domingo, 7 de agosto de 2016

Fotografiando cerebros (2 de 2, Frenología como iconografía).

   El problema, como decíamos, radica en que toda imagen resulta de un proceso de construcción y se construye bajo unos supuestos, contando con unos intereses y utilizando unas máquinas. Las máquinas que tenemos actualmente, alcanzan un límite de resolución de un milímetro cúbico, límite que se debe a la intensidad de la resonancia nuclear que se puede medir y a que el tiempo para llegar a obtener una señal de un espacio tan pequeño hace que los sujetos experimentales se desesperen. En un milímetro cúbico de nuestra materia gris hay varios millones de neuronas y varias decenas de miles de millones de sinapsis. La “localización” de la que ha hecho gala la ciencia hasta el momento ha consistido en algo así como si la intercepción de conversaciones telefónicas nos hubiesen permitido “localizar” una célula terrorista “en la comunidad de Madrid”. Si se trata de localizar un tumor, una lesión cerebral o un coágulo, realmente, tenemos más que de sobra. Nadie se va a morir porque le quiten medio milímetro cúbico de materia gris sana. Pero si queremos “localizar” las emociones, los sentimientos o la creatividad, lo logrado puede igualarse a absolutamente nada. Mientras nos reíamos de los medievales, de sus supersticiones acerca de las imágenes y de su pervivencia entre los cristianos ortodoxos, obtuvimos un sofisticado procedimiento para fabricar nuestros modernos iconos. Teníamos, en efecto, las imágenes ante nuestras narices, esas bonitas imágenes con colorines, esas minuciosas imágenes de nada, repetidas una y otra vez, hasta en 40.000 artículos, creando un corpus científico, una disciplina. ¿Cómo llegaron ahí, bajo nuestras narices? ¿cómo se las fabricó?
   En principio la cosa resulta muy fácil, obvia. Se toma un sujeto, se le asigna una tarea y se le realiza una resonancia mientras lo hace. Si hay áreas de su cerebro que necesitan más aporte sanguíneo que el resto, hemos encontrado lo que buscábamos. Ahora bien, para que hablemos de ciencia, resulta necesario que no lo hagamos únicamente con un sujeto, hay que hacerlo con muchos. Y aquí viene el problema, ¿dos sujetos diferentes tienen el mismo cerebro? Si hablamos de su estructura general, resulta obvio que sí. Pero si hablamos de su constitución milímetro cúbico a milímetro cúbico, parece evidente que no habrá dos cerebros exactamente iguales. Y si, como modernos frenólogos que somos, nuestro objetivo consiste en localizar cerebralmente tal o cual actividad, entonces nos hallamos ante un problema mayúsculo. Localizar esa actividad, ¿en qué cerebro? ¿en el cerebro de quién? Aún peor, se supone que hacemos ciencia, luego no puede tratarse del cerebro de nadie, debemos referirnos “al cerebro en general”, a un constructo que, en realidad, nadie posee. Cuando todo esto comenzó, en la década de los 90 del siglo pasado, no había datos que permitieran saber cómo se hallaba estructurado el cerebro medio de los seres humanos milímetro cúbico a milímetro cúbico, dado que esa, precisamente, constituía la tarea que se iba a emprender. Así que los modernos frenólogos “normalizaron” la superficie del cerebro en base no a datos empíricos sino a ciertos supuestos estadísticos y a ciertas creencias acerca de cómo funcionaba el cerebro, que facilitaban la labor. De modo que ya tenemos un cerebro modelo construido sobre toda una serie de decisiones en el que iban a localizar “científicamente” las diferentes funciones. Pero los problemas no habían terminado.
   Todos lo sabemos, rara vez hacemos una única cosa. Conducimos mientras recordamos la discusión con nuestro jefe, nos quedamos mirando los pechos de una chica mientras hacemos lo posible para que no se nos caiga la baba y nos concentramos en la lectura de un documento trascendental mientras recordamos la hora del partido del domingo. ¿Qué área del cerebro se lleva más sangre? ¿la del documento o la del partido? Nuevamente nos tropezamos con que, al comienzo del todo, no había datos que permitieran distinguir las aportaciones de sangre al cerebro que correspondían a la tarea asignada a los sujetos experimentales y aquellas que constituían mero “ruido”. Así que, una vez más, se recurrió a todo tipo de decisiones sobre supuestos estadísticos y de cómo funcionaba nuestro cerebro, que permitirían hacer “ciencia”. Lo que Eklund, Nichols y Knutsson han descubierto resulta extremadamente fácil, a saber, que el conjunto de decisiones adoptadas sobre las que se basan los programas más habitualmente utilizados para el mapeado cerebral, contienen errores. Una simple comparación con las amplias bases de datos de mediciones reales existentes al respecto muestran significativas divergencias, lo cual genera una catarata de errores en la creación de las imágenes. Todavía mejor, como subrayan Eklund, Nichols y Knutsson el núcleo de su trabajo consiste en comparar datos con teorías, por tanto, compartir datos resulta fundamental (algo que ya dejamos escrito por aquí). Afirmación ésta tanto más llamativa, cuando hablamos, supuestamente, de ciencia. Pues bien, en un muestreo realizado por ellos en 241 publicaciones (todas con notables diferencias entre lo que efectivamente mostraban y lo que se suponía que debían mostrar), los datos, los datos de las mediciones realmente efectuadas, brillaban por su ausencia, como viene siendo habitual en las publicaciones “científicas” de los últimos 50 años. Eso sí, apuesto a que tenían enormes fotografías con lindos colorines.
    ¿Creen que este artículo parará la catarata de ilustraciones de ese lugar de nuestro cerebro donde se halla lo que nos hace humanos? ¿Creen que Nature o Science comenzarán a pedir a los autores de sus artículos menos fotos y más tablas de mediciones? ¿Creen  que servirá para que algún filósofo comience a ejercer esa sospecha de la que tanto ha leído, sobre los telediarios, sobre los periódicos, sobre las imágenes, sobre la ciencia tal y como se halla constituida hoy día? ¿Creen que servirá para que deje de propagarse la especie de que “la ciencia cuenta la verdad”? ¿Creen que minará los cimientos de nuestra fe en los modernos iconos, en la moderna frenología? ¿Por qué no?

domingo, 31 de julio de 2016

Fotografiando cerebros (1 de 2, Ver para creer)

   No se puede realizar una caracterización correcta de nuestra época si no se entiende que vivimos en la era de la imagen. La imagen nos moldea, nos constituye, nos hace ser, pues la imagen, lejos de copiar, crea la realidad. La vieja cuestión que tantos ríos de tinta filosófica hizo fluir en el siglo XIX, la de qué relación guardaban representación y realidad, ha perdido su sentido desde el siglo XX. La imagen se identifica con la realidad, no hay realidad más allá de las imágenes ni imágenes que no configuren una cierta realidad. Si la representación podía merecer el calificativo de falsa en algunos casos, no existe criterio alguno para la falsedad de las imágenes o, dicho de otro modo, no hay imagen que pueda demostrar la falsedad de otra. Por eso, cuando se llamó al siglo XXI el siglo del cerebro, en realidad se quería decir que durante el siglo XXI obtendríamos imágenes del cerebro como jamás las tuvimos antes. Y cuando reduccionistas, naturalistas o como se los quiera llamar y sus adversarios se enzarzaron en disputas interminables acerca de si lo que llamamos “mente” se limitaba a un conjunto de procesos químicos que se producían dentro del cerebro o no, en el fondo, la disputa consistía en si podríamos algún día obtener una imagen de la conciencia o no. 
   El peligro de la imagen, la fuente de todos los males que produce en nosotros, la raíz de todos sus desvaríos, no procede de que la imagen pueda no corresponder con la realidad, pues, como decimos, para nosotros, no hay más realidad que la que produce la propia imagen. El peligro radica en que, bajo su apariencia naïv, bajo su aparente inmediatez, se nos entrega algo constituido y constituido por procesos e intereses que escapan al control de los individuos. La imagen resulta algo obvio porque se la ha fabricado para que así nos lo parezca y no porque en ella exista obviedad alguna.
   Esta semana ha aparecido en la prensa generalista una noticia que muestra bien a las claras lo que estamos diciendo.  En la década de los 90 del siglo pasado se pusieron a punto técnicas para lo que se ha llamado la creación de neuroimágenes. Hasta donde sabemos, las neuronas no acumulan glucosa, así que su funcionamiento depende del aporte de azúcar que pueda realizar la sangre. Seguir los puntos en donde el aporte de sangre resulta más significativo permitiría, por tanto, identificar las áreas del cerebro en funcionamiento para cada tarea. Teniendo en cuenta que diferentes dispositivos de resonancia magnética permiten la localización de los elementos químicos, resultaba bastante fácil crear imágenes del cerebro en funcionamiento. Como consecuencia, las revistas científicas se han ido plagando de imágenes que mostraban al cerebro haciendo esto o aquello, quiero decir, localizando las áreas encargadas de las emociones, los sentimientos, las opiniones políticas, etc. Ha nacido una nueva ciencia llamada neuromarketing, que estudia las áreas del cerebro que se activan ante la presencia de cada producto, cada forma de empaquetarlo, cada manera de anunciarlo. De soslayo, se dejaba caer que más pronto que tarde, en una de estas, nos encontraríamos aquí o allí el santo grial, que uno de estos días, las portadas de los periódicos mostrarían unos colorines sobre la fotografía de un cerebro y alguien podría poner una flechita diciendo: “ahí está la conciencia”. Se subrayaraba con ello la obviedad de que si para matar la mosca en nuestro escritorio basta con un aerosol tóxico, para acabar con la esquizofrenia situada sobre un cerebro cuyas áreas se iluminan de modo distinto al habitual, bastaría igualmente con algún aerosol o comprimido efervescente o, en definitiva, una pastillita que habría que tragarse... Y nos lo tragamos.
  En un artículo publicado el día 12 del presente mes de julio, Anders Eklund, Thomas E. Nichols y Hans Knutsson, han puesto de manifiesto que un número indeterminado de imágenes publicadas sobre las que se ha basado la localización de funciones cerebrales (y que bien podía incluir los 40.000 artículos “científicos” publicados en los últimos 20 años, dicho de otro modo, todas las neuroimágenes que conocemos) contienen errores. Si lo quieren en lenguaje corriente, podríamos decir que la localización de áreas cerebrales encargadas de esto o de aquello se ha realizado al azar. No me resisto a reproducir las palabras con que se abre el artículo en cuestión:
“Since its beginning more than 20 years ago, functional magnetic resonance imaging (fMRI) has become a popular tool for understanding the human brain, with some 40,000 published papers according to PubMed. Despite the popularity of fMRI as a tool for studying brain function, the statistical methods used have rarely been validated using real data. Validations have instead mainly been performed using simulated data, but it is obviously very hard to simulate the complex spatiotemporal noise that arises from a living human subject in an MR scanner”.

domingo, 24 de julio de 2016

Ganar la guerra, perder la paz

   La última entrada en la que escribí sobre África la han leído cuatro personas. Un loco con un camión se busca una excusa para matar a 84 viandantes, el ISIS publica una disparatada reivindicación de la matanza y la noticia ocupa las portadas de periódicos y las declaraciones de dirigentes políticos durante semanas. El mismo ISIS lleva a cabo un atentado suicida contra manifestantes de la minoría hazara en Kabul causando idéntico número de muertos y la noticia no estará en portada más de 24 horas. Un tonto entra con una pistola en un McDonald's de Munich matando a 19 personas y el hecho da la vuelta al mundo. 19 soldados de Malí resultan muertos en el ataque a una base del ejército y la noticia casi pasa desapercibida. Lo malo de nosotros los occidentales no estriba en que no escarmentemos, lo malo es que no tenemos la menor intención de escarmentar. Sólo son noticia los blancos muertos, nuestros muertos. Lo de Niza da miedo, lo de Kabul no me va a impedir bañarme mañana en la playa. Ya se sabe, todos somos humanos, pero unos, nosotros, los de aquí, más humanos que otros. De entre todos los no blancos del mundo se salvan los negros norteamericanos que, aparte de meter canastas increíbles, son asesinados sin reparo por la policía de su país. Entonces, escuchamos la noticia y movemos la cabeza... antes de seguir dejando que nos metan el miedo en el cuerpo con nuestros muertos.
   Afganistán no está al otro lado del mundo, ni lo habitan marcianos con turbante, ni resulta indiferente respecto del día de playa que nos espera mañana. Había sido un país envuelto en el caos desde mediados de los años 70, invadido por la URSS en los ochenta y en guerra civil en los 90 mientras todo el mundo miraba hacia otro lado. Si hemos de creer la versión oficial, de allí salieron los aviones que derribaron las torres gemelas. ¿Solución? Muy fácil, invadirlo de nuevo, esta vez por parte de EEUU. Desde la retirada de las tropas norteamericanas, el país vive, una vez más, una guerra civil, en la que los talibanes no se han hecho con el poder porque el apoyo paquistaní no es tan decidido como en los 90, porque EEUU sigue controlando la situación en la sombra, o porque están esperando el momento oportuno, pero, desde luego, no porque el supuesto gobierno de Kabul controle nada. La matanza del otro día fue la puesta de largo del Estado Islámico en el país, un actor nuevo, con creciente poder, que espanta incluso a los talibanes. Occidente, Estados Unidos, como antes la URSS y antes los ingleses, ganaron la guerra de ocupación, pero perdieron todo lo que vino después olvidando algo fundamental en cualquier conflicto bélico y es que una guerra no termina hasta que se consigue una paz estable. Hubo una época en que Europa estuvo gobernada por gente que lo sabía bien y que forjó reglas duraderas para el juego político. Esa generación desapareció sin haber dejado alguien digno de sus enseñanzas tras de sí. Hace tres años, desde este mismo sitio, confiaba en que François Hollande perteneciera a la vieja escuela. Obviamente no es el caso. Ha seguido el modelo de la nueva generación de políticos que ocupa el poder en EEUU desde los años 50 y que va dejando tras ellos una estela de progresos conseguidos por la fuerza de las armas y perdidos por la ineptitud de la diplomacia.
   La intervención militar francesa en Malí, iniciada en enero de 2013 y que terminó hace ahora dos años, va camino de convertirse en un nuevo fiasco. Formalmente, hay una serie de acuerdos de paz, firmados el año pasado, que, sobre el papel, ponen las bases para el final de la inestabilidad en el norte del país. En la práctica no se ha hecho nada más que crear una serie de puntos en los que ha de producirse la desmovilización de las milicias, pero a los que no ha llegado nadie ni hay fecha para que lo haga. Las familias que huyeron a países vecinos tras los avances islamistas hace cuatro años, siguen esperando en campos de refugiados que alguien les garantice una cierta seguridad. En el terreno un batiburrillo de organizaciones tuaregs, islamistas y simples bandidos, dominan la región sin muchos impedimentos. Las fuerzas leales (es un decir) al gobierno de Bamako, carecen, como siempre, de instrucción, de ánimos y de equipamiento para hacer frente a nadie. En cuanto a las tropas desplegadas por la ONU, bastante hacen con protegerse a sí mismas. Es cuestión de tiempo que la situación se pudra lo suficiente como para que alguien, alguien que a nadie, particularmente a los malienses, le interese que llegue ahí, amenace nuevamente con hacerse con el control total del país. Un día, alguien nacido en Malí o cuyos padres nacieron en Malí, cogerá un camión y arrollará a ochenta personas o tiroteará un restaurante o se hará saltar por los aires a la entrada de un campo de fútbol. Y ese día sentiremos mucho miedo y preguntaremos por qué nuestros políticos no construyeron murallas más altas en nuestras fronteras o por qué no expulsaron a nuestros vecinos. Pero la culpa no será de ellos, será nuestra por llorar las catástrofes en lugar de evitarlas.

domingo, 17 de julio de 2016

Tras la máscara dorada.

   Existe un procedimiento muy habitual entre las empresas farmacéuticas para promocionar un producto a cierto nivel. En esencia consiste en encargarle a alguno de los redactores en nómina la elaboración de una reseña en la que se glosen los estudios que muestran los logros del producto en cuestión. Acto seguido se paga a personalidades del área de investigación de que se trate para que firmen como “autores” de dicha reseña. Por supuesto, lo ideal es contar con algún premio Nobel o galardonado de ese género. Una vez conseguido, se envía el artículo a alguna revista de prestigio. En el supuesto de que los comités de redacción de las revistas médicas fuesen objetivos e imparciales, tendrían dificultades para rechazar semejante escrito. De este modo, el médico que quiere estar por encima de la media e informarse de los nuevos avances, se traga, como verdad científicamente conseguida, lo que no deja de ser una hábil maniobra del departamento de marketing de una empresa farmacéutica. En realidad la cosa va más allá, pues los propios comités de redacción de las revistas médicas son meros apéndices de los departamentos de marketing y las grandes empresas farmacéuticas “colaboran” con  el entramado de fundaciones que se halla tras los premios Nobel. Ciertamente, la firma de un Nobel no se cotiza tan cara como pudiera parecer. 109 de ellos han firmado una carta acusando a Green Peace de “crímenes contra la humanidad”. Causalmente la carta llegó a la redacción de los periódicos el 1 de julio, es decir, en fin de semana y en el inicio del período estival, en el cual las noticias comienzan a escasear y los periódicos hablan hasta del monstruo del lago Ness. La carta es para leerla. Comienza hablando de la urgente necesidad de aumentar la producción de los cultivos a nivel mundial porque, de lo contrario, el crecimiento de la población provocará formidables hambrunas, algo que el muy reaccionario Malthus ya predijo en 1798 como un acontecimiento a la vuelta de la esquina y que, cada vez que se desata una ola conservadora, se nos vuelve a recordar. A renglón seguido y sin más explicación, la muy laureada carta, comienza a hablar de los cultivos transgénicos  y de lo triunfalmente que han superado todas las pruebas de salubridad, de hecho, han conseguido superar semejantes pruebas de un modo casi tan inmaculado como lo hicieron los barbitúricos antes de ser lanzados en masa al mercado, barbitúricos que hubieron de ser retirados de él pues, como se comprobó posteriormente, constituyen una de las sustancias más adictivas jamás fabricadas por la humanidad. Por supuesto, la carta no pierde la ocasión de mencionar el “arroz dorado”, un arroz modificado genéticamente para incorporar vitamina A y salvar a  medio millón de niños al año de la ceguera. De aquí que Green Peace haya cometido un “crimen contra la humanidad”. 
   Que yo sepa, Green Peace no ha asesinado a ningún niño ciego ni ha quemado cosechas de arroz dorado, producto, que dicho sea de paso, sigue en el limbo de las posibilidades, pues aún no se ha comercializado. Todo lo más, se puede acusar a Green Peace de oponerse sin fundamento a él, lo cual, a lo sumo, constituye un delito de opinión, es decir, en un país libre, algo que no es delito. De hecho, la ciencia se supone que funciona porque cualquiera, con independencia de su rango en la disciplina en cuestión, puede argumentar y criticar lo que considere oportuno siempre que justifique sus puntos de vista. Y el punto de vista de Green Peace resulta extremadamente claro, a saber, que el arroz dorado constituye únicamente la cara amable de un proyecto más vasto que consiste en levantar las restricciones para la comercialización de todo tipo de alimentos transgénicos. Detrás de esta cara tan amable está, por supuesto, Sauron, popularmente conocida como Monsanto. 
   Monsanto, la otrora fabricante del “agente naranja” utilizado por los EEUU en Vietnam, ha mostrado una meticulosidad cercana a la paranoia persiguiendo judicialmente a cualquier agricultor que se guardase un puñado de semillas obtenidas de la cosecha para sembrarlas al año siguiente. Sus contratos de venta prohíben explícitamente cualquier intento en este sentido. Obviamente, se encontró con ciertos jueces reticentes a condenar pobres agricultores por estas prácticas, así que inició hace décadas una campaña de patente de cualquier cosa que pudiera introducirse en la tierra y florecer. La llegada de los transgénicos supuso para ellos poco menos que la segunda venida de Cristo y, como es obvio, la empresa tiene actualmente como único objetivo que todas y cada una de las semillas que comercializa acabe siendo producto de una modificación genética.
   Casualmente Monsanto tendrá que afrontar este año un juicio por “crímenes contra la humanidad” en el Tribunal Internacional de la Haya. La razón es que otra de las fuentes de ingresos de la compañía son los herbicidas y pesticidas, algunos de los cuales, como el PCB o el herbicida Lasso, han acabado en la lista de productos agrícolas prohibidos por sus efectos tóxicos en animales y humanos. Efectos, todo hay que decirlo, que parecieron no existir durante el período de testeo “científico” antes de su comercialización. Pero el caso paradigmático es el glifosato, comercializado por Monsanto en exclusividad durante 20 años. Este herbicida es el complemento ideal para todo tipo de cultivos modificados genéticamente... para resistirle. Se creó soja, maíz, algodón, modificados genéticamente, no para evitar que los niños cegaran, sino para evitar que estas plantas muriesen tras rociarlas con glifosato, el cual arrasa con todo lo que no ha sufrido esta manipulación genética. ¿Qué ocurría con las plantas modificadas genéticamente? Muy fácil, todas las pruebas con ellas demostraban su inocuidad para los seres humanos. Ahora bien, estas plantitas venían aderezadas con fuertes cantidades de gliofosato, cuyo potencial cancerígeno fue reconocido por la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC). Para entonces su uso estaba tan extendido que prohibirlo conduciría a una notable reducción de las cosechas, así que la OMS, con los mismos datos “científicos” utilizados por la IARC,  decidió que era “poco probable”, que su inclusión en la dieta pudiera provocar cáncer. A todo esto, la National Academy of Sciences de los EEUU, a la cual, hay que suponer, pertenecen muchos de los firmantes de la carta a favor de los transgénicos, informó en marzo de este año “que no hay evidencias de que los alimentos modificados genéticamente hayan originado aumentos en la productividad”. Dicho de otro modo, nada ha demostrado hasta el momento que la modificación genética de las semillas permita una multiplicación de los alimentos en el mundo, aunque sí está “científicamente” comprobado que producen una multiplicación estratosférica de los beneficios de las empresas que las comercializan. Y es que la salud de los consumidores finales, la biodiversidad, ya saben, los beneficios para la humanidad, no cotizan en bolsa.   

domingo, 10 de julio de 2016

A la tercera va la vencida

   Dicen que las últimas elecciones generales dieron unos resultados imprevistos, dicen que el PP ganó contra pronóstico, dicen que Podemos sufrió su primer fracaso, dicen que el PSOE siguió perdiendo votos, dicen que la desilusión ha caído sobre Ciudadanos, dicen que la situación política ha cambiado radicalmente, dicen que nos hallamos ante un nuevo escenario, dicen que la incertidumbre política continua y dicen y dicen y dicen... La verdad es que cuanto hay que decir, lo dejé dicho ya por aquí. No obstante, para no dar la impresión de que sigo en el mundo de las mentes y los cerebros, voy a recopilar algunas cosas. En primer lugar, ha quedado claro, una vez más, que nuestros políticos saben estar a la altura de las circunstancias y escuchar el clamor popular. La gente pedía cambio, pedía refundar los cimientos de nuestra convivencia democrática, pedía repensar la política, ¿qué han hecho nuestros mandatarios? Muy fácil, aburrirlos. ¿Queréis decidir? Pues elecciones cada seis meses. ¿Queréis cambiar cosas? Pues cambiad vuestro voto. ¿Queréis otra forma de hacer política? Pues juguemos a que no se puede gobernar así. La repetición de las elecciones ha desmovilizado a gran parte del electorado, que se volcó con los partidos emergentes y que ahora los ha dejado en la estacada. El gran perdedor de esta desmovilización ha resultado ser Ciudadanos, al que, poco a poco, sus votantes van conociendo y no les gusta demasiado lo que encuentran. Como ya dije, se trata de un partido de centro derecha con gran predicamento entre los votantes de izquierda, particularmente los más jóvenes. Que apoyaran a nuestra amadíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiisima y queridíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiisima Sra. Presidenta  de la Junta de Andalucía, mujer y madre, la Susanita, a cambio, literalmente, de nada, ya dejó a más de un votante andaluz con las patitas colgando, pero el correveydile del Sr. Rivera entre Rajoy y Sánchez, constituyó la puntilla. Lo votaron para que hiciera la revolución y él se dedicó a buscar pactos y, por si fuera poco, se puso en campaña con unas fotos electorales que, no sabría muy bien decir por qué, me recordaban a los malos de V de vendetta, el autocriticado cómic de Alan Moore, que alcanzó la fama al convertirse en (pésima) película.
   Pero si a Albert Rivera no se le puede echar la culpa de no ser lo que la gente cree que es, tampoco se le puede echar la culpa a la dirección de Podemos de ser lo que son. Provienen de las facultades de Ciencias Políticas y Filosofía, aspiraban a profesores de universidad, pedirles que supieran que 69 más 2 no da 91, ni 101, ni 215, es pedirles más de lo que pueden dar. Se lanzaron a por el sorpasso y se encontraron con el sorpresazo, el sorpresazo de que han tocado techo, el techo de los 71 escaños, dejándose doscientos mil votos detrás. Cabe suponer, los doscientos mil votos de todos aquellos que votaron de buena fe a IU para acabar viendo a sus concejales tan pringados en el barro como los demás. Las malas noticias no acaban ahí. Algunas federaciones, lejos de perder votos, los han ganado. En concreto, han ganado votos federaciones críticas con la dirección, como ha sido el caso de Andalucía y, muy particularmente, el País Vasco. A mí no me cabe la menor duda de que se trata sólo de una crisis de crecimiento. Esta gente llegará. Se han curtido en las zancadillas universitarias, en las peleas a patadas por una cátedra, en la puñalada trapera de los tribunales de oposiciones y saben lamer sus heridas. Más pronto que tarde serán una alternativa real de gobierno y prometerán salirse de la OTAN, la reforma agraria y la nacionalización de Rumasa, como uno al que ahora le duele la boca de pedir un pacto entre PP y PSOE.
   Lo del PSOE es lo más divertido que he visto desde que acabó la tercera temporada de Silicon Valley. Nuestra Susanita ha obtenido una fantástica victoria “contra el populismo”, que no contra los populares, que se han convertido en la fuerza más votada en la comunidad. Allí donde la crítica contra Pedro Sánchez arrecia, arrecia también la pérdida de votos. Sería para pedirles una reflexión seria si no estuviésemos hablando de políticos. Recapitulemos, fueron la novia de España, con quien todos querían casarse. Eligieron a Albert Rivera por amor y porque fue la única opción que dejó Susanita y ahora sólo pueden optar entre dejar que el PP gobierne en minoría o aliarse con ellos. Si hay terceras elecciones y las críticas contra la secretaría general continúan, puede que, por fin, consigan lo que quieren, no tener que elegir.
   La mayoría de votantes del 26-J llegaron a una conclusión que ya anticipamos aquí y es que nuestro queridíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiisimo y amadíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiisimo Sr. Presidente del Gobierno, Don Tancredo, tiene una gran virtud, una virtud que ojalá hubiese adornado también a todos sus ministros y fuese una virtud común entre nuestros políticos, la de no hacer nunca nada. Durante seis meses hemos vivido sin gobierno y las cosas han ido estupendamente bien. Sería fantástico prolongar esta racha de suerte tres o cuatro años más. Por ello, la mejor opción para Ud. y para mí, para los ciudadanos de a pie, sería un gobierno en minoría del PP. Don Tancredo tendría la excusa perfecta para hacer todavía menos, cualquier ley, cualquier acuerdo, cualquier reforma, tendría que ser consensuada sobre una amplia base y, por si fuera poco, esta situación resultaría muy estable, pues el PP sigue teniendo mayoría absoluta en el Senado, con lo que cualquier disposición en su contra podría ser derribada allí. Por eso me temo mucho que no es ésta una opción que nadie contemple seriamente. De hecho, no le interesa a ninguno de nuestros dirigentes políticos, acostumbrados como están al ordeno y mando. Vamos de cabeza hacia otra pantomima, hacia otro remedo de negociación para convencernos a todos de que necesitamos darle la mayoría absoluta a alguien. Así, al fin, en unas terceras votaciones, el pueblo podrá elegir libremente lo que nuestros gobernantes eligieron para nosotros hace ya algún tiempo.

domingo, 3 de julio de 2016

Europa, año cero

   Me he pasado cuatro entradas viajando por el mundo de las ideas porque cuando me fui no parecía ocurrir nada o, por lo menos, nada nuevo y no me gusta repetirme. Ahora que he vuelto todo el mundo me dice que han pasado muchas cosas, que se han producido acontecimientos históricos y que el mundo ha cambiado. Lo dudo mucho. Verá, si es Ud. español y ya ni se da cuenta de cuando le aparecen canas nuevas, recordará a un torero llamado Curro Romero. Desde que figura en mi memoria era el torero que participaba en más festejos a lo largo del año. Levantaba pasiones, había quien lo amaba y quien lo odiaba, pero entre unos y otros agotaban las entradas en cuanto se ponían a la venta. El día en que a Curro Romero le salían su toro, reventaba la plaza, toreaba como ningún otro. Eso sí, tenía que ser un toro como él quería, cuando él quería y del modo en que él quería, esto es, a lo sumo una vez cada dos o tres temporadas. En la mayoría de las corridas le faltaba brazo para alejar la muleta de su cuerpo, hubo algunas en las que se negó a salir del burladero y en más de una ocasión mató al toro pinchándole en la barriga. Lo habitual es que el paseíllo final lo hiciera entre una lluvia de almohadillas y otros objetos arrojadizos. Cuando me dieron la noticia de que se iba a retirar, pregunté: “¿todavía más?” No he podido evitar repetir la misma pregunta cuando me comunicaron que Gran Bretaña había decidido salirse de la Unión Europea: ¿todavía más? La mayor concesión que han hecho los británicos a Europa fue adoptar el sistema decimal en lo referente a las monedas. Todo lo demás tuvo que contar siempre con la excepción británica, tan apegados a sus fueros y sus costumbres. Cada vez que Europa ha intentado avanzar, aunque sea mínimamente, por el camino de una mayor integración, ha tenido que vérselas con la obstinada oposición británica, cada vez que se ha intentado abandonar el camino marcado por Washington, los británicos han estado ahí para torpedear tales intentos, cada vez que se ha dado un paso ridículo por hacer de Europa algo más que un simple mercado, Gran Bretaña ha mostrado sus garras para defender su insularidad. La única razón por la que ha permanecido hasta ahora en la Unión Europea ha sido porque en ella estaba Francia, su eterno rival y enemigo, con la que le unen odios ancestrales. 
   La Unión Europea constituye el objeto del 44% de las exportaciones del Reino Unido; uno de cada cinco empresarios británicos está dispuesto a deslocalizar su negocio con algo tan simple como saltar el Mar de Irlanda e irse a Dublín; alrededor de 1,2 millones de británicos residen en la Unión Europea, entre ellos más de sesenta mil jubilados en España, y unos tres millones de europeos residen en las Islas, entre ellos el 14% del total de su personal sanitario (unas 130.000 plazas que tendrán que cubrir de alguna otra manera); el viejo truco de operarse en España durante las vacaciones porque en Gran Bretaña el seguro no cubre ese tipo de intervenciones se acaba; problemas zanjados, como la independencia de Escocia, el conflicto de Irlanda del Norte o el estatus de Gibraltar, se reabren ahora con fuerza; el cisma se convierte en el horizonte de los dos partidos mayoritarios, mientras los extremistas del UKIP avanzan; los incidentes racistas de multiplican con objetivos que no se restringen a los ciudadanos europeos, africanos, asiáticos, miembros de la Commonwealth en general se ven ahora afectados, mientras los tabloides sensacionalistas, que tanta culpa tienen de todo esto, callan; han sido los mayores quienes han decidido el destino de sus jóvenes los cuales, por otra parte, no fueron a votar... ¿Estos son los logros que querían conseguir saliéndose de la UE? ¿Esta es la democracia que los británicos quieren defender frente a la burocracia de Europa? ¿la democracia en la que se vota con el corazón y no con la cabeza? ¿la democracia en la que sólo se defiende una de las posturas ante un referéndum porque quien defiende la otra lo hace con la boca pequeña y mirando hacia otro lado para que nadie lo identifique? ¿La democracia de Eton?
   David Cameron, al que no pocos historiadores apodarán “el tonto”, ha dicho algo enormemente sensato: la culpa del Brexit la tiene Europa. Es verdad, la culpa es de Europa, no hemos debido dejar que se fueran, deberíamos haberlos echado en el momento mismo en que Margaret Tatcher paseó su bolso euroescéptico por Bruselas. A ella y no a los húngaros o a los polacos, habría que haberle dicho que ya no hay lugar para fascistas en Europa y que jugase con las reglas de todos o se fuese. No se hizo y hemos llegado a esto. Ahora los británicos quieren irse pero sin marcharse, abandonar la UE pero sin dejar de estar en ella, acceder al inmenso mercado continental pero levantando murallas en sus fronteras. Sí, puede que, después de todo, estemos ante un momento histórico, pero no porque los británicos se hayan ido, sino porque, por fin, el resto de europeos podremos avanzar en la construcción de este proyecto único en la historia llamado Europa. Mucho me temo, sin embargo, que no nos lo van a permitir. Lo que ha ocurrido en Gran Bretaña va a crear toda una escuela de epígonos, de esos que aman las alambradas, las cámaras de vigilancia y las torretas con ametralladoras. Probablemente han descubierto el más terrible secreto guardado en el corazón mismo de nuestras democracias. Y es que, la razón por la cual se permitió que el poder residiera en el pueblo, no radica en la bondad de nuestros gobernantes, ni en el progreso de la razón ilustrada, ni en todas esas excusas que rezuman nuestros libros de historia. Se permitió que el poder residiera en el pueblo porque se descubrió lo extremadamente fácil que es hacer que el pueblo quiera lo que sólo le interesa a unos cuantos, en particular, a unos cuantos políticos que prefieren ser gobernantes en un país arruinado antes que ciudadanos corrientes en un país próspero.

domingo, 26 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (y 4. Conclusiones)

  Probablemente se me estará agradecido si resumo de modo conciso lo que hemos ido detallando en las anteriores entradas de este blog. Recapitulemos pues:
   1. ¿Puede reducirse lo que habitualmente llamamos “mente” a los procesos que ocurren en nuestro cerebro? La respuesta a esta pregunta resulta extremadamente simple: no. Y no porque la filosofía del siglo XX se encerró jugando con un solo juguete, el cerebro, como no lo había hecho la filosofía anterior nunca, ignorando lo más obvio y elemental, a saber, que nuestro cerebro forma parte de un organismo más amplio del cual resulta ridículo aislarlo por mucho que exista una barrera hematoencefálica. Todavía peor, se ha tratado a las neuronas como si tuvieran la exclusividad en lo que se refiere al procesamiento de la información exterior al organismo, exclusividad que de ninguna de las maneras les corresponde. Nuestra actividad psíquica, al menos en lo referido a cuestiones como la adquisición de nuevos conocimientos o el sueño, no viene determinada únicamente por lo que ocurre o deja de ocurrir en las redes neuronales. O si lo prefieren se lo digo de otra manera, parte de los procesos de los que emerge la conciencia vienen producidos por cosas que se hallan fuera de nuestro cerebro. Por tanto, el dilema mente/cerebro desenfoca la cuestión hasta tal punto que mucho más acertado parece el intento de la filosofía anterior a tantos conocimientos neurofisiológicos que hablaba de un alma que tiene que interactuar con un cuerpo, entendido éste como totalidad.
   2. ¿Es sostenible el dualismo alma/cuerpo? De nuevo la respuesta resulta simple: no. Lo que hemos expuesto hasta aquí muestra que la integración entre lo que tradicionalmente se ha llamado “alma” y lo que se ha llamado “cuerpo” alcanza tal nivel que cualquiera de las descripciones que se han realizado hasta ahora desde el dualismo, incluyendo la cárcel del alma platónica, la dualidad de sustancias cartesiana o el paralelismo espinocista, trazan líneas divisorias mucho más drásticas de lo que realmente parece haber.
   3. ¿Puede reducirse lo que llamamos “mente” o “alma” a algún género de proceso biológico? Aquí resulta imprescindible hacer ciertas matizaciones:
   - El primer matiz consiste en que si por “reducir” se entiende convertir algo complejo en el resultado de procesos mucho más simples, volvemos a encontrarnos otra vez con la misma respuesta: no. Todas las redes neuronales construidas para simular procesos cognitivos han demostrado lo mismo, a saber, que los más elementales de tales procesos exigen modelos de una complejidad extrema. Nos quedan, por tanto, dos posibilidades. La primera consiste en mantener el sentido de “reducir” tradicional, como paso de lo complejo a lo simple y mecánico (en lo sucesivo reducir1). En tal caso, todo parece indicar que la reducción1 ha de hacerse no de los procesos mentales a los biológicos sino, precisamente a la inversa, quiero decir, reducir1 los procesos biológicos a procesos mentales, pues éstos parecen mucho más simples y mecánicos que la topología de las redes neuronales. La otra posibilidad consiste en cambiar el sentido de “reducir” que ahora pasará a significar, traducir o, por emplear un sinónimo, replicar algo de extremada complejidad en un sistema igualmente complejo, pongamos por caso, el sistema neuroendocrinoinmunulógico (en lo sucesivo reducir2). De aquí se pasa inmediatamente al siguiente matiz.
   - Si por “proceso biológico” se entiende una molécula, una célula o un conjunto de moléculas o de células a los cuales puedan reducirse1 los procesos mentales, volveremos, de nuevo a responder: no, no se puede producir tal reducción1. Precisamente la integración de los procesos mentales y biológicos que nos hacían rechazar el dualismo, aplicada estrictamente a los procesos biológicos, lleva a rechazar cualquier intento de reducción1 naturalista en este sentido. Ya lo hemos dicho, pensamos porque nuestro cerebro se halla en continua transformación, en un proceso continuo de recreación de sí mismo, tal proceso no puede llevarse a cabo sin citoquinas, las citoquinas son elaboradas por los linfocitos de nuestro sistema inmunitario y nuestro sistema inmunitario viene modulado por su interacción con la flora bacteriana que portamos, ¿de verdad se quiere utilizar una máquina de cortar carne para poner una frontera y decir “hasta aquí llega el mecanismo productor de conciencia, lo demás, no”?
   - Ahora bien, si por “proceso biológico” se quieren entender ciertos rasgos topológicos del sistema neuroendocrinoinmunitario, una cierta trayectoria en el espacio analítico conformado por todos los estados posibles de las neuronas de nuestro cerebro, de los linfocitos de nuestro sistema inmunitario y de las glándulas hormonales (por cierto, esto implica más dimensiones que átomos hay en el universo), o, si le resulta más placentero utilizar metáforas, un cierto ritmo, el resonar de ciertas redes (por no decir cuerdas), entonces, , la conciencia, los fenómenos mentales, el alma, puede reducirse2 a esto. Debo hacer constar, sin embargo, que por aquí nos hallamos mucho más cerca de los “átomos metafísicos” de que hablase Leibniz que de cualquier concepto de “materia” utilizado por los siglos XIX y/o XX porque desde que Einstein, Podolsky y Rosen pusieron de manifiesto que la mecánica cuántica implicaba un entrelazamiento entre las partículas que permanecería más allá de su alejamiento en el espacio, la física ha ido asumiendo que la única explicación de los fenómenos pasa por atenerse a lo que ocurre en los espacios analíticos y no en este espacio que recorremos habitualmente cada día. Si aplicamos semejante modo de proceder a la biología y, más en concreto, al problema de la naturaleza de los seres humanos, nos veremos conducidos a la idea de que la única explicación de nuestra experiencia subjetiva se halla, no en los enlaces entre moléculas orgánicas, sino en los enlaces que se producen en ese espacio analítico en el que aparecen los fenómenos de conciencia y al que o bien calificamos de “real” o bien habremos concluir con Leibniz que lo “real” sigue a lo “ideal”.