domingo, 23 de abril de 2017

Democracia y votación.

   Una de las máximas que llevan grabados todos los políticos españoles en la frente es que la democracia consiste en votar. El voto es la esencia de la democracia, el requisito necesario y suficiente para que algo pueda ser considerado democrático. La democracia se reduce al acto por el cual una mayoría se impone a una minoría o, mejor aún, democracia es algo que se hace una vez cada cuatro años. No importa cuál sea la cuestión, no importa cuáles sean las circunstancias, no importa qué sea lo que se pregunte, si la mitad más uno de los votantes muestra su acuerdo con algo, la democracia ha hablado y ha quedado sentenciada la línea que distingue el bien del mal, la verdad de la mentira, la justicia de la injusticia. Por eso, en democracia, todo se dirime en las elecciones. El nepotismo, la corrupción, la estupidez, la incapacidad, la desvergüenza, no existen a menos que las urnas nieguen la victoria a quienes las practican con fruición.
   Si tuviéramos que tomarnos en serio la propuesta de nuestros políticos, resultaría que España es una democracia desde 1947, fecha en la que Franco convocó la primera de las tres elecciones a Cortes que viviría el régimen. Ciertamente eran unas elecciones bastante peculiares, sólo podían votar los varones y el ser cabeza de familia o miembro del partido único, confería votos adicionales. También fue siempre una "democracia" la ya extinta URSS. Se me argumentará, probablemente, que en tales casos no se puede hablar verdaderamente de votaciones, pues se trataba de elegir entre miembros del todopoderoso partido único y algún que otro “independiente” más o menos descolgado del régimen dominante. Bien, cambiemos entonces de aires.
   Desde la revolución islámica, las autoridades iraníes presumen de ser la mayor democracia del mundo musulmán. Periódicamente se celebran elecciones a nivel local, regional y nacional, a las que se presentan candidatos de diferentes formaciones y tendencias, resultando elegidos los más votados. No obstante, para preservar la Revolución, los padres fundadores del nuevo Estado pusieron una salvaguarda, el "Consejo de Guardianes de la Revolución". Tiene doce miembros, seis de ellos son nombrados directamente por el Líder Supremo y otros seis por el parlamento. Una de sus funciones es analizar la idoneidad de los candidatos presentados a las elecciones. Ciertamente no es el único filtro que deben haber pasado éstos. Antes de que su candidatura llegue al Consejo es necesario el visto bueno del Ministerio de Inteligencia, del Poder Judicial y de la policía. En última instancia, el Consejo decidirá sobre el grado de fidelidad a la Revolución, es decir, la adecuación o no del candidato para figurar en las listas. En esencia, en la cuestión clave, es decir, en no alterar la estructura de poder y en mantener en el mando a los mismos de siempre, todos los candidatos están de acuerdo. Eso sí, la gente vota. Por tanto, estamos ante una democracia... ¿o no? “Sigue Ud. con las mismas, se me argumentará, para que una votación lo sea realmente, para que haya democracia, hace falta pluralismo político y en Irán, realmente, no lo hay”. Bueno, cambiemos entonces de continente.
   En Sudáfrica siempre existió el pluralismo político. Las primeras elecciones de la entonces llamada Unión Sudafricana tuvieron lugar en 1910 y a ella ya concurrieron diferentes formaciones políticas, si bien los partidos que después conformarían la vida parlamentaria del país aparecieron un poco más tarde. El Partido Comunista de Sudáfrica se fundó en 1921, el Partido Nacional en 1914, el Partido Sudafricano en 1911, a esa época pertenece también el Partido Laborista Sudafricano. Las votaciones decidían el gobierno de la colonia y en 1960, por votación, se declaró la independencia de Gran Bretaña. Difícilmente un político español pondrá pega alguna a la muy democrática República Sudafricana. Ahora bien, ¿ha sido realmente Sudáfrica una democracia durante toda su historia? Desde el tratado de Vereeniging que puso fin a la Segunda Guerra Boér en 1902, los negros carecían de derecho a voto. Cuatro millones de ciudadanos decidían sobre el destino de 24 millones de personas tratadas como poco más que animales en su propio país. ¿Acaso es esto una democracia?
   Vayamos ahora al principio de todo, vayamos a Atenas, la cuna de la democracia, la inventora de la democracia. ¿Había pluralidad de partidos políticos en Atenas? ¿Había elecciones en Atenas? La Asamblea era un órgano de participación directa, es decir, estaba conformada por los propios ciudadanos y no sus representantes. Apenas un centenar, del millar largo de cargos atenienses, eran efectivamente elegidos, el resto se sorteaba. Probablemente no había un protocolo fijo para la toma de decisiones de la Asamblea y el hecho de que pudiera estar compuesta hasta por 6000 personas hace muy poco probable que todos los asuntos fuesen sometidos a votación. El asentimiento, la aclamación y el recuento a ojo de las manos levantadas constituía el proceder habitual. La votación con bolas de color para el sí o el no sólo se efectuaba cuando resultaba difícil establecer de qué lado estaba la mayoría. El voto en Atenas era más bien la excepción que la regla.
   Podemos ir más allá. Imaginemos un país en el que todos sus ciudadanos sean exactamente iguales ante la ley. Ni el dinero, ni el cargo, ni la familia, ni la religión, ni el sexo, ni el color de la piel, ejercerán el menor influjo sobre sus derechos, deberes o posible movilidad social. Todos tendrán las mismas oportunidades, entre otras cosas, de alcanzar cargos públicos, todos se sabrán igualmente alcanzables por el brazo de la justicia. ¿No se deduce de aquí el derecho al voto? O, mejor aún, como en el caso de Atenas, ¿no resultará excepcional la utilización del voto en este país? Y al contrario ¿acaso del derecho al voto se deduce el igual sometimiento a la ley de todos los ciudadanos? Pues ahora ya sabemos lo que quieren decir nuestros políticos cuando afirman que la democracia consiste en votar. Quieren decir que, como ocurría en Sudáfrica, como ocurre en Irán, una minoría, los que siempre han mandado, los que acumulan la riqueza, los que controlan el pluralismo político por la vía de prestar más o menos dinero a quienes han de presentarse a las elecciones, conservarán siempre la sartén por el mango con independencia de cuantas votaciones se hagan. Quieren decir que los derechos están en función del cargo, de la familia o de la cuenta bancaria. Quieren decir que todos los pobres son iguales ante la ley. Quieren decir, en definitiva, que no ven el momento de acabar con el estado de derecho.

viernes, 14 de abril de 2017

La presciencia de Trump (2 de 2)

   Poco antes de las tres de la tarde del 3 de abril de 2017, una bomba explota en un vagón de metro en pleno centro de San Petesburgo. Las primeras informaciones señalan que las cámaras han registrado cómo un individuo arrojaba una mochila en el interior de un vagón justo antes de que se cerraran las puertas del mismo. La versión policial habla de dos sujetos, uno que se habría inmolado y otro de barba oscura que habría colocado un artefacto en otra estación de metro, cercana a la estación de trenes de la ciudad. No hay explicaciones acerca de cómo se halló esta segunda bomba, cuál era su material explosivo, si coincidía con la anterior ni por qué no explotó. El sujeto de barba oscura identificado por la policía se entrega para poner de manifiesto que no tiene nada que ver con los atentados. 
   El ISIS, que reivindica como acciones propias hasta los accidentes de tráfico, no ha hecho público mensaje alguno sobre este atentado. Hasta el momento presente ninguna organización terrorista lo ha reivindicado. Resulta muy conveniente como lo demuestra la precavida reacción de Putin. Durante meses la prensa afín (aunque sería mejor decir, la prensa rusa, a secas) ha estado vendiendo la especie de que el apoyo al carcinero sirio ha tenido por objetivo librar a Rusia de los ataques del ISIS. Este atentado sería un duro golpe si tal organización lo reivindicara como propio o si hubiese sido llevado a cabo por alguien relacionado con Siria. Por eso resulta providencial que en medio de los cuerpos destrozados del metro, la policía rusa identifique con espectacular velocidad los restos de Akbarzhón Dzhalílov, de origen uzbeco aunque nacido en Kirguizistán y que recibió pasaporte ruso con 16 años. Residía en San Petesburgo desde 2011. La policía informa que se habría convertido al islamismo radical en un curso exprés de cuatro semanas recibido durante un viaje a su tierra natal. Posteriormente será detenido un grupo de personas en San Petesburgo y Moscú también procedentes de Asia Central. Durante los arrestos se encontrará otra bomba casera de material sin identificar. 
   7 de abril de 2017, viernes (como había predicho Donald Trump), Estocolmo, capital de Suecia (como había predicho Donald Trump), un extranjero (como había predicho Donald Trump), irrumpe en una céntrica calle peatonal a bordo de una furgoneta, mata a cuatro personas y deja once heridos. A bordo del vehículo se encuentra una bomba casera que no llega a explotar y de material no identificado. Casualmente también se trata de un uzbeco.
   Supongamos que no hubiese habido atentado en San Petesburgo. Las autoridades suecas tendrían motivos para mirar hacia Moscú, sospechando que sus servicios secretos habían jugado sucio, al no avisarles de los tejemanejes de un ciudadano de su órbita llegado a la capital sueca y con turbios contactos. Pongamos sobre la mesa el atentado de San Petesburgo, ¿acaso no debería aumentar la colaboración entre Suecia y Rusia contra un enemigo común que ha atacado a ambas? ¿acaso el gobierno sueco no debería restablecer relaciones de confianza con Putin, obviando sus jueguecitos estratégicos en el Báltico? ¿acaso la OTAN puede proteger a Suecia de situaciones como esta? Porque está claro que, de existir colaboración con ellos, los servicios secretos rusos sí que pueden.
   ¿Cuánto esfuerzo puede costarle a un servicio secreto, con toda la información que tiene acumulada sobre cada uno de nosotros, convencer a alguien de que está cometiendo un atentado en nombre de una organización con la que, realmente, no ha tenido ningún contacto? Cuando el terrorismo consistía en “organizaciones”, más o menos estructuradas, se produjeron numerosos casos de células reclutadas por un movimiento terrorista que, en realidad, estaban obedeciendo órdenes de alguien que no tenía nada que ver con él. En estos tiempos de terrorismo por inspiración, de pishing, de "lobos solitarios", la impostura resulta trivial. 
   ¿Y Trump? ¿qué bola de cristal utilizó? ¿o acaso no fue una bola de cristal? ¿un informe, una comunicación verbal? ¿pero de quién? Porque se equivocó en la fecha (no en el día). ¿O tal vez no se equivocó y, simplemente, se precipitó, obligando a retrasar los planes, a reelaborarlos, a pegarles por delante un atentado que no estaba previsto de antemano para que la cosa no quedase demasiado evidente? ¿O quizás fue a la inversa? ¿Quizás se trataba de confirmar a posteriori las afirmaciones de Trump? Ciertamente la Casa Blanca lo agradecería aunque fuese a costa de una luna de miel entre Estocolmo y Moscú.
   Cabe otra explicación, que estamos hablando de casualidades. Ciertamente, se trata de una versión sólida pues toda la historia del terrorismo está llena de casualidades. Sólo hay una cosa que no es casualidad: que, una vez más, han sido ciudadanos inocentes, como Ud. o como yo, quienes han pagado con su vida.

domingo, 9 de abril de 2017

La presciencia de Trump (1 de 2)

   18 de febrero de 2017, a las 17:00 el presidente Donald Trump da un discurso en el aeropuerto internacional de Orlando-Melbourne, Florida, durante el cual dice: 
"We've got to keep our country safe. You look at what's happening in Germany, you look at what's happening last night [es decir, el viernes] in Sweden. Sweden, who would believe this. Sweden. They took [inmigrantes] in large numbers. They're having problems like they never thought possible. You look at what's happening in Brussels. You look at what's happening all over the world. Take a look at Nice. Take a look at Paris".
   Las redes sociales no tardan mucho en hervir comentando estas palabras. La prensa sueca no da noticia alguna acerca de ningún incidente de importancia. El propio gobierno sueco acaba pidiendo explicaciones al Departamento de Estado norteamericano.  El ex primer ministro sueco, Carl Bildt, escribe en su cuenta de twitter: 
"¿Suecia? ¿Un ataque terrorista? ¿Qué se ha fumado?" 
Al día siguiente, 19 de febrero, al menos desde las nueve de la mañana, la prensa ya parece haberle encontrado un sentido a las palabras del presidente. El viernes por la noche, la cadena Fox, emitió una entrevista con Ami Horowitz acerca de su próximo documental. En él se atribuye el aumento de la criminalidad en Suecia a la política de puertas abiertas con la inmigración. Todo el mundo sabe que Trump ve la Fox, así que ahí podría estar la explicación de sus palabras. Ese mismo día, tras más de doce horas de especulaciones periodísticas, es decir, a las once de la noche, el presidente tuitea un mensaje en el que confirma esta versión. Se trata del primer tuit de Donald Trump del que se tiene noticias en el que explica, matiza o parece pedir excusas por algo que ha dicho. Hemos de recordar sus enfrentamientos con numerosos líderes mundiales, por ejemplo, el primer ministro australiano y sus numerosas salidas de tono, sin más explicaciones. Lo de Suecia parece requerir algo diferente.
   A principios de marzo, el gobierno sueco hace públicas una serie de medidas destinadas a reforzar el ejército del país. Supone la reinstauración del servicio militar obligatorio (si bien sólo acabarán cumpliéndolo un 5% de la población en edad de hacerlo). El propio gobierno sueco lo indica en el comunicado oficial: 
“Hay una situación de seguridad nueva. El restablecimiento del servicio militar obligatorio es una señal al mundo de que estamos aumentando nuestra defensa militar”. 
Nadie tiene la menor duda de que “el mundo”, significa “Rusia”. Al menos desde 2014, los servicios de inteligencia suecos han estado informando a su gobierno de un creciente interés ruso por el Báltico. Entre numerosos incidentes menores, en marzo de 2015, el ejército ruso realizó unas maniobras en las que simulaba tomar la isla de Gotland, situada frente al enclave de Kaliningrado y de soberanía sueca. A finales de ese año, el gobierno sueco decide incrementar un 11% el gasto militar. Para septiembre de este año 2017 están previstas unas maniobras conjuntas de la OTAN con el ejército sueco en territorios de este país, que incluyen ejercicios de defensa de sus fronteras, en particular, de la citada isla de Gotland.
   El 3 de abril de 2017, Vladimir Putin se encuentra en San Petesburgo. Le esperan dos eventos importantes. El primero es la visita de Alexánder Lukashenko, tiránico gobernante del otrora país hermano, Bielorrusia. Tras décadas de servilismo, Lukashenko ha comenzado a recelar de la voracidad de su vecino y a hacerle ojitos a Europa. Primero quiso comprobar la bondad de los rusos pidiéndoles una rebaja en la factura del gas y, al no recibirla, ha entrado en negociaciones con la Unión Europea que, de momento, ya han fructificado en la eliminación de visados para los ciudadanos de aquélla que quieran visitar Bielorrusia. Los rusos están interesados en reconducir a Lukashenko al redil sin necesidad de sacar músculo. En San Petesburgo, Putin también va a tener un encuentro con periodistas de provincias y participará en el foro de un movimiento fundado por él mismo. La propia visita a la ciudad es significativa. Es su ciudad, en la que ejerció como agente del KGB e hizo sus primeros pinitos en política. Por otra parte, la oposición ha decidido desafiarle en las calles recientemente y Rusia, particularmente Moscú, ha sufrido varios atentados en los últimos tiempos, en especial, en su metro. ¿Alguien se imagina San Petesburgo esos días sin policías en las calles, sin agentes de paisano infiltrados en la multitud, sin un peinado continuo de los servicios secretos? ¿Tampoco habrá agentes bielorrusos protegiendo a su presidente e impidiendo cualquier manifestación de esos opositores a los que se machaca en su país? ¿Y las comunicaciones electrónicas? 
   Casualmente desde que Snowden llegó a Moscú los servicios secretos rusos parecen haber dado un salto cualitativo en su capacidad para intervenir en el espectro radioeléctrico. Es algo extraño. Nos contaron que Snowden era empleado de una subcontrata. Aunque tuviera acceso a material clasificado, difícilmente podría reconstruir la tecnología que utilizaba. Otra cosa sería si estuviésemos hablando de alguien mucho más cercano al núcleo duro de la NSA, un ingeniero de alto nivel, alguien a quien los EEUU estuviesen interesados en juzgar por alta traición. En cualquier caso, ¿unos servicios secretos capaces de intervenir en el proceso electoral de otro país no habrían cribado exhaustivamente las comunicaciones de una ciudad a visitar por su presidente en las semanas, si no meses, anteriores a la visita? ¿Y no fueron capaces de encontrar nada?

domingo, 2 de abril de 2017

El experimento frustracion (y 3. Pegarle a no importa quien)

   Otro experimento que aparecía con frecuencia en los libros sobre conductismo constituía, en realidad, una certera carga de profundidad contra él. En su primera fase se entrena a un sujeto, una paloma, por ejemplo, para realizar una conducta, digamos, darle a un botón. Se le recompensará con alimento cada vez que lo haga, pongamos por caso, cinco veces. La paloma se acostumbra a golpear cinco veces el botón para que le salga su comida. A continuación se la coloca en una caja de Skinner ligeramente diferente de la anterior. En ella, además del dispositivo con el botón y el comedero, habrá un congénere inmovilizado. La paloma que aprendió a golpear el botón se somete entonces a un programa de extinción de la conducta o, dicho en plata, no se le va a dar comida por mucho que golpee el botón. ¿Qué ocurre entonces?  Lo que ocurre lo describieron hace 51 años, Nathan Azrin, Donald Hake y R. Hutchinson, del Hospital Anna State de Illinois, en “Extincion-induce aggression” (Journal of Experimental Analuysis of Behavior, vol. 9, págs. 191-204). Nuestra paloma sometida a un programa de extinción golpea el botoncito cinco veces y cuando observa que no cae comida golpea al sujeto inmovilizado. Vuelve al botón y vuelve a agredir al sujeto inmovilizado y así sucesivamente. En realidad, Azrin, Hake y Hutchinson utilizaron una paloma simulada, porque Roberts y Kiess, dos años antes (Roberts, W. W. and Kiess, H. 0. "Motivational properties of hypothalamic aggression in cats", en J. comp. physiol. Psychol., 1964, 58, 187-193) habían demostrado que estos ataques llevaban a la muerte del individuo inmovilizado. Hasta tres meses después de haber aprendido la conducta de picotear el botón para obtener comida, el programa de extinción generaba agresiones. Tal y como lo enfocan Azrin, Hake y Hutchinson, el intento explicativo llevado a cabo por Skinner para fundamentar estos hechos en el experimento superstición carecía de solidez, entre otras cosas porque ellos utilizaron pichones criados en aislamiento, observándose la misma conducta. El condicionamiento operante encontraba aquí, pues, otro de sus límites. 
   Los autores del artículo consideraron que dos parámetros determinaban la naturaleza de la agresión: la brusquedad del programa de extinción y la capacidad del otro individuo para repeler la agresión. Cuanto más abrupto resulte el paso de obtener recompensa por el comportamiento a no obtenerla, mayor resulta la tasa de agresiones y lo mismo ocurre cuando la capacidad para repeler las agresiones del otro sujeto se halla disminuida por su tamaño, por su fuerza o, lisa y llanamente, por encontrarse inmovilizado. Programas en los que se iba dilatando la aparición del reforzamiento (hasta, digamos, diez golpes del botón o quince o diecisiete), convertían las agresiones en algo mucho más esporádico. Numerosos estudios han reproducido este tipo de comportamiento en ratas, gatos, monos y, por supuesto, personas. De hecho, nos hallamos ante el modelo estándar de experimentos para determinar la eficacia de medicamentos contra la agresividad: se programa una extinción brusca de un comportamiento recompensado, se le administra el fármaco al sujeto y se compara el grado de agresividad que desarrolla con el de un grupo de control.
   ¿Qué ocurriría si en lugar de en un programa de extinción nos encontrásemos en un programa de evitación de estímulos aversivos? Aquí no tenemos a una paloma que golpea un botón para obtener comida sino a una rata que tiene que pulsar una palanca para evitar una descarga eléctrica. Una vez la rata aprende a pulsar la palanca para evitar la descarga eléctrica, metemos a un congénere inmovilizado en la jaula y dejamos que la rata sufra descargas eléctricas pese a pulsar la palanca. Observaremos, una vez más, la aparición de agresiones sobre el individuo inmovilizado. Cambiemos ligeramente el modelo experimental, permitiremos que la rata siga escapando de las descargas mediante el procedimiento de pulsar la palanca y, a la vez, le presentamos un congénere inmovilizado. ¿Qué ocurrirá? En estas circunstancias, las ratas atacan al sujeto inmovilizado e ignoran la palanca a pesar de que pulsándola pueden escapar al dolor. Prefieren hacer sufrir a otro sujeto antes que dejar de hacerlo ellas mismas.
   Biológicamente, quiero decir, fuera de los planteamientos de Skinner, tales comportamientos tienen sentido. En la naturaleza, el sujeto que priva de comida o el que causa dolor  y el sujeto sobre el que se puede llevar a cabo la agresión coinciden, de modo que la agresión se muestra como un comportamiento adaptativo en situaciones de competición por el alimento, las hembras o la existencia. Experimentalmente, ambos sujetos resultan disociados y la agresión recae sobre quien no tiene culpa alguna de los padecimientos del sujeto en cuestión.  Si aquí se hallase la explicación de semejantes comportamientos podríamos entender con este modelo también que, como se ha observado, leones y chimpancés cuyo habitat natural resulta destruido por la rápida acción de los seres humanos ataquen a sus crías. 
   Pues bien, una de las características de nuestras sociedades radica precisamente en el hecho de que la responsabilidad última de los padecimientos de sus miembros se diluye en instituciones, entramados sociales o subjetividades difusas (“el Estado”, “los mercados”, “la situación social, política y/o económica”). Se puede leer en cualquier diario, por ejemplo, que el trabajo que estamos acostumbrados a hacer, ese trabajo por el que nos han estado pagando hasta ahora, puede desaparecer de un día para otro. La frustración de los individuos recae entonces no sobre el causante directo de sus males, pues tal responsable directo no resulta localizable, sino sobre quien se halla más cercano a nosotros, atado a nosotros por circunstancias familiares, laborales o, simplemente, resulta percibido como más débil, quiero decir, ancianos, niños y mujeres.

domingo, 26 de marzo de 2017

El experimento frustración (2. Superstición)

   Más o menos para cuando el conductismo llegó a Sevilla, en EEUU comenzó el hartazgo con él. Encabezaron esta revuelta las grandes corporaciones industriales. Acostumbrados a hacer juegos de números sobre la nada, no tardaron en descubrir la obviedad que se ocultaba tras las gráficas conductistas: que si querían una mayor tasa de respuesta de sus empleados tenían que pagarles más. Todas las teorías de gestión de empresa se han construido, precisamente, para evitar semejante obviedad, así que desde el mundo de la empresa comenzó a reclamarse otra psicología. Asustados por la pérdida de clientes, los psicólogos norteamericanos comenzaron a afirmar que sí, que ellos habían escrito decenas de artículos sobre experimentos con la caja de Skinner, pero que, en realidad, nunca se lo habían creído demasiado y que si se juntaban las letras de sus artículos conforme a ciertas pautas podía leerse entre líneas la nueva palabra de moda: “cognitivo”. 
   Los cognitivistas convencidos de la facultad de Sevilla que se jubilaron hace poco, enseñaban en la época en que yo fui su alumno gráficas de tasas de respuestas, programas de adquisición y extinción de conducta y técnicas de moldeamiento. Lo más parecido a Freud que mencionaban en sus clases consistía en ciertos experimentos conductistas con chimpancés. Se les mencionaba a Neisser y te escupían. Pese a todo, el conductismo sevillano hizo gala de uno de los mayores logros conductistas en todo el mundo: merced a un acuerdo con el ayuntamiento, mantuvo controlado el número de palomas de la ciudad. Por eso siempre que recuerdo cosas del conductismo, recuerdo cosas positivas y no sus ridículos planteamientos generales.
   Una de ellas constituye, en realidad, el primero de los hallazgos de Skinner. Un día le colocó a sus palomas un programa de reforzamiento de tiempo fijo y se largó para tomarse un café. En sus jaulas individuales, las palomas recibían comida, digamos, cada cinco minutos. Cuando Skinner volvió, una de las palomas daba vueltas frenéticamente en su jaula, otra subía y bajaba violentamente el cuello, otra tenía las alas abiertas, otra se hallaba rígida como una estatua, etc. La explicación resulta simple. La primera paloma daba vueltas en su jaula cuando cayó el primer grano de comida. Como consecuencia, aumentó la probabilidad de que la paloma diera más vueltas a su jaula, esto aumentó la probabilidad de que la paloma recibiera comida mientras lo hacía, lo cual aumentó la probabilidad de dar vueltas, etc. Lo mismo ocurrió con el resto de comportamientos. Aquí tenemos, pues, la razón de por qué todos tenemos unos “calcetines de la suerte”, una “pulsera de la suerte” o, en definitiva, algún género de amuleto y Skinner no tuvo dificultades para que se aceptara en lo sucesivo que el conductismo constituía la mejor explicación de todo tipo de comportamientos humanos. 
   En verdad, los principios explicativos del conductismo no bastan para dar cuenta de lo que solemos llamar “superstición”. Con su famoso experimento, Skinner demostró que un patrón de reforzamiento temporal puede llevar a la aparición de comportamientos estereotipados en palomas, por ejemplo. Llamar a eso “superstición” no deja de constituir una analogía, más o menos fundamentada, pero desde luego, nada “científicamente” comprobado. Este tipo de estrategias se convirtió en el estándar de los razonamientos conductistas, se comprobaba cierto comportamiento en los animales y, posteriormente, mediante sutiles metáforas y analogías se inducía a pensar que los comportamientos humanos se hallaban moldeados por los mismos procedimientos. Ciertamente hubo experimentos con humanos, pero lo que constituyó la práctica totalidad de la base empírica del conductismo no trataba de ellos. La fortaleza del conductismo no se hallaba, como pretendió hacernos ver, en su carácter "científico", sino en la validez de sus analogías y éstas resultaban extremadamente débiles.
   Tomemos el caso de la “superstición”, ¿puede asumirse sin más que el comportamiento de unas palomas reproduce lo que ocurre con nosotros? En realidad no. Las palomas de Skinner se criaron en un ambiente tan estable que resulta ajeno a la vida de cualquier ser humano. Recuerdo que en cierta ocasión me regalaron una pulsera de la suerte. El primer día que me la puse el café me supo a rayos, vi por primera vez un autobús de la línea 14 pasar por mi barrio, me encontré un billete de cinco euros y me chocó la indumentaria verde fosforito de cierto corredor con el que me crucé. El segundo día el café me supo tan malo como el primero, volví a ver el autobús de la línea 14, me volvió a llamar la atención el atuendo del mismo corredor y me besó una atractiva desconocida. A estas alturas Ud. ya habrá comenzado a pensar en escribirme un e-mail preguntándome dónde puede comprarse una pulserita así. Sin embargo, una paloma de Skinner la habría tirado en un intento de que el café volviera a saberle bien. Dado que tres de los eventos que he citado anteriormente resultan idénticos, la asociación debiera haberse producido con cualquiera de ellos y no con el que difería en calidad de un día a otro. Aún más, uno de esos eventos, el mal sabor del café, puede considerarse perfectamente un estímulo aversivo, por lo que si el comportamiento de las palomas de Skinner resultara trasladable a los seres humanos, desde luego, no le hubiésemos atribuido nada así como “suerte” a la pulsera. Para que quede más clara la razón, expondré lo que ocurrió el tercer día. El tercer día, el café me supo un poco mejor que el día anterior, volví a cruzarme con un corredor que me impactó y el autobús de la línea 14 me atropelló. Ahora ya pueden entender por qué llamo a esta pulsera “mi pulsera de la suerte”, porque, gracias a ella, el autobús no me mató.
   La superstición humana no puede entenderse sin tomar en consideración todas aquellas veces en que nuestros calcetines, nuestra pulsera o nuestro amuleto han coincidido en el tiempo con algo que lejos de parecernos positivo nos ha parecido extremadamente desagradable. Para entender esto necesitamos apelar a las expectativas del sujeto o, mejor aún, a su capacidad para interpretar o para autonarrarse los acontecimientos de un modo u otro, algo que, desde luego, no resulta observable.

domingo, 19 de marzo de 2017

El experimento frustración (1. Psicología de mascotas)

“Dame una centena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger —médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón— prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados”
   Este famoso texto pertenece a “La psicología tal como la ve el conductista”, artículo de John Broadus Watson, con el que se inauguraba el conductismo norteamericano. Watson alcanzó notoriedad por una serie de experimentos sobre modificación de la conducta en los que mostraba la posibilidad de inducir y de eliminar miedo a los animales en un niño de corta edad, “Albert”, de quien la historia de la psicología no nos aclara si acabó como médico, artista o ladrón. Si tenemos en cuenta hasta qué punto el miedo juega un papel central en el american way of life y que la sociedad en la que vivió Watson se hallaba preñada de ideales eugenésicos, podrá entenderse fácilmente su éxito. El conductismo de Watson no se limitaba, como en el caso de Pavlov, a constatar científicamente la asociación de estímulos con respuestas. Su seña característica consiste en la voluntad de intervenir en la conducta de los sujetos, de los sujetos humanos, modificándola. 
   La estrella de Watson comenzó a declinar cuando se descubrió la relación extramarital que mantenía con su colaboradora, Rosalie Rayner. Le costó un sonoro divorcio y la renuncia a su carrera académica. De este modo, Watson no sólo inauguró el conductismo norteamericano, también inauguró la larga lista de psicólogos que se pasaron al campo del marketing, razón por la cual sus envidiosos colegas decidieron condenarlo al olvido. Así la figura de Watson se perdió en las oscuridades de la historia de la ciencia hasta que un digno heredero de sus ideas vino a rescatarlo, Burrhus Frederik Skinner.
   Tras reiterados intentos por triunfar como escritor, Skinner tuvo una idea brillante. En lugar de narrar una ficción en un libro, la construiría a través de múltiples artículos e, incluso, artefactos, en ninguno de los cuales se haría más que insinuarla. En esencia, la fabulosa historia sobre la que versaría todo consistía en la posibilidad de convertir a la psicología en ciencia, de hecho, en ciencia matemática y experimental. Se fabricarían unas jaulas especiales, a partir de entonces llamadas “cajas de Skinner”, en los cuales se encerrarían palomas, ratas o cualquier otro animalito mucho más aceptable socialmente que un niño, al menos de momento. Estos artefactos, se hallarían dotados de botones o palancas que el sujeto experimental debía manipular para obtener comida. La cuidadosa observación y anotación de las respuestas del animal constituirían a partir de ahora el objeto de estudio de la psicología. Por supuesto, con las tasas de respuesta de los animalitos, el tiempo que tardaban en darlas o en dejar de darlas, se podrían hacer todo tipo de gráficas, a las cuales se les aplicaría fórmulas matemáticas cada vez más complejas.
   Las ventajas del planteamiento de Skinner saltaban a la vista para cualquiera. En primer lugar, a cambio de la fruslería de abandonar el que hasta entonces había constituido el objeto de estudio de la psicología, precisamente la psique, se le ofrecía a los psicólogos el ansiado grial de la cientificidad. Por otra parte, un denso entramado de matemáticas cada vez más exóticas permitía ocultar el que puede considerarse uno de los primeros y más importantes méritos de Skinner y todos sus seguidores, haber hecho por primera vez en la historia psicología de ratas, palomas y demás animalitos, rama ésta, la de la psicólogía de mascotas, cada vez más en boga hoy día. Finalmente, pero no menos importante, descubrió un campo ocupacional para los psicólogos en el mundo de la economía más allá del marketing, pues para cualquier empresario resultaba obvia la analogía entre la rata que pulsaba una palanca con objeto de conseguir comida y sus operarios.
   El conductismo de Skinner se expandió como un incendio veraniego en un bosque. Pronto no se hizo otra psicología en los EEUU fuera de sus estrictas normas “científicas”. En un bonito ejemplo de difusionismo, más o menos cuando el conductismo llegó a la Universidad Complutense de Madrid, un jovenzuelo llamado Noam Chomsky escribió una reseña sobre el libro de Skinner Verbal Behavior, en el que ponía de manifiesto lo que debería haber resultado patente desde un principio, a saber, que resulta extremadamente fácil condicionar a una paloma para picotear un botón pero no para que golpee el botón con el ala. Si efectivamente unos comportamientos resultan más fáciles de elicitar que otros, entonces la explicación última de la conducta no puede hallarse al nivel de lo observable. Tiene que haber algo más, algo “interno”, "genético" o, mencionemos la palabra tabú para el conductismo, “mental”, que la explique.

domingo, 12 de marzo de 2017

Cortina de humo

   Tengo tantos años que conozco muchas historias. Conozco la historia de dos jóvenes que comenzaron a salir juntos cuando estudiaban en el instituto. Compartieron casa en cuanto tuvieron dinero para comprarla y después de unos cuantos años de convivencia, se casaron. Un día ella le dijo a él que necesitaba tiempo para replantearse su relación e inició un viaje sola. Cuando volvió, le comunicó que había conocido al hombre de su vida y que tenía cinco días para abandonar la vivienda común, porque el hombre de su vida venía de camino y su marido sobraba. El le respondió dándole un guantazo. A la mañana del día siguiente ella apareció en su lugar de trabajo contando a todo quien quería escucharla que su ya ex-pareja la maltrataba.
   Conozco la historia de quienes se jugaron el pellejo por todos nosotros, por un mundo mejor y más justo y pagaron la frustración de no conseguirlo con sus mujeres. Conozco el proceso. Al principio no resulta muy distinguible de eso que todo el mundo cree connatural al amor, los celos. Después el control asfixiante deja paso a la degradación. Pegan porque han arrasado con todo lo reconocible como persona en una mujer.
   Conozco la historia del trabajador sin cualificación alguna, que se mata a trabajar por cuatro perras y se gasta tres y media en alcohol antes de llegar a casa. Vengará su rabia contra el primero que se le cruce, preferentemente su mujer, aunque también podría tocarle a sus hijos. Conozco los rumores de las vecinas después de la paliza y los insultos que se mascullan en voz baja sin que nadie llame a la policía mientras se espera que se repita la situación. Conozco los llantos de las viudas ante la caja en la que reposa el cuerpo de su marido, lamentando su marcha, “con lo que me quería, aunque me pegara”. Conozco los intentos de suicidio de mujeres desesperadas que ya no saben cómo escapar. Conozco los golpes, los llantos, el sonido que hace el cuerpo de una mujer al caer al suelo y cómo gritan sus hijos tratando de protegerla, porque pasé mi infancia en un barrio en el que nada de eso resultaba infrecuente y en verano se dormía (o se intentaba) con las ventanas abiertas.
   Conozco jovencitas a las que pone muy cachondas que su novio la emprenda a hostias con el primer desgraciado que las ha empujado sin darse cuenta. Conozco cómo lo jalean, lo orgullosas que se sienten de él y cómo lo maldicen cuando los golpes los han recibido ellas. Conozco su concepto de amor, el que le han inculcado desde tantas imágenes y que no tiene nada que ver con una relación entre personas, sino que consiste en la pura posesión, igual que se posee un coche, un perro o una pistola. El amor aflora cuando se juguetea con otro, cuando se le hace sentir que va a perder lo que posee, cuando se lo trata como a ese niño al que hacemos rabiar fingiendo quedarnos con su peluche o su caramelo. No hay amor sin daño, sin peligro, sin muerte.
   Conozco esa pareja que ha tenido una pelea brutal y ella, de los nervios, trata de sacar el palo de una fregona por el procedimiento de tirar de él mientras pisa las tiras que la componen. El palo se desprende bruscamente y la golpea en el mentón. Cae hacia atrás e impacta contra el filo de un mueble. Medio inconsciente, sangrando, su marido la lleva al hospital. Ha parado la hemorragia, la ha reanimado, le preocupa que se haya hecho más daño del que ya aparenta. Nervioso, aturdido, trata de explicar en el triage lo que ha ocurrido. “Es un poco torpe”, se le escapa. Nadie le volverá a preguntar nada, nadie le mirará ya igual, nadie que sepa la historia volverá a sentarse a su lado. Al principio no lo entiende, pero, de pronto, cae en la cuenta. A ella la han hecho entrar sola en consulta, sabe lo que le van a preguntar y un sudor frío recorre su espalda.
   Conozco a los niños que han vivido el maltrato de sus madres de modo cotidiano. Nunca abandonarán ya el hogar familiar porque no pasará un solo día de sus vidas que no lo recuerden. Conozco cómo respiran al día siguiente de tener que declarar contra sus padres. Conozco la historia de los que tratan de huir hasta de sí mismos y la de los que, de tan acostumbrados a las palizas, consideran normal o, mejor aún, recomendable, que se les pegue a las mujeres como una forma cotidiana de relacionarse con ellas. Se los puede calificar también de víctimas de los malos tratos y no tardarán mucho en encontrar sus propias víctimas.
   Conozco a los que de verdad se creen las consignas feministas y dan por supuesto que la masculinidad tiene que ver con la testosterona, con la violencia, con el poder. Encomian tanto las virtudes viriles que uno no entiende por qué andan por ahí persiguiendo faldas. Conozco su mirada de miedo ante la posibilidad de perder lo que les han convencido que son sus privilegios y que, en realidad, apenas se distinguen de morbosas inclinaciones, miserias y mutilaciones. Resulta enternecedor ver el pánico que les genera la posibilidad de encontrar una mujer más culta, más inteligente, con un futuro profesional mejor, alguien capaz de decirles "no" o "estás equivocado", una persona en fin. De tan débiles, frágiles y delicados, no soportan compartir sus vidas con un ser humano. Quieren tener a su lado un saco de boxeo, un bobblehead, una muñeca hinchable que sólo rechine cuando la penetren. Como las feministas, ellos también creen en la magia del verbo "ser" y que ser hombre o mujer consiste en que unas propiedades asombrosas te acompañan de la cuna al féretro.
   Conozco la historia de esa mujer de 91 años asesinada, por la que se guardó un minuto de silencio y a la que se la incluyó en las cifras de violencia de género a pesar de una carta de sus hijos en la que explicaban que había sido “un acto de amor” por parte de un anciano marido que siempre la cuidó, pero que no soportaba más verla sufrir por una enfermedad de esas que no matan ni dejan vivir.
   Conozco las estadísticas que señalan que la violencia contra las mujeres se halla más extendida en países mucho más ricos, mucho más cultos que nosotros, incluso esos países que figuran a la cabeza de los resultados educativos, pero en los que el alcohol y el control social corren como la sangre por nuestras venas. Conozco las estadísticas que señalan que no hay denuncias falsas por violencia de género porque en este país poner una denuncia falsa sale siempre gratis, conozco a quienes las airean y conozco la imposibilidad de cuantificar todas las denuncias que no se presentan o que se retiran. Conozco la ufana sonrisa de los políticos de turno, esos que parecen aguardar con ansia el próximo asesinato para poder hacerse la foto correspondiente, afirmando que, gracias a ellos y a sus leyes, la violencia de género ha bajado un 7% ó un 10% ó tanto que somos el país con menos muertes por ese tema de toda Europa, como si una sola mujer asesinada no constituyera ya una cifra inaceptable.
   Conozco la bochornosa historieta que le echa la culpa de la violencia de género al machismo, a la testosterona, al patriarcado romano o a cualquier otra memez semejante, historietas de las que se deduce que los romanos llegaron a Kiruna, que existe más machismo en los países en los que las mujeres presiden los gobiernos y las iglesias o que el cuerpo produce más testosterona a partir de los treinta y cinco años, edad media de los agresores. Conozco la vergonzosa mentira de que “cualquier hombre puede ser un maltratador”, la sueltan muy a menudo quienes se escandalizan cuando oyen que “cualquier musulmán puede ser un terrorista”, o que “cualquier extranjero puede ser un criminal”. No encierra más que la falta de voluntad para buscar la verdad.
   Tenemos una ley que incita a denunciar sin fundamento, pero que no ayuda a denunciar a quien realmente teme por su vida o la de sus hijos. Tenemos una ley que convierte a cualquier hombre en sospechoso, que elimina en la práctica el respeto a la presunción de inocencia y que así va preparando el camino para abolir tan obsoleta garantía de las libertades individuales. Y, sin embargo, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos a jueces y fiscales que, aplicando rigurosamente la ley, juzgan, condenan y firman órdenes de alejamiento que la policía no tiene tiempo de supervisar, haciéndonos llegar a la obvia conclusión de que los problemas sociales se solucionan con más policías, más fuerzas del orden, más coacción estatal. Y, mientras tanto, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos al Estado metido en las casas, en medio de las familias, entre las sábanas y, mientras tanto, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos decenas de asociaciones feministas financiadas con dinero estatal que, casualmente, reivindican el aumento del control del Estado sobre los ciudadanos, mientras sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos montones de estómagos muy agradecidos en nuestras universidades que realizan estudios de género, que visibilizan a las mujeres en la ciencia, en la música, en las artes, pero, curiosamente no en los campos de exterminio, en los centros de tortura, en los genocidios, para así acostumbrarnos a la idea de que no hay hechos históricos, únicamente hay las interpretaciones que el poder quiera subvencionar. Y, mientras, sigue habiendo asesinatos de mujeres.
   ¿En serio que a nuestros políticos les interesa la violencia de género? ¿En serio que a todos esos/as expertillos/as en los efectos de la testosterona les interesa la violencia de género? ¿En serio que alguien quiere erradicar esta lacra? ¿En serio que alguien quiere saber la verdad? Más allá de las mujeres que ayudan cada día a las maltratadas, más allá de quienes se juegan la vida interponiéndose entre un agresor y su víctima, más allá de quienes quieren construir un nuevo concepto de masculinidad, sólo hay cortinas de humo que tratan de ocultar la incómoda verdad, el mal del cual la llamada violencia de género constituye mero síntoma. Actúen contra todas las formas de atontamiento social, empezando por el consumo de drogas y alcohol, actúen contra el riesgo de exclusión social, contra la idea de anteponer la competencia entre individuos al respeto mutuo, contra este nocivo concepto de propiedad que tenemos y que iguala posesiones y relaciones humanas, contra todos los elementos de control que hacen de nuestras muy libres sociedades remedos de sociedades carcelarias y habrán acabado con la violencia de género. Pero claro, si hicieran eso, no sólo habrían acabado con la violencia de género.

domingo, 5 de marzo de 2017

   El texto que debía ver la luz hoy excede las dimensiones habituales, no puede ser cortado en dos partes y necesita de un último repaso. Queda pues aplazada su publicación hasta el próximo fin de semana.

domingo, 26 de febrero de 2017

Plañideras

   En el siglo V a. de C. Atenas era una floreciente democracia, los hombres (no las mujeres) libres (no esclavos), descendientes de las familias fundadoras de la ciudad (no los "extranjeros"), tenían derecho a dar su opinión sobre los asuntos públicos. Rápidamente las clases adineradas se dieron cuenta de que si querían ostentar un poder equiparable a su bolsa, resultaba necesario convencer a sus conciudadanos de cosas que, obviamente, no coincidían con el interés de la mayoría. Durante una o dos generaciones, se dedicaron a esta labor con más o menos éxito, pero esta refriega sirvió para convencerles de que habrían de dejar a sus hijos mucho mejor preparados para semejantes lides. Así comenzaron a llegar a Atenas una serie de hombres de enorme cultura con la finalidad de enseñar a los hijos de las familias pudientes el arte de embaucar. A estos presuntos sabios se los conoció como “sofistas” y todos cuantos enseñan su historia hacen lo posible por barrer bajo la alfombra el hecho de que su labor formó parte de una estrategia de quienes tenían el poder económico por quedarse con todo el poder o, por decirlo de otro modo, formaron parte de una estrategia para volver del revés los fundamentos mismos de la democracia ateniense. Al servicio de los ricos, como forjadores de políticos de casta, los sofistas enseñaron que no había verdades absolutas, que las leyes escritas de una manera podían haberse redactado de cualquier otra y que el relativismo cultural era mucho más democrático.
   Sabedor de lo que venía ocurriendo, Sócrates se opuso a la sofística realizando un cuidadoso sabotaje de su sistema productivo de élites dirigentes. Como buen saboteador, utilizó las mismas herramientas que utilizaron los sofistas para la manufactura de sus productos: la erudición, el diálogo, la ironía, la paradoja...y la gratuidad. Si los sofistas hubiesen existido en los tiempos de la propiedad intelectual, hubiesen comercializado libros, audios y hasta vídeos a los que Sócrates habría pirateado para que todos pudieran acceder a la sabiduría sin necesidad de pagar. Pero, antes que cualquier otra cosa, Sócrates estableció que existía una cosa llamada “verdad” y que nadie, por muy bien que supiese argumentar, por mucho que hubiese nacido en otra época o cultura, por más rico o pobre que fuese, por muy duchamente que utilizase el tergiversador arte de interpretar, podría ignorarla. Si esta idea de la verdad hubiese sido indiferente a las pretensiones políticas de mangonear sin restricciones, si el sabotaje no constituyese el arma perfecta de lucha contra los poderes establecidos, si la gratuidad del saber hubiese sido la pretensión universal de todos los gobiernos que en el mundo han ejercido el poder, nadie hubiese estado interesado en matar a Sócrates.
   La democracia que conoció Platón estaba ya viciada desde la base. Al pueblo se le contaba lo que quería oír, con independencia de que tuviese algún remoto parecido con la verdad o no, el único objetivo de los gobernantes era el enriquecimiento personal o familiar y, lo que sólo podía entenderse como una consecuencia de todo lo anterior, Atenas había sido vencida y humillada por su eterna rival, Esparta, sin que se vislumbraran nuevos tiempos de gloria en el futuro cercano. Platón clamó no contra los que habían hecho de la democracia aquello en lo que se había convertido, que, al fin y al cabo, formaban su entorno familiar inmediato, sino contra la democracia misma, en cuyo funcionamiento no encontró mecanismo capaz de frenar el devenir que había acabado por arruinarla.
   Muchos de los que enseñan filosofía sin entenderla se creen de verdad la paparruchada de que Nietzsche fue el anti-Platón y como Platón criticó a los sofistas, los memos de turno consideraron que había llegado la hora de reivindicarlos en nombre de Nietzsche. Así pudimos contemplar la burda comedia de unos supuestos “progresistas”, gloriando las reaccionarias estratagemas de los ricos de siempre contra el poder del pueblo. Ser moderno estaba pasado de moda, había que ser posmoderno. Se sacaron a pasear los huesos de Nietzsche, se lanzaron confetis en los que podía leerse: “no hay más que perspectivas”, “la verdad ha muerto”, “todo es relativo”, “el mundo está lleno de inconmesurabilidades”, “el tema del futuro: los distintos tipos de racionalidad”. El relativismo de los sofistas vendidos al poder, el escepticismo del Pirrón que combatió por el imperio, se convirtieron en la insignia de los nuevos demócratas, de los “progresistas”, de una izquierda que nunca pretendió cambiar nada más que de coche, casa y amante.
   Si hubiesen leído de Nietzsche algo más que la contraportada de sus libros, se hubiesen encontrado retratados a sí mismos por Zaratustra allí donde éste habla del “último hombre”, también conocido como el ser más despreciable de la tierra. El último hombre pregunta qué es amor, creación, anhelo, estrella y la única respuesta que puede dar a estas preguntas es un parpadeo. Como buen pulgón, es el que más tiempo vive, el que ha inventado la felicidad a base de un sano escepticismo rebozado en relativismo con unas gotitas de sabia inconmensurabilidad. El último hombre ha abandonado las comarcas donde era duro vivir pues necesita calor, necesita comodidad, necesita mandos a distancia. Un poco de maría de vez en cuando para tener sueños agradables y un buen tiro de coca o de sedantes al final, para tener un morir agradable, he ahí las herramientas de su lucha contra lo dado. 
“La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse. La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas”.
   Pero Zaratustra tuvo que parar su discurso, pues los posmodernos lo interrumpieron gritando:
«¡Danos ese último hombre, oh Zaratustra, haz de nosotros esos últimos hombres! ¡El superhombre te lo regalamos!” 
Y es que Zaratustra, Nietzsche, no amaba a los sofistas, no amaba el poder al que ellos servían, ni hubiese amado a toda esa cohorte de blandengues que ahora enarbolan su bandera. Sin duda, los hubiese considerado a todos ellos tontos útiles, pero no su fin.
   Pues bien, ya tenemos al último hombre en la Casa Blanca, tenemos a un Calicles, a un Alcibíades, a un dignísimo representante del relativismo, del escepticismo y de todos cuantos se opusieron históricamente a la idea de que existiese algo así como una verdad, ostentando el poder de la primera potencia mundial. Ahora, por fin, los posmodernos, los hermeneutas, los defensores de las racionalidades múltiples, de las inconmensurabilidades, de la positividad de las leyes, pueden ver en qué culminan todos sus esfuerzos, todas sus campañas, todos los cuidados eslóganes que han estado esparciendo a los cuatro vientos sin encontrar jamás un hecho que pudiera fundamentarlos. ¿A qué esperan para restregarnos por la cara su éxito? ¿A qué esperan para brindar por la eterna vida de su amo? ¿Es que ni siquiera tenían fuerza para querer esto? ¿Es que ni siquiera llegaron a comprender para quién trabajaban? ¿Es que ni siquiera se enteraron de a quién estaban sirviendo? Pues, en tal caso, permitidme que os diga que habéis equivocado vocación, lo vuestro jamás fue la filosofía, el único oficio acorde con vuestros talentos es el de plañideras: llorar por un cadáver que nunca llevó vuestra sangre.

domingo, 19 de febrero de 2017

Del buen vivir (2 de 2)

   Suele considerarse habitualmente que el cristianismo, tradición ajena al pensamiento griego, vino a lapidar lo que éste había aportado al mundo romano. Como resulta habitual, la realidad no es tan simple. Para empezar, buena parte de lo que llamamos Antiguo Testamento, fue redactado en épocas en las que el pensamiento hebreo había entrado en profuso contacto con el mundo griego. Por otra parte, lo que hoy día entendemos como “cristianismo” no procede de las prácticas, creencias y enseñanzas de romanos conversos sino de fuentes tan embebidas en las enseñanzas de la Grecia clásica como San Agustín y Santo Tomás. La esencia griega de Santo Tomás resulta tan palmaria que si en su época hubiesen existido los derechos de autor, habría terminado en la cárcel y no en la santidad. Nada hay en Santo Tomás que no estuviese antes en Aristóteles, así que no nos detendremos en él.
   En un sermón cuyo título parece sacado de los anuncios de contactos (“Sobre la disciplina cristiana”) San Agustín dedica al tema el apartado intitulado “Qué es vivir bien”. “Vivir bien” para San Agustín no es nada diferente de lo que hemos visto en Aristóteles, los estoicos, los escépticos y, sobre todo, los epicúreos, de hecho lo concibe como una consecuencia de vivir virtuosamente. Se separa de los griegos en dos puntos muy significativos. Primero, para San Agustín, el vivir bien no exige comodidades materiales como lo demuestra la cita de dos pésimas inversiones financieras mencionadas en Mateo 13, 44-46. Segundo, los preceptos para vivir bien deben estar comprendidos en un mandato breve y claro porque todos y no algunos, como querían Aristóteles y los helenistas, deben vivir bien. Huelga decir que San Agustín está asumiendo la identidad entre vivir bien y vivir cristianamente, esto es, Dios nos exige vivir bien. El buen cristiano se halla, pues, libre de miedos, temores, angustias y amenazas. Su vida es feliz, alegre, despreocupada. Aún más, la buena vida, lejos de ser momentánea, dura para siempre. El buen vivir para todos y en todo momento parece ser la base del cristianismo de San Agutín. A partir de aquí no encontraremos nada diferente de lo que hemos visto en Epicuro, incluyendo la idea de que sólo quien ha aprendido a vivir bien puede morir bien. ¿En qué consiste este buen vivir que podemos disfrutar todos, que, por tanto, debe poder resumirse en un mandato claro y simple y que complace a Dios? Esencialmente en el amor, en el amor a Dios y el amor al prójimo. El amor, dice San Agustín, es la base de la buena vida, entre otras cosas, porque si este amor es un amor conforme a los preceptos divinos, aleja de nosotros cualquier posible dolor. 
   Lo que realmente supuso una transformación decisiva en el asunto que estamos indagando fue el surgimiento del capitalismo. ¿Cómo se iba a conseguir que la masa de trabajadores que necesita tal sistema productivo, se sometiesen a la esclavitud temporal mientras mantenían como objetivo de sus vidas vivir bien? Aún más, cuando el capitalismo de producción se convirtió en un capitalismo de consumo, ¿cómo se podría conseguir que los sujetos comprasen estando convencidos de que, antes de cualquier compra, ya vivían bien? Se trató, precisamente, de lo contrario. Una sociedad de consumo sólo resulta sostenible si convence a los individuos de que no viven bien y que sólo vivirán bien el día que compren todo lo que se fabrica para ellos, algo, por definición, irrealizable. Se nos ha inculcado, por tanto, que vivir bien, en el sentido griego de la expresión, no está a nuestro alcance, de hecho, ni siquiera constituye un objetivo legítimo. No debemos centrar el objetivo de nuestras vidas en vivir bien, sino en "vivir mejor", astuta expresión que omite sistemáticamente el término con el que se realiza la comparación. Así nos hemos quedado todos, persuadidos de que no vivimos bien y ufanos de "vivir mejor" que... nuestros abuelos, los negritos de África o los pobres de Calcuta. Después uno viaja a Calcuta, a África o, más simple aún, le pregunta a sus abuelos y descubre que la gente es feliz con mucho menos, incluso más que nosotros y se nos queda esa cara de tontos que no entienden nada.
   Ahora podemos comprender el panorama actual. La pregunta por el buen vivir no constituye el eje central de ninguna de las teorías éticas contemporáneas si es que puede decirse de alguna de ellas que toque el tema aunque sea tangencialmente. La inmensa mayoría se centra, por contra, en la búsqueda de los procedimientos adecuados para que alcancemos un consenso en torno a la cantidad de mala vida que ha de tragarse cada uno. Ningún filósofo político actual se atrevería a afirmar que la legitimidad de un Estado radica en garantizar que sus ciudadanos vivan bien. No hay Estado que justifique su existencia en que pueda proporcionarle una buena vida a sus ciudadanos. Ni siquiera hay un proyecto político que  diga centrar sus objetivos en una vida buena. A lo sumo (¡cómo no!), se nos engatusa con la posibilidad de “vivir mejor”. 
   Hasta tal punto nos hallamos en el polo opuesto de la cultura clásica que una parte significativa del progresismo ha elegido como bandera no el “vivir bien”, sino el “morir bien”. El Estado, lejos de garantizar la buena vida de sus ciudadanos, debe garantizar su buena muerte. Ya no se trata de que una muerte buena sea consecuencia de una vida buena, se trata de que si uno muere bien es porque su vida, de un modo u otro, ha sido buena. Invirtiendo los razonamientos epicúreos se nos catequiza con que saber morir libera de los temores que nos embargan durante la vida o, mejor aún, se nos propone que aceptemos la buena muerte ya que nadie es capaz de vivir bien. Morir bien, y no vivir bien, es el máximo logro al que se nos permite aspirar si somos lo suficientemente progresistas como para querer cambiar las cosas. Porque, insisto, vivir bien ya no es un objetivo legítimo de los seres humanos. Muy al contrario, “vivir bien”, se ha convertido en motivo de reproche. Cuando decimos de Fulanito Detal que “vive muy bien”, cuando alguien nos dice “vosotros vivís muy bien”, no se está reconociendo la sabiduría de haber encontrado el camino para alcanzar el máximo objetivo de cualquier ser humano, se nos está echando en cara un egoísmo que no casa con aquel de quien procura las virtudes públicas, que no resulta subsanable por ninguna mano, por muy negra u oscura que sea, se nos está echando en cara, en definitiva, atentar contra el modelo productivo. La buena vida, la vida que persiguieron Aristóteles, los helenistas e incluso autores cristianos como San Agustín, se ha convertido en el reverso oscuro, en lo impensable, en aquello cuya exclusión sistemática constituye el fundamento mismo de la sociedad en la que vivimos.

domingo, 12 de febrero de 2017

Del buen vivir (1 de 2)

   Por mucho que se los señale como padres de nuestra cultura, lo cierto es que los griegos tenían un modo de entender las cosas bastante alejado del nuestro. Uno no puede evitar cierta sonrisa amarga cuando lee que para Platón, para Sócrates, para sus contemporáneos, ética y política eran idénticas. Ser bueno y ser buen ciudadano constituían elementos inseparables. Platón argumentaba impecablemente que quien no sabe gobernarse a sí mismo, difícilmente sabrá gobernar la ciudad. Por tanto, quien aspire a gobernar deberá demostrar previamente la virtud que adorna todos sus actos. Esto, que resulta aplicable al gobernante, vale en realidad para cualquiera. El egoísta, el que busca el beneficio propio del modo más rápido posible, sólo puede hacerle daño a la sociedad, pues si no piensa en sus allegados inmediatos, en aquellos con los que comparte su vida diaria, difícilmente pensará en quienes sólo le rodean accidentalmente y a los que no le une vínculo afectivo alguno. A diferencia de Mandeville, a diferencia de Smith, a diferencia de todos los liberales de diferente cuño que en el mundo han sido, Sócrates, Platón, sólo creían en lo que podían ver, en lo que pudiera observarse y no en “manos ocultas”, cualidades invisibles ni milagrosos equilibrios jamás alcanzados. Únicamente lo demostrable, lo tangible, aquello que cualquiera pudiese observar e, incluso, cuantificar, merecía ser pesado en la balanza de quien pretendiera aspirar al título de benefactor de la comunidad.
   La época de Sócrates y Platón llegó a su fin con la conquista macedonia de toda Grecia. La concepción de que ética y política configuran una unidad comenzó a agrietarse tras la constitución del imperio. El Estado emergió como algo extraño, ajeno, lejano y decididamente supraindividual. Los ciudadanos aceptaron que debían cumplir una función en él y obedecer sus reglas, pero que su hogar, el lugar que habitaban, lo que originalmente designó el término ethos, había pasado a formar parte de su exclusiva competencia. La ética aparece en Aristóteles como una disciplina distinta de la política y cuyo objetivo ahora no consiste en crear buenos ciudadanos, sino en alcanzar la felicidad. A esta felicidad la llama también Aristóteles el “sumo bien” y es identificada con “vivir bien”, pues, dice Aristóteles, obrar virtuosamente y vivir bien son lo mismo. Una ética conformada por principios generales en contra de los intereses y deseos del sujeto le hubiese parecido a Aristóteles un disparate. 
   Pero Aristóteles no deja de ser discípulo de Platón y aunque ética y política se constituyen en él como disciplinas separadas, afirma que el fin del Estado consiste en buscar la felicidad para todos sus miembros o, por decirlo utilizando términos sinónimos, el Estado debe procurar que todos sus ciudadanos vivan bien. Un Estado que pretenda únicamente “vivir”, está viciado desde sus orígenes y sólo en la medida en que pueda proporcionar a sus ciudadanos un buen vivir puede decirse legitimado en su existencia. Este buen vivir tiene un doble componente, por una parte, una vida regida por la facultad más elevada que poseen los seres humanos y que los distingue de las bestias, es decir, la razón. Por otra, para que se pueda obrar racionalmente sus necesidades básicas deben estar cubiertas en lo que se refiere a alimentación, vivienda, ropa y demás. Aristóteles considera imposible que todos pueden alcanzar semejante meta. De hecho, sus planteamientos suponen una base de esclavos más o menos amplia pues casi al inicio de la Política nos aclara que hay dos tipos de esclavitud, la permanente y la temporal, también llamada “trabajo asalariado” (si bien este pasaje es controvertido en lo que se refiere a su traducción exacta). En la cantidad de esclavos que necesite un Estado se juzga, precisamente, su bondad. El mejor Estado, dice Aristóteles, no es el que tiene tal o cual régimen político, es el que tiene una clase media más extensa, es decir, el que engloba a una población capaz alcanzar el buen vivir más amplia. 
   No debe extrañarnos que las éticas que aparecen tras Aristóteles, renuncien a la dimensión política para centrarse en el individuo. Se barre bajo la alfombra el hecho de que pocos podrán aspirar a la felicidad, es decir, al buen vivir, quedando éste restringido a la pequeña comunidad o al individuo singular, caso del escepticismo. El escéptico niega la posibilidad del conocimiento, niega la existencia de la verdad, niega, incluso, la necesidad de aceptar que existan otros, para quedarse en la epojé, en la suspensión de juicio que permite una buena vida, rodeado de las mínimas condiciones materiales exigidas por Aritóteles. Que para disfrutar del tabaco de una pipa haya que dejar sin agua los huertos de medio país y eso origine hambrunas, es algo que al escéptico no le afecta pues él suspende su juicio acerca de la existencia de negritos hambrientos. Por mucho que se haya presentado como principio epistemológico más o menos saludable, el escepticismo ha debido su popularidad a esa capacidad para engendrar la buena vida que disfruta todo aquel que decide ignorar las condiciones materiales de su existencia o las consecuencias últimas de sus decisiones.
   Suele decirse que para los estoicos la virtud consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza, pero se obvia que ellos definían ese vivir de acuerdo con las leyes que rigen el cosmos, una vez más, como el buen vivir. “Vivir noblemente”, “vivir según la naturaleza” y “vivir bien”, eran para los estoicos términos intercambiables. Si predicaban la liberación de las pasiones se debe a que ninguna vida puede ser buena durante mucho tiempo dejándose arrastrar por ellas. Las pasiones se hallan sometidas a una continua fluctuación, a un perpetuo cambio, que nos empujan hacia situaciones contrarias a los designios naturales y que, por tanto, sólo pueden conducir al desastre. Obrar de un modo racional o lo que es lo mismo, obrar de acuerdo con la ley universal, dado que el universo está regido por una ley racional, constituyen la base de la virtud y el secreto para vivir bien.
   Aunque partiendo de principios diferentes, no otra cosa vamos a encontrar en la ética hedonista. Epicuro critica a quienes aconsejan “vivir bien al joven y morir bien al viejo”, por varios motivos. En primer lugar, porque el buen vivir no depende de la edad y en todas las épocas de la vida pueden encontrarse cosas agradables de las que disfrutar. En segundo lugar, porque vivir bien y morir bien son dos aspectos de lo mismo. No porque morir bien implique haber vivido bien o porque vivir bien implique saber morir, sino porque los consejos que nos da Epicuro para vivir bien incluyen eliminar el miedo a la muerte, así que si hemos aprendido a vivir bien, nada habrá en  la muerte que nos pueda parecer “malo”. El mismo principio conduce a Epicuro a rechazar el miedo a los dioses y a prescribirnos la búsqueda del placer, pues todo ello contribuye a la buena vida. Aún más, entendida de esta manera, una buena vida es aquella en la que se ha evitado tanto como ha sido posible el dolor. Buscar el placer y evitar el dolor se convierte, por tanto, en la máxima capital de todo el planteamiento epicúreo.

domingo, 5 de febrero de 2017

Que yo fuera o fuese interlocutado (2 de 2)

   Hubo una vez unos hombres, entre los primeros que llegaron a Europa, que, paseando por una bonita playa, "tuvieron la necesidad" de ponerle un nombre, así que sacaron del limbo de las palabras una cualquiera y llamaron a aquel sitio Cádiz o alguna cosa parecida. Del mismo modo, cierto explorador de territorios más septentrionales, por ejemplo, de la Rioja, decidió ponerle al pico más alto de la Sierra de la Demanda el nombre de su cuñado, Lorenzo o alguna cosa parecida. Desde entonces se usan Cádiz y San Lorenzo para designar esos dos puntos geográficos. Ciertamente, San Lorenzo se usa aquí para esto y en “San Lorenzo fue martirizado el 10 de agosto de 258", se usa para otra cosa. Resulta lógico pues no existe un significado común a juegos del lenguaje distintos. Esto conduce a un pequeño problema porque cuando Felipe II ordenó realizar una encuesta en la que se incluía aclarar a qué se debía el nombre de cada pueblo, un tercio de los encuestados (de hecho, los únicos que parecían saber por qué la localidad donde vivían se llamaba así), hacían alusión a que en el pueblo había  “peras” o “una alameda”. A los habitantes de Siles parece que la pregunta les tocó su vena etimológica y adujeron que el pueblo debía su nombre a que el verbo latino "sileo" significa callar y el pueblo siempre se encuentra callado. Pero mi respuesta favorita, sin duda, corresponde a los cordobeses de El Guijo, quienes afirmaron que el pueblo se llama de esa manera porque se halla rodeado de piedras pequeñas (“guijos”), lo cual no deja de resultar sorprendente porque el terreno sobre el que se asienta el pueblo, en realidad, tiene un origen volcánico y el flujo de agua más cercano, el Arroyo de la Matanza, ni siquiera pasa por la localidad. Todavía mejor, si nos hallásemos ante la respuesta correcta, ¿cuántos pueblos de España deberían llamarse “Guijo”?
   En 1998, Alberto Porlan publicó un libro fascinante, Los nombres de Europa. En sus casi 700 páginas se dedica a recoger una sucesión de topónimos obstinadamente repetidos a lo largo y ancho del viejo continente. Aceptemos que "Lorenzo" puede significar una cosa u otra, dependiendo del juego lingüístico en el que nos encontremos, quiero decir, de su uso,  pero ¿por qué la utilización de S. Lorenzo como topónimo va acompañada en un entorno de seis kilómetros por un topónimo Valvanera? Eso ocurre en La Rioja, en Salamanca, en Girona y, con ciertas variantes, en Orense y Lleida. Claro que también ocurre con St. Lawrence y Welwyn en Inglaterra, con St. Laurentius y Werfenau en Alemania, con S. Lorenzo y Valfenera en Italia, con Saint Laurent sur Sèvre y la Barbiniere, St. Laurent-en-Beaumont y Valbonais y St.-Laurent du Ver y Valbone, todas ellas en Francia. Cierto, en Francia hay muchos topónimos "Saint Laurent", pero ¿cuántas "Cádiz" hay en Europa? También muchas. Tenemos la Cádiz situada frente a Rota, la Kadijk holandesa situada frente a Rotterdam, la Gaditz alemana muy cerca de Rotta, la también alemana Kaditzsch, algo más alejada de Rötha, el villorrio británico de Catcliffe, cercano a Rotherham... 
   Supongamos que el azar y no la necesidad se hallase en el origen de las palabras. De hecho, no vamos a dejar el término “azar” sin definición. “Azar” no implica ausencia de causas, significa que no hay relación entre las características de esa palabra y la necesidad que viene a suplir. Supongamos que en las palabras, como en los genes, se producen “mutaciones”, que en lugar de sustituir una timina por una guanina, se sustituyese una “o” por una “a” y que de “interlocutor” surgiese “interlocutar”, o bien que se produzcan auténticas recombinaciones como en "escanear" o "jonrón". Supongamos que las palabras se hallan en una lucha por la existencia y que únicamente sobreviven las más aptas. Si Darwin definía “más apto” como aquel organismo que dejaba más descendencia nosotros definiremos como “palabra más apta” aquella que forma parte del repertorio de un conjunto más amplio de hablantes de una lengua. Ahora podemos entender la lucha entre las palabras como lucha por posiciones en las mentes de esos hablantes. Por tanto, lo que llamamos “significado” de una palabra no consiste en un objeto real o imaginario, no consiste en el uso que se hace de esa palabra, ante todo designa la posición que ocupa esa palabra en la mente de quienes comparten una lengua. Semejante posición determina el uso que se haga de ella. ¿Acaso no tenemos un modelo más simple y respetuoso con los hechos?
   Si el significado de una palabra se hallase en su posición, podríamos entender lo descubierto por Porlan, a saber, que los nombres forman estructuras posicionales que, como una rejilla, se aplican al territorio para ordenarlo y queda claro que “territorio” no hace referencia únicamente a la orografía. El posicionamiento de marcas que descubrieron Ries y Trout, el propio naming, al cual ya hemos hecho alusión en este blog, se seguirían ahora de un modo natural a partir de esta concepción del lenguaje, pues cualquier nombre se halla en nuestra mente porque ocupa una posición y eso incluye el nombre “Dios”, como muy bien supieron ver Nietzsche y Feuerbach. Aquí radica, pues, el poder de las palabras en su posición, no en su uso.

domingo, 29 de enero de 2017

Que yo fuera o fuese interlocutado (1 de 2)

   El pasado viernes 13 de enero, la versión impresa de El País informaba que los propietarios de la torre Agbar de Barcelona habían decidido renunciar a sus pretensiones de convertir el citado edificio en hotel, debido al desgaste de varios años de tramitación “y a las dificultades para interlocutar con el gobierno de la ciudad”. El palabro tenía tal magnitud que cuando esa tarde intenté encontrarlo en la edición digital, había desaparecido. No obstante, me quedó la inquietud de quien ha tenido un encuentro en la tercera fase, así que me puse a buscar por Internet y, en efecto, allí encontré testimonios de otros avistamientos. En los foros de la Real Academia de la Lengua, quedaba constancia de su existencia al menos desde 2011. Se especulaba con que vio la luz en Chile, en Honduras o en la propia España y se afirmaba que, si bien aún no se halla recogida en el diccionario de la RAE, consta ya en el Diccionario de americanismos. Dada la práctica habitual de la academia de dar por bueno todo lo que se pronuncie, queda poco para la  canonización de semejante término. Dudo mucho, en cualquier caso, que tan feliz invento haya tenido su origen aquí. Los madrepatrios acostumbramos a maltratar el idioma por vía de la tergiversación gramatical o semántica más que por la vía inventiva, algo que me parece mucho más habitual allende los mares. En cualquier caso deben entenderme, aunque lo parezca, no me opongo a la innovación lingüística, bien al contrario, me fascina.
   La ingenua teoría de que el significado de una palabra viene dado por su uso, teoría que Wittgenstein se limitó a proponer para “la mayoría de los casos” y que sus epígonos han convertido en dogma de fe, nos deja en la absoluta inopia cuando se trata de explicar cómo surgen las palabras. Al parecer, una conjunción de letras se halla en el limbo de las palabras esperando que alguien la descubra y carente por completo de existencia mundanal, quiero decir, de significado. De repente, los hablantes comienzan a usarla, con lo que adquiere un significado ex nihilo. Dicho de otro modo el significado no existe y, súbitamente, comienza a existir, sin causa, razón ni motivo. Además, como Wittgenstein insistía en que no podía haber juegos del lenguaje privados, tenemos que no se trata de que alguien, de buenas a primeras, asigne un significado a lo que antes no constituía una palabra. Tiene que tratarse de un conjunto de hablantes, al menos dos, que comienzan a utilizar una palabra de la misma manera, quiero decir, asignan el mismo significado a una palabra a la vez. Dado que no han podido ponerse de acuerdo en ello, pues entonces habrían usado la palabra antes de que ésta tuviese significado, la única explicación consiste en que, por una telepatía extralingüística, han llegado a algún tipo de acuerdo. Si esto parece un poco raro, hay cosas mejores, por ejemplo, siguiendo semejante “explicación”, a los pañuelos de papel se los podría haber comenzado a llamar Kleenex antes de que tal empresa hubiese existido y “formica” designaría un tipo de plástico antes de que se hubiese fabricado por primera vez. En realidad, la teoría del significado como uso y la existencia de una comunidad de hablantes constituyen términos excluyentes porque no hay nada que garantice que yo uso un término exactamente de la misma manera que lo hacen los demás.
   El modo de evitar estas incongruencias pasa por anteponer un elemento al uso del término: la necesidad. Aparece una necesidad y, como consecuencia, algo, un artefacto, un producto, un partido político o una palabra, viene a satisfacerla. El propio Lamarck señalaba ya que la necesidad crea la función y Lázaro Carreter parece inclinarse por el bonito criterio de que no se deben admitir nuevas palabras en el idioma a menos que se necesiten, criterio que, de seguirse a rajatabla, nos tendría aún confinados en el latín. No obstante, a mi esta teoría siempre me han encantado, porque una versión de la misma aparece en Astérix en Bretaña. Allí se nos cuenta cómo los habitantes de las islas británicas bebían agua hervida, a veces “con una nube de leche”, hasta que Panorámix satisfizo su necesidad llevándoles unas hierbas de la India llamadas “té”. De modo semejante me imagino que durante siglos los europeos anduvieron dándose de cabezazos unos con otros debido al enorme mono de nicotina que tenían antes de que hubiese nacido Colón. Debió haber una especie de cuenta atrás que llegó al día en que, por fin, alguien trajo el tabaco al viejo continente, acabando con la inmensa necesidad que de él había. Y, todavía mejor, dado que las necesidades “están ahí” mientras no venga alguien a satisfacerlas, no se entiende por qué no hubo necesidad de productos para limpiar la vitrocerámica antes de que existieran las vitrocerámicas. Así llegamos a la cuestión que queríamos plantear: ¿qué necesidad había de crear un palabro como “interlocular”? Y si no había necesidad, ¿por qué hay quien ha comenzado a usarla, quiero decir, la ha dotado de significado?

domingo, 22 de enero de 2017

Un siglo desafortunado (y 3)

   Pensamos, con frecuencia, que la historia de la verdad no puede consistir más que en un desarrollo lineal, que la ciencia progresa unidireccionalmente y que la filosofía evoluciona con ella hacia formas más acertadas de plantear los problemas. No hay puntos de retorno, no hay vueltas atrás, no hay nada en ese camino que pueda asimilarse a un círculo o a un laberinto. Pero la verdad, como los árboles, nace con tronco endeble, y hay que apuntalarla hasta que eche sólidas raíces.
   El modo que tenemos los seres humanos de entendernos, la concepción que podemos alcanzar a formarnos de nosotros mismos, parecía seguir una línea muy clara desde 1857 hasta principios del siglo XX. Se sabía que las neuronas no constituyen el único tipo de células encargadas de procesar información, de reconocer estímulos externos ni de formar nuestra identidad. Se sabía, igualmente, que las neuronas no constituyen redes sólo en nuestro cerebro. Se sabía, por tanto, que atribuir a lo encerrado en nuestro cráneo la producción de todos los fenómenos considerados “mentales”, constituía un juicio arriesgado. Una concepción del ser humano rica, holística y basada en hechos, parecía hallarse al alcance de la mano. 
   Todo se torció con el cambio de siglo. Se impuso una visión del ser humano mutilada, simplista, basada en metáforas y ficciones. Se ignoraron los hallazgos de Metal’nikov porque no cuadraban con semejante imagen. A Langley no se lo podía ignorar, de modo que se optó por citarlo sin leerlo, pues de lo contrario se habría hallado en sus libros cosas que no podían existir. Las complejidades de la biología, sus abstrusos azares, ese maldito saber que nos obliga a entendernos como animales simbióticos, se dejó de lado. Si los escolásticos en sus oscuros tiempos buscaron en el mundo pistas para entender la mente de Dios, el siglo XX optó por escudriñar cuidadosamente un producto del cerebro, una máquina, para entender nuestra mente: el ordenador. Se obtenía, así, una guía mucho más simple, mecánica y determinista, mucho más conveniente pues, aunque sólo aportara extravíos y confusión. Ahora podía robársele el cuerpo al cerebro, aislar la conciencia de la realidad, arrojarnos a un mundo que forzosamente habría de caracterizarse como hostil. Esa caricatura, ese amago de hombre, constituyó el eje de las reflexiones del siglo XX. A todos les vino bien. Los científicos obtuvieron fácilmente dinero para sus investigaciones a cambio de algo que el siglo XX comenzó a apreciar más que el oro: imágenes. La industria halló argumentos sobrados para medicar cada aspecto de nuestra vida, incluyendo los males a los que en otra época se calificó de “espirituales”. La población, en general, fue adoctrinada en la idea de que, por mucho que se resistieran, en el fondo, ni sus destinos, ni sus vidas y ni siquiera sus pensamientos, se hallaban bajo su control. 
   ¿Y los filósofos? Los filósofos, se convirtieron en febriles lectores de novelas (cuando no en productores de las mismas), en obsesos consumidores de filmografías (cuando no en productores de las mismas), en roedores de contenidos televisivos (cuando no en contertulios de los mismos). En definitiva, los filósofos dejaron de hablar de la realidad para hablar acerca de la ficción, algo, sin duda, mucho más conveniente y mucho mejor visto por la sociedad. Embaucados por el mundo de la ficción, apenas si dudaron a la hora de subirse a un carro plagado de ellas. 
   Resulta difícil no ver en todo esto meros epifenómenos de un giro mucho más amplio, cuyo estudio habrán de afrontar generaciones futuras pues muchos de los que formamos las que actualmente viven apenas si hemos sido capaces de percibirlo. 
   Desde los años 70 del siglo XX, el esfuerzo por no ver los hechos comenzó a resultar insoportable. Se replicaron los experimentos de Metal’nikov, se recuperó el texto de Langley, gente como Michael D. Gershon, Michal Schwartz, Jonathan Kipnis, Fred Gage, se empeñaron en trabajar lejos de la corriente principal de su disciplina, recuperando, en algunos casos, un saber que nunca debió perderse. Poco a poco, lo que fueron encontrando resultó demasiado llamativo como para no verlo. Hoy día la neuroinmunología, la neurogastroenterología, la neurocardiología, van desplazando los límites del conocimiento hacia horizontes insospechados y todo el mundo espera de ellas enormes aportaciones. Falta mucho aún para que sus hallazgos pasen a formar parte del acervo popular. Mientras tanto queda la cuestión de cuándo se enterarán los filósofos de lo que viene pasando.

domingo, 15 de enero de 2017

Un siglo desafortunado (2)

   En 1974 llegan al mercado los primeros modelos de tomógrafos. Estos aparatos permitían la formación de imágenes a partir de la radiación de protones de algunas sustancias y, por tanto, el estudio de diferentes procesos en organismos vivos. Muy pronto fueron utilizados para obtener imágenes de cerebros durante la realización de tareas. Se inicia, pues, la identificación de las áreas celebrales encargadas de desempeñar diferentes cometidos.
   En 1977, H. Besedovsky y su equipo mostraron que el sistema nervioso podía responder a señales emitidas por el sistema inmunitario. La razón la encontraron Williams y Felten con sus respectivos equipos en 1981 y 1987: existen fibras nerviosas localizadas directamente en los órganos linfoides (timo, bazo, ganglios, etc.) Particular afinidad parecían tener por las células T y los macrófagos, algo un poco extraño porque las células que tienen receptores para los neurotransmisores en su membrana (entre otros, serotonina, acetilcolina, endorfinas, etc.) son los linfocitos B. Tradicionalmente se suelen definir las citoquinas como moléculas encargadas de transmitir señales entre las células del sistema inmunitario, pero, en realidad, diferentes células del cerebro presentan receptores para las citoquinas, particularmente en el hipocampo. Igualmente el cerebro posee la capacidad de fabricar citoquinas y, en reciprocidad, también el sistema inmunitario puede fabricar neurotransmisores. A estos datos hace falta añadirles dos matices. Primero que el 95% de la serotonina de nuestro organismo la genera el intestino. No se trata de un caso único cuando hablamos de neurotransmisores. Segundo que las relaciones entre sistema nervioso y sistema inmunitario se habrían visto claras mucho antes de haber prestado atención al sistema nervioso entérico pues el intestino constituye el órgano en torno al cual se mueve la mayor parte de las células implicadas en la reacción inmune.
   El mismo año en que Besedovsky muestra la indudable interacción entre sistema nervioso e inmunitario, I. Tiscornia publica “The Neural Control of Exocrine and Endocrine Pancreas”, artículo en el que pone de manifiesto que las secreciones pancreáticas se hallan bajo el control del sistema nervioso entérico.  
   En 1981, el filósofo Hilary Putnam publica “Brains in a vat”, en el que presenta la imagen un cerebro metido en una cubeta al que un científico loco mantiene con vida, presentándole estímulos que le llevan a recrear una realidad exactamente como la nuestra. A partir de este momento los filósofos se dedican a discutir si semejante argumento refuta el escepticismo o el realismo, pero lo que verdaderamente puede considerarse el logro de Putnam consiste en haber convencido a todo el mundo de que cuanto constituye nuestra realidad resulta un producto, exclusivamente, de nuestro cerebro, en el cual y únicamente en el cual, se desarrollan los procesos que podemos llamar “mentales”.
   Michael D. Gershon no olvidará ese año de 1981. Dedicado durante décadas al estudio del sistema nervioso entérico, se había acostumbrado a que lo trataran como la mascota de la Sociedad de Neurociencia norteamericana. En noviembre de 1981, durante la convención de Cinncinati, sin embargo, algunos de sus más fieles opositores mostraron datos que le daban la razón, la comunidad científica volvía a admitir que existen neuronas en el tracto digestivo, alrededor de cien millones. Muchos de los que ignoran la longeva historia del sistema nervioso entérico consideran a Gershon desde entonces el padre de la neurogastroenterología. 
   En 1991, Daniel Dennett publica La conciencia explicada. Aunque ya en las primeras páginas deja claro que no pretende explicar la conciencia y aunque se trataba de un libro para especialistas de diferentes procedencias, este escrito se convirtió en un bestseller, siendo leído habitualmente en un sentido fisicalista y reduccionista radical. Desde 1991, los debates en filosofía giran en torno a cómo habérselas con el hecho de que los contenidos mentales son, en última instancia, procesos químicos de nuestro cerebro, sin que nadie haya conseguido explicar qué otro verbo podría utilizarse en sustitución del verbo ser en la frase anterior.
   Ese mismo año aparecen los primeros estudios que elaboraban imágenes usando el contraste en el nivel de dependencia del oxígeno en sangre, la base de la técnica de fMRI, que proporciona localizaciones de hasta 1mm de exactitud en el desarrollo de actividades del cerebro.
   En 2004 el equipo de Jonathan Kipnis, demostró experimentalmente que la pérdida de linfocitos T en ratones provoca pérdida de habilidades cognitivas, habilidades cognitivas, por lo demás, que se recuperan en cuanto se les vuelven a inyectar sus correspondientes linfocitos. Numerosos experimentos, entre ellos algunos realizados con humanos, han confirmado posteriormente estos hallazgos.
   Desde 2012, diferentes equipos reportaron que las supuestas localizaciones cerebrales utilizando la técnica de fMRI se quedaban en nada cuando se utilizaban muestras de sujetos por encima del medio millar. Cuatro años después, Anders Eklund, Thomas E. Nichols and Hans Knutsson, publicaron “Cluster failure: Why fMRI inferences for spatial extent have inflated false-positive rates”, en el cual mostraban que un número indeterminado de imágenes obtenidas por la técnica de fMRI y que virtualmente podría incluirlas a todas, contenían errores de diversa magnitud.

domingo, 8 de enero de 2017

Un siglo desafortunado (1)

   En 1857 el anatomista y fisiólogo Georg Meissner publica "Über die Nerven der Darmwand", primera descripción de los ganglios nerviosos contenidos en las paredes del sistema digestivo. Aunque la fama le vino a Meissner por el descubrimiento de las terminaciones nerviosas responsables del tacto, su artículo atrajo la atención de otros fisiólogos, en particular de Leopold Auerbach, notable anatomista y neuropatólogo que en 1862 descubrió que tales ganglios componían toda una red encargada de controlar la motilidad intestinal. Semejante red recibe el nombre de plexo de Auerbach o plexo mientérico, de acuerdo con la denominación de Jacob Henle en su Handbuch der Nervenlehre des Menschen de 1871, escrito de tal calado que aún hoy puede comprarse en las librerías. 
   24 años después, en 1895, Jan von Dogiel, una vez más, anatomista y fisiólogo, en este caso ruso, describió los componentes de esa red y esos ganglios como neuronas, a las cuales clasificó en diferentes tipos en función de sus axones y dendritas. La clasificación de Dogiel generó rápidamente una polémica, entre otros, con Don Santiago Ramón y Cajal y, aunque todo el mundo le reconoce su carácter pionero, no ha dejado de causar disputas desde entonces. En cualquier caso, Dogiel asentó la idea de que los mamíferos y, por supuesto, el hombre, poseen neuronas más allá de su cráneo y su médula espinal, en concreto, a lo largo de todo el tubo que nos conforma y los órganos que a él afluyen.
   En 1913, Edmund Husserl publica sus Ideen zu einer reinen Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie, escrito en el que aparece por primera vez una tematización explícita de la epojé. La conciencia, dice Husserl, debe estudiarse procediendo a una serie de “reducciones”, entendidas como una sucesión de desconexiones que van separando los fenómenos mentales de los procesos físicos, biológicos o de referencia a una realidad exterior a la propia conciencia.
   1921 debió ser el año en que el sistema neuronal de nuestro aparato digestivo entraba por la puerta grande en la medicina. Ese año Sir Johannes Newport Langley, razonó que si de la columna vertebral apenas si salen un centenar de nervios hacia el aparato digestivo y si en éste había varios millones de neuronas (hoy se calcula que unos cien millones), entonces éstas debían constituir un sistema nervioso por sí mismo. Le dio, por tanto, el nombre con el que se lo conoce hasta hoy, sistema nervioso entérico y, en la que se convertiría en obra de referencia, The Autonomic Nervous System, le reconocía el carácter de tercer sistema nervioso, junto con el sistema central (encéfalo) y el periférico (médula espinal). Paradójicamente, sin embargo, 1921 marca el año en que el sistema nervioso entérico desapareció de la medicina. Por razones que no resultan fáciles de explicar, el libro de Langley, como digo, todo un clásico, se convirtió en uno de esos libros más citados que leídos, hasta el punto de que todo el mundo lo recuerda como el primer escrito en el que se canonizaba la existencia de dos sistemas nerviosos en el cuerpo humano, el central y el periférico. El sistema nervioso entérico, simplemente, cayó en el olvido.
   Ese mismo año de 1921, el zoólogo ruso Segei Metal’nikov asentado en el Institut Pasteur de París publica "L’immunité naturelle et acquise chez la chenille de Galleria melonella", artículo en el que demuestra que las larvas de Galleria melonella no frenan la producción de anticuerpos a menos que se inactiven sus ganglios nerviosos. Metal’nikov sospecha ya del vínculo entre sistema inmunitario y sistema nervioso, algo que acabará probando en "Rôle des reflexes conditionnels dans l’immunité", artículo cinco años posterior publicado junto a Victor Chorine. En él reflejaban sus experimentos con cerdos de guinea a los que les inyectaban tapioca o bacilos de antrax inactivos a la vez que les aplicaban calor o un arañazo en una pequeña área de la piel. La sola presencia del estímulo condicionado provocaba una producción de leucocitos semejante a la inyección del antígeno. Aunque metodológicamente criticables, los experimentos de Metal’nikov y Chorine pudieron replicarse sin problemas en los años 70 con criterios más rigurosos. En esencia puede decirse que a principios del siglo XX se había demostrado que el sistema inmunitario puede aprender.
    Probablemente, en septiembre de 1948, en el simposio de la Fundación Hixon sobre mecanismos cerebrales en el comportamiento, celebrado en el Instituto Tecnológico de California, John von Neumann, matemático de origen húngaro, enunció por primera vez la metáfora del ordenador. No me detendré en exponerla minuciosamente pues todos la tenemos dentro de nuestras cabezas como si no hubiese otro modo de pensarnos: el cerebro es como un ordenador. Sí merece la pena señalarse, primero, que en esta metáfora se obvian como irrelevantes las diferencias físicas entre un cerebro y un ordenador; segundo, que las semejanzas funcionales quedan convertidas en una identidad categorial, pues ambos, cerebro y ordenador, son el mismo tipo de máquina. Cualquier discusión posterior sobre la naturaleza de los seres humanos partirá, pues, del supuesto de que sólo tenemos una unidad de procesamiento de la información y que ésta no resulta modificada o alterada en su estructura o funcionamiento por ningún otro de los elementos que nos componen.

domingo, 1 de enero de 2017

Vientos del sur.

   Si no recuerdo mal en Lo que sueñan los lobos, de Yasmina Khadra (es decir, de Mohammed Moulessehoul), aparece como personaje incidental el chófer de un alto cargo del ejecutivo argelino. Tiene un trabajo que le sirve para alimentar a su familia, pero le ha obligado a ver muchas cosas que preferiría no haber contemplado. Aunque carece de inquietudes religiosas, acaba  diciendo algo así como que si para limpiar el país era necesaria la llegada de los islamistas al poder, bienvenidos fueran. El Frente Islámico de Salvación, ganó las municipales de 1990 y la primera vuelta de las generales de 1991, enarbolando la bandera de la honestidad frente al régimen del Frente de Liberación Nacional, que había gobernado desde la independencia de Argelia en 1962, hundiéndose cada vez más en el fango de una corrupción rampante. Esa pregunta que los occidentales se hacen con tanta frecuencia, cómo alguien puede votar a un partido que propone una involución a siglos pretéritos, tiene una respuesta extremadamente fácil, porque ellos, como nosotros, están hartos de pseudodemocracias en las que la elocuencia de las grandes palabras encubre los grandes negocios de unos cuantos amigotes. Se votó al FIS en Argelia con la misma mentalidad que ha llevado al Partido de la Justicia y el Desarrollo al gobierno de Marruecos, que ha estado a punto de llevar a la ultraderecha al poder en Austria y que ha puesto en la Casa Blanca a Donald Trump. 
   Mientras Argelia ardía en la barbarie de la guerra civil en la que desembocó el golpe de Estado del 91, Marruecos se mantuvo al margen de esta y otras olas de radicalización. En esencia contaba con dos muros de contención contra ellas. El primero es que el soberano marroquí, además de jefe del Estado, es considerado descendiente directo de Mahoma, por lo que ostenta el cargo de “líder religioso de los fieles”. En la práctica eso significa que cualquier movimiento islamista tiene que empezar por explicar cómo y por qué el Islam oficial no es el verdadero, asunto que el laicismo del régimen argelino convertía en superfluo. El segundo muro pasa por un Parlamento cuyas atribuciones han ido en aumento desde los años 80, hasta el punto de que hoy día Marruecos es una democracia tan aparente como cualquier otra de Europa. La diferencia con lo que sucede en el norte no reside en el juego político. La diferencia está en que en un país como España, las cuestiones de calado son decididas por una nebulosa de políticos y empresarios que pisan poco la Zarzuela y mucho la Moncloa, el cortijo del correspondiente presidente autonómico o la mansión del alcalde de turno. En Marruecos poco o nada se mueve sin la aquiescencia del Majzen, quedándole al Parlamento la potestad de hacer política pero no negocios. El resultado es que, desde Abdelsam Yasin, el islamismo marroquí se ha caracterizado por su predisposición a aceptar las reglas del juego político y la autoridad del monarca, sin por ello renunciar a islamizar la sociedad por vías pacíficas tales como la enseñanza y la persuasión. Los líderes del Partido de la Justicia y el Desarrollo, en el gobierno desde las últimas elecciones, exhiben, en efecto, formas suaves, tono moderado y nudos Windsor en sus corbatas. Han aguantado recuentos electorales que, una y otra vez, no mostraban el soporte popular que realmente tenían sin levantar jamás la voz, han condenado todos y cada uno de los atentados y han hecho lo posible por no ser vistos en compañías sospechosas. Sus discursos mantienen una línea de moderación y de acatamiento al régimen establecido por más que, de vez en cuando, en alguna entrevista, alguno de sus dirigentes saque los pies del tiesto.
   Muchas voces laicas de Marruecos vienen clamando que su moderación apenas es una pose, que el tono real del partido no es la voz de sus líderes, sino el que se vive durante las numerosas campañas contra los biquinis en las playas y que el PJD y el wahabismo importado por el Majzen han sido el caldo de cultivo para todos esos marroquíes que se dedican a apiolar infieles en buena parte del mundo musulmán. La verdad es que tales denuncias chirriaban con las reformas religiosas introducidas por Mohamed VI, la propia constitución de 2011 que consagra la libertad de culto y la imagen cotidiana del PJD. Sin embargo, este otoño, numerosas familias se han encontrado con que el colegio en el que estudiaban sus hijos ha cerrado sus puertas sin mayores explicaciones. A toda prisa han tenido que escolarizarlos en colegios alejados de su residencia y masificados o en uno de los múltiples colegios privados que han ido apareciendo sin mucho orden ni control y, sobre todo, sin que nadie sepa muy bien quién está en última instancia tras ellos. El gobierno se ampara en la necesaria reestructuración y modernización de los centros públicos, pero en un reciente artículo, Karim Boukhari daba cuenta de que, en un país en el que, insisto, nada ocurre sin que lo sepa el Majzen, los niños de cinco y seis años llegan a casa relatando los castigos que esperan a los impíos en la otra vida o cómo se debe lavar el cadáver de un buen musulmán. Por tanto, si algo debemos esperar del sur en los próximos años, no será que nos aporte vientos suaves.