autor de este artículo no sabe quién cocina en la casa de sus amigos? 
   24. Invitado a comer en la casa de unos amigos, me he dirigido al hombre para hacer preguntas sobre automóviles, dinero o deportes porque he deducido que a ellas no les interesarán esos temas.
   ¿El autor de este artículo no sabe qué temas le interesan a sus amigos? Usted no ha tenido un amigo en su vida, ¿verdad?
   25. He presentado a una mujer por el cargo o la posición de su marido: "esta es la mujer de...", en vez de por su nombre y profesión.
   En una ocasión una amiga se puso a soltar pestes de las condiciones de vida de los oficiales del ejército delante de otra amiga mía que a ella no la conocía de nada. Entonces le dije, “ésta es la mujer de... Javier, el oficial del ejército que te acabo de presentar”. Está claro que soy un micromachista sin remedio.
   26. Soy camarero y siempre pongo la bebida alcohólica al chico y la bebida sin alcohol a la chica, sin preguntar quién ha pedido cada una.
   Esta es muy buena. Estábamos sentados dos hombres y dos mujeres. El otro hombre y una de las mujeres pidieron una copa de licor. El camarero nos colocó las copas de licor a los dos hombres. No nos pusimos a llamale “micromachista” a gritos porque no habíamos bebido lo suficiente, de hecho, nos acababa de traer las copas. Es como cuando estás en pareja y pides una ensalada y un filete, el filete siempre se lo ponen al hombre. O como cuando pides una salchicha y unos chochitos (altramuces para los remilgados), que le ponen... En fin, vamos a dejarlo.
   28. Intentando ser amable, he llamado “guapa” a una mujer a la que no conozco de nada.
   La verdad es que yo sólo hago esto con los bebés, me imagino que eso me convierte en minimicromachista ¿o se dice ínfimomachista?
   30. Me he callado ante el comentario machista de un amigo.
   Por deformación profesional no suelo atacar de frente los comentarios que me repugnan.
   32. En alguna ocasión he dicho a mi pareja: "¿Vas a salir así, sin maquillar?" o "¿No te has maquillado demasiado?"
   Sinceramente, cuando no tienes más remedio que darle un besito de protocolo a una mujer y notas la grasa que se te queda pegada en la mejilla, la segunda pregunta me arde en los labios. Lo dicho, micromachista sin remedio.
   33. Me refiero al conjunto de ciudadanos que buscan la igualdad como “las feministas”, en femenino, asumiendo que es una lucha únicamente reservada a las mujeres.
   A estas alturas, ya habrá comprobado cómo, la lumbrera que ha redactado este presunto artículo periodístico, ha supuesto que todos estos comportamientos los hacen los hombres, porque, como todo el mundo sabe, el machismo es algo que está en el cromosoma Y, por tanto, nada hay en la cabeza de una mujer que merezca tal calificativo. Cuando una mujer califica a otra, famosa por sus conquistas amorosas, con un adjetivo que empieza por “p” y termina con “uta”, eso no es machismo, es ensalzamiento de las buenas costumbres. Eso sí, si yo digo que “las feministas” es femenino, eso es machismo...
   34. Alguna vez, en una conversación entre amigos, he pronunciado la palabra “feminazi” para referirme a una mujer que reivindica derechos.
   Con independencia de lo acertado que me pueda parecer el término “feminazi”, conozco a los angelitos que lo utilizan y hago lo posible porque ninguno de ellos se acerque siquiera al círculo de mis amigos.
   35. Alguna vez, en una conversación entre amigos, me he referido a una mujer como “loca del coño”.
   “Feminazi”, “loca del coño”, ¿en qué ambientes se mueve el que ha escrito este artículo?
   37. He comprado ropa de color rosa o muñecas a una niña sin consultar con sus padres (o con la propia niña) qué regalo deseaba.
   Comprar regalos sin preguntar antes a los padres es siempre el modo más eficaz de quedar en ridículo.
   38. He hecho un favor a una mujer “por guapa”.
   He hecho muchos favores a mujeres por ser mujeres, ¿eso cuenta?
   40. En una conversación sobre políticos, me parece normal hacer comentarios sobre el aspecto de ellas cuando no lo hago sobre el de ellos.
   ¿Está de coña? ¿Alguien puede evitar hacer comentarios sobre el aspecto de Rajoy o de Trump?

   Para terminar diré que las masivas manifestaciones de mujeres del 8 de marzo me han convencido de que es inútil seguir negándolo, sí, hay que admitirlo, son una nación y merecen que se celebre un referéndum por su independencia.

domingo, 4 de marzo de 2018

De cerebros y hombres.

   A poco que uno indague en los textos de psicología, neurofisiología, filosofía de la mente o cualquier cosa semejante, encontrará dos principios que constituyen un ejemplo perfecto de cómo una cultura, un paradigma, una mitología, puede sostener afirmaciones incompatibles sin que quienes participan en ella se percaten del sinsentido en el que incurren. Al primero de dichos enunciados se lo llama, con mucho bombo, la “ley de Hebb”, aunque más apropiadamente debería llamársele “ley de Malebranche-Hebb” o, con mayor rigor, “conjetura de Malebranche-Hebb”. Entre 1674 y 1675, el padre Nicolas Malebranche publicó los cinco libros de su Recherche de la verité. Si bien esta obra pasó a la historia de la filosofía como el gran manifiesto ocasionalista, buena parte de sus páginas se dedican a explicar cómo los espíritus animales, en su tránsito por el cerebro, van dejando trazas que constituyen las marcas físicas sobre las que se asientan los recuerdos, sentimientos, emociones y aprendizajes. 270 años más tarde, Donald Hebb adaptó el mecanismo explicativo de Malebranche a los nuevos tiempos, sustituyendo “trazas” por “reforzamiento sináptico” y “espíritus animales” por “neurotransmisores” y dejando todo lo demás igual. Cuando dos neuronas conectadas por una sinapsis se activan sucesivamente de modo reiterado, la conexión entre ambas se refuerza, explicándose por este procedimiento los recuerdos y aprendizajes. Hebb no aclaraba en qué consistía dicho “reforzamiento” mucho más de lo que ya hizo Malebranche y nadie ha progresado demasiado en tal esfuerzo. Por otra parte el intento de dilucidar la evolución mediante el uso y el desuso había puesto de manifiesto su inoperancia en el caso de los organismos y unos años después de Hebb recibiría un nuevo varapalo en lo referente al sistema inmunitario, de aquí que los científicos y los ingenieros encargados de construir redes neuronales recibieran semejante propuesta... con los brazos abiertos. Muy pronto las ideas de Hebb se enfrentaron con un problema que ya le habían echado en cara a Lamarck. Si las cosas funcionasen de este modo, se necesitarían cientos si no miles de ensayos para que se pudiera crear una diferencia estructural significativa entre algo que se usa poco y algo que se usa mucho. Las redes neuronales artificiales construidas de acuerdo con los principios de Hebb confirman lo certero de esta crítica. Ciertamente hacen cosas que hacen los seres humanos e incluso mejor, pero necesitan decenas o cientos de miles de ensayos para poder llegar a conseguirlo. Si los seres humanos funcionásemos de acuerdo con los principios de Hebb, tendríamos que meter los dedos en un enchufe cien mil veces para concluir que dicho comportamiento conduce inevitablemente al calambrazo. Peor aún, dado que las sinapsis entre las neuronas habrían quedado firmemente enlazadas, nadie podría convencernos ya de que, una vez cortada la luz, se pueden meter los dedos en el enchufe sin problemas. Así que los principios de Hebb conducen a un sistema neuronal que aprende con lentitud exasperante y fija conductas irremediablemente estereotipadas, sin hablar de la oscuridad en la que nos deja acerca de los mecanismos moleculares del supuesto “reforzamiento”. 
   Naturalmente, ningún filósofo vigesimico se metió en tales profundidades. Constituía una hipótesis basada en el “uso y el desuso” y no en el peligroso azar y la maldita selección natural, un pesado entramado matemático protegía las redes neuronales que los científicos exhibían con orgullo, ¿para qué más? ¿para qué pedir hechos biológicos que sustentaran la presunta explicación del funcionamiento de nuestro cerebro? Había nacido una ley tan "científica" como el resto de la psicología y todos los debates filosóficos del siglo pasado giraron en torno a si un cerebro constituido de semejante manera bastaba para explicar el comportamiento humano o si se necesitaba todavía un alma asomando por detrás de él. Nadie se atrevió a sacar la consecuencia lógica de las propuestas de Hebb, a saber, que cuantas más sinapsis tenga un cerebro, más podrá aprender y, dado que los test de inteligencia demuestran que los aprendizajes adquiridos posibilitan mejores resultados en ellos, cuantas más sinapsis tenga un cerebro, mayor inteligencia podrá albergar... Recientes mediciones parecen indicar que los cerebros de los hombres tienen mayor número de sinapsis que los cerebros de las mujeres, por lo que los hombres poseerían también mayor inteligencia (algo que la experiencia cotidiana desmiente de modo rotundo). Por otra parte, las neuronas humanas se hallan menos interconectadas que las neuronas de otras especies animales y, para acabar de rematarlo, tenemos el caso de la Globicephala melas (la ballena piloto, una especie del género de los delfines), que tiene casi el doble de neuronas en el neocórtex que los seres humanos. Y aquí aparece el segundo principio que comentamos antes.
   Como abandonar el puesto privilegiado de la creación siempre nos ha costado mucho, en cualquier libro de psicología, neurofisiología o filosofía de la mente, se podrá encontrar un enunciado que parecía atornillarnos definitivamente a ese puesto: el cociente de encefalización. La inteligencia, la capacidad para aprender, los procesos cognitivos superiores, dependerían, no del tamaño del cerebro, sino de la proporción existente entre éste y el resto del cuerpo. Obviamente, a los cuerpos grandes les corresponden cerebros grandes, como ocurre con las ballenas o los elefantes, pero el ser humano tiene un cerebro desproporcionadamente grande para su tamaño, hasta el punto de que un niño, incluso a los tres años, va hacia donde va su cabeza. Si se observa detenidamente, podrá verse lo que el siglo XX se mostró incapaz de ver, que este cociente introduce un punto de vista absolutamente incompatible con la conjetura de Malebranche-Hebb. En efecto, ésta postula que, para entender lo que nos hace humanos, hemos de atender exclusivamente a nuestro cerebro y, más en concreto, a las conexiones entre neuronas que existen en él. El cociente de encefalización dice una cosa toto caelo diferente, a saber, que para entender lo que nos hace humanos hemos de atender a la relación que existe entre nuestro cerebro y el resto de nuestro cuerpo. El número de neuronas, las conexiones que existen entre ellas, la cantidad de neurotransmisores que migran entre unas y otras, conforman factores que quedan supeditados al modo en que nuestro cerebro se relaciona con otros sistemas de nuestro cuerpo. Los dos principios en los que la mitología del siglo XX asentó todo su pretendido saber para explicar la relación entre la mente y el cerebro se muestran ahora, simplemente, incompatibles. Resulta evidente que, si de verdad queremos entender algo y no limitarnos a repetir cual papagayos eslóganes convenientes, habremos de quedarnos con aquel principio asentado en hechos y no con el que nos ha dado sobradas muestras del barrizal con el que se moldearon sus pies.

domingo, 25 de febrero de 2018

Por qué debería haber una Academia de la Lengua (2 de 2)

   Supongamos que existiese una institución encargada de fijar el significado de las palabras, que dejara constancia no de sus orígenes míticos, sino de su procedencia, de su invención, de las fuerzas que se las han agenciado y, por tanto, de sus modificaciones en los distintos discursos, indicando quién pretende introducir dichos cambios. Capaz, digamos, de editar periódicamente un diccionario en el que quedara recogido qué significados han resultado hasta ese momento admitidos en esa lengua y, por tanto, que indicase claramente cuáles no se admiten. Digamos que tal institución redactase, también con carácter periódico, catálogos de los usos correctos de palabras, expresiones y giros, denunciando a cuantos intentan apartarse de ellos. Imaginemos tal institución formada por escritores, lingüistas, periodistas y demás usuarios destacados de la lengua de la que se trate. Dado lo extendido de la creencia (por lo demás sin base empírica alguna) de que el lenguaje determina el pensamiento, a ellos corresponderá el papel habitualmente asignado a los intelectuales: otear constantemente el horizonte para alertar de cualquier amenaza a los fundamentos de nuestra convivencia.
   Los miembros de tal institución se verían compelidos a atenerse con rigor, al menos, a lo dicho por ellos mismos. Por tanto, si uno de sus integrantes se atreviese a decir que “la lengua es como un organismo vivo”, no se le permitiría utilizar semejante metáfora a modo de excusa para la próxima genuflexión ante los poderes establecidos. Quien hiciera esta proferencia se comprometería, ipso facto, a considerar que las lenguas surgen del azar y la selección a la vez natural y sexual; que las lenguas, como los organismos vivos, no se rigen por el uso lamarkista de las palabras, sino por la supervivencia de las más aptas en el sentido darwiniano, quiero decir, de las más prolíficas; que, en definitiva, el parentesco entre las lenguas, las palabras y los juegos del lenguaje, depende de las posiciones relativas en el árbol genealógico.
   Vamos a ponerle un nombre, uno cualquiera, a nuestra institución, Real Academia Española de la Lengua, por ejemplo, si no se nos ocurriese ninguno otro más pomposo. Si tal institución hubiese existido alguna vez en algún país, tendría el nada desdeñable papel de servir como muro de contención contra todos los asaltos totalitarios. Semejante Real Academia Española pondría diques a los intentos por usar las palabras como herramientas para reducir el margen de acción del enemigo, como armas en una guerra política, pues todos sabemos que lo fundamental de un arma consiste, precisamente, en las reglas para usarla. Denunciaría, entre otras cosas, que “posverdad” no puede tener otro significado que “mentira”; que “alternativo”, referido a “hechos”, sólo puede implicar tergiversación; que “colateral”, calificando a “daño”, designa la muerte de personas inocentes;  que “autosuicidio” sólo puede indicar la incapacidad mental del dirigente político que ha utilizado semejante palabro; que “autodeterminación”, aplicado a los pueblos, se utiliza coherentemente siempre que se pretende desgarrar su entramado social, etc. etc. etc.
   Podemos decirlo a la inversa. Condición de posibilidad de la política lo constituye el hecho de poder usar las palabras de acuerdo con los fines de la misma o, de un modo más simple, como convenga, convenciendo a todo el mundo de que tan legítimo resulta un uso como el otro siempre que se repita abundantemente. Hacer del uso el criterio último del significado de las palabras, poder cambiar su uso de acuerdo con las necesidades tácticas de las diferentes batallas políticas, alterar aquello que ellas indican, constituyen las maniobras elementales de cualquiera que quiera dinamitar las normas mínimas de convivencia. En consecuencia, si existiese algo así como una Real Academia Española con las funciones antes reseñadas, debería convertirse en el primer objetivo de cualquier interesado en practicar la  política entendida como una forma de guerra y, si no resultase posible o conveniente defenestrarla, al menos debería infiltrarla para hacerla inútil, rellenándola de sujetos incapaces de poner en duda que "el significado es el uso" y que, por tanto, entiendan las palabras como herramientas, instrumentos, dardos, armas. Convertida en simple notaria de la transformación de las palabras por parte del poder para mejor dominar a la población, el parapeto que tal institución podría suponer contra cualquier intento de guerra política habría dejado de existir. En semejantes condiciones, tal institución no resultaría ya superflua, pues cuanto hace podía venir recogido directamente en el Boletín Oficial del Estado, abaratando costes y eliminando redundancias, sino que, además, se vuelve peligrosa por la pátina de legitimidad lingüística que otorgaría a los atropellos del poder. Realizaría entonces una tarea exactamente contraria de la meritoria labor que reconocemos en Viktor Klemperer.

domingo, 18 de febrero de 2018

Por qué debería haber una Academia de la Lengua (1 de 2)

   Abrahan Klemperer, maestro experto en el Talmud, tuvo dos hijos, Natham y Whilhelm. De los tres hijos de Natham alcanzó fama Otto, extraordinario director de orquesta al que debemos versiones de referencia de Bach, Mozart, Haydn... Pero no quería hablar de esta rama de la familia sino de la otra, la de Wilhelm, padre de Viktor Klemperer. Voluntario condecorado en la Primera Guerra Mundial, convertido al protestantismo en 1912 y casado con una alemana “aria”, ejerció como profesor en la Technische Universität Dresden desde 1920. El nazismo le obligó a abandonar su cargo, a realojarse en una “casa judía” con otras “parejas mixtas” y a trabajar en una fábrica. En esa época, 1933, comienzan sus diarios. Klemperer debió redactarlos como Winston Smith, el protagonista de 1984, con el deseo de testimoniar la barbarie cotidiana a lectores, con toda probabilidad, inexistentes. Escribió 1.600 páginas convencido, salvo improbable optimismo, de que ninguna de ellas vería la luz, como puro acto de autoafirmación. Dos singulares azares jugaron, sin embargo, en su favor. La confusión que engendró el primer bombardeo aliado de Dresde le permitió arrancarse la estrella judía del pecho y huir con su mujer poco antes de que se certificara su deportación a un campo de exterminio. Después de la guerra, sus escritos formaron parte de la tanda de libros publicados en la naciente República Democrática Alemana en los días previos a la entrada en vigor de las leyes de censura. Así pudo llegar hasta nosotros la voz de Klemperer y, más en concreto, la voz de su época, de la que se convirtió en fiel testigo.
   Lingua Tertii Imperii: Notizbuch eines Philologen constituye  un pormenorizado estudio de cómo la propaganda nazi alteró la lengua alemana para difundir sus ideas entre la población. Sostenía Klemperer que la introducción de nuevos usos de las palabras mediante la reiteración de los mismos en los discursos oficiales, aunque resultaría más exacto decir, en los medios de comunicación que daban cuenta de ellos, acabaron impregnando de nazismo toda la sociedad. “Eterno”, por ejemplo, pasó no a designar una cualidad divina, sino una cualidad de los pueblos, “el eterno judío”, “la Alemania eterna”. “Fanático”, dejó de tener un significado peyorativo, de hecho, se enfatizaba la necesidad de seguir ciegamente los dictados del Führer. “Crisis” comenzó a denotar todas las situaciones en las que el ejército alemán necesitó retirarse. “Especial”, referido al tratamiento, constituía el modo habitual de denominar los asesinatos. “Reforzado”, como calificativo de “interrogatorio”, se empleaba en los mismos contextos en los que habitualmente se usa “tortura”. Y, mi favorito, Welt, mundo, que se utilizaba para indicar la audiencia del Führer, en el doble sentido de que Hitler había conseguido que todo el mundo escuchara a Alemania y que quienes se negaban a oír su voz, no formaban parte del mundo, de la humanidad. Welt, además, se usó en Weltanschauung, término técnico de la antropología y la historiografía que puede traducirse como “cosmovisión”. El nazismo lo popularizó, pasando a emplearse para designar el “nuevo” modo de entender las cosas. Curiosamente, los enteradillos de la filosofía contemporánea, muy progres todos ellos, siguen utilizando de un modo muy parecido este término ignorando quién puso de moda semejante uso.
   Wittgenstein nunca nos explicó de dónde surgían los juegos del lenguaje. Como su maestro, Lamarck, pareció apuntarse a la teoría de la generación espontánea, ignorando o tratando de ocultar, que quienes tienen el poder para crear leyes, reglamentos y estándares, someten a todos los demás a prácticas de las que, si seguimos cacareando que “el significado es el uso”, como hacen tantos de sus epígonos, ya no podremos escapar. Quien manda impone el uso aceptable y, por tanto, el significado de las cosas. Si ahora amalgamamos tal planteamiento con el concepto del “mundo de vida”, lejos de resultar una teoría emancipadora, como pretende Habermas (no sabemos si por ignorancia o por bien pagado colaboracionismo), nos vemos abocados, en realidad, al fatalismo de lo dado, en el que ya no tenemos más remedio que jugar según las reglas establecidas si queremos seguir teniendo una vida en el mundo. El hecho de que Klemperer pudiera percibir el cambio en los usos, quiero decir, el hecho de que él sí pudiera hacer eso que tantos recitadores de eslóganes niegan, comparar, diacrónicamente, juegos del lenguaje, su resistencia a la neolengua, su obstinación en un juego del lenguaje que sabía condenado a la eterna privacidad, muestra que hay algo más allá del uso, algo que siempre ofrece la posibilidad de resistencia y de escape, por mucho que tanto estómago agradecido intente impedirnos ver su existencia. Por eso no resultaría mala idea crear una institución, una Academia, que lo protegiese.

domingo, 11 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (7)

   En 1961, Thomas Szasz publicó The Myth of Mental Illness: Foundations of a Theory of Personal Conduct, en el que señalaba la enorme distancia que existe entre lo que la medicina considera una enfermedad y lo que entiende por “enfermedad” la psiquiatría. En este segundo caso, señala Szasz, el término “enfermedad” constituye una simple metáfora, englobando comportamientos que, por votación, la Asociación de Psiquiatría Americana, ha decidido considerar patológicos. Todo cuanto de científico puede hallarse en la psiquiatría radica en el uso de una terminología pseudomédica inventada ad hoc. Ese mismo año, Michel Foucault publica su Folie et déraison. Histoire de la folie à l'âge classique, que se inicia con una constatación: la desaparición de la lepra en Europa desde finales del siglo XV. Sin que, ni siquiera hoy, quede muy claro por qué, las medidas de exclusión de los leprosos comenzaron, de buenas a primeras, a tener éxito y las leproserías se vaciaron hasta que no quedó nadie en ellas. Apenas cien años más tarde los mismos hospitales creados para albergar a leprosos comenzaron a llenarse de otro tipo de enfermos, que ya no dejarían de acudir a ellos hasta desbordarlos, los locos. La locura, la locura como enfermedad, señala Foucault, aparece justo cuando deja de existir la enfermedad llamada lepra. Una exclusión viene a sustituir a otra, pero no a solaparse con ella. Los recluidos ya no tendrán llagas ni lesiones, de hecho, no habrá en ellos ningún síntoma observable a simple vista. 
   Foucault reconstruye las transformaciones, el deambular del término “locura” por los textos y las prácticas que llevan hasta nosotros, poniendo de manifiesto el deseo de control, de reducir a la norma, de moralizar, por parte de saberes, pretendidamente objetivos, construidos en torno a ella. Foucault se paraba en el siglo XIX. El carácter gris de la genealogía, lo peligroso de sus afirmaciones para quien quiera vivir de la subvención pública o privada, hizo que ningún filósofo siguiera sus análisis para contarnos qué ocurrió en el siglo XX. La vida de un filósofo resulta mucho más fácil hablando del sexo de las interpretaciones, del “ser de los entes”, de los tipos de racionalidad y del uso que se le puede dar a los significados, como para ponerse a buscar algo así como la verdad. Tuvo que venir un periodista llamado Robert Whitaker y su Anatomía de una epidemia, libro que bien podría tener por subtítulo “Crítica de la razón psiquiátrica”, para realizar dicha tarea.
   Whitaker nos cuenta que tras los escritos de Szasz, de Foucault, de quienes constituyeron eso que dio en llamarse “antipsiquiatría” y, como no podía ocurrir de otra manera, tras la oscarizada película Alguien voló sobre el nido del cuco, las academias de psiquiatría consideraron necesario rearmar el arsenal de excusas con el que protegen su cientificidad. Afortunadamente para ellos, la industria acudió raudamente en su ayuda y llamó la atención sobre el hecho de que, tal vez, la gente desconfiaba de los psiquiatras porque, a diferencia de otros médicos, no recetaban. Si la psiquiatría pretendía seguir pasando por una rama de la medicina, resultaba imprescindible que tuviera sus propios “antibióticos”, “antipiréticos” e “insulina”. Bueno, para ser fieles a la realidad, su insulina ya la tenían porque, en la primera mitad del siglo XX, un tratamiento de eficacia “comprobada científicamente” contra la esquizofrenia consistía en procurarles a los pacientes de esta enfermedad un coma hipoglucémico mediante inyecciones con fuertes dosis de insulina.
   ¿Cuáles pueden considerarse los grandes logros de la psiquiatría contemporánea, la psiquiatría “científica”, surgida en la segunda mitad del siglo XX y basada en la administración de modernísimos fármacos? Whitaker desgrana algunos de ellos en los EEUU: 
   - Los datos de diferentes hospitales en los años 50, cuando a los esquizofrénicos se les administraban pocos o ningún medicamento, coinciden en que tres años después de su primer brote psicótico, alrededor del 70% de los pacientes habían abandonado los hospitales reintegrándose a la vida cotidiana. Más de la mitad no volvía a tener recaídas en un lapso de cuatro años. Gracias a las nuevas generaciones de neurolépticos, las tasas de recuperación de pacientes con esquizofrenia al cabo de cuatro años alcanzan poco más del 5% y tienden a mantenerse ahí por mucho que pase el tiempo.
   - Hasta 1970, la depresión parecía una enfermedad más bien benigna. Alrededor de un 60% de los pacientes no mostraban más que un episodio de depresión en sus vidas y apenas el 15% tenía tres o más. La duración de estos episodios no iba más allá de unos meses y la remisión espontánea parecía la norma. En los años 90, tras la generalización del uso de los antidepresivos, la enfermedad había adquirido los visos de convertirse en crónica, con múltiples recaídas que alargaban su tratamiento durante años.
   - En 1960 una revisión de la literatura científica sólo pudo encontrar tres casos reportados de niños diagnosticados como maníaco-depresivos. En 1995 ya constituían el 1% de todos los adolescentes americanos. Entre 1994 y 2004, la cifra de menores de 18 años diagnosticados como bipolares se multiplicó por cinco. La clave de estas cifras, a saber, cuántos de esos jóvenes recibieron tratamiento por déficit de atención y otros trastornos antes de mostrar comportamientos que los hacían caer bajo la etiqueta “bipolar”, constituye poco menos que un secreto.
   - En 1987 había 293.000 niños menores de 18 años con algún género de enfermedad mental. Veinte años después la cifra se había duplicado hasta los 561.569, mientras, en el mismo período, el número de niños incapacitados por enfermedades no mentales cayó desde los 728.110 a 559.448. 
   El que 850 adultos y 250 niños reciban cada día un diagnóstico relacionado con los trastornos mentales en EEUU muestra la extensión de algo que sólo puede recibir el calificativo de plaga. Por qué tenemos que habérnoslas con semejante plaga y no con cualquier otra cosa sólo puede encontrar unas pocas respuestas. La primera consiste en que vivimos en una sociedad definitivamente mórbida, que nos conduce, inevitablemente, a contraer un género u otro de enfermedad. La segunda, que constituye una versión refinada de la anterior, señalaría que en el capitalismo contemporáneo, las industrias se centran no en fabricar productos sino en fabricar consumidores. Otra respuesta implica cuestionar el presupuesto de tantas discusiones del siglo pasado, a saber, que lo mental resulta del balance de espíritus animales en el cerebro o, por utilizar la terminología alquímica del siglo XX, el balance de dopamina, serotonina y endorfinas. La última implica colocar una “y” entre las respuestas anteriores, pues, de alguna manera, de alguna manera no aclarada hasta ahora, cada una conduciría a las otras. Como puede verse, cualquiera de las respuestas posee profundísimas implicaciones filosóficas, razón por la cual, quienes siguen haciendo filosofía como se hizo en el siglo pasado, preferirán arrancarse los ojos antes que leer este libro.

domingo, 4 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (6)

   Los filósofos del siglo pasado creyeron haber alcanzado el más alto grado de radicalidad preguntando por aquello que sale de nuestra boca. “¿Qué es referencia? ¿qué es significado? ¿qué se puede hacer con una palabra?” así inquirían mientras parpadeaban. A la vez, el pensamiento vigesimico afirmó que lo que sale de nuestras bocas viene determinado por un esotérico balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. “¿Qué cantidad de serotonina se necesita para amar? ¿qué cantidad de dopamina para encontrar la verdad? ¿cuánto litio hace falta para ser feliz?” Así hablaban los hombres del siglo pasado y parpadeaban degustando la profundidad de su ingenio. A ninguno de ellos se le ocurrió preguntar por lo que entra por nuestras bocas pese a que, evidentemente, debe influir en el misterioso balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. Por eso, el nivel de radicalidad de la filosofía del siglo pasado apenas alcanzó el de los eslóganes para vender detergentes. Un caso palmario lo encontramos en Martin Heidegger.
   Todavía hoy, filósofos anquilosados en los problemas del pretérito, buscan proteger conceptualmente aventuras, de supuesto progresismo, con textos heideggerianos de los que sólo pueden salir proyectos de un parduzco nazilongo. Quizás la exégesis del Dasein pudo tener algo de interés en 1927, cuando apareció el primer y, a la postre único, volumen de Ser y tiempo. Yo lo dudo porque, como pudo comprobar Hannah Arendt  en sus propias carnes, Heidegger conocía muy bien un modo de ocultarnos nuestro ser-para-la-muerte sobre el que no se encontrará rastro alguno en sus textos. Sin embargo, el modo que sí tematiza, la existencia impropia del “se dice”, “se cuenta”, de las habladurías desestructuradas, ha cambiado drásticamente. Las habladurías con las que nosotros tratamos de eludir nuestra propia finitud ya no consisten en una rumorología desestructurada, sino en un discurso de pretensiones científicas pero que apenas si ha alcanzado a nombrar familias de los viejos “espíritus animales” con los que Malebranche explicaba el funcionamiento del cerebro en el siglo XVII. Los modernos frenólogos se ríen de las viejas explicaciones cartesianas mientras que hacen juegos con sustancias alquímicas tales como la dopamina, la serotonina y las endorfinas, sin que eso haya contribuido mucho a esclarecer cómo funcionan realmente y, sobre todo, ocultando al gran público, por ejemplo, que el 95% de esa serotonina que tantos pensamientos causa en nuestro cerebro, se halla en el intestino.
   Heidegger mismo constató el fracaso del proyecto que iniciaba Ser y tiempo porque el tiempo no resulta alcanzable desde el "ser". Si se quiere captar el devenir, el tránsito, el incesante cambio de la realidad, debemos abandonar el ser, cosa que Heidegger, como buen platónico, se negó a hacer. Al Dasein el tiempo le resulta ajeno, incluso su propia muerte le resulta ajena, mientras que para nosotros, occidentales del siglo XXI, el horizonte de la temporalidad no se halla marcado por una muerte que algunos papanatas amenazan aplazar sine die, sino por ese cáncer que todos habremos de pasar si la esperanza de vida se dilata más allá de los cien años. Nuestro tiempo ya no viene medido por relojes de horas indiferenciadas y calendarios de días iguales. El intervalo temporal básico lo señalan las dosis correspondientes de medicamentos que nos indican el transcurso del tiempo por las pastillas que aún quedan en el bote o la tableta y nos señalan el momento en que habremos de acudir a la farmacia o el mes en el que habremos de pedir cita para nuestra inevitable revisión.
   El Dasein de Heidegger, angustiado por su arrojo a un mundo que no ha elegido, por la posibilidad del fin de todas las posibilidades, no parece necesitar ansiolíticos, antidepresivos, ni inhibidores selectivos de la serotonina, como necesitamos todos nosotros, ni siquiera tiene el ibuprofeno que viene ya con el bolso de las mujeres cuando lo compran. Vive en el “ser”, sin razón, sin fundamento, sin pastillas. No debe extrañarnos. Primero, porque Ser y tiempo apareció 20 años antes de que comenzaran a producirse en masa medicamentos tan básicos hoy día como los antibióticos. Segundo, porque si rastreamos la superficie de afloramiento del concepto de “Dasein”, lo veremos aparecer en los textos de Hegel, de Fichte e, incluso, de Kant, referido a Dios. Y ahora podemos entender por qué al Dasein se lo arroja al mundo, porque eso hizo precisamente el Dios cristiano con su hijo, mientras que todos nosotros, en lugar de arrojársenos, se nos saca del vientre materno protegidos por un atento grupo de médicos, del mismo modo que se saca a los iniciados tras el proceso de admisión en la tribu o en la logia. El Dasein, como las palomas de Skinner, como Dios, no tiene aparato digestivo, ni sistema inmunitario, ni cerebro, porque no tiene interior. Constituye el centro, el kentron, de un horizonte que, por definición, no puede tener nada él mismo dentro. Tiene entes a-la-mano, se halla cabe-los-entes-intramundanos, puede caracterizárselo como un ser-con, pero en ninguno de estos existenciarios hay lugar para las medicinas. De un modo burdo e inexacto podemos definir a quienes vivimos en este siglo XXI antes como animales medicalizados que como animales racionales. Al fin y al cabo, se necesita como mínimo una década para que pueda apreciarse algo de racionalidad en un ser humano. Sin embargo, en ese momento, ya se nos ha vacunado múltiplemente, hemos engullido un buen montón de mucolíticos, antitusígenos y descompresores de las vías respiratorias, sin contar con que, de seguir las indicaciones de las sociedades médicas norteamericanas, llevaremos más de un lustro controlando nuestra tensión arterial.
   El ser-con heideggeriano no se refería a nuestro ser-con-las-medicinas y ni siquiera, algo que hubiese resultado de preclara brillantez, a nuestro ser-con-la-flora-bacteriana. Se refiere a ser-con-los-otros, por lo que nuestras pastillitas se hallan excluidas de esa categoría. Tampoco puede caracterizarse apropiadamente las medicinas como ser-a-la-mano, pues si bien se podría decir que nos hemos vuelto incapaces de vivir lejos de cualquier analgésico, antipirético o antihistamínico, realmente debe describírsenos en términos de quienes buscan constantemente una situación en la que tener una excusa para engullirlos. Mas que cabe-los-entes-intramundanos, el Dasein de nuestros días necesita para existir que unos entes intramundanos muy característicos, llamados medicamentos, se hallen en su interior, precisamente allí donde desaparece todo horizonte hermenéutico y comienza a funcionar la digestión, la absorción y la asimilación de esos productos ajenos a nosotros, procesos todos ellos sobre los que Heidegger no dice absolutamente nada no sabemos si por ignorancia o por connivencia con quienes han hecho de este modo de ser-para-la-muerte el único posible.
   Si la filosofía quiere tener un futuro, si quiere hablar sobre los seres humanos que poblarán este siglo XXI, si quiere dejar de dar vueltas en la vieja noria de las interpretaciones, los juegos del lenguaje y las acciones comunicativas, tendrá que negarse a escuchar la voz de ese Ser que sale por la televisión o por los canales de youtube y comenzar a desvelar de qué modo y con qué ejército de colaboracionistas el nuevo biopoder encarnado en el big pharma ha configurado nuestra manera de pensar y, sobre todo, de pensarnos.