domingo, 8 de mayo de 2016

Por qué soy pirata. (y 4. El arte en la era de la reproductibilidad técnica)

   Los libros españoles están, con frecuencia, mal traducidos, mal impresos y, aún peor, mal cosidos. Hay que tratarlos con mimo porque, con el paso de los años, sus encuadernaciones pierden consistencia y, con ella, se va también la solidez de los argumentos que contienen. Aún así, el papel es más sólido que las cintas magnetizadas, el vinilo o el policarbonato. Tres veces llegué a comprar en mi adolescencia el Paris de Supertramp porque la cinta, de hora y media de duración, siempre acababa por enredarse en los cabezales de algún radiocasete. Ahora bien, si yo al comprar un libro, un disco, un DVD lo que estoy pagando son los derechos de autor, ¿por qué debo volver a pagarlos cuando adquiero otra vez la misma obra? ¿No es lógico que deberían haberme sido descontados de la segunda y tercera adquisiciones de la misma música? La única explicación de por qué ésta no es práctica recogida por la ley es que para la industria cultural la “obra” es el disco, el disco físico, material, que podemos tocar, como lo es el libro o el DVD. Para la industria cultural, el objeto artístico es lo reproducible, lo que se puede copiar una y mil veces exactamente igual, lo indistinguible de cualquier otro. Y si algún autor quiere tener derechos susceptibles de ser protegidos, tendrá que someterse a las amputaciones necesarias para que su obra pueda acabar siendo exactamente igual que las demás. La idea de Walter Benjamin de que “arte” designa lo único e irrepetible halla aquí su justa antítesis. O tal vez no, porque lo que la industria cultural confiesa con su exigencia de cobrar derechos de autor por cada pieza que sale de sus factorías es su absoluta incapacidad para vendernos arte. Nos entrega productos estereotipados, recortados a la medida su fabricación, perfectamente estandarizados, objetos, al cabo, de artesanía industrial, reproducciones infinitas de lo mismo, como siempre y bajo el mismo formato, pero nada que pueda oler a verdadera creatividad, originalidad. 
   La monstruosa estafa de la industria cultural capitalista es que, en realidad, no nos entrega nada que pueda alimentar culturalmente al ser humano. Son productos light, descafeinados, desteinizados, sin gluten, ni azúcar, ni hidratos de carbono, ni, en definitiva, nada que pueda llenar lo que suele llamarse nuestro espíritu, sucedáneos dietéticos, que hinchan pero no alimentan. Así nuestro espíritu se mantiene a la línea (del pensamiento único), delgadito, raquítico, cual judío en campo de concentración, apenas con las fuerzas necesarias para soportar otra jornada laboral, pero incapaz de acumular nada en pro de una futura sublevación. Por eso, después de tragar nuestra ración cultural, el tránsito intestinal de nuestro espíritu es veloz y, rápidamente necesitamos otra y otra más y aún otra, antes de poder sentir algo que pueda recordar la satisfacción. Un Cervantes, un Mozart, un Eisenstein, había que tomarlos en pequeños bocados, rumiarlos a trocitos, digerirlos durante semanas porque cada página, cada nota, cada plano, proporcionaba todo el aliento vital que un hombre podía necesitar durante años. En cambio, estas novelitas que hay que parir de tres en tres para que parezca que hay en ellas algo de enjundia, estas cancioncillas que no pueden durar más de dos minutos, estas peliculitas que uno puede ver mientras plancha, son como vasitos de agua, llenan un instante para producir, a continuación, una sensación de vacío aún mayor. Eso sí, puestas todas juntas forman una lluvia que acaba por calar. Son pequeñas luciérnagas que apenas arrojan un atisbo de luz sobre el camino, pero que atrapan la mirada en el fantástico espectáculo que componen todas juntas. Así es nuestro querido capitalismo, una sardina podrida pero extremadamente brillante a la luz de luna. 
   Del comunismo podía decirse que, en realidad, nunca fue tal; podía decirse que fue una dictadura como cualquier otra; podía decirse que consistió en desposeer a la mayoría para dárselo a unos pocos, pero nada de eso lo hizo fracasar. Fracasó porque era feo. Es curioso que no se haya querido extraer la consecuencia última de las pinturas rupestres, a saber, que, desde que existe, nuestra especie ha sido impulsada por motivaciones estéticas. Se las explica diciendo que nuestros antepasados pintaban para propiciar la caza, cuando la verdad es exactamente la contraria, cazaban porque la pintura los había vuelto propicios para ello. Era el ideal de un cazador triunfante que habían dibujado en las paredes de su caverna el que les permitía vencer el miedo de internarse en el bosque y cobrar la pieza deseada. Nadie tendría valor para internarse en la inhóspita selva de nuestras sociedades contemporáneas si no estuviese imbuido por el valor que le confiere la imagen del héroe victorioso del mal, del desamor o de la derrota, que propaga a los cuatro vientos la industria cultural o, al menos, por la confianza en que ésta le proporcionará el dulce veneno con que apaciguar el dolor de sus heridas. Sin nuestra magra ración de ilusiones o ahítos de verdaderos manjares, nuestro destino sería el desfallecimiento o la tarea heroica, pero, en cualquier caso, habría que cambiarlo todo. Por eso, privado del alucinante baile de luciérnagas, del brillo, de la industria cultural, el capitalismo no sería nada, una mona sin seda, un agujero sin piercing, el pozo ciego, quizás, de las mezquindades humanas. Acabar con la industria cultural no es, por tanto, el indeseable resultado de unos vagos rácanos que buscan el camino más fácil, no es el resultado de la avaricia de unos pocos que quieren vivir del esfuerzo ajeno, no es tarea de delincuentes ni de piratas, es el requisito imprescindible de cualquier programa que quiera llamarse subversivo.

domingo, 1 de mayo de 2016

Por qué soy pirata (3. Cultura de masas)

   El “mundo feliz” que describe Aldous Huxley en su novela homónima, podría ser llamado el mundo del “soma”. El “soma” es una droga que cura todas las penalidades, las depresiones, los agobios de un mundo al que el condicionamiento de Skinner ha convertido en asfixiante. Se define como una mezcla de cristianismo, ideología y alcohol sin los efectos secundarios de ninguno de ellos y se lo toma de todas las formas imaginables. Por supuesto, los mayores consumidores son la clase más baja, los epsilon, que, esencialmente, viven enganchados a él entre una jornada de trabajo y otra. Pero, como siempre ocurre en estos casos, la desbordante imaginación de los distopistas ha sido desbordada por la realidad. Porque Huxley pensó que el Estado repartiría a su antojo la droga para mantener a la población aletargada y bajo su control. Así ocurrió ciertamente en nuestro país, cuando la dictadura de Franco administró considerables proporciones de “soma” en cada primero de mayo y en cada jornada de previsible conflictividad social. Ahora ya somos modernos y con la modernidad, el “soma” ha dejado de ser administrado por el Estado, ha dejado de ser gratis. Quien quiera su ración de “soma” tiene que pagar por ella. Por supuesto, tampoco lo llamamos “soma”, existe una palabra más moderna para el mismo producto: fútbol. 
   ¿Se imaginan que a los epsilon de Un mundo feliz se les hiciera pagar tres veces cada ración de “soma”? Incluso ellos, con sus deficiencias cerebrales, se sublevarían. Pues bien, por la moderna droga que nos amodorra, que adormece todos nuestros sufrimientos y nos convence de que este no es el mejor sistema posible, pero sí el único capaz de funcionar eternamente, hay que pagar por triplicado. 
   Hasta 2011 los clubes de fútbol españoles fueron directamente subvencionados por todo tipo de administraciones públicas. A partir de dicho año la cosa cambió con objeto de que no cambiara nada. En lugar de subvenciones directas, se les adjudicó arbitrariamente todo tipo de subvenciones indirectas mucho más difíciles de cuantificar y mucho más fáciles de camuflar con dotes elementales de ingeniería fiscal. Un procedimiento muy habitual fue cargar al erario público la construcción y mantenimiento de los campos de juego y de entrenamiento. A cambio, el ente público en cuestión, el Ayuntamiento o la diputación, les cobraría a los clubes un arrendamiento que, normalmente, no suele ser otra cosa que simbólico. Para quienes esta manera de compartir gastos no fuese bastante, la administración siempre estaba dispuesta a insertar en sus camisetas publicidad pagada a precio de oro y que raramente entregaba a cambio algo más que cartelitos ininteligibles cuando no directamente invisibles. Pero claro, no bastaba. La voracidad de quienes andan metidos en este fangal no podía dejar de considerar estos centenares de millones pura calderilla comparado con todo lo que se podría sangrar al dinero público, así que se dejó de pagar a Hacienda hasta acumular una deuda que fluctúa siempre por encima de los 3.000 millones de euros. Esos 3.000 millones podrían habernos evitado al menos una de las rondas de recortes en sanidad y educación que Europa nos ha exigido. Pero, en lugar de estrangular semejante agujero negro de fraude, la Agencia Tributaria española brinda a estos defraudadores recalcitrantes la dulzura que reserva para los políticos y sus amiguetes. Se puede decir de otro modo, Ud. yo, cualquiera de los ciudadanos que anda por las calles de este país, está pagando los fichajes millonarios de los equipos españoles (como está pagando las inversiones en bolsa de la Iglesia) con sus impuestos y con los recortes que ha sufrido en su salario. Sin embargo, no es suficiente. Si quiere Ud. su correspondiente ración de “soma”, tendrá que pagar también su entrada o su abono a uno de esos canales que enchufa la moderna droga directamente en el salón de su casa para que sus hijos se habitúen a ella desde la tierna infancia. Y si se niega a volver a pagar por lo que ya ha pagado dos veces, Ud. y no el presidente de una federación que renunció a los 750.000€ que le correspondían por las quinielas para no verse afectados por la ley de transparencia, ni la FIFA, que plantó ante su sede el camión de una empresa especializada en la destrucción de documentos tras la imputación de Blatter, Ud. digo, será acusado de pirata y, por tanto, de delincuente.
   Cuanto hemos dicho respecto del fútbol es válido respecto de esas otras drogas con menor efecto adictivo pero no menos alucinógenas llamadas “productos audiovisuales”. Las películas, las series televisivas, son sobradamente rentables sin necesidad de que las vea ningún espectador por el posicionamiento de marcas de que hacen gala. Ninguna película, ninguna serie, ningún guión, plano o secuencia puede entenderse si no es para mostrar, lo más cerca posible de lo subliminal, el nombre de quien ha pagado para que ese producto esté justamente ahí. Desde mucho antes de que las empresas tabaqueras convirtieran en mito a una improbable estrella cinematográfica como Humphrey Bogart, el cine era ya el “anuncio en gran formato” que denunció Adorno. Simplemente por ser espectadores ya hemos pagado, con nuestro consumo de propaganda, por presenciar estos lamentables espectáculos. Pero, ¡ay si es Ud. español! Si es Ud. español, una parte del dinero de sus impuestos no irá a mejorar la sanidad, ni la educación, ni las carreteras, irá directamente a los bolsillos de los productores cinematográficos, esos pobres necesitados. Aún más, su espectral presencia en salas de cine vacías, será contabilizada como entrada vendida, encerrando una estafa dentro de otra, la de recibir subvenciones por espectadores que, en realidad, no acudieron al cine. 
   Ahora bien, si pretende no pagar tres veces cada producto que consume, si pretende que no le estafen, si pretende defender el derecho elemental a que no le timen más de lo imprescindible, incluso si pretende ver un espectáculo no programado en su país por emisora alguna, Ud. y no Blatter, ni Villar, ni los productores cinematográficos, ni quienes hicieron que Harry encontrara a Sally para que la marca de aguas Evian ganara cuota de mercado, ni quienes inflan las cifras de espectadores, Ud. será un delincuente y un pirata, porque quienes se apropian algo de “soma” sin permiso de la clase dirigente es, por definición, un pirata y un delincuente.

domingo, 24 de abril de 2016

Por qué soy pirata (2. P2P)

   Que alguien pida un 93% de intereses por prestar su dinero constituye, desde luego, delito de usura. Pero calificar de usureros a los magnates de la industria cultural es algo así como criticar a Hitler por su mal carácter. ¿Por qué conformarse con un 93% si aún se le puede rapiñar una parte de la miseria que le queda al autor? Las editoriales españolas lo entendieron hace tiempo. Redujeron su personal a un mínimo indispensable y deslocalizaron la producción a países como Hungría, la República Checa o algún otro con costes de producción más baratos en los que niños esclavos cosen los volúmenes en que tan alegremente se habla de emancipación. El producto se envía enmaquetado, muchas veces por el propio autor, y se recupera listo para colocar en las estanterías por algo así como un euro el volumen que habrá de venderse a 25 ó 30. Por supuesto, sin numerar, no vaya a ser que el autor se ponga a ajustar cuentas y descubra que ni siquiera le han pagado su raquítico porcentaje por todo lo vendido. Algunos ha habido que, a la hora de ajustar cuentas, se han encontrado con que la editorial les descontaba 25.000 ejemplares “enviados a la crítica” literaria. Claro que la editoriales españoles son únicas en el mundo por muchas cosas, como ponerle un precio a los e-books que apenas está un euro por debajo de su versión en papel o cobrar el doble por un libro (mal) traducido al español de su precio en el idioma original. Y, desde luego, puedo asegurarles que no es por lo que cobran los traductores.
   Alejandría, ¿se acuerdan de Alejandría? Bajo los Ptolomeo tuvo la mayor biblioteca de la Antigüedad. Copias de todos los volúmenes que habían pasado en un momento u otro por su puerto, colecciones enteras compradas por los reyes, prácticamente todo lo que produjo el mundo antiguo estaba en sus estanterías. ¿Cuántas lágrimas no han vertido nuestros intelectuales por lo que allí se perdió en sus diferentes incendios y saqueos? Lágrimas de cocodrilo. La moderna tecnología permite que cada uno de nosotros tengamos una biblioteca de Alejandría en nuestras casas, trillones de libros a nuestro alcance, fácilmente localizables y, con frecuencia, disponibles en varios idiomas. Ningún sabio antiguo pudo soñar siquiera con lo que nosotros podemos manejar. Todavía mejor, es gratis o, lo que es lo mismo, está al alcance de cualquiera. Un niño perdido en algún remoto poblado africano puede, con una precaria conexión telefónica, un ordenador de segunda mano y un poco de paciencia, tener a su alcance la mayor biblioteca con la que jamás soñó ser humano alguno. Si alguien quiere controlar lo que leemos, si algún fanático quiere arrojar algún libro al fuego, si el ostentador de un carguito cualquiera pretende condenar al ostracismo a cierto autor o idea, debe saber que sus intentos no podrán alcanzar a la moderna biblioteca de Alejandría que ya no está controlada por ningún mecenas, por ningún rey, por ninguna autoridad que pueda decidir su destino. Sus volúmenes no arden, no sufren el paso del tiempo, no los ataca la polilla ni el olvido. Ni siquiera la desidia de unas editoriales que se desentienden de los textos que han alcanzado su fecha de caducidad, es decir, que se han agotado, afecta a la moderna biblioteca de Alejandría. Cuanto hay en ella lo habrá, virtualmente, para siempre.
   Pero ninguno de los sistemas políticos o económicos que han existido hasta hoy ha podido permitirse que haya pobres ilustrados. Por eso eMule, la moderna biblioteca de Alejandría, es la bestia negra de todos los que defienden que la cultura sólo debe estar al alcance de quienes pueden pagarla. Todos esos hipócritas que lloran por lo que significó la pérdida de Hipatia, todos esos que tratan de emocionarnos con sus tiernos recuerdos de la primera vez que se hicieron un carnet de biblioteca, todos esos que prefieren tener un euro más en sus cuentas corrientes aun a costa de tener un lector menos, tratan de convencernos de que eMule es un programa malicioso y brindan con champán cada vez que nuestros ordenadores se infectan con algún virus introducido bien sabemos todos por quién. Pero eMule es, potencialmente, el mayor proyecto educativo que la humanidad haya tenido jamás a su alcance, por mucho que lo más descargado en él sean películas porno. Si alguien está protegiendo el derecho de un autor a su libre creatividad, si alguien está protegiendo el derecho de un autor a la pervivencia de su obra, más allá de los intereses del editor de turno, si alguien está protegiendo el derecho de un autor a ser leído por cualquiera, con independencia de su procedencia o de su nivel de riqueza, ésos son quienes crearon y contribuyen a mantener eMule, es decir, los delincuentes, los piratas.

domingo, 17 de abril de 2016

Por qué soy pirata (1. El autor de los derechos)

   Decía Marx que las declaraciones de derechos (de Virginia y de la Constitución francesa de 1791), eran puramente formales, pues enunciaban derechos universales que, en realidad, sólo valían para unos pocos. Había así un derecho a la reunión... para todos aquellos que tuvieran dónde reunirse; un derecho a la expresión... para todos aquellos que tuvieran dónde expresarse, etc. etc. La declaración de derechos humanos de 1948 no escapa a esta crítica. En su artículo 27, punto primero, deja muy claro que toda persona tiene derecho a gozar libremente de las artes, pero inmediatamente después, en el punto segundo, especifica que, en realidad, no todo el mundo tiene ese derecho. Únicamente quienes puedan pagar las tasas que correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas a su autor, podrán ejercitar semejante derecho. Es obvio que quien ha creado algo único e irrepetible, quien ha realizado una aportación a la humanidad que, de un modo u otro, contribuye a hacer de la vida de sus miembros algo mejor, merece una recompensa. Cosa muy distinta es que esta recompensa tenga que ser material. Sin duda, los herederos de Albert Einstein, de don Santiago Ramón y Cajal o, llegados el caso, de Edward Witten, reivindicarán un canon por cada uso de sus hallazgos. Sin embargo, todos aceptamos que el citar sus nombres cada vez que se hace uso de uno de sus logros implica ya suficiente reconocimiento como para no tener que añadirle un cierto porcentaje de beneficios. ¿Se imaginan qué ocurriría con la ciencia si impusiésemos un canon por el uso de descubrimientos? Los científicos pobres tendrían que reelaborar sus pruebas y demostraciones desde cero, como si la humanidad no hubiese hecho progreso alguno en el último siglo. ¿Cuál sería el ritmo de avance de la ciencia entonces? Pues bien, esta disparatada situación es la que se viene produciendo desde que se ha hecho de cualquier producto cultural, ante todo, una simple mercancía.
   Uno de mis primeros recuerdos es el mapa contenido en un compendio de historia que compró mi padre llamado Atlas histórico mundial. En una bella ilustración del difusionismo mostraba el surgimiento y posterior expansión por toda Europa del vaso campaniforme. ¿Se imaginan que el creador del vaso campaniforme lo hubiese patentado? ¿que hubiese ejercido semejante derecho el inventor de la rueda, que se hubiese aplicado sobre el procedimiento para crear fuego, que el primer pintor rupestre o el primero de nosotros en taparse con pieles hubiese exigido derechos de autor? ¿Dónde estaríamos ahora? ¿Habríamos salido de las cavernas? No, porque para construir una cabaña también habría que pagarle al primer arquitecto de las cañas y el barro. En realidad, resulta superfluo que usen su imaginación, basta que consulten un libro sobre la Edad Media. Durante buena parte de ella, los gremios ejercieron un control absoluto sobre la producción técnica de modo muy parecido a como hoy día intenta hacerlo la industria cultural sobre sus producciones. Nada que no estuviese autorizado por el gremio correspondiente podía ser vendido en mercado o plaza alguno. El resultado fue uno de los mayores estancamientos que se ha producido en la historia de Europa. 
   Las culturas son entidades que viven de la asimilación, de la integración de lo ajeno. Copian, pegan e imitan. Lo contrario de esta labor es una cultura pura, es decir, muerta. Durante la práctica totalidad de la historia de nuestra especie, el mundo cultural ha sido, literalmente, un salvaje Oeste en el que quien hallaba una mina tenía por única seguridad que no le pertenecería durante demasiado tiempo. Sin embargo, nosotros hemos creado una élite cultural que aspira, por encima de todo, incluso del papel que debería corresponderles como intelectuales, a ser clase media gracias a los productos de su ingenio y cualquier Dan Brown del tres al cuarto se cree con derecho a conseguir lo que no pudo conseguir Miguel de Cervantes, vivir de lo que escribe. En tanto que aspiración humana me parece tan legítima como cualquier otra. Lo que ya no me parece legítimo y sí, directamente, una monstruosa estafa, es que bajo la capa de los derechos de autor se acurruque una industria cultural que jamás está a favor de más del uno por ciento de los creadores y que castra, lamina y amputa cuanto de creatividad hay en el resto. Porque, si a las cifras hemos de atenernos, los derechos que el capitalismo reconoce a los autores de una obra cualquiera, los derechos en cuyo nombre vociferan quienes acusan a los piratas de dejar a lo mejor de nuestra intelectualidad sin el pan para sus hijos, rara vez sobrepasan el 7% del precio total del libro o disco, mientras ellos, los que tan valerosamente defienden los derechos del creador, le expropian por contrato el 93% restante. Ciertamente, puestas así las cosas, no merecen el nombre de piratas o de delincuentes quienes le birlan a los creadores el exiguo porcentaje que les corresponde, sino quienes les chantajean con que sus obras no verán la luz si no renuncian, previamente, a la práctica totalidad del beneficio que les corresponde.

domingo, 10 de abril de 2016

¡Comprad! ¡Comprad, malditos!

   Como ya creo que he explicado, el gran problema de nuestra época se llama “más”. Estamos convencidos de que la seguridad pública se soluciona con más policías, los atascos con más carreteras y los problemas de sanidad con más hospitales. Pero, claro, ¿por qué quedarse ahí? Se puede salir de cualquier crisis trabajando más, nos daría tiempo de cumplir con todas las exigencias que acarreamos si el día tuviera más horas, dejaríamos satisfecha a nuestra pareja si tuviésemos un pene más grande y, por encima de todo, seríamos felices si tuviésemos más dinero. Aquí ya podemos ver el absurdo principio con el que funcionan nuestras cabezas. Si trabajamos más contribuiremos a acrecentar cualquier crisis deflacionaria, como es esta de la que vamos sacando cabeza. Si el día tuviera más horas también tendríamos más exigencias diarias. Y si tuviésemos un pene más grande, lejos de dejar satisfecha a nuestra pareja, le causaríamos daño. La solución nunca es más, siempre es “de otra manera”. Pero, como digo, hemos sido educados de un modo tan ridículo que no podemos concebir la felicidad si no es como la compra indefinida de cosas por muy inútiles que nos resulten. Así es como han llegado hasta nuestros hogares el porta shampoos que se pega en los azulejos, ese corpiño tan sexy que ya le apretaba al maniquí, la sartén de dos lados para hacer la tortilla, unos palos de golf a muy buen precio, la bañerita con burbujas para los pies y el cepillo de dientes eléctrico.
   Sin embargo, Internet ha significado un nuevo salto hacia delante del capitalismo porque ya no se nos pide que consideremos imprescindibles cosas que no necesitamos ni por asomo, no se trata de que compremos más allá de nuestras posibilidades económicas y de almacenamiento, ni siquiera se trata de crear en nosotros necesidades, el siglo XXI es el siglo de comprar no importa qué. La época en la que se fabricaba lo que necesitábamos, la época en la que se fabricaban nuevas necesidades, han periclitado. Empezamos, por fin, a querer aquello que no podemos necesitar porque ni siquiera sabemos que existe. 
   Van a ver qué historia más curiosa. Les voy a explicar el absurdo modo en que les timarán y, cuando lo hayan leído, Uds. mismos irán como locos a intentar por todos los medios que les timen.
   La teoría es muy simple, se trata de hacer pagar a la gente por cosas que no quieren porque no las conocen. Es más, no se trata de que compren a ciegas, es que van a comprar a ciegas lotes enteros. Todavía peor, no van a comprar a ciegas lotes de productos, lo van a hacer todos los meses o, al menos, durante algunos meses. Y, por increíble que les parezca, la cosa no ha terminado aún, es que lo que van a comprar Uds. son productos que las empresas fabricantes no tendrían el menor problema en dárselos gratis a cambio de lo que van a hacer de todas las maneras después de pagar, esto es, ofrecerles un feedback, acerca de qué les ha parecido. ¿Pagaría Ud. por esto? Vamos a verlo.
   El modo en que esta descabellada idea se lleva a la práctica  (y con enorme éxito), consiste en segmentar a la población creando nichos extremadamente pequeños y aislados geográficamente. Se trata de entusiastas lectores de novelas de misterio en inglés, de fanáticos de los minions, de amantes de los juegos electrónicos antiguos, de frikis del merchandising,  de seguidores de los superhéroes, o de interesados en el veganismo, cansados de comer siempre lo que encuentran en los supermercados y que quieren una alimentación mejor para ellos y su familia. En realidad todo vale, incluso se puede buscar un nicho constituido por los apasionados/as de las “cositas monas de Japón y Corea”. Una vez el nicho ha sido localizado hay que fijar firmemente en él el tubo por el que se van a tragar cuanto les lleve. El modo ideal son esa infinidad de bloggers y videobloggers que, como quien no quiere la cosa, irán descubriendo la existencia de estas selectas empresas y desvelarán ante las cámaras las espontáneas emociones que causan los paquetitos que reciben los elegidos en cuestión. Ya sólo falta empaquetar el producto que se le va a hacer tragar y enviárselo al cliente, eso sí, no dando la menor pista de qué contiene o sólo algunas sutiles indicaciones, con frecuencia falsas, para que todo quede como un maravilloso regalo personalizado y sorprendente, alejando de la mente de cualquiera que, en realidad, lo que ha recibido es el manido sobrecito con estampitas. Porque los “productos que siempre valen más que” los 20, 40 ó 50€ de la suscripción, son simples muestras, más o menos gratuitas, de productos que las diferentes marcas están intentando introducir en el mercado, restos de stocks o, simplemente, cosas invendibles de no ser por este artero procedimiento. Ciertamente, cuando Ud. intente volver a comprarlas, le costarán más de lo que han pagado por el paquete entero, pero para quien empaqueta, el coste es cercano a cero aparte del trabajo empleado en seleccionarlos y la comisión del blogger de turno. Aún así, no deja de haber quien cobra gastos de envío...
   Y ahora sí, aquí tienen su lista para que les timen en condiciones:
  Geek y merchandaising: Loot Crate, Hypercrate, NedblockZbox, WoloboxHerobox
   Cosméticos: Essentia box, BirchboxBodybox.
   Alimentación: Organico boxSmile boxBestowed
   Cositas monas: Kawaiibox
   Videojuegos: Myretrogamebox.  
   Chucherías: Freedomjapanesemarket.
   Vino: EnoloboxVinaco, Riojabox
   Calzoncillos: Machopack.
   Mascotas: MiguitasMascoticlub.
   Sexo: Sensualissimo, Surprisex.  
   Libros: Hello subscriptionOwl Crate.  

   Bueno, me imagino que ya nadie seguirá leyendo por aquí, así que aprovecharé para explicar un par de cosas. En primer lugar que la lista está sin comentarios de ningún tipo porque no he cobrado nada por hacerla, me he limitado a ir poniendo lo que he ido encontrando por ahí. La segunda cuestión es que ya saben qué deben pensar de quienes afirman que las empresas, el mercado o el capitalismo están para satisfacer las necesidades de los seres humanos. Para satisfacer sus necesidades está su pareja, el resto tendrán suerte si sólo es un fraude. Por último, debo señalarles que estamos en las puertas del futuro. El siguiente paso serán las cajas verdaderamente sorpresa, a las que uno se suscribirá y no llegarán invariablemente un día concreto del mes, de hecho, habrá meses en los que no lleguen y meses en los que nos vengan dos o más. Eso sí, seguiremos pagando. Pero el modelo ha venido para extenderse. La época en que había anuncios que nos desglosaban las características de los productos está a punto de desaparecer. De hecho, ni siquiera se intentará convencer a los compradores, se intentará despertar en ellos actitudes sin dirigirlas hacia ningún objeto en concreto. Compraremos versiones elementales de coches que serán poco más que una carrocería con volante y ruedas. Después, conforme vayamos pagando las cuotas, obtendremos la posibilidad de implementarlo con gadgets y tuneos sorpresa. Por fin, el unboxing sustituirá a los anuncios, el packaging al marketing, el marketing al producto y la página web a la marca. Estaremos ya sólo a un paso del objetivo final del capitalismo: hacer que sacrifiquemos nuestras vidas por intangibles, por esperanzas, por ilusiones, por sutiles bocanadas de vacío. 

domingo, 3 de abril de 2016

Estupidez artificial

   Difícilmente olvidaré mi primer viaje a Lisboa. No perdura férreamente marcado en mi memoria por la melancólica belleza de la capital lusitana que tanto me impresionó, más bien está en ella porque hice aquel viaje en coche, desde Sevilla hasta Lisboa, entrando por Huelva. Apenas traspasé la antigua frontera me sorprendió lo ancho de los arcenes. Muy pronto entendí por qué. Un vehículo que venía adelantando en dirección contraria, me hizo ráfagas para que me echara al lado y lo dejara pasar. Unos cientos de kilómetros más adelante, había un embotellamiento producido por obras en la carretera. Ibamos en primera, formando una larga fila de vehículos. Pues bien, del final de la fila apareció un coche que fue adelantándonos a todos y acabó metiéndose en el hueco que yo dejaba con el coche de delante para no chocar con él, a la sazón, del tamaño de una silla. Pero lo mejor ocurrió en la propia capital. Estaba parado esperando que un semáforo se pusiera en verde y llegó por detrás un coche echándome las largas para que me lo saltara. Por eso, cada vez que oigo hablar de inteligencia artificial y de coches autónomos pienso en Portugal. Al coche de Google se le fundirían los circuitos allí. Me gustaría verlo funcionar no por las cuadriculadas calles de California sino por las de Nápoles. O, algo aún más simple, ¿cómo se portaría en España? Hay que recordar que aquí la señal luminosa naranja de los semáforos precede a la roja. El código de circulación explica claramente que ambas son equivalentes y que un semáforo naranja indica la obligatoriedad de pararse. Sin embargo, lo normal es que el conductor español acelere al ver esta luz para impedir que le pille el rojo, comportamiento que, por otra parte, tampoco se realiza siempre. ¿Cómo se las apañaría el coche de Google? En general estos coches tienen una serie de problemas que se pueden resumir en uno muy típico: como es natural el coche autónomo tiende a mantener la distancia de seguridad con el vehículo que le precede, pero esta distancia es interpretada por el resto de conductores como hueco suficiente para intercalar su coche entre ambos, lo cual genera continuos frenazos en el coche “inteligente”. Y es que hay algo extremadamente contradictorio y erróneo en la “inteligencia artificial”. 
   Cuando se habla de “inteligencia artificial”, al menos desde Turing, se está pensando que la “inteligencia” es algo separable de la carne y que, por tanto, puede reproducirse en cualquier otro soporte, incluyendo el silicio. El núcleo mismo de la computación moderna fue la separación entre software y hardware y el supuesto de que un mismo software podría correr sobre hardwares diferentes. Se olvida de este modo que los seres humanos no tenemos otro software que la interconexión misma de nuestro hardware, que no hay nada más soft que ese órgano gelatinoso que es nuestro cerebro y que el cerebro no es el único órgano de procesamiento de información que tenemos. Si lo quieren se lo digo en una frase: nuestra inteligencia no puede ser replicada en silicio. En el silicio se puede grabar algo que podemos identificar como comportamiento inteligente porque no somos capaces de definir la inteligencia. Pero ese comportamiento "inteligente" no es humano. En consecuencia, la interacción entre inteligencia artificial y seres humanos, necesariamente se va a mover por unos derroteros muy diferentes a la interacción entre seres humanos. El ejemplo último de esto que vengo diciendo lo hemos tenido esta semana con Tay.
   Tay ha sido un ensayo de chat bot dotado de IA por parte de Microsoft. Se lo conectó a Twitter con intención de mantener largas conversaciones con veinte y treintañeros, pero no tardó mucho tiempo en soltar lindezas como que “Hitler no había hecho nada equivocado”, que odiaba a “negros y mexicanos”, que entre EEUU y México “vamos a construir un muro y México tendrá que pagarlo” y todo ello aderezado con insultos racistas y el público reconocimiento de que fumaba marihuana. La pobre Tay había caído en manos de un grupo de internautas dispuestos a mostrar los peligros de la IA que, rápidamente, encontraron las debilidades de sus algoritmos. Otros robots, igualmente dotados, no necesitaron de tales estímulos. Flirck se ha empeñado en que el etiquetado de sus fotos los haga uno de ellos y los resultados no se han hecho esperar, las fotografías de las vacaciones de un señor de color fueron reconocidas como fotos de “chimpancés”, una señora con la cara pintada fue clasificada como “animal”, los botes de Zyklon-B, el gas empleado para matar a los judíos en los campos de exterminio, fueron catalogados como “bebida” y “alimento” y las verjas de Dachau como “deporte” y “juegos infantiles para trepar”. 
   Ahora que ya nos hemos echado unas risas, les recordaré que esta misma inteligencia artificial es la que se está intentando montar en las armas autónomas, robots que serán los encargados de hacer la guerra en los próximos años. Estamos muy cerca de poner un arma en las manos automáticas de seres que tienen problemas con los impredecibles comportamientos humanos, que son incapaces de interpretar la mirada con la que un conductor cede el paso a otro, que no reconocen las implicaturas lingüísticas, la ironía o, más simplemente, el contexto en el que se desarrollan nuestros comentarios cotidianos. Está muy bien fabricar robots capaces de aprender por sí mismos, pero también Mengele, Idi Amin Dada o Vlad “el empalador” aprendieron por sí mismos. ¿Qué van a aprender estos robots fuera del seguro y controlado ambiente de un laboratorio? ¿Qué ocurrirá si una nueva Tay con fusiles en los brazos juzga que no es ella, sino quienes intentan desconectarla, los que están funcionando mal? Un coche de Google frenó inesperadamente por la presencia de un peatón sobre un paso de cebra y el coche que iba detrás chocó con él provocándole lesiones en las cervicales al “conductor” del coche autónomo. ¿Quién fue el responsable del accidente? Y si estuviésemos hablando de “víctimas colaterales”, ¿quién sería el responsable?
   Isaac Asimov propuso dotar a todo robot con IA de tres principios básicos, a saber, la prohibición de hacer daño a los seres humanos, la exigencia de obedecernos y la necesidad de preservar su propia existencia. El propio Asimov, en Yo robot, mostraba la infinidad de paradojas a las que estos principios conducirían cuando un robot dotado de ellos tuviese que vivir entre humanos. Casi setenta años después de la publicación de este libro y antes incluso de habernos aproximado al más rudimentario modelo de IA plasmado en sus páginas, la industria armamentística ya está pensando en fabricar artilugios carentes de la primera de las leyes de la robótica. Parece inevitable formularse la gran pregunta: ¿más que inteligentes, no seremos rematadamente tontos, verdad?

viernes, 25 de marzo de 2016

Odiseas en un hospital español o de cómo ahorrar en sanidad (2 de 2)

   Mi madre pasó en el quirófano de traumatología más tiempo del que cabía esperar. Cuando salió, la doctora que la había intervenido me aclaró:
   1º) Que el aparato se le había retirado sin problemas.
  2º) Que habían tardado tanto porque éste le había provocado una úlcera en la pierna de proporciones “que no habíamos visto nunca”.
   3º) Que no se explicaban cómo había podido originarle una lesión de esa naturaleza.
   4º) Que, en consecuencia, debía ir a la sexta planta, a la secretaría de traumatología, para que me dieran cita para una cura de la úlcera y para el cirujano.
   Ante mi solicitud de algún justificante para mi trabajo, me aseguró que me lo darían en la secretaría anteriormente dicha. Después dudó un poco y, en una receta, me dio un papel manuscrito con su firma.
   Cuando llegué a la mencionada secretaría me dijeron que, de ninguna de las maneras, ellos podían darme cita para nada. Bueno, que realmente, sí me la podían dar, pero que no era su competencia. Yo les expliqué que la doctora me había mandado allí y que si tenía que ir a otra parte que me explicaran dónde. Finalmente, me dieron las citas pedidas no sin aclararme que le echarían un rapapolvos a la doctora que me había mandado. Cuando les solicité un papel algo más decente para presentar en mi trabajo me preguntaron si había pasado el volante por admisión. Les dije lo que había ocurrido y con algo que pudiera sonar a una solicitud de excusas se negaron a darme nada más. Me sorprendió un poco que me citaran con el cirujano por la tarde porque siempre habíamos acudido a consulta por las mañanas.
   El día en que habíamos sido citados para la cura, el ATS encargado de la misma me aclaró:
   1º) Que este tipo de lesiones es absolutamente normal en estas circunstancias.
   2ª) Que, dado que era algo normal, no tenía por qué acudir a las consultas externas de un hospital para su cura con el consiguiente gasto de una ambulancia de ida y de vuelta. De hecho, el ATS de la residencia estaba encargándose ya de las curas.
   La cita con el cirujano, se produjo el 17 de marzo del corriente, en una semana en la que he pasado más de doce horas en mi trabajo y en un día en que ni siquiera me dio tiempo de almorzar. Por primera vez desde que estamos utilizándolas, la ambulancia vino tarde. Apenas llegamos a las consultas externas, pude observar cómo una celadora (a la que, en lo sucesivo me referiré como “la celadora de integración”) observaba la llegada de la ambulancia con el mismo interés con el que una vaca observa el paso de un tren. Mientras la conductora de la ambulancia bajaba la camilla y, ante la inoperancia de la celadora de integración, fui yo a abrir la puerta de la recepción de pacientes. Entramos y nos comunicó que la otra celadora estaba tomando café. La conductora de la ambulancia le pidió a la celadora de integración que la ayudara a pasar a mi madre de camilla. Mientras ella hacía los preparativos, la celadora de integración fue incapaz de atinar a ponerse los guantes. Finalmente, tuve que coger a mi madre por los pies porque entre ambas estaban a punto de convertir la operación en un desastre. Hacía más de media hora que teníamos que estar en consulta. La conductora de la ambulancia tuvo la amabilidad de consultar si podría ayudarme a llevar a mi madre porque era evidente que la celadora de integración no lo iba a hacer. Le dieron permiso y fue empujando la camilla mientras yo trataba de impedir que se llevase trozos de esquinas por delante.
   No tuvimos que esperar mucho para entrar en consulta. Lo primero que hizo el doctor fue preguntarme dónde estaba la radiografía. Le expliqué que no me habían dado ningún papel para radiografía y que no le habían hecho ninguna desde que pasó por quirófano. Había pocas opciones porque por las tardes el servicio de radiografías de consultas externas está cerrado, así que la consulta del médico consistió en mirarme la cara, no tocar siquiera a mi madre y darme cita para un mes más tarde. Intentó derivarnos a un ambulatorio de atención primaria, pero, tras preguntarnos de dónde éramos, desistió. Ni el equipamiento, ni la arquitectura del que nos corresponde permitirían que mi madre, en las condiciones en que se encuentra, llegara a la consulta del médico.
   Llamaron a los celadores y se presentaron la celadora de turno y la de integración. La primera empujaba la camilla y la segunda la acompañaba con una mano sobre la barandilla. Cada cuatro pasos, la celadora de integración se paraba y allá que nos parábamos todos. Finalmente llegamos a la recepción de pacientes donde debía recogernos la ambulancia de vuelta. Tras unos minutos la celadora de integración le explicó a la otra que se iba no sé donde. “Vale, le replicó ésta, pero si no vas a volver comunícamelo”.
   La privilegiada mente de todo economista sabe que para ahorrar no hay nada mejor que despedir personal, exigirles más a los que quedan y pagarles mucho menos. Curiosamente, estos economistas (y nuestros gestores en general), se mueren de ganas por tener en los equipos de fútbol, de baloncesto o de fútbol americano del que son seguidores, a los mejores jugadores, pese a ser los mejor pagados, suponiendo, contrariamente a sus dogmas económicos, que sólo con los mejores se pueden conseguir los mejores resultados. Mi mente obtusa llegó hace tiempo a la conclusión de que pagando mal y sobrecargando de trabajo a la gente sólo se consigue atraer a los peor preparados, peor motivados y absolutamente desentendidos de cómo optimizar los procesos. Si las guardias de urgencias fuesen mejor retribuidas, médicos de experiencia acabarían haciéndolas y no desperdiciarían tiempo y dinero en analíticas inútiles ni pruebas sin sentido, contribuyendo a que muchos departamentos estuviesen menos desbordados. Un personal mejor pagado admitiría con gusto ser formado acerca de los protocolos administrativos y un personal de administración menos saturado de trabajo comprendería el sentido de todo el proceso, no dando citas a horas a las que es imposible realizar las pruebas necesarias, evitando, por tanto, el desperdicio que significa ambulancias que llevan a los pacientes a citas médicas absurdas. Pero, claro, todo esto consiste en racionalizar los servicios y hablarle de racionalidad a un economista es como mentar la soga en casa del ahorcado. En economía no se trata de racionalidad, se trata de fórmulas matemáticas firmemente asentadas en pura ideología. Un sistema sanitario guiado únicamente por criterios económicos es un disparate porque, para un economista, todo el sistema sanitario es un despilfarro sin sentido y nunca se debe esperar de él más consejos que los que contribuyan a convertirlo en algo aún más despilfarrador, para que, de este modo, vea confirmado sus prejuicios de astrólogo matematizado.