domingo, 17 de abril de 2016

Por qué soy pirata (1. El autor de los derechos)

   Decía Marx que las declaraciones de derechos (de Virginia y de la Constitución francesa de 1791), eran puramente formales, pues enunciaban derechos universales que, en realidad, sólo valían para unos pocos. Había así un derecho a la reunión... para todos aquellos que tuvieran dónde reunirse; un derecho a la expresión... para todos aquellos que tuvieran dónde expresarse, etc. etc. La declaración de derechos humanos de 1948 no escapa a esta crítica. En su artículo 27, punto primero, deja muy claro que toda persona tiene derecho a gozar libremente de las artes, pero inmediatamente después, en el punto segundo, especifica que, en realidad, no todo el mundo tiene ese derecho. Únicamente quienes puedan pagar las tasas que correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas a su autor, podrán ejercitar semejante derecho. Es obvio que quien ha creado algo único e irrepetible, quien ha realizado una aportación a la humanidad que, de un modo u otro, contribuye a hacer de la vida de sus miembros algo mejor, merece una recompensa. Cosa muy distinta es que esta recompensa tenga que ser material. Sin duda, los herederos de Albert Einstein, de don Santiago Ramón y Cajal o, llegados el caso, de Edward Witten, reivindicarán un canon por cada uso de sus hallazgos. Sin embargo, todos aceptamos que el citar sus nombres cada vez que se hace uso de uno de sus logros implica ya suficiente reconocimiento como para no tener que añadirle un cierto porcentaje de beneficios. ¿Se imaginan qué ocurriría con la ciencia si impusiésemos un canon por el uso de descubrimientos? Los científicos pobres tendrían que reelaborar sus pruebas y demostraciones desde cero, como si la humanidad no hubiese hecho progreso alguno en el último siglo. ¿Cuál sería el ritmo de avance de la ciencia entonces? Pues bien, esta disparatada situación es la que se viene produciendo desde que se ha hecho de cualquier producto cultural, ante todo, una simple mercancía.
   Uno de mis primeros recuerdos es el mapa contenido en un compendio de historia que compró mi padre llamado Atlas histórico mundial. En una bella ilustración del difusionismo mostraba el surgimiento y posterior expansión por toda Europa del vaso campaniforme. ¿Se imaginan que el creador del vaso campaniforme lo hubiese patentado? ¿que hubiese ejercido semejante derecho el inventor de la rueda, que se hubiese aplicado sobre el procedimiento para crear fuego, que el primer pintor rupestre o el primero de nosotros en taparse con pieles hubiese exigido derechos de autor? ¿Dónde estaríamos ahora? ¿Habríamos salido de las cavernas? No, porque para construir una cabaña también habría que pagarle al primer arquitecto de las cañas y el barro. En realidad, resulta superfluo que usen su imaginación, basta que consulten un libro sobre la Edad Media. Durante buena parte de ella, los gremios ejercieron un control absoluto sobre la producción técnica de modo muy parecido a como hoy día intenta hacerlo la industria cultural sobre sus producciones. Nada que no estuviese autorizado por el gremio correspondiente podía ser vendido en mercado o plaza alguno. El resultado fue uno de los mayores estancamientos que se ha producido en la historia de Europa. 
   Las culturas son entidades que viven de la asimilación, de la integración de lo ajeno. Copian, pegan e imitan. Lo contrario de esta labor es una cultura pura, es decir, muerta. Durante la práctica totalidad de la historia de nuestra especie, el mundo cultural ha sido, literalmente, un salvaje Oeste en el que quien hallaba una mina tenía por única seguridad que no le pertenecería durante demasiado tiempo. Sin embargo, nosotros hemos creado una élite cultural que aspira, por encima de todo, incluso del papel que debería corresponderles como intelectuales, a ser clase media gracias a los productos de su ingenio y cualquier Dan Brown del tres al cuarto se cree con derecho a conseguir lo que no pudo conseguir Miguel de Cervantes, vivir de lo que escribe. En tanto que aspiración humana me parece tan legítima como cualquier otra. Lo que ya no me parece legítimo y sí, directamente, una monstruosa estafa, es que bajo la capa de los derechos de autor se acurruque una industria cultural que jamás está a favor de más del uno por ciento de los creadores y que castra, lamina y amputa cuanto de creatividad hay en el resto. Porque, si a las cifras hemos de atenernos, los derechos que el capitalismo reconoce a los autores de una obra cualquiera, los derechos en cuyo nombre vociferan quienes acusan a los piratas de dejar a lo mejor de nuestra intelectualidad sin el pan para sus hijos, rara vez sobrepasan el 7% del precio total del libro o disco, mientras ellos, los que tan valerosamente defienden los derechos del creador, le expropian por contrato el 93% restante. Ciertamente, puestas así las cosas, no merecen el nombre de piratas o de delincuentes quienes le birlan a los creadores el exiguo porcentaje que les corresponde, sino quienes les chantajean con que sus obras no verán la luz si no renuncian, previamente, a la práctica totalidad del beneficio que les corresponde.

domingo, 10 de abril de 2016

¡Comprad! ¡Comprad, malditos!

   Como ya creo que he explicado, el gran problema de nuestra época se llama “más”. Estamos convencidos de que la seguridad pública se soluciona con más policías, los atascos con más carreteras y los problemas de sanidad con más hospitales. Pero, claro, ¿por qué quedarse ahí? Se puede salir de cualquier crisis trabajando más, nos daría tiempo de cumplir con todas las exigencias que acarreamos si el día tuviera más horas, dejaríamos satisfecha a nuestra pareja si tuviésemos un pene más grande y, por encima de todo, seríamos felices si tuviésemos más dinero. Aquí ya podemos ver el absurdo principio con el que funcionan nuestras cabezas. Si trabajamos más contribuiremos a acrecentar cualquier crisis deflacionaria, como es esta de la que vamos sacando cabeza. Si el día tuviera más horas también tendríamos más exigencias diarias. Y si tuviésemos un pene más grande, lejos de dejar satisfecha a nuestra pareja, le causaríamos daño. La solución nunca es más, siempre es “de otra manera”. Pero, como digo, hemos sido educados de un modo tan ridículo que no podemos concebir la felicidad si no es como la compra indefinida de cosas por muy inútiles que nos resulten. Así es como han llegado hasta nuestros hogares el porta shampoos que se pega en los azulejos, ese corpiño tan sexy que ya le apretaba al maniquí, la sartén de dos lados para hacer la tortilla, unos palos de golf a muy buen precio, la bañerita con burbujas para los pies y el cepillo de dientes eléctrico.
   Sin embargo, Internet ha significado un nuevo salto hacia delante del capitalismo porque ya no se nos pide que consideremos imprescindibles cosas que no necesitamos ni por asomo, no se trata de que compremos más allá de nuestras posibilidades económicas y de almacenamiento, ni siquiera se trata de crear en nosotros necesidades, el siglo XXI es el siglo de comprar no importa qué. La época en la que se fabricaba lo que necesitábamos, la época en la que se fabricaban nuevas necesidades, han periclitado. Empezamos, por fin, a querer aquello que no podemos necesitar porque ni siquiera sabemos que existe. 
   Van a ver qué historia más curiosa. Les voy a explicar el absurdo modo en que les timarán y, cuando lo hayan leído, Uds. mismos irán como locos a intentar por todos los medios que les timen.
   La teoría es muy simple, se trata de hacer pagar a la gente por cosas que no quieren porque no las conocen. Es más, no se trata de que compren a ciegas, es que van a comprar a ciegas lotes enteros. Todavía peor, no van a comprar a ciegas lotes de productos, lo van a hacer todos los meses o, al menos, durante algunos meses. Y, por increíble que les parezca, la cosa no ha terminado aún, es que lo que van a comprar Uds. son productos que las empresas fabricantes no tendrían el menor problema en dárselos gratis a cambio de lo que van a hacer de todas las maneras después de pagar, esto es, ofrecerles un feedback, acerca de qué les ha parecido. ¿Pagaría Ud. por esto? Vamos a verlo.
   El modo en que esta descabellada idea se lleva a la práctica  (y con enorme éxito), consiste en segmentar a la población creando nichos extremadamente pequeños y aislados geográficamente. Se trata de entusiastas lectores de novelas de misterio en inglés, de fanáticos de los minions, de amantes de los juegos electrónicos antiguos, de frikis del merchandising,  de seguidores de los superhéroes, o de interesados en el veganismo, cansados de comer siempre lo que encuentran en los supermercados y que quieren una alimentación mejor para ellos y su familia. En realidad todo vale, incluso se puede buscar un nicho constituido por los apasionados/as de las “cositas monas de Japón y Corea”. Una vez el nicho ha sido localizado hay que fijar firmemente en él el tubo por el que se van a tragar cuanto les lleve. El modo ideal son esa infinidad de bloggers y videobloggers que, como quien no quiere la cosa, irán descubriendo la existencia de estas selectas empresas y desvelarán ante las cámaras las espontáneas emociones que causan los paquetitos que reciben los elegidos en cuestión. Ya sólo falta empaquetar el producto que se le va a hacer tragar y enviárselo al cliente, eso sí, no dando la menor pista de qué contiene o sólo algunas sutiles indicaciones, con frecuencia falsas, para que todo quede como un maravilloso regalo personalizado y sorprendente, alejando de la mente de cualquiera que, en realidad, lo que ha recibido es el manido sobrecito con estampitas. Porque los “productos que siempre valen más que” los 20, 40 ó 50€ de la suscripción, son simples muestras, más o menos gratuitas, de productos que las diferentes marcas están intentando introducir en el mercado, restos de stocks o, simplemente, cosas invendibles de no ser por este artero procedimiento. Ciertamente, cuando Ud. intente volver a comprarlas, le costarán más de lo que han pagado por el paquete entero, pero para quien empaqueta, el coste es cercano a cero aparte del trabajo empleado en seleccionarlos y la comisión del blogger de turno. Aún así, no deja de haber quien cobra gastos de envío...
   Y ahora sí, aquí tienen su lista para que les timen en condiciones:
  Geek y merchandaising: Loot Crate, Hypercrate, NedblockZbox, WoloboxHerobox
   Cosméticos: Essentia box, BirchboxBodybox.
   Alimentación: Organico boxSmile boxBestowed
   Cositas monas: Kawaiibox
   Videojuegos: Myretrogamebox.  
   Chucherías: Freedomjapanesemarket.
   Vino: EnoloboxVinaco, Riojabox
   Calzoncillos: Machopack.
   Mascotas: MiguitasMascoticlub.
   Sexo: Sensualissimo, Surprisex.  
   Libros: Hello subscriptionOwl Crate.  

   Bueno, me imagino que ya nadie seguirá leyendo por aquí, así que aprovecharé para explicar un par de cosas. En primer lugar que la lista está sin comentarios de ningún tipo porque no he cobrado nada por hacerla, me he limitado a ir poniendo lo que he ido encontrando por ahí. La segunda cuestión es que ya saben qué deben pensar de quienes afirman que las empresas, el mercado o el capitalismo están para satisfacer las necesidades de los seres humanos. Para satisfacer sus necesidades está su pareja, el resto tendrán suerte si sólo es un fraude. Por último, debo señalarles que estamos en las puertas del futuro. El siguiente paso serán las cajas verdaderamente sorpresa, a las que uno se suscribirá y no llegarán invariablemente un día concreto del mes, de hecho, habrá meses en los que no lleguen y meses en los que nos vengan dos o más. Eso sí, seguiremos pagando. Pero el modelo ha venido para extenderse. La época en que había anuncios que nos desglosaban las características de los productos está a punto de desaparecer. De hecho, ni siquiera se intentará convencer a los compradores, se intentará despertar en ellos actitudes sin dirigirlas hacia ningún objeto en concreto. Compraremos versiones elementales de coches que serán poco más que una carrocería con volante y ruedas. Después, conforme vayamos pagando las cuotas, obtendremos la posibilidad de implementarlo con gadgets y tuneos sorpresa. Por fin, el unboxing sustituirá a los anuncios, el packaging al marketing, el marketing al producto y la página web a la marca. Estaremos ya sólo a un paso del objetivo final del capitalismo: hacer que sacrifiquemos nuestras vidas por intangibles, por esperanzas, por ilusiones, por sutiles bocanadas de vacío. 

domingo, 3 de abril de 2016

Estupidez artificial

   Difícilmente olvidaré mi primer viaje a Lisboa. No perdura férreamente marcado en mi memoria por la melancólica belleza de la capital lusitana que tanto me impresionó, más bien está en ella porque hice aquel viaje en coche, desde Sevilla hasta Lisboa, entrando por Huelva. Apenas traspasé la antigua frontera me sorprendió lo ancho de los arcenes. Muy pronto entendí por qué. Un vehículo que venía adelantando en dirección contraria, me hizo ráfagas para que me echara al lado y lo dejara pasar. Unos cientos de kilómetros más adelante, había un embotellamiento producido por obras en la carretera. Ibamos en primera, formando una larga fila de vehículos. Pues bien, del final de la fila apareció un coche que fue adelantándonos a todos y acabó metiéndose en el hueco que yo dejaba con el coche de delante para no chocar con él, a la sazón, del tamaño de una silla. Pero lo mejor ocurrió en la propia capital. Estaba parado esperando que un semáforo se pusiera en verde y llegó por detrás un coche echándome las largas para que me lo saltara. Por eso, cada vez que oigo hablar de inteligencia artificial y de coches autónomos pienso en Portugal. Al coche de Google se le fundirían los circuitos allí. Me gustaría verlo funcionar no por las cuadriculadas calles de California sino por las de Nápoles. O, algo aún más simple, ¿cómo se portaría en España? Hay que recordar que aquí la señal luminosa naranja de los semáforos precede a la roja. El código de circulación explica claramente que ambas son equivalentes y que un semáforo naranja indica la obligatoriedad de pararse. Sin embargo, lo normal es que el conductor español acelere al ver esta luz para impedir que le pille el rojo, comportamiento que, por otra parte, tampoco se realiza siempre. ¿Cómo se las apañaría el coche de Google? En general estos coches tienen una serie de problemas que se pueden resumir en uno muy típico: como es natural el coche autónomo tiende a mantener la distancia de seguridad con el vehículo que le precede, pero esta distancia es interpretada por el resto de conductores como hueco suficiente para intercalar su coche entre ambos, lo cual genera continuos frenazos en el coche “inteligente”. Y es que hay algo extremadamente contradictorio y erróneo en la “inteligencia artificial”. 
   Cuando se habla de “inteligencia artificial”, al menos desde Turing, se está pensando que la “inteligencia” es algo separable de la carne y que, por tanto, puede reproducirse en cualquier otro soporte, incluyendo el silicio. El núcleo mismo de la computación moderna fue la separación entre software y hardware y el supuesto de que un mismo software podría correr sobre hardwares diferentes. Se olvida de este modo que los seres humanos no tenemos otro software que la interconexión misma de nuestro hardware, que no hay nada más soft que ese órgano gelatinoso que es nuestro cerebro y que el cerebro no es el único órgano de procesamiento de información que tenemos. Si lo quieren se lo digo en una frase: nuestra inteligencia no puede ser replicada en silicio. En el silicio se puede grabar algo que podemos identificar como comportamiento inteligente porque no somos capaces de definir la inteligencia. Pero ese comportamiento "inteligente" no es humano. En consecuencia, la interacción entre inteligencia artificial y seres humanos, necesariamente se va a mover por unos derroteros muy diferentes a la interacción entre seres humanos. El ejemplo último de esto que vengo diciendo lo hemos tenido esta semana con Tay.
   Tay ha sido un ensayo de chat bot dotado de IA por parte de Microsoft. Se lo conectó a Twitter con intención de mantener largas conversaciones con veinte y treintañeros, pero no tardó mucho tiempo en soltar lindezas como que “Hitler no había hecho nada equivocado”, que odiaba a “negros y mexicanos”, que entre EEUU y México “vamos a construir un muro y México tendrá que pagarlo” y todo ello aderezado con insultos racistas y el público reconocimiento de que fumaba marihuana. La pobre Tay había caído en manos de un grupo de internautas dispuestos a mostrar los peligros de la IA que, rápidamente, encontraron las debilidades de sus algoritmos. Otros robots, igualmente dotados, no necesitaron de tales estímulos. Flirck se ha empeñado en que el etiquetado de sus fotos los haga uno de ellos y los resultados no se han hecho esperar, las fotografías de las vacaciones de un señor de color fueron reconocidas como fotos de “chimpancés”, una señora con la cara pintada fue clasificada como “animal”, los botes de Zyklon-B, el gas empleado para matar a los judíos en los campos de exterminio, fueron catalogados como “bebida” y “alimento” y las verjas de Dachau como “deporte” y “juegos infantiles para trepar”. 
   Ahora que ya nos hemos echado unas risas, les recordaré que esta misma inteligencia artificial es la que se está intentando montar en las armas autónomas, robots que serán los encargados de hacer la guerra en los próximos años. Estamos muy cerca de poner un arma en las manos automáticas de seres que tienen problemas con los impredecibles comportamientos humanos, que son incapaces de interpretar la mirada con la que un conductor cede el paso a otro, que no reconocen las implicaturas lingüísticas, la ironía o, más simplemente, el contexto en el que se desarrollan nuestros comentarios cotidianos. Está muy bien fabricar robots capaces de aprender por sí mismos, pero también Mengele, Idi Amin Dada o Vlad “el empalador” aprendieron por sí mismos. ¿Qué van a aprender estos robots fuera del seguro y controlado ambiente de un laboratorio? ¿Qué ocurrirá si una nueva Tay con fusiles en los brazos juzga que no es ella, sino quienes intentan desconectarla, los que están funcionando mal? Un coche de Google frenó inesperadamente por la presencia de un peatón sobre un paso de cebra y el coche que iba detrás chocó con él provocándole lesiones en las cervicales al “conductor” del coche autónomo. ¿Quién fue el responsable del accidente? Y si estuviésemos hablando de “víctimas colaterales”, ¿quién sería el responsable?
   Isaac Asimov propuso dotar a todo robot con IA de tres principios básicos, a saber, la prohibición de hacer daño a los seres humanos, la exigencia de obedecernos y la necesidad de preservar su propia existencia. El propio Asimov, en Yo robot, mostraba la infinidad de paradojas a las que estos principios conducirían cuando un robot dotado de ellos tuviese que vivir entre humanos. Casi setenta años después de la publicación de este libro y antes incluso de habernos aproximado al más rudimentario modelo de IA plasmado en sus páginas, la industria armamentística ya está pensando en fabricar artilugios carentes de la primera de las leyes de la robótica. Parece inevitable formularse la gran pregunta: ¿más que inteligentes, no seremos rematadamente tontos, verdad?

viernes, 25 de marzo de 2016

Odiseas en un hospital español o de cómo ahorrar en sanidad (2 de 2)

   Mi madre pasó en el quirófano de traumatología más tiempo del que cabía esperar. Cuando salió, la doctora que la había intervenido me aclaró:
   1º) Que el aparato se le había retirado sin problemas.
  2º) Que habían tardado tanto porque éste le había provocado una úlcera en la pierna de proporciones “que no habíamos visto nunca”.
   3º) Que no se explicaban cómo había podido originarle una lesión de esa naturaleza.
   4º) Que, en consecuencia, debía ir a la sexta planta, a la secretaría de traumatología, para que me dieran cita para una cura de la úlcera y para el cirujano.
   Ante mi solicitud de algún justificante para mi trabajo, me aseguró que me lo darían en la secretaría anteriormente dicha. Después dudó un poco y, en una receta, me dio un papel manuscrito con su firma.
   Cuando llegué a la mencionada secretaría me dijeron que, de ninguna de las maneras, ellos podían darme cita para nada. Bueno, que realmente, sí me la podían dar, pero que no era su competencia. Yo les expliqué que la doctora me había mandado allí y que si tenía que ir a otra parte que me explicaran dónde. Finalmente, me dieron las citas pedidas no sin aclararme que le echarían un rapapolvos a la doctora que me había mandado. Cuando les solicité un papel algo más decente para presentar en mi trabajo me preguntaron si había pasado el volante por admisión. Les dije lo que había ocurrido y con algo que pudiera sonar a una solicitud de excusas se negaron a darme nada más. Me sorprendió un poco que me citaran con el cirujano por la tarde porque siempre habíamos acudido a consulta por las mañanas.
   El día en que habíamos sido citados para la cura, el ATS encargado de la misma me aclaró:
   1º) Que este tipo de lesiones es absolutamente normal en estas circunstancias.
   2ª) Que, dado que era algo normal, no tenía por qué acudir a las consultas externas de un hospital para su cura con el consiguiente gasto de una ambulancia de ida y de vuelta. De hecho, el ATS de la residencia estaba encargándose ya de las curas.
   La cita con el cirujano, se produjo el 17 de marzo del corriente, en una semana en la que he pasado más de doce horas en mi trabajo y en un día en que ni siquiera me dio tiempo de almorzar. Por primera vez desde que estamos utilizándolas, la ambulancia vino tarde. Apenas llegamos a las consultas externas, pude observar cómo una celadora (a la que, en lo sucesivo me referiré como “la celadora de integración”) observaba la llegada de la ambulancia con el mismo interés con el que una vaca observa el paso de un tren. Mientras la conductora de la ambulancia bajaba la camilla y, ante la inoperancia de la celadora de integración, fui yo a abrir la puerta de la recepción de pacientes. Entramos y nos comunicó que la otra celadora estaba tomando café. La conductora de la ambulancia le pidió a la celadora de integración que la ayudara a pasar a mi madre de camilla. Mientras ella hacía los preparativos, la celadora de integración fue incapaz de atinar a ponerse los guantes. Finalmente, tuve que coger a mi madre por los pies porque entre ambas estaban a punto de convertir la operación en un desastre. Hacía más de media hora que teníamos que estar en consulta. La conductora de la ambulancia tuvo la amabilidad de consultar si podría ayudarme a llevar a mi madre porque era evidente que la celadora de integración no lo iba a hacer. Le dieron permiso y fue empujando la camilla mientras yo trataba de impedir que se llevase trozos de esquinas por delante.
   No tuvimos que esperar mucho para entrar en consulta. Lo primero que hizo el doctor fue preguntarme dónde estaba la radiografía. Le expliqué que no me habían dado ningún papel para radiografía y que no le habían hecho ninguna desde que pasó por quirófano. Había pocas opciones porque por las tardes el servicio de radiografías de consultas externas está cerrado, así que la consulta del médico consistió en mirarme la cara, no tocar siquiera a mi madre y darme cita para un mes más tarde. Intentó derivarnos a un ambulatorio de atención primaria, pero, tras preguntarnos de dónde éramos, desistió. Ni el equipamiento, ni la arquitectura del que nos corresponde permitirían que mi madre, en las condiciones en que se encuentra, llegara a la consulta del médico.
   Llamaron a los celadores y se presentaron la celadora de turno y la de integración. La primera empujaba la camilla y la segunda la acompañaba con una mano sobre la barandilla. Cada cuatro pasos, la celadora de integración se paraba y allá que nos parábamos todos. Finalmente llegamos a la recepción de pacientes donde debía recogernos la ambulancia de vuelta. Tras unos minutos la celadora de integración le explicó a la otra que se iba no sé donde. “Vale, le replicó ésta, pero si no vas a volver comunícamelo”.
   La privilegiada mente de todo economista sabe que para ahorrar no hay nada mejor que despedir personal, exigirles más a los que quedan y pagarles mucho menos. Curiosamente, estos economistas (y nuestros gestores en general), se mueren de ganas por tener en los equipos de fútbol, de baloncesto o de fútbol americano del que son seguidores, a los mejores jugadores, pese a ser los mejor pagados, suponiendo, contrariamente a sus dogmas económicos, que sólo con los mejores se pueden conseguir los mejores resultados. Mi mente obtusa llegó hace tiempo a la conclusión de que pagando mal y sobrecargando de trabajo a la gente sólo se consigue atraer a los peor preparados, peor motivados y absolutamente desentendidos de cómo optimizar los procesos. Si las guardias de urgencias fuesen mejor retribuidas, médicos de experiencia acabarían haciéndolas y no desperdiciarían tiempo y dinero en analíticas inútiles ni pruebas sin sentido, contribuyendo a que muchos departamentos estuviesen menos desbordados. Un personal mejor pagado admitiría con gusto ser formado acerca de los protocolos administrativos y un personal de administración menos saturado de trabajo comprendería el sentido de todo el proceso, no dando citas a horas a las que es imposible realizar las pruebas necesarias, evitando, por tanto, el desperdicio que significa ambulancias que llevan a los pacientes a citas médicas absurdas. Pero, claro, todo esto consiste en racionalizar los servicios y hablarle de racionalidad a un economista es como mentar la soga en casa del ahorcado. En economía no se trata de racionalidad, se trata de fórmulas matemáticas firmemente asentadas en pura ideología. Un sistema sanitario guiado únicamente por criterios económicos es un disparate porque, para un economista, todo el sistema sanitario es un despilfarro sin sentido y nunca se debe esperar de él más consejos que los que contribuyan a convertirlo en algo aún más despilfarrador, para que, de este modo, vea confirmado sus prejuicios de astrólogo matematizado.

domingo, 20 de marzo de 2016

Odiseas en un hospital español o de cómo ahorrar en sanidad (1 de 2)

   El pasado diciembre, en la época en que yo suelo tener todo el trabajo del mundo, recibí una llamada de la directora de la residencia en la que está ingresada mi madre para comunicarme que la hinchazón en la pierna que venía padeciendo desde hacía unos días, iba a más. Cuando por fin pude verla, la anómala postura de su pierna derecha confirmó todos mis temores, era la misma postura que le observé cuando la subieron a una camilla, seis años atrás, tras fracturarse la cadera. A las siete de la tarde del 23 de diciembre llamamos a la ambulancia para irnos al hospital. En la sala de triaje expliqué sus síntomas. El personal allí presente estaba peleándose con un nuevo software que le habían instalado y la categoría más parecida a lo que yo les había descrito que encontraron fue “hinchazón en una pierna”. Tras pasar un rato en la sala de espera, nos atendió una doctora residente, muy joven, muy simpática y sin la menor idea de lo que tenía delante. Escuchó mis explicaciones, le palpó la pierna a mi madre y salió de la consulta. Volvió con una doctora poco mayor que ella que repitió la misma exploración y le dijo: “busca...”, lo que venían después eran una serie de términos médicos de los cuales sólo entendí “artritis”. Tras otra espera, le sacaron sangre para una analítica y tras una espera más, la llevaron al área vascular. El médico que nos atendió allí, también muy joven, me preguntó si aquélla era la postura normal de su pierna y yo le respondí que, obviamente, no. Comprobó que, por supuesto, la hinchazón no provenía de un trombo y me dijo que iba a hablar con la doctora que nos atendió. Tras esperar un rato, un celador ya mayor nos condujo a hacerle una radiografía. Al salir de la sala de rayos-X me preguntó qué le pasaba y yo le expliqué nuestro deambular por las urgencias. Se fue moviendo la cabeza y volvió con el historial de mi madre para dejarlo, por fin, en traumatología. Seis horas y media después de haber llamado a la ambulancia me comunicaron que la iban a subir a planta porque se le había vuelto a romper el fémur.
   Con la edad de mi madre, careciendo ya de la capacidad de andar y sus problemas cardíacos, el equipo quirúrgico no aconsejaba una nueva operación. Todo cuanto quedaba hacer era colocarle una tracción, esto es, un peso que, tirando de unos hierros insertados en el hueso de su pierna, permitiría que éste soldara, de mala manera, pero soldara. Cada mes una ambulancia nos ha recogido en la residencia y allí nos ha vuelto a depositar después de pasar toda la mañana en las consultas externas del hospital. En la penúltima de ellas me comunicaron que el hueso estaba soldando, que ya se le podían retirar los hierros y que, después de dos meses en cama, podría pasarse los días sentada en un sillón. Finalmente me dijeron que el dos de marzo tenía cita para entrar en quirófano y me dieron un volante que debía llevar ese día a admisión. 
   Cuando llegamos al quirófano en la fecha mencionada, uno de los celadores me pidió el volante. Le expliqué que me habían dicho que debía dejarlo en admisión, pero él insistió en llevárselo a quirófano. Mi madre pasó un buen rato en él. Me entretuve comprobando la eficacia de los protocolos de asepsia. Una puerta que sólo se podía abrir desde dentro o desde fuera con una tarjeta, bloqueaba el acceso a la zona de quirófanos. A su entrada, unos dispensadores proveían de patucos y redecillas para el pelo. El personal del hospital cuidaba meticulosamente de que cualquiera que pasase para los quirófanos, se cubriese con ellos los zapatos y el pelo. Pero, claro, tras las sucesivas remodelaciones, la única manera de abastecer los quirófanos es pasando por esa puerta. Los empleados de mensajería llegan allí con sus paquetes y sus prisas y tienen que esperar a que alguien salga para pasar. Nadie les va a insistir, además, en que se pongan patucos y redecillas y, por supuesto, no hay nada adecuado para las ruedas de las carretillas con las que llevan el material. Antes y después de recorrer toda Sevilla, estos señores pasan hasta la puerta misma de los quirófanos sin haber aislado los agentes contaminantes que traen o que se llevan de ningún modo. O, dicho de otra manera, todo el dinero gastado en patucos y redecillas para el pelo se está tirando directamente a la alcantarilla porque los gérmenes tienen una vía potencialmente explosiva para entrar y salir de los quirófanos. 

domingo, 13 de marzo de 2016

Nosotros y Ellos

   A las once de la mañana del día 22 de junio de 1921, tras casi siete horas de dudas y deliberaciones, el general Silvestre dio la orden a sus tropas para retirarse de la posición que ocupaban, cerca de la población de Annual en Marruecos. Era el comienzo de uno de los mayores desastres del ejército español en toda su historia. Hasta 20.000 personas perderían sus vidas de un modo horrible, la mayoría en las siguientes horas. Durante siglos los soldados españoles habían combatido tan valerosamente como lo hace quien no tiene nada que perder, por tanto, ganamos muchas batallas, perdimos muchas batallas e hicimos el ridículo en numerosas ocasiones, con independencia de lo justificable que fueran los fines de las diferentes campañas. Lo de Annual fue otra cosa. Silvestre había llevado a cabo un avance disparatado por territorio hostil. Su propia presencia más allá del río Amerkan encrespó los ánimos de la población autóctona que sólo esperaba una señal de debilidad por parte española para unirse a los rebeldes comandados por Abd-el-Krim. Las posiciones que habían de proteger una posible retirada estaban disparatadamente mal dispuestas, muy en alto todas ellas, pero todas ellas muy lejos de las fuentes de agua potable. Las unidades indígenas que en muchos casos debían proteger estas posiciones se hallaban al borde de la insurrección porque, como es natural, no se les pagaba la soldada. A las supuestas poblaciones rendidas y dejadas en la retaguardia no se les retiraron las armas. Todo fue precipitado, improvisado, hecho de cualquier manera, es decir, como siempre en este país. Por si fuera poco, la moral era extremadamente baja. Asolados por la sed, los piojos y la falta de municiones, los soldados españoles se sabían en manos de unos oficiales propensos a la buena vida, la corrupción y el desprecio.
   Apenas las primeras balas de los rifeños comenzaron a silbar en el aire, el pánico se apoderó de la retirada española que, rápidamente, se convirtió en desbandada. Los oficiales, corriendo como el que más, fueron incapaces de mantener ningún mando sobre la tropa. Annual no fue una batalla, fue una caza del hombre. Las pocas unidades que se replegaron con orden y con cierta actitud combativa lograron llegar hasta la retaguardia sin demasiadas bajas, gracias, eso sí a que unos cuantos puestos defensivos fueron mantenidos bajo control en un alarde de heroicidad.
   El alto mando del ejército y algunos políticos de la época no dudaron en rasgarse las vestiduras y nombrar una comisión al efecto que esclareciera los hechos. Cometieron un error, pusieron al frente de la misma al General Juan Picasso, héroe de guerra y representante español ante la Sociedad de Naciones. Tal vez pensaron que, por su reciente ascenso, su comisión sería una más de las que se crean para que no concluyan nada que merezca la pena. Se equivocaron. La investigación llevada a cabo por Picasso fue un paradigma de eficacia y presteza, así que, muy pronto, quienes le habían nombrado para el cargo le fueron denegando progresivamente acceso a los documentos, capacidad de intervención y la posibilidad misma de interrogar a los testigos. No sirvió de mucho. El 23 de enero de 1922 ya tenía listos los 2.433 folios en los que recogía el resultado de su investigación. Antes de que se hicieran públicos, Primo de Rivera precipitó su golpe de estado. Aunque no está claro que el informe como tal haya llegado a ver la luz en su integridad, resulta fácil imaginar que por sus páginas desfilaban todas las miserias, corruptelas, ineptitudes, estulticias y componendas que caracterizaban a nuestro país hace casi un siglo. De sus decenas de miles de líneas, una, una polémica, ha pasado al imaginario colectivo: el famoso telegrama de Alfonso XIII a Silvestre animándolo a que prosiguiera su avance. Fue al rey a quien intentó salvar Primo de Rivera, a aquel rey de quien muchos sabían que se había ido a un balneario de vacaciones pocos días después de la catástrofe, el mismo rey a quien se le había oído murmurar “¡qué caro está el kilo de gallina!” cuando se le dio a conocer el rescate que pedía Abd-el-Krim por los soldados españoles hechos prisioneros.
   España durante el último siglo transcurrido ha cambiado enormemente. Gobiernos de todas las tendencias políticas han modernizado el país, nos han insertado en Europa y nos han refundado como una nación más justa, más igualitaria, más democrática. Cuando a los soldados españoles se los manda a una misión como Afganistán, no tienen que pagarse el rancho de su propio bolsillo, ni se los hace patrullar con vehículos que carecen de blindaje contra las minas, ni se trapichea con las piedras preciosas extraídas de minas controladas por los talibanes. Las cosas han cambiado tanto que cuando nuestros flamantes reyes quieren animar a uno de sus amiguetes para que prosiga con sus desmanes, ya no emplean telegramas, usan el muy moderno WhatsApp. 
   “Sabemos quién eres, sabes quiénes somos. Nos conocemos, nos queremos, nos respetamos. Lo demás, merde”, ha reconocido la Casa Real que escribió Su Majestad la reina Dña. Letizia a su “compi yogui”, Javier López Madrid. Al bueno del Sr. López Madrid, habían tratado de enlodarlo porque se pulió 34.800€ en tiendas de lujo y restaurantes de no menos postín pagados con tarjetas black, esas de las que ni Hacienda conocía su existencia y que sacaban sus fondos no de las cuentas del honorable Sr. López Madrid, sino de las cuentas de todos los clientes de Bankia. Por supuesto, el muy meritorio Sr. López Madrid, devolvió de inmediato los 34.800€ gastados. Él no es un robagallinas que le quita a otros lo que es suyo para comer. Estamos hablando del yernísimo del todopoderoso Villar Mir, consejero delegado de su grupo empresarial, miembro del consejo de administración de OHL y de Fertiberia, consejero de Inmobiliaria Espacio, vicepresidente y consejero delegado del Grupo Ferroatlántica, presidente de Tressis, fundador y presidente del holding inversor Siacapital, miembro del World Economic Forum y miembro del patronato de la Fundación Princesa de Asturias. Eso sí, no tiene idea de cómo borrar datos de su móvil en condiciones. Su honorable nombre ha aparecido, igualmente, en la trama de corrupción descubierta con la operación púnica y la lista de sus amistades casi coincide con los españoles incluidos en la lista Falciani, la que desvelaba los detentadores de cuentas en Suiza. López Madrid pertenece al selecto grupo de españoles que pueden usar al fiscal como los burros su cola, para espantarles moscas del trasero y lo ha demostrado recientemente cuando su dermatóloga lo denunció por acoso sexual. Una persona como él no se gasta el dinero de los demás para comer, ni siquiera lo hace por codicia, es puro deporte.
   España sigue divida en dos y no es una roja y la otra nacional, como una progresía interesada en mantener el tinglado pretende hacernos creer. Por un lado estamos nosotros, los que tenemos que apechugar cada día con la sed, los piojos y la falta de municiones para cimentar los pilares de la patria, los que nos sacrificamos para ahorrar un par de euros y acabamos sucumbiendo en la primera catástrofe amasada por la ambición de Ellos. Por otro, Ellos, los que beben champán frío en Melilla, venden las balas que nosotros echamos de menos a los que han de matarnos y despilfarran nuestro dinero. Ellos son los que reciben palmaditas de ánimo de nuestras élites gobernantes, para nosotros, ya lo ha dicho Su Majestad la reina, merde.

domingo, 6 de marzo de 2016

Europa, faro de la humanidad

   Una de los problemas de lo que se llaman los hipertextos, o, de un modo más pedestre, la lectura en pantalla, es que se pierde la linealidad. Ante un documento digital, ya no leemos de izquierda a derecha y de arriba abajo, vamos saltando de página en página, de párrafo en párrafo y de documento en documento. “Para ayudarnos”, se insertan enlaces que permiten “ampliar la información”, aunque lo que hacen realmente, es conducirnos en una dirección predeterminada por la que debe ir nuestra indagación para que no nos hagamos demasiadas preguntas. Cuando uno lee un libro, una revista o un periódico de papel, los “hipervínculos”, no están establecidos de antemano, sino que es el lector el que debe realizarlos a su entera libertad o bien guiado por un hilo conductor propio. Es éste un fenómeno que me saltó a la cara hace un par de días leyendo El País. En su segunda página ha inaugurado una sección bajo el epígrafe “Conversación global”, cuya misión es demostrar que España no es el único país del mundo en el que el latrocinio es la actividad habitual de la clase política (y, ciertamente no lo es, aunque sí destacamos por el monto, la fruición y el descaro con que se practica dicha actividad). En su tercera página, aparecía, como es habitual, lo más destacado de la actualidad internacional. La contraposición de ambas páginas, que hubiese sido imposible en una edición digital, llevaba a una fácil conclusión, a saber, que Europa es la luz del mundo. 
   Hace ya mucho tiempo que los ecologistas alemanes descubrieron que las pobres ranas se habían convertido en las víctimas mortales más frecuentes de carreteras y autopistas. En cuanto consiguieron llegar a los diferentes parlamentos, lograron imponer leyes que obligaban a la creación de pequeños túneles para anfibios en todas las autovías de nueva construcción. “Si nuestros horrendos vecinos alemanes protegen a los pobres sapitos, ¿por qué vamos nosotros a dejar desprotegidas las ardillas?” Eso parece que debieron pensar las autoridades locales de La Haya cuando decidieron unir dos parques de la ciudad, cortados por una carretera, con un puente para estos simpáticos roedores. Ante tan preclaro razonamiento, cualquier hecho o cantidad por gastar palidecía, así que no se encargó ningún estudio que pudiera justificar los 144.000€ que empleados en la construcción de un bonito puente de metal para las ardillas. Muy pronto se hizo notar que las ardillas prefieren los materiales tradicionales a las construcciones high-tech y que cruzar, lo que se dice cruzar, ninguna había hecho el intento pasados varios meses de la instalación del puente. El consistorio no dudó en lo acertado de su decisión, muy al contrario, aguzó su ingenio para apuntalarla. Probablemente, justificaron, había sido un buen año de nueces y piñones a ambos lados de la metálica estructura. Cuando llegase la época de escasez, el hambre conduciría a las ardillas por el buen camino y, sin duda, se formarían atascos de roedores como los hay a la entrada de cualquier puente europeo que merezca tal nombre. Pero, ¡ay! el tiempo pasaba y miles de euros seguían colgando del aire como monumento a la inutilidad. Al fin, se decidió que estaría bien gastar algo más de dinero para comprobar cuáles eran los hechos y se colocaron cámaras que filmaran el deambular de las ardillas por el puente. Hasta cinco ejemplares se han visto utilizarlo, no sin mostrar sus dudas, en los últimos dos años. Evidentemente, los hechos no son capaces de parar la capacidad de razonar de los sagaces miembros del gobierno local que, ufanos, han proclamado que a lo mejor es verdad que el puente no sirve para nada, pero los habitantes de La Haya no tienen por qué preocuparse, fue pagado con fondos estatales, por lo que a los vecinos de la ciudad no les ha costado un solo euro (razonamiento éste que presupone la  independencia de facto de La Haya respecto al resto de Holanda).
   Lo que ocurre es que, a veces, de tanta luz como emitimos, nos llenamos de mosquitos impertinentes. Lo ha dicho esta semana Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, que por fin ha logrado que alguien se entere de su existencia. “Extranjeros, si no sois de Siria, de Irak o de algún sitio parecido, no vengáis a Europa”. Dicho de otro modo, quienes quieran venir a Europa a forjarse un destino digno, tendrán que conseguir primero que les proporcionemos un movimiento terrorista o un dictadorzuelo, que los torture y extermine como es debido. De lo contrario, no los dejaremos pasar. Su hambre, su miseria, no nos conmueven como sí lo hace el destino de las pobres ranitas y ardillitas que pueblan nuestro continente. A nosotros los europeos no nos duele gastarnos 144.000€ en salvar de las privaciones a cinco ardillitas, pero que nadie ajeno a nuestras fronteras piense que nos vamos a gastar esa cantidad en sacar de la pobreza a cinco seres humanos. El estómago vacío, conduce con precisión a nuestros animalitos por el correcto camino, haciéndolos cruzar los puentes que para ellos hemos construido. Pero si de seres humanos se trata o, por ser más exactos, si se trata de asiáticos y/o africanos, la gusa sólo los puede conducir por el mal camino de los traficantes de hombres, de los peligros del mar, de la agonía de los campos de inmigrantes y del sueño de un futuro más digno entre nosotros. Esta es la gloria de nuestras fronteras, proteger a quienes están dentro, ya sean hombres, roedores, batracios o gusanitos, para que no tengan que soportar la mirada de quienes se quedan fuera.     

domingo, 28 de febrero de 2016

El fantasma de la Diputación Provincial

   En 1980 cerraron los almacenes Wolworth de Granada. Aquel edificio, enorme y céntrico, despertó rápidamente el interés de la Diputación Provincial que acabó instalándose allí en 1984. Aunque los rumores de que algo extraño ocurría en su interior venían de la época de los almacenes, todo se salió un poco de madre con la llegada de la institución provincial a sus paredes: muebles que aparecían por las mañanas cambiados de lugar, trabajadores a los que una mano misteriosa impedía cumplir sus tareas, ascensores que eran llamados desde plantas desiertas y máquinas de escribir que funcionaban con mayor intensidad cuando no había personal a su cargo que cuando lo había. Tal fue el grado de agitación entre los trabajadores que los responsables de la Diputación accedieron a que investigadores de fenómenos paranormales acudieran a intentar aclarar los hechos. Tras un intenso trabajo, publicaron un retrato robot que espectadores de un programa televisivo en el que se emitió identificaron como el padre Benito, un cura al que su orden prohibió entregar su fortuna (?) a los pobres y que, hay que suponer, acudió a la Diputación enterado de la generosa donación de fondos públicos que suelen hacer. Descubierto para los medios de comunicación, el bueno del padre Benito decidió que había que poner tierra de por medio y emigrar hasta un ámbito más acogedor para un fantasma, es decir, otra Diputación.
   El Cuartel de la Puerta de la Carne comenzó a edificarse a finales del siglo XVIII cerca de lo que hoy es el centro de Sevilla. Durante tres siglos pasaron por allí soldados de toda procedencia sin que ninguno fuese capaz de relatar nada extraño. En los años ochenta, fue remodelado para albergar la Diputación Provincial y, no queriendo ser menos que la de Granada, en cuanto ésta comenzó a funcionar en su nueva sede, empezaron a ocurrir esas cosas raras que tan frecuentes parecen ser en las diputaciones provinciales. Una vez más, los fantasmas se dedicaron aquí a lo que se dedica todo buen fantasma de una Diputación Provincial, es decir, a mover los ascensores, hacer sonar las máquinas de escribir por la noches y refrenar a los trabajadores que intentan hacer su trabajo. Aunque ha habido varias investigaciones al respecto, sus resultados no han visto la luz pública pues en este país nadie está muy interesado en que se sepa qué ocurre en el interior de las diputaciones provinciales.
   Estas instituciones, tan rodeadas de misterios, vuelven a estar de moda. PSOE y Ciudadanos han llegado al acuerdo de que hay que “modernizarlas”, “acabar con el caciquismo que han generado” y “dinamizar la administración”, es decir, están dispuestos a llevar a cabo lo que Primo de Rivera prometió en 1925. Y es que las 51 diputaciones provinciales de nuestro bonito país manejan un presupuesto de unos 21 mil millones de euros al año, que son distribuidos en el “suministro de servicios a los pequeños municipios que no podrían pagarlos” y cooperar con ellos o, dicho de otro modo, riegan de dinero a quien les da la gana sin que exista la menor posibilidad de control sobre cómo y por qué lo hacen. Da idea de lo que estamos hablando que su plantilla se eleva a más de sesenta mil personas, es decir, unas  mil doscientas personas por Diputación. De ellas, 1.040 son diputados provinciales cuyo salario mínimo ronda los 53.000 euros anuales, aunque, la verdad sea dicha, pocos se conforman con ganar menos que el presidente del gobierno. A cambio de estos modestos ingresos acordes con nuestros tiempos de austeridad, los diputados provinciales se dedican a enchufar a cuanto familiar, amiguete o conocido viene a pedirles el favor pues si se hiciera una investigación, no de las sicofonías, sino de la endogamia en estas instituciones, saldrían unos resultados que harían del Tribunal de Cuentas un prodigio de objetividad a la hora de elegir personal. Si los diputados provinciales realizan alguna otra actividad no relacionada con el nepotismo es algo que no sabemos ya que estas instituciones son de una impenetrabilidad que ríase Ud. de los fenómenos paranormales. Por si fuera poco, hace ya varias décadas que los ayuntamientos comenzaron a organizarse en mancomunidades, las cuales tienen sus Asambleas y sus órganos de gobierno, con sueldos que son el secreto mejor guardado de la democracia. A su vez, estas mancomunidades crearon, para dotar de servicios a los municipios que las integran, diferentes empresas públicas, cuyos empleados, al no ser funcionarios, se eligen por el democrático proceso del dedímetro y cuyos consejos de dirección deciden cuál es el sueldo que debe corresponder a los consejeros. En definitiva, no estamos hablando de que haya competencias (y prácticas corruptas) duplicadas, es que las hay multiplicadas hasta el infinito sin necesidad alguna.
   No obstante, existen muchos amigos de los fantasmas. El PP ha salido en tromba contra la idea de suprimir, reformar o modificar la estructura de las diputaciones, escandalera que, de todas formas, apenas si ha alcanzado el volumen de la que se ha liado en el PSOE cada vez que a sus dirigentes se les ha ocurrido llevar esta idea en su programa electoral. Dicen que suprimirlas conllevaría un ahorro de unos tres mil quinientos millones de euros al año. Yo dudo mucho de que antes de suprimirlas nuestros políticos no encuentren el modo de tirar esa pastizarra por otra alcantarilla, pero más allá del dinero, esta claro que sí que nos ahorraríamos un montón de sustos.   

domingo, 21 de febrero de 2016

Elogio del desgobierno

   La Política de Aristóteles es un libraco de seiscientas o setecientas páginas en las que el filósofo griego recorre todos los sistemas políticos existentes en su época explicando estrategias para mantenerlos a cualquier precio. Argumentaba Aristóteles, que el período de tránsito desde un régimen político a otro generaba necesariamente una época de desgobierno que sólo podía acarrear males y que, por tanto, fuese cual fuese el régimen político existente y fuesen cuales fuesen sus pecados, lo mejor que podía hacerse era evitar que acabase por caer. Para ello no duda en recomendar todo tipo de maldades, muchas de las cuales serán posteriormente recogidas por Maquiavelo.
   Aristóteles tal vez tuviese razón en aquella época en que no existían corporaciones económicas que pudieran equipararse a los estados. Hoy día, en que las grandes decisiones políticas se toman, en realidad, muy lejos de los centros del poder político, la verdad es otra. Y esa verdad es que los gobiernos, en nuestras sociedades de democracia light, han devenido superfluos, aún más, contraproducentes. Los belgas, especializados en componer gobiernos improbables, lo saben bien y se pasaron un año y medio sin gobierno viviendo tan ricamente. Pero los precedentes son muy anteriores. En la guerra franco-prusiana de 1870-1, el ejército prusiano asestó una sucesión de golpes a los franceses que terminaron con el cerco y posterior rendición de buena parte de su artillería y de Napoleón III que a la sazón se había puesto al frente de sus tropas sobre el terreno. Su rendición provocó una sublevación en París y la proclamación de la Tercera República. Aparentemente el éxito prusiano había sido arrollador pero, en realidad, había sido demasiado arrollador. Sin un gobierno legítimo con el que firmar la paz, los prusianos se tuvieron que pasar cuatro meses sitiando París (sin posibilidad de tomarla) y deambulando por una Francia en la que sufrían el hostigamiento continuo de los partisanos en cuanto se despistaban un poco. Y es que, efectivamente, si no hay gobierno, no es posible que éste rinda la nación. Los belgas lo comprobaron al librarse de lo más duro de las medidas de austeridad, precisamente por la falta de un gobierno que pudiera ponerlas en práctica. 
   Si no hay gobierno tampoco hay ministros que puedan ejercer su cargo y si los ministros no pueden ejercer sus cargos no pueden tener ideas, las cuales rara vez son para mejorar las condiciones de la ciudadanía. Sin ideas de los ministros, es imposible que se produzcan los frecuentes bandazos de la administración que conducen cantidades ingentes de horas de trabajo y de recursos económicos directamente al cubo de la basura. Otra cosa que tampoco puede haber son nombramientos y sin nombramientos difícilmente habrá nuevos bolsillos que llenar de los recién ascendidos al cargo. Aún más, dado que la justicia sigue su penoso avance, la administración se va depurando progresivamente de corruptos, quedando únicamente aquéllos que no lo son o que han sido más listos que la media para no dejar rastros de su corrupción. Este proceso selectivo sólo puede llevar, obviamente, a una administración más eficaz. Por si fuera poco, a todo lo anterior hay que añadir que la Comisión Europea está esperando la formación de un nuevo gobierno para comunicarle que ya se han dado cuenta de que los objetivos de déficit público ni se han alcanzado ni hay propósito de que se alcancen o, dicho de otro modo, que es necesario realizar otro recorte de envergadura similar a los ya practicados. Mientras no haya gobierno el país podrá seguir creciendo al ritmo al que lo va haciendo sin miedo a otra cura de adelgazamiento.
   Por todo lo anterior, yo admiro a nuestro queridíssssssssssssssssssimo y amadísssssssssssssssssimo Sr. Presidente del gobierno en funciones (es decir, como siempre), Don Tancredo, quien ha hecho y promete seguir haciendo cuanto esté en sus manos para prolongar esta plácida etapa de desgobierno. Don Mariano Rajoy está, sin duda, destinado a pasar a la historia no ya de nuestro país sino, probablemente, de la humanidad, por ser el primer político en maniobrar para que el jefe de Estado no le encargue la formación de nuevo gobierno. Hasta su segunda de a bordo, Doña Soraya, ha tenido que comparecer ante los medios de comunicación para explicar que en el fondo, sí desea formar gobierno pero es que, claro, eso exige algo muy por encima de sus posibilidades: tomar la iniciativa.
   La misma razón me lleva a alabar al inefable Pedro Sánchez, secretario general, igualmente en funciones, del PSOE. Dicen que nuestro queridíssssssssssssssssimo y amadísssssssssssssssssimo Sr. ex-presidente del gobierno, el zapatitos, aprendió todo lo que sabía de economía en una tarde de cháchara con Jordi Sevilla. Pedro Sánchez necesita también una jornada intensiva de esta naturaleza, pero sobre aritmética elemental. El buen hombre quiere formar un gobierno sumando los votos de su partido con los de Ciudadanos, en un acuerdo que éstos ya han dejado claro que no va a ir más allá de la investidura, si es que llega a tanto. Al parecer, este buen hombre espera de Podemos y del PP la caridad cristiana que no le han otorgado los varones de su partido, ni siquiera prometiéndoles que habrá poltronas que repartir. Pues, ¿qué quieran que les diga? Si éstos son los que nos han de gobernar, prefiero el desgobierno.    

domingo, 14 de febrero de 2016

El laberinto de los laberintos (y 2)

   Santarcangeli correlaciona acertadamente el laberinto con los ritos de iniciación al mencionar los laberintos existentes a la entrada de ciertos tempos egipcios o la estructura misma de las pirámides. El laberinto es frecuentemente asociado a los órganos internos, en particular, al vientre de la madre. En realidad, es el mismo simbolismo que puede encontrarse en la cabaña en la que quedan recluidos los jóvenes que transitan hacia la madurez en algunas tribus y, de un modo más general, en la caverna. Pero aquí hay una sutileza que Santarcangeli no alcanza a recorrer. Ni toda caverna es laberíntica, ni todo laberinto tiene por qué ser una caverna. Ciertamente, hay cavernas laberínticas, como ésa de la que no se puede salir porque acaba en una sima en la que los preneanderthales arrojaban a sus muertos y a la que nosotros llamamos "Atapuerca". Pero también las hay de otro tipo. Pensemos en Platón. Su inmortal mito de la caverna, en la que queramos o no, acabamos por vernos atrapados, no describe un laberinto. De la caverna se sale por una rampa, es decir, por una cuesta, que puede exigir más o menos trabajo remontar, pero que no desorienta, no pierde, no extravía aunque el que la recorre acabe por parecer extraviado. El camino desde el interior de la caverna al exterior no es laberíntico y, de hecho, Platón mismo lo asimila a una línea, línea que va desde el grado inferior de conocimiento hasta el superior. El mundo de Platón es el mundo de la luz, del sol, hasta el interior de la caverna tiene que estar iluminado por un fuego. Así pues, tenemos aquí unos textos donde aún se puede oír el eco de la mitología solar egipcia, pero en los que ya no hay laberintos como en tantos otros cultos solares. Santarcangeli mismo señala que hay épocas laberínticas y épocas antilaberínticas, lo cual, de acuerdo con el prefacio de Eco, significa que hay épocas en las que es fácil entrar pero difícil salir y épocas en las que es fácil salir pero difícil entrar. La civilización minoica pertenecería al primer género, la griega al segundo. De hecho, Platón no se explica cómo sus prisioneros han llegado hasta allí, es tan difícil entrar en su caverna antilaberíntica que básicamente la única opción es estar allí desde el nacimiento. El propio sabio que abandona la cueva, tiene que hacer un esfuerzo titánico por volver a ella. Su tendencia natural es permanecer en el exterior disfrutando del aire puro. Sabe que tras su vuelta a las penumbras, su andar será titubeante y tropezará con frecuencia. Resumiendo, volver al interior de la caverna le cuesta la vida.
   El barroco es otra época laberíntica. El laberinto es casi una obsesión. Sin embargo, vemos a un filósofo plenamente barroco como G. W. Leibniz proclamando que hay dos laberintos, el laberinto del continuo y el laberinto de la libertad. Si estando rodeado de laberintos sólo se dio cuenta de la existencia de dos, no es de extrañar que saliera a buscar un par de hojas iguales y no las encontrase. La mónada, que tiene el universo replegado en su interior, ¿no es acaso un laberinto? ¿no lo son las percepciones confusas? ¿la trayectoria de cada rayo de luz, reflejado por todas las sustancias del universo, no lo es? Recordemos que el laberinto encierra un principio de maximización al ser el recorrido más largo en la superficie más pequeña. El criterio propuesto por Leibniz para que Dios haya elegido precisamente este mundo y no otro, a saber que es el mejor de los posibles, que encierra la mayor cantidad de bien que podía existir a la vez, resulta, por tanto, reformulable de otro modo: Dios eligió este mundo porque es el más laberíntico de todos los posibles. Ahora podemos entender que Dios sea un arquitecto, es el mayor constructor de laberintos que existe. Sin duda, Leibniz es actual. En el siglo XVII, el laberinto podía ser una buena metáfora de nuestro paso por este valle de lágrimas, pero en un mundo tan interconectado como el nuestro, el laberinto es mucho más que una metáfora, ha devenido la estructura misma de la realidad. O, por decirlo de otra manera, vivimos en una época de la que costará trabajo salir.
   Pese a su incapacidad para reconocerlos, Leibniz sabía el truco para salir de ellos. Encontrar la salida del laberinto del continuo, como del laberinto de la libertad, consiste en saber diferenciar lo real de lo ideal. Dicho de otra manera, el modo más fácil de salir de un laberinto es colocando un signo en cada nodo, en cada nudo de corredores por el que pasemos, indicando el camino que ya hemos seguido. No se entenderá este procedimiento si nos quedamos con la bagatela de que estamos asignando significados usando signos. La clave no está ahí. Dentro de un laberinto, todas nuestras posibilidades de salir pasan por discriminar entre  trayectorias semejantes. Todo laberinto se basa en un principio de indeterminación, en la imposibilidad de determinar, a la vez, la posición en la que nos hallamos y el último momento en que pasamos por allí. Dejaremos de lado la cuestión de si toda indeterminación es una forma de laberinto, nos llevaría demasiado lejos. Resaltemos, sin embargo, que el signo no es la marca que ponemos sobre la pared de uno de los ramales de cada nudo, el signo es el tramo marcado, pues, de este modo, se anula la indeterminación propia de todo laberinto, estableciendo un principio de sucesión, una diferenciación entre lo que previamente era indiferente, es decir, nuestra posición en él. Determinar nuestra posición o, algo en todo punto sinónimo, determinar el momento en que hemos pasado por este punto concreto, es el principio que nos permite construir un mapa del laberinto, hallar el hilo conductor, abandonarlo. Esto nos proporciona una serie de definiciones de signo, todas ellas equivalentes, por ejemplo, como un procedimiento para orientarse allí donde no hay orientación posible, como posición, como una regla para el trazado de mapas o como una guía para entrar y abandonar un laberinto. Puede verse que los signos no se oponen entre sí. Lo que los caracteriza, lo que los diferencia, lo que les otorga significado, es decir, lo que los hace ser signos, es la posición que ocupan en el laberinto. Santarcangeli lo dice con total claridad, el laberinto es una escritura, la escritura secreta de su constructor, aunque sería más correcto decir que la escritura es el modo de salir de un laberinto. Allí donde aparece cualquier grafía podemos suponer el intento por salir de un laberinto
   Todo indica pues en la misma dirección. Recapitulemos: el laberinto está presente de modo necesario en las etapas de desarrollo del pensamiento infantil; el laberinto está presente en el desarrollo del pensamiento humano también en un sentido filogenético; todo signo puede ser entendido como un intento por salir de un laberinto. ¿Qué nos queda? Simple, que el modo habitual de proceder de la mente humana no es inductivo ni deductivo, es laberíntico.

domingo, 7 de febrero de 2016

El laberinto de los laberintos (1)

   Últimamente ando muy interesado por los mapas, los nudos y los laberintos, es decir, por el tema de la realidad. Este interés me condujo a Il libro dei labirinti, de Paolo Santarcangeli con prefacio de Umberto Eco. Lo del prefacio tiene su importancia porque es en él donde pueden leerse algunas de las cosas más sugerentes del libro. Santarcangeli, en efecto, se propuso hacer un libro laberíntico sobre los laberintos pero, en realidad, le salió una historia, muy bien documentada y rica en erudición, eso sí. Es de agradecer que nos haya legado tan monumental empresa. Sin embargo, es en este objetivo no confeso, es decir, en indagar en la historia de los laberintos, donde radica una debilidad de la que acaso se derivan todas las demás. Y es que el prof. Santarcangeli se apunta a la tesis, tan habitual en el siglo XX, de que los laberintos surgieron en el Mediterráneo, probablemente paridos por la civilización minoica en torno al 2.000 a. de C. y que de ahí, se expandieron por todo el área mediterránea, primero y por el universo orbe después, llegando hasta los fiordos noruegos, lo que actualmente es Sudáfrica y Papúa Nueva Guinea. Puestas así las cosas, es fácil identificar el primer laberinto con el famoso de Cnosos que encerraba al minotauro y Santargangeli se aferra a la asociación entre el laberinto y el complejo mítico del toro hasta el punto de hallar rastros de él en los zulúes, acostumbrados a matar el tiempo haciendo laberintos en la arena y que, incluso en su formación de combate preferida, remedaban la testuz de un búfalo. 
   Tan bonito ejemplo de difusionismo comenzó a pasar apuros cuando se descubrieron laberintos en Galicia, contemporáneos, si no anteriores, a los que supuestamente engendró la civilización minoica. Pero en 2010, un arqueólogo aficionado notificó la existencia de unos laberintos en León que proceden, como poco, del 4.500 a. de C. Son de enorme elaboración y representan al menos cuatro tipos diferentes, con lo que es muy poco probable que estemos ante la aparición de nada, más bien parece tratarse de la plasmación de algo muy anterior. ¿Cómo de anterior? 
   Los primeros paleoantropólogos, se afanaron por recoger cuanto instrumento lítico podían localizar en las cavernas que un día habitaron los miembros de nuestra especie. La idea de que allí pudiera haber algo más de interés, aparte de huesos y piedra, les resultó por completo ajena. La revolución que supuso descubrir la cueva de Altamira fue tal que muchos especialistas se negaron a atribuirle autenticidad. Hoy sabemos que la práctica totalidad de cuevas que llegamos a habitar estuvieron pintadas. El resultado fue que el proceso se invirtió y todo el mundo pasó a buscar búfalos, ciervos y cazadores. Sólo recientemente se ha comenzado a apreciar que en muchas de ellas existen garabatos extremadamente parecidos a los que pintan los niños actuales y figuras mucho más abstractas como espirales o círculos concéntricos. De hecho, los garabatos ni siquiera son privativos de nuestra especie, los primeros conocidos pertenecen a la cueva de Goham, en Gibraltar, realizados por un neanderthal unos 39.000 años a. de C.
   Si los garabatos, si los círculos concéntricos, si las espirales, nos han acompañado antes de que fuésemos como somos, resulta extremadamente improbable que los primeros laberintos tengan sólo 4.500 años de antigüedad. Por lo mismo, es muy poco probable que se hayan originado en el Mediterráneo, en León o en cualquier otra parte concreta porque hay, obviamente, algo más. Si Ud. se enfrasca en una larga conversación telefónica y está de pie, seguramente, gesticulará, pero si está sentado y con papel y algún instrumento para escribir, lo más seguro es que acabe haciendo garabatos. Probablemente le ocurrirá lo mismo cuando se halle en una tediosa reunión en la que, sin embargo, no es conveniente desconectar por completo. Parece como si, mientras una parte de nuestra mente está sumida en una tarea de supervisión, otra parte de nuestra mente, mucho más profunda, necesitara hacer garabatos. En los niños puede observarse algo parecido. Si les proporciona papel y lápiz, se entusiasmarán con un garabateo caótico y desordenado que puede llevar a romper el papel, tarea que, sin embargo, parece captar toda su atención e interés. Poco a poco, con la edad, el garabato se va estructurando y aparecen figuras como las que nuestros antepasados dejaron en piedra, figuras a las que el niño no duda en atribuirle un significado, frecuentemente, el de letras que nadie más puede reconocer. El paso del garabato al signo es, pues, mucho más sutil de lo que solemos apreciar y transita, necesariamente, por el laberinto.

domingo, 31 de enero de 2016

Chipre

   Todos los terroristas tienen algo en común y es que ninguno tiene ni la menor idea de historia. Si supieran algo de historia, sabrían que el número de organizaciones terroristas que han conseguido lograr sus objetivos se pueden contar con las orejas de van Gogh. En esencia, son dos, los Mau Mau de Kenia y el EOKA en Chipre, aunque es muy discutible si se puede incluir a este grupo en la categoría de movimientos terroristas victoriosos. No por lo de terroristas, pues por mucho que digan los grecochipriotas, la idea de su líder, Georgios Grivas, según la cual, el tamaño de la isla no permitía la creación de territorios liberados, conduce directamente al género de acciones llevados a cabo por el terrorismo. El caso es que el EOKA no sólo atacó objetivos militares, también se llevó por delante a “colaboradores” del ejército inglés, elegidos por su carácter simbólico, a familiares de los soldados británicos, turcochipriotas e izquierdistas de diferente calado. El gobierno de su graciosa majestad, siempre guiado por el pragmatismo, decidió que una isla como aquella no merecía el centenar y medio de muertes que le habían causado y, en 1960, concedió la independencia a Chipre, eso sí, bajo condición de que la isla no se incorporara a Grecia, objetivo último del EOKA. Así pues, el EOKA sólo consiguió sus objetivos a medias. Pero la historia no termina aquí.
   Los acuerdos de Zürich y de Londres, que pusieron fin al control británico de la isla, garantizaban un régimen parlamentario, con la presencia de ambas comunidades y una presidencia y vicepresidencia que se repartían turcos- y grecos- chipriotas. Pero el 21 de abril de 1967 los militares se hicieron con el poder en Grecia, instaurando la conocida como “dictadura de los coroneles”. El objetivo último de la dictadura era muy claro, limpiar Grecia de izquierdistas, liberales, defensores de los derechos humanos y cualquiera que diera una excusa para ser acusado de “agente de Moscú”. El problema es que la lista era demasiado larga pues en Grecia fue el Partido Comunista el que llevó el peso de la lucha contra la ocupación nazi y finales de los años sesenta no era la época más adecuada para intentar mantener a los estudiantes alejados de las ideas revolucionarias. En 1970 el régimen estaba tan acorralado que consideró que el único modo de sobrevivir pasaba por anotarse la anexión de Chipre. Ni corto ni perezoso, volvió a enviar a la isla a Grivas para que organizara el EOKA-B que dirigió sus atentados, una vez más, contra cualquiera adscrito a la izquierda y contra un gobierno encabezado por el arzobispo Makarios III, que había cometido el atroz delito de ser reiteradamente elegido en las urnas. Esta nueva campaña de atentados culminó con un golpe de Estado que obligó a Makarios a exiliarse y provocó la invasión turca del norte de la isla. El resultado fue la división de Chipre en dos partes separadas por lo que se denomina la “línea verde”.
   Como todas las fronteras, ésta también fue trazada con sangre. Más de 200.000 personas tuvieron que abandonar sus hogares en una parte y otra de la isla para reintegrarse con sus respectivas comunidades bajo la amenaza de una limpieza étnica que se llevó a cabo a ambos lados de la línea de demarcación. Desde entonces, las dos comunidades viven de espaldas la una a la otra. La República Turca del Norte de Chipre, carece de reconocimiento internacional, exceptuando, como es lógico, al gobierno de Ankara. Consecuencia de ese aislamiento internacional ha sido una lenta decadencia económica distanciado a ambas comunidades también en este aspecto. Durante tres décadas, el gobierno turcochipriota se cerró a cualquier posibilidad de negociación y/o acuerdo hasta el punto de que su líder, Rauf Denktash, mandaba a las reuniones sobre el tema a funcionarios sin poder decisorio alguno. Hay que decir, para ser justos, que la actitud de la parte griega fue tradicionalmente muy diferente, mostrando con sus palabras y sus gestos, el deseo continuo de reunificar la isla.
   A principios de este siglo el problema pareció dirigirse hacia su solución. Al Secretario General de la ONU, Kofi Annan, se le metió en el meollo hacer desaparecer esta frontera y Turquía, que había pasado por su propio ciclo de dictaduras y transición democrática, empezó a perfilarse como un candidato serio para entrar en la Unión Europea. Conseguir que un Chipre unificado, con un amplio sector de población turca, entrara en tan selecto club por mediación del gobierno de Ankara era, sin duda, un mérito más para su adhesión. Tropezaban, eso sí, con el obstáculo que ellos mismos habían plantado, el inamovible Denktash, a la sazón presidente de la República, y cuyo partido, casualmente, perdió las elecciones parlamentarias de 2003. Así llegamos a 2004.
   El 24 de abril de 2004 era la fecha elegida para un referéndum en ambas partes de la isla sobre la puesta en marcha del plan de Kofi Annan. La UE que, como es tradicional en los problemas de Europa, había estado discutiendo acerca de si son galgos o podencos, se dignó poner la zanahoria para la comunidad turcochipriota, a saber, si el plan era rechazado, sólo la parte griega sería admitida como miembro de pleno derecho. Denktash y los suyos no dudaron en hacer una ruidosa campaña por el “no”. Y salió el “no”... en la parte grecochipriota. Resulta que mientras el plan obtuvo un apoyo masivo en el norte, deseoso de pasar página de su tradicional aislamiento, el resto de la isla, que se había tomado en serio tantos intentos de reunificación, decidió que ya estaba harto de tenerle que hacer la pelota a los del norte y los dejó varados en mitad de la nada.
   Cada vez que Podemos airea el tema de un referéndum por la independencia en Cataluña, me acuerdo de Chipre. Si hemos de trasladar a esa consulta los resultados de todas las votaciones que se han ido llevando a cabo en Cataluña en los últimos años, está claro que el “no” quedaría por encima del 50% (aunque, personalmente, tampoco entiendo qué interés tiene crear un país nuevo allí donde el 49, el 45 ó el 40% de sus futuros ciudadanos, no quieren que lo haya). Pero estoy seguro de que, si esa consulta se realizara en toda España, más del 50% de los ciudadanos votarían porque se independizaran de una vez. Porque lo peor de los independentistas, como de los ingleses en la UE, no es que quieran irse, lo peor es que, como se los deje, siempre acaban encontrando una excusa para quedarse.                

domingo, 24 de enero de 2016

Descartes y nosotros

   Siguiendo una larga tradición platónica, Descartes trata la intuición como algo que aparece de un modo instantáneo, inmediato. A ella se llega por un tránsito gradual, pero, en último término, hay un momento en el que no se tiene e, inmediatamente después, hay un momento en que se tiene, sin que entre ambos medie nada. La regla tercera lo dice al distinguir entre intuición y deducción apelando al carácter sucesivo, al ir paso a paso de ésta frente a la inmediatez de aquélla. Naturalmente, al poseer un carácter sucesivo, la deducción depende de la memoria, dependencia de la cual está libre la intuición, radicalmente aferrada al presente. Por eso, casi todo lo que se nos dice de ella es lo que no es. No es el testimonio de los sentidos, no es el producto de la imaginación, no es un proceso o una sucesión como la deducción, no puede ser una concepción errada, sino una concepción no susceptible de duda, por parte de una mente no nublada. Tantas negaciones tienen un fin muy concreto, a saber, dibujar con total nitidez una línea que separe el instante en el que se produce de todo lo demás.
   En los Principios de filosofía, el último e inacabado escrito de Descartes, el movimiento es tratado de un modo semejante a como se ha hecho con la intuición. Su recorrido configura un continuo sin paradas instantáneas de ningún tipo, pero la adquisición del movimiento, la impulsión, el choque, los elementos que introducen temporalidad en ese recorrido, serán todos procesos instantáneos en los que se adquiere súbitamente una velocidad. Las siete reglas que introduce para entender los choques entre los cuerpos, separan los diferentes casos de un modo tajante y exclusivo en función del tamaño de los cuerpos y sus respectivas direcciones, sin que sea posible caso intermedio alguno entre ellas.  
   La consecuencia lógica de lo anterior es su concepción del tiempo, en la que cada instante está cerrado en sí mismo, es completo y, por tanto, independiente de los demás. Aunque un tiempo discontinuo, por su simple transcurso, podría ser razón explicativa de la transformación de las cosas, una consecuencia de tal planteamiento es que el presente es el punto desde el que se va a entender todo. Por tanto, argumenta Descartes, el instante presente no puede encontrar su causa en la propia serie temporal. La capacidad para introducir innovaciones, la causa de lo que ha llegado a acontecer, no radica en el tiempo mismo. Es Dios, quien, al conservar el mundo, produce las modificaciones que considera oportunas en él. Conservar, mantener y crear son, para Descartes, sinónimos. En este sentido, la creación continua no es, en realidad, un proceso continuo. Lo que de continuo tiene es la dependencia del mundo respecto de Dios, pero el "proceso" de creación y recreación no tiene nada de continuo. Nosotros sólo podemos comprenderlo como una fulguración seguida de una caída en la nada y una nueva fulguración. Desde el punto de vista de Dios ni siquiera es un proceso, ya que, insistimos, no hay diferencia entre creación y conservación. 
   La concepción cartesiana entronca curiosamente con una visión cosmogónica tradicional, a la que ya me referí en una entrada anterior, a saber, que el tiempo, el mundo, para ser mantenido, tiene que ser re-creado al término de cada ciclo. Ciertamente en Descartes, el tiempo se caracteriza por su linealidad, pero ésta sólo contribuye a que haya de ser creado continuamente a cada instante en lugar de una vez al término de cada ciclo. Esta concepción atávica, que Descartes recupera para la modernidad, ha adquirido múltiples formas en nuestros días a manos de muchos que se creen no ya modernos, sino postmodernos e incluso postmodernísimos. 
   Asistí a un Macbeth que no sé si decir de Shakespeare o de Calixto Bieito, en el que el rey escocés cantaba Mamma Maria, Banquo tenía frenillo y algún personaje resultaba asesinado con una botella de Coca-Cola de dos litros. Todavía me acuerdo de la señora que se marchó a mitad del espectáculo gritando “¡mamarrachos!”, aunque nunca me ha quedado claro si era parte del montaje. Más recientemente, el muy progre consistorio de Madrid, decidió entregar la cabalgata de los reyes magos a cierto “artista alternativo” que la había calificado de “casposa” (curiosamente, ni los progres del consistorio ni el postmodernísimo “artista alternativo”, consideraron que hubiera nada de “casposo” en encargar a dedo que un amiguete organizara un evento así). Tras manifestarse dispuesto a apechugar con un reto (y unos emolumentos) de este género, el modelnísimo artisa vistió a los reyes con las antiguas cortinas de su piso de soltero y los rodeó de espermatozoides impacientes por hacer el mayor spoiler de la historia. Aún estamos por ver cómo, en el último y decisivo acto de mantenimiento de la Constitución y la unidad de España, ésta será re-creada, es decir, re-actualizada, por obra y gracia de todos estos que muestran cada día estar más interesados por su sardina que por gobernar.
   La idea de que conservar y crear son lo mismo, la idea de que para mantener algo hay que (re)actualizarlo, es interesante y merece la pena ser pensada, pararnos a degustar su reflexión. Eso es una cosa y otra cosa muy diferente despreciar como insignificante la trampa que encierra. Porque si las reglas que explican el choque no dejan lugar a casos intermedios, si la intuición es instantánea y si para Dios conservar el mundo y crearlo son lo mismo, entonces el movimiento es algo ajeno a la materia, el pensamiento ajeno al cuerpo y Dios está radicalmente separado del mundo, del mismo modo que Calixto Bieito pretende presentársenos como alguien a quien no le ha dicho nada el Macbeth de Orson Welles, nuestro ya adinerado “artista alternativo” pretende hacernos creer que ha superado el trauma que le supuso saber quiénes eran los reyes de Oriente y los padres del próximo Estado nacional y su Constitución no dudarán en colocarse más allá de las leyes. La trampa de la re-actualización es el disparate de que quien reinterpreta a su antojo el pasado, eo ipso, queda libre de él. 
   No somos creadores de la tradición por mucho que nos empeñemos en ello. Quien conserva, quien trasmite, quien re-crea el pasado, adquiere por ello mismo un papel ambiguo porque no se puede decir propiamente que esté dentro de la tradición que está intentando conservar ni fuera de ella. Pero ese ambiguo papel es el único que nos puede corresponder precisamente porque cada uno de nosotros, al incorporar a nuestra historia personal y, aún más, al transmitir la herencia del pasado, la estamos transformando. Ahora bien, si esos cambios que todos introducimos de un modo más o menos consciente, más o menos deliberado, no hallan su justificación última en la letra de lo que intentamos transmitir, entonces no merecemos otro calificativo que el de impostores. Por eso, si se quiere ser verdaderamente creativo no hay truco mejor que desempolvar el original que se trata de transmitir para dejarlo tal y como fue escrito, estratagema mediante la cual, con mucha frecuencia, queda claro cuánto hay de extraño, de ajeno, en lo que reconocemos como propio.      

domingo, 17 de enero de 2016

La verdad de la ciencia (y 2)

   Seguro que algunos de Uds. pensaron al terminar de leer la anterior entrada: “pero, hombre de Dios, la homeopatía no es una ciencia, sus resultados no se distinguen del simple efecto placebo”. Es cierto que los homeópatas han carecido de la astucia necesaria para dejar de hablar de medicinas que curan y dedicarse a vender potingues que “disminuyen los factores de riesgo”, como hace la ciencia médica. Curar, si exceptuamos los antibióticos, no curan ni los unos ni los otros. Por lo menos, las bolitas homeopáticas no producen efectos secundarios... El problema de la reproducibilidad de los experimentos científicos, base, precisamente, de la ciencia, no es un problema exclusivo de los homeópatas y, muchos menos, de los psicólogos. Hoy día es un problema que afecta a la práctica totalidad de la ciencia, ésa que "cuenta la verdad" y que tanto vende. Pero donde el fenómeno llega a ser escandaloso es, precisamente, en ese ámbito del que se pretende excluir a los homeópatas, la biomedicina. Aquí ya no estamos hablando de abstractos reinos matemáticos, ni de profesionales a los que uno recurre cuando se juzga incapaz de solucionar los propios problemas por sí mismo. Estamos hablando de Ud. de mí y de la totalidad de la población, pues todos nosotros tenemos ese oscuro rincón de nuestras casas plagado de frasquitos con pastillas que habremos tomado o no pero que, en cualquier caso, hemos pagado. El camino por el que muchas de esas píldoras llegan hasta ahí se inicia precisamente con un artículo en una publicación científica en el que los detalles para la realización de los experimentos que garantizan su eficacia han sido deliberadamente ocultados con objeto, pensemos cándidamente, de que la competencia no pueda aprovecharlos. La manera de comprobar  que los experimentos que acaban por motivar la comercialización de un producto dan los resultados que los autores del artículo dicen que dan implica hoy día poco menos que apelar a su buena fe. Y todo ello, exclusivamente, para demostrar que ese medicamento es mejor que nada. En ninguno de esos artículos encontrará por ninguna parte un detallito tan insignificante como cuántos animales murieron durante los ensayos, detalle éste que, en el mejor de los casos, quedará patente cuando se hayan iniciados los ensayos clínicos con humanos. Y, por supuesto, ningún autor de tan científico trabajo se va a molestar con minudencias como dejar constancia de cuáles son sus vínculos con la empresa que está tratando de comercializar el fármaco o en qué medida ésta ha financiado el experimento y al propio laboratorio en el cual se ha desarrollado.
   No, la medicina actual no es una ciencia si por ciencia se entiende algo relacionado con la verdad. Aunque lo cierto es que ninguna ciencia se dedica a narrar la verdad. La ciencia trata del conocimiento comprobado, conocimiento comprobado de momento. Precisamente ésta es su grandeza, estar en un continuo progreso hacia la realidad (algo que la filosofía no hace ni a tiros). Una teoría científica no es aceptada “porque sea verdadera”. Una teoría científica es aceptada porque la comunidad científica considera que ha sido comprobada. En ello inciden dos tipos de factores, por una parte, una serie de estamentos que confieren autoridad a personas concretas para determinar si algo ha sido (o no) una comprobación. Dicha “comprobación” no consiste, como suele decirse, en un experimento o una serie de experimentos. Más bien se trata de que esa teoría muestre su fecundidad y éste acaba siendo el factor determinante a la larga. Fecundidad significa capacidad de explicar una pluralidad de fenómenos aparentemente desconectados y heterogéneos sobre la base de una única teoría. Fecundidad implica capacidad para indicar nuevos isomorfismos donde nadie los había supuesto antes. La fecundidad debe entenderse, pues, como aptitud para desarrollar pruebas empíricas, pero también como potencia explicativa y como conectividad con otras ramas del saber, con otras teorías más o menos alejadas y, por supuesto, con la tecnología. Cuanto más fecunda sea una teoría, mayor será su capacidad para sobrevivir, incluso, al bloqueo de una generación de prebostes empeñados en silenciarla. Por eso para la ciencia es fundamental la comunicación, la publicación de los resultados, de los procedimientos, de todos los elementos necesarios para poner un experimento en pie, porque ésta facilita la conexión con áreas del saber más amplias que la propia en la cual ha nacido la teoría en cuestión. Eso y no ocuparse de la verdad, es lo que caracteriza a cualquier ciencia que quiera merecer el nombre de tal.

domingo, 10 de enero de 2016

La verdad de la ciencia (1)

   “La ciencia sólo cuenta lo que es verdad”, declaraba el pasado día 4 Harold Kroto, jubilado como químico pero no como Premio Nobel, desde las páginas del El País. Es una bonita afirmación que muchos científicos suscribirían sin más y que se une a lo que ya he comentado varias veces, que el adjetivo "científico", vende. Está muy bien que la ciencia cuente únicamente la verdad o, mejor aún, que la ciencia sea la única que cuenta la verdad. En cualquier caso queda la nada insignificante cuestión de si semejante proposición es verdadera o no. ¿“La ciencia cuenta la verdad” es una ley científica? Y, en caso de serla, ¿cómo se ha llegado a obtener? Tras más de un siglo, la filosofía de la ciencia sigue siendo incapaz de explicar cómo funciona la ciencia, cuáles son sus procedimientos reales y dónde radica el secreto de su eficiencia. Cualquier estudiante de una carrera científica responderá rápidamente a estas cuestiones con la tajante afirmación de que son los hechos los que deciden. Nadie que haya vivido el día a día de un laboratorio y de una investigación científica será tan rápido respondiendo. Los resultados exactos y precisos no existen, o son una cosa o son la otra. Quien desconozca la técnica del punto gordo no llegará muy lejos en las disciplinas científicas. La contundente declaración de nuestro estudiante se asienta sobre la pasmosa ignorancia que suelen tener los científicos acerca de la historia su materia. En 1957 Thomas S. Kuhn mostró en La revolución copernicana que el modelo heliocéntrico del sistema solar, en realidad, no aportaba ningún hecho nuevo a los sucesivos refinamientos a que se había ido sometiendo el modelo ptolemaico. La propia teoría general de la relatividad tiene un escaso bagaje empírico en su favor, mientras que algunas de las teorías más comprobadas de la historia de la humanidad, como la mecánica cuántica en su famosa versión de Copenhague, sigue siendo puesta en solfa a las primeras de cambio. Además, si “son los hechos los que deciden”, deberíamos concluir que las matemáticas no forman parte de la ciencia, pues en ella no hay hechos. “Pero hay demostraciones”, se me replicará. Sin duda las hay, pero aquí volvemos a estar en una situación muy parecida a la anterior, ¿qué es una demostración matemática? ¿Quién lo decide? ¿La mayoría simple, la mayoría absoluta? Pero, ¿la mayoría de qué? ¿La mayoría de la población? ¿La mayoría de licenciados en matemáticas? ¿La mayoría de los investigadores en matemáticas? ¿La mayoría de los especialistas? ¿Quién decide qué es un especialista capacitado para aceptar o rechazar una demostración? 
   Unos días antes de que el Premio Nobel de turno aireara una vez más el eslogan que todos debemos repetir, en las páginas del mismo diario se daba cuenta de la extraña situación que se está produciendo en torno a Shinichi Mochizuki. Hace tres años Mochizuki afirmó haber demostrado cierta conjetura matemática de reciente cuño. Su presunta demostración se presentó en cuatro artículos, con un total de 500 páginas, que se basaban en buena parte de los desarrollos que ha ido publicando en los últimos diez años. Tenemos, pues, una “prueba” de unos dos mil folios, plagados de ideas nuevas y, por si fuera poco, de una terminología propia que solo Mochizuki parece dominar. Unas recientes jornadas sobre su demostración han logrado poner a todos de acuerdo en que casi nadie entiende nada. El próximo mes de junio es la fecha para un nuevo congreso en Kyoto al que se espera que asista Mochizuki en persona, aunque no está claro si durará las 500 horas que él considera necesarias para que un matemático conocedor del campo puede llegar a comprender de qué va su demostración.
   Es poco probable que su vida llegue a depender en algún momento de la conjetura abc que es lo que dice haber demostrado Mochizuki. Sin embargo, su vida sí que va a depender de otras disciplinas a las que la etiqueta de “ciencia” les pega tanto como a las “ciencias ocultas”. No me voy a meter con la economía porque sería tan fácil como el tiro al pato en las ferias. Sin embargo, una de las lecturas más divertidas que puede hacerse es una historia de la psicología al uso. Apenas en las primeras páginas el lector podrá encontrar la proteica narración de cómo unos avezados psicólogos decimonónicos se apartaron de la charlatanería filosófica para enrailarse en el seguro camino de la ciencia. La ciencia, como todo el mundo sabe, se basa en los experimentos y uno de los requisitos de cualquier experimento es que sea reproducible, es decir, que cualquiera, siguiendo los mismos procedimientos, llegue a los mismos resultados. Hasta aquí lo que dice cualquier libro introductorio de filosofía de la ciencia. En realidad, no existe un criterio único y ni siquiera una serie de criterios comúnmente aceptados de qué significa “reproducible”. Pues bien, un estudio publicado este verano mostraba que la mayoría de los experimentos “científicos” en este campo son imposibles de reproducir ni siquiera cuando se seguían los pasos llevados a cabo por los autores de los mismos, pasos que, por otra parte, muy pocos de estos artículos “científicos” se molestan en detallar lo suficiente como para que la replicación sea factible. Aunque quien acuda a la consulta de un psicólogo debería saber a lo que se arriesga, lo cierto es que por mucho menos que esto se quiso promover una ley que prohibiera la homeopatía en la Unión Europea.

domingo, 3 de enero de 2016

A vueltas con el tiempo

   La teoría del universo pulsante propone que la expansión del universo no proseguirá indefinidamente. Llegados a cierto límite, la atracción gravitatoria frenará la expansión, invirtiéndose a partir de ese momento el proceso, es decir, los cúmulos galácticos se irán aproximando entre sí hasta llegar un momento en que toda la materia del universo quede comprimida en un punto muy semejante al inicial. La inestabilidad de ese condensado de materia-energía-tiempo-espacio provocaría una nueva explosión, reiniciándose el ciclo. Esta teoría tiene dos inconvenientes. El primero, que no es más que una versión, sofisticada, eso sí, de los muchos intentos que se han hecho por revertir el segundo principio de la termodinámica, el que marca la existencia de una clara irreversibilidad y que chocó poderosamente con la mentalidad newtoniana desde su descubrimiento. El segundo inconveniente es que ningún hecho ha venido a apoyarla. Cuando se propuso pareció muy fácil confirmarla. Para que la expansión se detuviese hacía falta una cierta cantidad de fuerza gravitatoria y, para que ésta exista, se necesita materia, así que calculando la densidad de la materia/energía en el universo se podría desestimar o no este destino como parte del futuro de nuestro universo. La sorpresa vino cuando los cálculos mostraron que, en realidad, no somos capaces de detectar ni siquiera la cantidad de materia/energía necesaria para que las galaxias tengan la forma que tienen. De aquí nació el problema de la materia/energía oscura, problema aún por resolver.
   Debo confesar que la teoría del universo pulsante me resulta simpática, aunque no porque crea que tenga visos de ser ajustada a los hechos. Como ya dijo Nietzsche, el eterno retorno prueba la clase de persona que uno es y cuando se le habla a alguien de un universo oscilante, casi se puede oír el ruido que hacen sus neuronas al colapsar. El judaísmo introdujo en nuestras cabezas la idea de un tiempo lineal, de un pasado que queda por detrás de nosotros y un futuro que es sinónimo de porvenir. Estamos acostumbrados a pensar en el tiempo como si fuese una línea y ni siquiera los físicos, cuando intentan utilizar formas más exóticas de temporalidad, pretenden sacarlas del reducto de las partículas elementales. Sin embargo, lo realmente divertido es que nuestras cabezas no funcionan con una idea del tiempo, sino con dos. Dos, por lo demás, contradictorias e incompatibles.
   En El mito del eterno retorno, cuenta Mircea Elíade que la idea de un tiempo cíclico formaba parte de las culturas agrícolas. Normalmente en primavera, se celebraba el inicio del nuevo ciclo cósmico que debía ser inaugurado por el mago, el jefe de la tribu o algún personaje de semejante rango. El encargado de que el cierre del anterior período cuadrase con el inicio del nuevo, tenía que relatar ciertas palabras dotadas más o menos de significado para el común de los mortales pero que dejaban claro que era él, con su discurso, quien hacía el mundo (de nuevo). A todos los efectos era un proceso de re-creación, por lo que resultaba imprescindible rememorar el estado inicial del universo antes de que todo empezara y que, por supuesto, no era otro que el de ausencia total de orden. Por tanto, los fastos que inauguraban el nuevo inicio, solían ir acompañados de ciertas fiestas orgiásticas en las que los participantes se desprendían de todo orden y mesura. Naturalmente, tan delicados acontecimientos debían hacerse en aldeas purificadas de cualquier espíritu demoníaco que pudiera manchar con su intervención toda la nueva era desde su inicio. Para ello nada como expulsar a los demonios y demás espíritus peligrosos con estruendosos sonidos que hicieran su permanencia en la aldea poco gratificante.
   Pues bien, henos aquí a nosotros, occidentales de pleno y muy tecnológico siglo XXI, recibiendo por nuestros artilugios electrónicos el discurso de todos nuestros jefes, de Estado, de autonomía, de localidad, de empresa, hasta los presidentes de comunidad parecen sentirse obligados a hacer discursitos a final de año; imbuidos en fiestas en las que se pierde el orden, la mesura y, desde muchas horas antes, la compostura; y arrojando todo tipo de cohetes, petardos y fuegos artificiales con los que, no ya los demonios y malos espíritus, hasta los vecinos de bien, se ven compelidos a poner los pies en polvorosa.
   Una vez la resaca ha pasado, caemos en la cuenta de que hemos vuelto a comprar demasiados polvorones, comienzan a asomar las croquetas de pelusa de bolsillo, y volvemos a pensar que esta cuesta de enero, como todo, ha venido pero acabará por irse para no volver, que la historia es lineal y que el tiempo tiene que ser tan recto como una vara. Y, lo mejor de todo, olvidamos, como por ensalmo, que durante unos días hemos vivido pensando que todo es de otra manera. Después, si alguien nos plantea una idea novedosa, correremos con prisa a buscar las posibles contradicciones que implica pues, como todo el mundo sabe, las cosas tienen que ser lógicas y carecer de contradicciones.