domingo, 14 de enero de 2018

The show must go on

   Cabe dentro de lo posible que hoy veamos jugar por última vez a Ben Roethlisberger, el fabuloso quaterback de los Pittsburgh Steelers que, a los 35 años y con múltiples lesiones a cuestas, parece demasiado cansado para continuar. Roethlisberger, entrará en el “hall of fame” de la NFL como uno de los jugadores más grandes de la historia, se lo considera el onceavo jugador mejor pagado del mundo en todos los deportes y se lo sancionó con seis partidos tras recibir una denuncia por agresión sexual en 2010. Todo el mundo coincide en que Roethlisberger, que tenía por aquel entonces 28 años, apareció en un club nocturno frecuentado por estudiantes de una pequeña localidad del estado de Georgia. Invitó a beber a un grupo de chicas y uno de sus guardaespaldas condujo a una de ellas en estado de ebriedad por un pasillo hasta un reservado. Posteriormente Roethlisberger realizó el mismo recorrido. Lo que ocurrió allí carece de otros testigos presenciales más allá de la chica y Big Ben. Diferentes llamadas de parroquianos del club indujo a la policía a realizar una investigación que terminó en nada, se retiró la petición de obtener el ADN de Roethlisberger y no hubo acusación formal. La NFL, sin embargo, decidió sancionarlo por violación del código de conducta fuera del terreno de juego, entre otras cosas, por sus problemas con el alcohol y porque hacía menos de un año que una empleada de hotel lo había denunciado por violación. Este caso sí llevó a una acusación formal contra él y ocho empleados del hotel por encubrimiento, pero parece haber terminado en acuerdo extrajudicial porque no se ha informado de la sentencia.
   Roethlisberger no constituye en absoluto una excepción en la NFL. Este mismo año otra estrella emergente, Jameis Wiston, quaterback de los Tampa Bay Buccaneers, recibió una denuncia de una conductora de Uber por haberle realizado tocamientos no deseados durante el trayecto en que lo llevaba hasta un restaurante. Por fortuna para Winston, tenía un testigo que lo exoneró de cualquier responsabilidad, el también jugador de la NFL, Ronald Darby, quien compartía coche con él y aseguró que durante el trayecto no ocurrió nada que pudiera hacer sentir incómoda a la conductora. La investigación, de la policía y de la NFL, concluyó sin otra sanción para Winston que ver cancelada su cuenta de Uber. Tampoco constituye el primer borrón en la carrera de Winston, famoso en su época universitaria por haber alcanzado el máximo galardón que se le otorga a los jugadores de universidad, por su inestabilidad dentro y fuera del campo y por la denuncia por violación de una compañera de estudios. Aquel caso finalizó con un acuerdo extrajudicial del que no han trascendido los términos pese a que Winston contaba con una persona dispuesta a testificar a su favor, ¿lo adivinan? En efecto, su compañero de facultad y jugador Ronald Darby.
   Por definición un quaterback, especialmente si parece llamado a triunfar en la NFL, resulta intocable, dentro y fuera del campo. Se los educa como sujetos a los que se les debe un respeto especial, protegidos por las reglas del juego y llamados a alcanzar el cielo. Todo el mundo a su alrededor debe impedir que se los moleste. Si quieren pedir una bebida en el avión, no llaman a la azafata, llaman a su entrenador, que pedirá lo que necesiten. La idea de que una mujer pueda decirles que no en serio, ni siquiera se les pasa por la cabeza. Como los actores famosos, como los multimillonarios productores de Hollywood, tienen el poder de hacer lo que quieran y arden de deseos por poner a prueba los límites de su poder. Aquí se halla la clave de todo este asunto.
   Se plantean las cosas como si una agresión sexual, una violación, tuviese algo que ver con el sexo. Por tanto, se apresuran a concluir tantos "especialistas" como andan por ahí, depende del sexo, así que descubrir al agresor y a la víctima consiste únicamente en identificar quién es quién. El que sea hombre será el agresor y la que sea mujer, será víctima. Si una mujer llega a la conclusión de que la manera de ascender más rápido consiste en acostarse con su jefe, su profesor o el productor ejecutivo de una gran compañía, ella es la víctima y el hombre, el agresor. O, mejor todavía, se considerará que aquí no hay nada que pueda entenderse como violación, agresión o delito. De tan rutinario, se lo juzgará un modo típico de convivencia en las universidades, las empresas o los estudios cinematográficos. Como todo el mundo sabe, las mujeres, por el hecho de ser mujeres, “son más pacíficas y democráticas”, por ejemplo, Margaret Tatchter. Los hombres, por el hecho de ser hombres, “son dados a la violencia y la agresión”, por ejemplo, Gandhi.  El que haya un señor llamado Kevin Spacey que agredió sexualmente a cuantos hombres jóvenes encontró en su camino, el que los fotógrafos Mario Testino y Bruce Weber hayan recibido acusaciones de abuso sexual de algunos de sus modelos, debe esconderse rápidamente debajo de la alfombra, no vaya a ocurrir que los hechos contradigan los eslóganes fáciles de repetir. 
   Si Roethlisberger se dispone a agotar los últimos tragos de una carrera exitosa sin que los desórdenes de sus encuentros sexuales la ensombrezcan, si Winston se dispone a vivir los mejores momentos de ella mientras va dejando a su paso mujeres que necesitan tratamiento psiquiátrico, si la camada de miserables que reina en Hollywood acaba reemplazada por otra generación no menos miserable, no se debe a que “sean hombres”, pues cualquier otro hombre menos rico, menos famoso, menos poderoso que ellos, hubiese acabado en la cárcel por esos comportamientos. Se debe a la misma estructura de poder que obliga a las camareras a practicarle una felación al “emprendedor” con el poder de renovarles su contrato, sólo que elevada a otra potencia porque aquí ya no hablamos de la base productiva del sistema sino de algo muchísimo más importante. Como ya he repetido muchas veces, el capitalismo parece una sardina podrida porque brilla pero apesta. Sin su brillo, su hedor resultaría insoportable, así que resulta trascendental que todo eso que lo hace brillar, quiero decir, su industria cultural, permanezca brillando, por mucho que reproduzca en cantidades extremas, los males que aquejan al sistema completo. Toda la podredumbre del placer entendido como beneficio marginal del poder, de los cuerpos tratados como objetos, del sexo convertido en mercancía a intercambiar en un mercado, de la necesidad de emporcar cualquier forma de belleza antes de que nadie pueda tomarla como estandarte para una protesta, debe quedar reducida a mera sombra imprescindible para dar sensación de profundidad a lo alumbrado por los focos.

domingo, 7 de enero de 2018

Iconoclasia

   Como ya creo haber explicado, esa forma de entender la historia basada en acontecimientos y sujetos, ya se trate de individuos o pueblos, me parece peligrosamente infantilizante y particularmente dada a la tergiversación. Tomemos el caso de la famosa querella iconoclasta que azotó Bizancio entre los siglos VIII y IX. Si el lector desea informarse, no tendrá problemas en descubrir que al bueno de León III se le ocurrió una mañana mientras se afeitaba que tendría gracia destruir todas las imágenes religiosas que existían en un imperio construido a mayor gloria del cristianismo. A lo mejor, si de verdad desea Ud. aprender algo y se topa con un blog o un libro bien construido, le aclararán que el ocurrendo lo tuvieron dos de sus obispos a los que verán, rápidamente, convertirse en feroces enemigos de los grandes monasterios de la época que acumulaban imágenes sagradas y, por tanto, dinero en concepto de limosnas, algo que, como resultará fácilmente comprensible, constituía un agravio para los obispos, receptores últimos de semejantes dádivas.
   En realidad, si se quiere comprender algo de esta crisis, hay que remontarse a los orígenes mismos del arte bizantino y observar cómo, a lo largo de todo su desarrollo, hubo una especie de resquemor a la hora de representar no ya a Dios (que generalmente aparece como una mano entre nubes), sino a Cristo. Se prefiere, con mucho, pintar escenas del Antiguo Testamento, en las que el espectador fácilmente podría hallar una analogía con la vida de Cristo, que las escenas que los católicos de occidente nos hemos acostumbrado a ver en cualquier iglesia: laceración, cruxificción y/o descendimiento. Por lo mismo, menudean las imágenes de los apóstoles, de los santos y de las vírgenes, pero Jesús aparece casi exclusivamente como tierno infante. Debía haber, por tanto, desde los inicios de Bizancio, una cierta polémica acerca de la representación adecuada de la divinidad y aún de si ésta debía ser representada. 
   A veces se explica la crisis iconoclasta por la aparición del Islam y su prohibición de imitar cualquier forma animal y, de modo aún más tajante, al Profeta o a Dios. Si lo que hemos dicho anteriormente resulta correcto, la influencia del Islam en todo el proceso debió constituir un mero coadyuvante, pues en Bizancio se prohibió la representación de santos, vírgenes y demás, no de otras formas vivas. De hecho, la famosa orden de Constantino V por la que se obligaba a la destrucción de toda imagen de la divinidad, ordenaba también su sustitución por escenas de la vida pública de Bizancio. Combates con fieras, carreras, paisajes urbanos, debían adornar las iglesias, los monasterios y las catedrales. Dicen las malas lenguas (porque imágenes no he conseguido ver ninguna), que de tal guisa se decoró originalmente Santa Sofía de Kiev.
   Ningún emperador bizantino careció del seso suficiente para ignorar que su poder iba vinculado al de la iglesia cristiana y que ésta había llegado hacía mucho a la conclusión de que las imágenes constituían el mejor modo de despertar la fe en el populacho. Siempre parecieron entender su tarea como una labor propedéutica, a largo plazo, más que como un arrebato que hubiera de cambiar la faz del imperio. Ni la iconoclasia constituyó una fiebre, ni hubo tantos pintores martirizados, ni se destruyeron tantos códices, ni se aniquilaron tantas obras de arte, ni, por encima de todo, hubo celo a la hora de cumplir los edictos imperiales. A modo ejemplarizante, se arremetió contra las imágenes “que hablaban”, las que emitían luz, las que curaban enfermedades y las que ganaban guerras. Éstas, en particular, jugaron un papel fundamental. El ejército bizantino se había preciado de llevar iconos en lugar de banderas, pero las sucesivas derrotas lo había vuelto progresivamente iconoclasta, hasta el punto de convertirse en el núcleo irreductible de iconoclasia contra el que tuvieron que luchar los sucesivos emperadores iconódulos. El propio palacio de los emperadores necesitó una limpieza de imágenes sagradas diez años después del edicto contra ellas por parte de Constantino V y aún conservó un par de cámaras, denominadas secreton, donde se las “archivó”. Eso sí, la polémica la ganaron los partidarios de las imágenes y, tras Constantino V, las sucesivas prohibiciones tuvieron cada vez menos fuerza en su aplicación hasta la regencia de Teodora y la definitiva restauración de su culto en 843. Como siempre, los ganadores escribieron la historia, todos los iconoclastas se convirtieron en malos malísimos y todos los iconódulos resultaron personas excelentes, además de mártires. Así Constantino V pasó a la historia como el Cropónimo, y su nuera, Irene, que, entre otras lindezas, cegó y destronó a su hijo para reinar en solitario a hombros de los iconódulos, se convirtió en Santa Irene, tan adorada en el cristianismo ortodoxo. No obstante, algo debió quedar del espíritu iconoclasta pues, tras la restauración de las imágenes, dejó de buscarse el mimetismo con el modelo que había caracterizado la producción artística anterior al siglo VIII. Por aquí, esta segunda etapa del arte bizantino entronca directamente con las representaciones características del románico, pero esto ya forma parte de otra historia. Lo que quería contar, lo que me resulta más divertido de toda la querella iconoclasta, se halla en lo absolutamente extravagante que resulta a nuestros oídos, porque a nosotros nos resulta inconcebible prohibir no una sino todas las imágenes, vivir en un mundo sin imágenes y, aún más, pensarnos sin imágenes.

domingo, 31 de diciembre de 2017

... y vencidos.

   Resultó enternecedor que en las pasadas elecciones del futuro país vecino, la señora Colau nos contara sus noviazgos y que el muchachito de la coleta se quedara callado, por una vez en su vida, para intentar rebañar algunos votos. Aún así, se las apañaron para perder tres escaños y 40.000 votos en dos años. Enumerar, el sin fin de errores estratégicos y discursivos de quienes se presentaron como la auténtica alternativa de izquierdas sería interminable y aburrido. Más enjundia tendrá presenciar la venta de sus votos al mejor postor en el Parlament y, a la corta o a la larga, cómo y entre qué formaciones acabarán por repartirse sus votantes, primero en Cataluña y después en el resto del país. 
   San Oriol Junqueras, bueno y martir, no tiene, ciertamente, motivos para compartir la felicidad de la República Catalana. Las encuestas le daban, por fin, como ganador de unas elecciones, hasta el punto de que se permitió rechazar la alianza electoral con Junts per Catalunya. Pues bien, ni alcanzar un máximo histórico en votos le ha valido para abandonar su habitual tercer puesto. Como ya expliqué, las circunscripciones electorales en Cataluña fueron amañadas por Convergència i Unió, en tiempos de sus pactos con el PSOE a nivel nacional, para que ganasen las elecciones prácticamente siempre. El área de Barcelona, su cinturón industrial y las zonas costeras, se hallan subrepresentadas en el Parlament, mientras que la Cataluña profunda tiene un nivel de representación que no corresponde a su número de habitantes. Obviamente, nada de eso va en beneficio de ERC.
   En unas circunstancias normales, un líder que ha encabezado una nueva derrota electoral, que ha rechazado una alianza que le hubiese proporcionado la mayoría absoluta sin necesidad de más añadidos y que, por si fuera poco, está encarcelado, sería un líder muerto. Hay que recordar que, durante la campaña, ERC insistió en que Puigdemont no podía ser investido por haberse fugado, con lo que resulta muy poco probable que éste tenga entre sus prioridades que excarcelen a Junqueras. Naturalmente, proclamará lo conrtario, pero habrá que ver qué hace realmente para conseguir tal excarcelación. Hasta tal punto estas elecciones han convertido a ERC en una mera comparsa lo muestra la propia noche electoral en la que no supieron exhibir como discurso propio otro que el que le marcaban desde Bruselas.
   Si de verdad el señor que ha encabezado la CUP sabe algo de sociología, habrá descubierto la triste realidad de dicha formación, a saber, que su base social la deja en los límites mismos de la extraparlamentariedad. Sus votantes son los descontentos de ERC y, en menor medida, de la extinta Convergència. Sus devaneos con estas formaciones, su justificación de cualquier cosa que viniese de ellas en nombre de la independencia, los ha hecho toparse con la preferencia, habitual en los electores, de los originales sobre las copias. Por mucho que sus cuatro escaños puedan resultar decisivos en las votaciones, eso no les exime de tener que suplicar un apaño para crear grupo parlamentario propio o tenerse que ir a compartir grupo mixto con... el PP.
   Lo malo del PP de Cataluña no es que se hayan quedado más cerca de los animalistas del PACMA que del PSC, lo malo es que Cataluña constituye una de las zonas más pobladas de España y allí Ciudadanos los ha dejado ya sin espacio político. No sólo van a compartir grupo parlamentario con la CUP, también comienzan a compartir con ellos que su discurso parece una copia del discurso de otros, en este caso, del que exhibe Albert Rivera. Aunque de cara a unas elecciones eso puede no ser muy importante, a la larga, acaba constituyendo una carcoma que corroe los partidos y algunos han comenzado a plantearse si no asistimos al principio del fin de una formación que nos ha acompañado desde el nacimiento de nuestra democracia.
   El problema del PSC no es que no tenga discurso, el problema es que tiene el mismo discurso desde hace décadas. Los líderes del PSC hablan para los votantes del PSC y éstos, sí, son fieles, pero, claro, no tienen otro crecimiento que el vegetativo. El PSC tiene un suelo electoral nítido, su problema consiste en que no se despega de él.
   Así, pues, los resultados de las pasadas elecciones en Tractolandia enviaron un mensaje muy claro a la mayoría de las formaciones representadas en el Parlament. Si se quiere que un 48% del electorado deje de estar a favor de la independencia, habrá que hacer las cosas de otra manera. Si se quiere que un 52% del electorado deje de estar en contra de la independencia, habrá que hacer las cosas de otra manera. Si Puigdemont quiere seguir adelante con el procès, tendrá que hacerlo de otra manera. Si Ciudadanos quiere gobernar, tendrá que hacer las cosas de otra manera. Si ERC quiere ganar unas elecciones, tendrá que hacer las cosas de otra manera. Si el PSC quiere abandonar su suelo electoral, tendrá que hacer las cosas de otra manera. Si Catalunya en Comú no quiere caer en la irrelevancia, tendrá que hacer las cosas de otra manera. Si la CUP y el PP no quieren quedarse fuera del Parlament tendrán que hacer las cosas de otra manera. ¿Qué nos cabe esperar por tanto? Muy fácil: más de lo mismo.

domingo, 24 de diciembre de 2017

Vencedores...

   Me gustan las noches electorales porque, a diferencia del resto del año, todo el mundo es feliz, todo el mundo ha ganado y todo el mundo ha cumplido sus objetivos. Cualquier majadero que no ve más allá de sus narices, puede proclamar: “la República Catalana ha derrotado a la monarquía del 155" y la legión de papagayos repetirán la consigna convencidos de que así ha sido... así ha sido, en efecto, como se han ocultado los hechos detrás de tantas "victorias". 
   Les voy a contar un secreto que los independentistas desconocen por completo: Ciudadanos ha ganado sus primeras elecciones y resulta fácil augurar que no serán las últimas. Ha ocupado el espacio político del PP, ha atraído el voto de los aterrorizados por el procés, ha demostrado que puede movilizar a los abstencionistas y ha alcanzado unas cotas que muy pocos podían imaginar cuando Albert Rivera consiguió entrar en el Parlament con un discurso que por aquel entonces muchos consideraban extremista y que hoy todos asumen. Su éxito es tan memorable que ni ellos mismos se lo creen, de ahí un error estratégico que, probablemente, les ha perjudicado. En la fase final de la campaña, movida, con toda seguridad, por sus analistas, Inés Arrimadas se dedicó a atacar al PSOE en su deseo de arañarle votos. Como han demostrado los resultados, la mayoría de sus votos no salían de ahí, sino de todos esos votos que sus analistas no contabilizaban porque no se habían producido hasta ahora. Sin ese error, sus resultados podían haber sido incluso mejores. En cualquier caso, semejante triunfo consiste en poco más que un brindis al sol que no le permitirá gobernar. Sin embargo, en esta debilidad estará su fuerza, pues la carencia de poder ejecutivo real que tiene hasta ahora Ciudadanos, ha impedido que veamos si y en qué pueden diferenciarse sus políticas de las de otros, lo cual constituye para ellos una enorme ventaja.
   El vencedor moral de la noche resulta difícil de identificar. ¿Quién ha vencido? ¿el PDeCat? ¿Junts per Catalunya? ¿Puigdemont? ¿Los tres? ¿Ninguno? Muchos se esfuerzan por asegurar que, como el misterio de la Santísima Trinidad, se trata de tres personas en una, pero eso es lo que los psicólogos llaman personalidad múltiple y suele requerir un arduo tratamiento para que la cosa no se desmande más allá de lo pintoresco. En el PDeCat se habían tomado en serio lo que Puigdemont había repetido de no presentarse a las próximas elecciones y habían llegado a confeccionar un programa electoral centrado en la economía y con ligeras alusiones independentistas. Craso error. Como todo el mundo sabe, con Puigdemont nunca se sabe. Vive en el brumoso mundo paralelo que caracteriza la capital comunitaria. Su autoproclamación como candidato no fue demasiado mal recibida. Más de uno esperaba quedar por detrás del PSC, como decían las encuestas, para sacar los cuchillos y hacer limpieza. Hay que recordar que el PDeCat está plagado de gente acostumbrada al reparto generalizado de poltronas, que vio como cierto mal transitorio, tener que compartir las prebendas con ERC y gente ajena a las procelosas aguas de los partidos políticos. Ahora se encuentran con que “el mal transitorio” se convierte en la costumbre. Los despachitos se van a repartir en función de hasta qué punto puedan aparecer en la foto como los bobblehead del President y no en base a la jerarquía del partido o del trabajo realizado en él, pegando carteles, organizando mítines o haciendo la pelota al cacique de turno. El propio grupo parlamentario tendrá 19 miembros ajenos al PDeCat, cuya organización en absoluto está claro si va a correr a cargo del partido o se va a realizar directamente desde Bruselas. Por si fuera poco, hay mucha labor por realizar de esa que los independientes no son capaces de hacer. La “mayoría absoluta” de los independentistas no pasa de ser virtual. Han perdido dos escaños respecto de las pasadas elecciones y ocho de sus correligionarios se hallan en la cárcel o disfrutando de la cerveza belga. Van a tener enormes trabas legales, primero para configurar la mesa del Parlament y, después, para conseguir sacar adelante una investidura. Como poco necesitarán la abstención de Cantalunya en Comú. Se imponen, pues, negociaciones arduas y alambicadas, de ésas a las que están acostumbrados los profesionales de la política y que difícilmente se pueden hacer por videoconferencia. Puigdemont tendrá que echar mano, pues, de un partido al que viene ninguneando sistemáticamente pero con el que no puede romper porque no sería nada sin él. Resulta, sin embargo, muy fácil adivinar qué va a hacer: lo que sea más indigerible para quienes se han sentido los triunfadores morales de la noche electoral.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Contra el sesgo de género en los cuentos (3 de 3)

   Incluso en “El lobo y los siete cabritillos” a los hombres se nos pone a caldo. Como no podía ser menos, el hombre de la casa se halla ausente. El que, en este caso, sea el macho de la cabra y que, por tanto, ésta haya tenido algo que ver en que se marchase para entregarse al consumo de hierba, ni se menciona. Es ella, valerosa, emprendedora, la que asume la responsabilidad de alimentar y proteger su prole, aunque eso le suponga correr el riesgo de dejarlos solos en casa. Aquí tenemos, de nuevo, al taimado lobo, dispuesto, en cuanto se presenta la menor excusa, a travestir su voz y hasta maquillarse para dar rienda suelta a sus perversiones ensañándose con los pobres cabritillos. ¿Quién ayudará a la compungida cabra a rescatar a sus tiernas criaturas? ¿Un macho bravío? ¿el primogénito tal vez, al que la testosterona empieza a fluirle por las venas? No, le ayuda un cabritillo recién salido del armario o del reloj de pared, que, como es natural, empatiza con el dolor femenino. Entre ambos van a buscar al lobo, que, de nuevo, se ha guardado toda la comida para él, sin pensamiento de compartirla con sus crías, ni con la loba de su mujer y duerme una merecida siesta tras una jornada en el andamio. Por supuesto, el cuento termina, como no podía ser menos, con la cesárea ritual que hace pagar al macho todas las penalidades causadas.
   Vayamos ahora a los cuentos con dos protagonistas. Uno será un alma bella, hermosa, dotada de virtuosas cualidades tales como la empatía, la compasión, la inquietud intelectual y demás. ¿Corresponderá esta alma bella al personaje masculino? Ni por asomo. El personaje masculino es egoísta, cruel, inmisericorde, dado a la venganza, el vocerío y el ejercicio de la violencia, una mala bestia, vamos. Y si se trata de que el protagonista sea, por fin, masculino, el macho de alguna especie, ¿qué lo convertirá en el eje central del cuento? ¿su habilidad para cambiar bombillas y arreglar desperfectos eléctricos? ¿sus conocimientos acerca de cómo desinstalar programas del ordenador cuando causan problemas? ¿sus aciertos a la hora de diagnosticar lo que le ocurre al coche o a la hora de efectuar chapuzas de albañilería? No, va a protagonizar la historia por ser feo. Pero no feo, como esos patitos que por feos son hermosos, no. Es feo, feo, feo. Tan feo que cuando comía maíz creían que era un murciélago comiendo limón. Tan feo que la gente en lugar de echarle miguitas de pan le tiraban cacahuetes. Tan feo que su pata madre le decía: “no me sigas, no me sigas”. Una vez fue a un concurso de patitos feos y lo expulsaron por asustar al resto de participantes. Cuando una pata, hablando de él, le preguntó a otra: “¿tú cuántos años le echas?” la otra le respondió: “¿yo? La cadena perpetua, ¿has visto lo feo que es?” ¿Qué se hace con un patito al que su fealdad denota como macho antes incluso de escuchar su tono de voz? Pues reírse de él. Los machos son tan feos que causan risa. Eso sí, si quiere llegar a ser elegante, si quiere conseguir que lo respeten, si quiere levantar admiración, deberá renunciar o bien a ser pato o bien a ser macho, deberá ser un cisne, como esos que marcan el pas de deux con un tutú en el lago que les procuró Tchaikovsky. Por cierto, que esta es otra historia que se las trae, con un príncipe rarito donde los haya, en este caso por la vía zoofílica.
   Cuando por fin nos encontramos con un cuento en el que, desde el protagonista hasta los secundarios pertenecen al sexo masculino, se trata de un rosario de sadismos cada cual más virulento, por mucho que no estemos hablando propiamente de un cuento popular. Pinocho, en efecto, es un embustero patológico, tallado por un carpintero gruñón, misógino y que, por mal progenitor, acaba encarcelado. Hay algo equívoco en el hecho de que el apéndice de Pinocho crezca cuando miente, pues todo el mundo sabe que en los hombres el proceso ocurre exactamente al contrario, en cuanto nos crece el apéndice mentimos como bellacos. En cualquier caso, Pinocho se ve conducido inevitablemente al mal camino, asesinando a un grillo, quemándose los pies y siendo ahorcado por dos congéneres masculinos. De todos sus encuentros el único que le procura algún bien es (¿lo adivinan?) el de una niña-hada. Y menos mal, porque cuando en el cuento no aparecen féminas por ninguna parte, como en "El lobo y los tres cerditos", todo se reduce a una competición para ver quién la tiene más dura... la casa me refiero.
   Sí, desde luego, yo también creo que los cuentos tradicionales deben reescribirse, pero para borrar de ellos los denigrantes estereotipos sexuales que se le atribuyen a los hombres. Colocando estos estereotipos en las delicadas mentes infantiles, lo único que podemos hacer es inclinar a nuestros hijos a reproducir semejantes roles, por lo que es necesario extirparlos. O reescribimos los cuentos infantiles en pro de una verdadera igualdad,  o se los deja tal y como están, pues si han pervivido durante tanto tiempo quizás sea porque encierran una densidad de significados que las mentes infantiles perciben sin dificultad, pero que, obviamente, no alcanzan a comprender las adultas mentes del feminismo subvencionado.

domingo, 3 de diciembre de 2017

Contra el sesgo de género en los cuentos (2 de 3)

   El cuento de Blancanieves, no trata mucho mejor a los hombres. Para empezar tenemos un padre que, antes de que su tálamo pudiera enfriarse, ya le buscó sustituta a su difunta esposa, un pibonazo impresionante. Por supuesto tras el matrimonio, la gachí, comenzó a prestarle más atención a su espejo que a él, así que el padre se pasa todo el cuento ausente, bebiendo con el padre de Caperucita en el bar. Mientras, su esposa intenta deshacerse de la pobre Blancanieves, la cual, una vez más, frente a los personajes masculinos de los cuentos, es un dechado de virtudes físicas y morales. Blancanieves acaba encontrándose con lo que parece ser un after hours de puretas, pues no hay un hombrecillo que merezca la pena. Los siete que encuentra son cortos de estatura, además uno es mudo, el otro gruñón, el otro un sabiondo, el otro parece tener alergia al oxígeno, el otro tiene timidez patológica y los dos últimos son adictos, uno a la heroína, que lo mantiene perpetuamente adormecido, y el otro a la cocaína, que le provoca una persistente risa nerviosa. Entre los siete apenas componen medio hombre, pero como Blancanieves está un poco desesperada, decide irse a vivir con ellos. Descubre que siete hombres no son suficientes para coserse un botón, tener una cocina en condiciones y, en definitiva, llevar una casa, así que asume ella misma las tareas, pues, aparte de bella, generosa, inteligente y demás, también posee una extraordinaria capacidad de trabajo. Falta para completar tan penoso elenco masculino el príncipe, un guaperas que al principio no entendemos qué hace vagando por el bosque, hasta que comprobamos el ansia que se asoma a su rostro tan pronto como ve a Blancanieves, más blanca que la pared, yacente y sin respirar. La profunda necrofilia que padece lo lleva a morrearla con lengua, atrocidad que permite desatascar el trocito de manzana que se le había atragantado a Blancanieves y, para desencanto del príncipe, la revive.
   La pandilla de borrachines del bar “Érase una vez” no estaría completa sin el padre de Cenicienta. Una vez más, un cabeza de familia que no se entera de nada y que, en los momentos clave, se halla ausente. Pero éste ya riza el rizo. No sólo le faltó tiempo para sustituir a su mujer, además, se buscó una viuda, divorciada o separada, de bruscos modales, con tres hijas y que, si hemos de juzgar por los genes que éstas portan, es fea, gorda y con verrugas. La historia de Cenicienta no es una historia de mujeres, es una historia entre mujeres, pues Cenicienta despierta rápidamente la envidia de su madrastra y sus hermanastras por su belleza, candidez y buen hacer. Sabido es que los hombres no criticamos a los hombres que son más guapos que nosotros... harta desgracia tienen con ser maricas. El caso es que Cenicienta, por la intervención no de un mago o de un hechicero, no, sino de una hada madrina, acaba cumpliendo su sueño. Los magos, los hechiceros, siempre son malos, oscuros y liantes. Si uno quiere un poco de magia buena, tiene que acudir al hada madrina, que digo yo que ya va siendo hora de que en los cuentos aparezcan también hados padrinos, ¿no? Total, que Cenicienta se planta en el baile del príncipe, el cual, al verla se queda prendado de ella. Pero no se queda prendado de su bello rostro, de su hermosa figura o de su precioso porte como haría cualquier hijo de vecino. Cuando Cenicienta desaparece, al príncipe no se le ocurre ir por las calles intentando ver a su amada. De su cara ni se acuerda. Hasta aquí no hay nada anormal. Una chica con talla noventa de sujetador no debe esperar que su novio se acuerde del color de sus ojos, por lo menos hasta el día de la boda. Pero el príncipe no va por ahí pidiendo que las damas de su reino se prueben un sujetador. Todo el tiempo que ha estado con Cenicienta no ha hecho más que mirar sus zapatos, uno de los cuales reconoce en cuanto lo ve en todo ese montón de zapatos que suelen quedar desperdigados cuando acaban las fiestas... por lo menos las fiestas a las que yo voy. Aquí tenemos de nuevo a un príncipe, podófilo o fetichista, no se sabe qué es peor, dispuesto a casarse con la primera dama que tenga un pie como aquellos de los que se ha enamorado, hasta el punto de que no le importa el carácter ni las verrugas de las hermanastras de Cenicienta. Si sus pies hubiesen cumplido las reales expectativas, habrían acabado casadas con el príncipe. Al final, como es lógico, se reencuentra con Cenicienta y el príncipe puede pasar sus días bebiendo champán en sus zapatos, que para eso el hada madrina los hizo de cristal, cosa que lleva a sospechar que esta hada conocía ya el fetichismo del príncipe, tal vez de cierto negocio regentado por ella que aquél visitaba con frecuencia.

Contra el sesgo de género en los cuentos (1 de 3)

   Ha venido imponiéndose, hasta casi convertirse en el discurso único, un cierto relato según el cual la mitad de la humanidad, a saber, la que no compite por ver cómo de lejos llega su pipí, ha sido sometida, vejada, humillada, maltratada y negada culturalmente por la otra mitad. Afortunadamente, continúa ese discurso, en nuestras sociedades de capitalismo feroz, de mercado libre, de democracias de funcionamiento impecable, de gobiernos preocupados por los más pobres, de estados que repugnan cualquier forma de violencia, esa mitad de la humanidad se halla próxima a su plena liberación. Frente a tal discurso único se levanta la patética diatriba de unos cuantos que, aceptando efectivamente ser de la mitad privilegiada, cree necesario patalear para conservar sus supuestos privilegios, causando pudor ajeno y contribuyendo a la imposición del discurso único. Nos hallamos, en boca de unos u otras, ante una historia de blanco y negro, de opresores y oprimidos, de buenos y malos, que machistas y feministas comparten, aunque desde posiciones estratégicas diferentes. A semejante modo de plantear las cosas no lo amparan los hechos sino la plétora de papanatas que cree que repetir lo que les dicen es tener ideas propias. Siempre que alguien se empeña por insistir en una historia con semejantes características tenemos derecho a poner en duda su estado mental, sus intereses, a veces nada ocultos, o ambas cosas. La realidad, la historia, los hechos, son de otra naturaleza, tienen una rica paleta de matices y, por encima de todo, nunca son fáciles, ni simples. 
   Un ejemplo de cuanto vengo diciendo lo tenemos en los cuentos infantiles. Con el poco disimulado empeño por ponerle copyright a lo que siempre han sido narraciones de propiedad pública, se han ido lanzando todo tipo de intentos por hacer caja con la excusa de la defensa de las mujeres oprimidas. Como cabía esperar, ni la originalidad les pertenece. Plagian descaradamente los Cuentos políticamente correctos con los que James Finn Garner ya trató de advertirnos contra el dislate hacia el que nos encarrilábamos. Los cuentos populares encierran un sesgo machista que debe ser eliminado de ellos si queremos crear generaciones de mujeres emancipadas, se nos sermonea de cotidiano. Como todo sermón, éste tampoco está libre de contradicciones. Nos hallamos ante cuentos, originalmente, de transmisión oral. Por tanto, el narrador de tales cuentos debió ser quien introdujera en ellos los estereotipos de género que contienen. Ahora caben dos opciones. La primera es que esos estereotipos fueran puestos ahí por hombres, con lo que su papel en la educación de los hijos ha sido tradicionalmente mayor de lo que las feministas nos quieren hacer creer. La segunda opción es que esos estereotipos fueron puestos en los cuentos por las mujeres, que siempre han cargado con la crianza de los hijos, en cuyo caso las feministas deben concluir que tales mujeres fueron tontas de capirote por perpetuar estereotipos que las desfavorecían, juicio con el que no mostrarán desacuerdo alguno cuantos machistas corren por este mundo. 
   La verdad, como digo, tiene siempre sus matices. Ciertamente los cuentos fueron transmitidos por mujeres que, precisamente por eso, introdujeron un clarísimo sesgo en ellos. Los cuentos infantiles vocean estereotipos acerca de los hombres, clara información acerca de su poca valía y una vergonzante y vergonzosa imagen de los mismos. Si hemos de creer los cuentos populares, los hombres somos irresponsables, violentos, mentirosos, taimados e irremediablemente dados a la perversión en lo sexual. No digo yo que muchos hombres no sean así, pero no todos. Algunos de nosotros no caemos en tales categorías... somos aún peores.
   Tomemos el cuento de Caperucita. Como muchos otros, es un cuento de mujeres, los hombres apenas si aparecen incidentalmente. El padre de Caperucita, para empezar, está ausente. Se desliza con pocos miramientos que el hombre de la casa, como todos los hombres, está de copichuelas en el bar mientras ocurren las cosas importantes. Lo más parecido a un personaje masculino de relevancia en este cuento es el lobo. El lobo, que no la loba. Caperucita se ocupa de alimentar a su abuelita enferma, la cabra va a comprar comida para sus cabritillos, pero la loba, ésa no caza, ni descuartiza tiernas niñas, ni devora cerditos, es vegana y se esfuerza por alimentar de verduras y frutas a su prole mientras el fiero lobo se lo come todo sin aportar a casa ni un miserable pinrel de la abuelita. Lo que sí hace es vestirse con sus ropas, primera muestra inequívoca de que todo hombre encierra cierta perversión oculta y, por supuesto, se pone tan nervioso cuando Caperucita le pregunta acerca del tamaño de sus atributos que se lanza sobre ella y la devora también. Afortunadamente en ese momento llegan dos figuras igualmente masculinas, dos leñadores a los que los gritos les han impedido disfrutar del partido de fútbol que estaban viendo y, mostrando la naturaleza iracunda de los hombres, sin mediar palabra con el lobo, ni pedirle explicaciones y ni siquiera sopesar las pruebas de su felonía, se vengan de un modo que sólo puede haber maquinado alguien del sexo femenino: practicándole una cesárea.