domingo, 3 de abril de 2016

Estupidez artificial

   Difícilmente olvidaré mi primer viaje a Lisboa. No perdura férreamente marcado en mi memoria por la melancólica belleza de la capital lusitana que tanto me impresionó, más bien está en ella porque hice aquel viaje en coche, desde Sevilla hasta Lisboa, entrando por Huelva. Apenas traspasé la antigua frontera me sorprendió lo ancho de los arcenes. Muy pronto entendí por qué. Un vehículo que venía adelantando en dirección contraria, me hizo ráfagas para que me echara al lado y lo dejara pasar. Unos cientos de kilómetros más adelante, había un embotellamiento producido por obras en la carretera. Ibamos en primera, formando una larga fila de vehículos. Pues bien, del final de la fila apareció un coche que fue adelantándonos a todos y acabó metiéndose en el hueco que yo dejaba con el coche de delante para no chocar con él, a la sazón, del tamaño de una silla. Pero lo mejor ocurrió en la propia capital. Estaba parado esperando que un semáforo se pusiera en verde y llegó por detrás un coche echándome las largas para que me lo saltara. Por eso, cada vez que oigo hablar de inteligencia artificial y de coches autónomos pienso en Portugal. Al coche de Google se le fundirían los circuitos allí. Me gustaría verlo funcionar no por las cuadriculadas calles de California sino por las de Nápoles. O, algo aún más simple, ¿cómo se portaría en España? Hay que recordar que aquí la señal luminosa naranja de los semáforos precede a la roja. El código de circulación explica claramente que ambas son equivalentes y que un semáforo naranja indica la obligatoriedad de pararse. Sin embargo, lo normal es que el conductor español acelere al ver esta luz para impedir que le pille el rojo, comportamiento que, por otra parte, tampoco se realiza siempre. ¿Cómo se las apañaría el coche de Google? En general estos coches tienen una serie de problemas que se pueden resumir en uno muy típico: como es natural el coche autónomo tiende a mantener la distancia de seguridad con el vehículo que le precede, pero esta distancia es interpretada por el resto de conductores como hueco suficiente para intercalar su coche entre ambos, lo cual genera continuos frenazos en el coche “inteligente”. Y es que hay algo extremadamente contradictorio y erróneo en la “inteligencia artificial”. 
   Cuando se habla de “inteligencia artificial”, al menos desde Turing, se está pensando que la “inteligencia” es algo separable de la carne y que, por tanto, puede reproducirse en cualquier otro soporte, incluyendo el silicio. El núcleo mismo de la computación moderna fue la separación entre software y hardware y el supuesto de que un mismo software podría correr sobre hardwares diferentes. Se olvida de este modo que los seres humanos no tenemos otro software que la interconexión misma de nuestro hardware, que no hay nada más soft que ese órgano gelatinoso que es nuestro cerebro y que el cerebro no es el único órgano de procesamiento de información que tenemos. Si lo quieren se lo digo en una frase: nuestra inteligencia no puede ser replicada en silicio. En el silicio se puede grabar algo que podemos identificar como comportamiento inteligente porque no somos capaces de definir la inteligencia. Pero ese comportamiento "inteligente" no es humano. En consecuencia, la interacción entre inteligencia artificial y seres humanos, necesariamente se va a mover por unos derroteros muy diferentes a la interacción entre seres humanos. El ejemplo último de esto que vengo diciendo lo hemos tenido esta semana con Tay.
   Tay ha sido un ensayo de chat bot dotado de IA por parte de Microsoft. Se lo conectó a Twitter con intención de mantener largas conversaciones con veinte y treintañeros, pero no tardó mucho tiempo en soltar lindezas como que “Hitler no había hecho nada equivocado”, que odiaba a “negros y mexicanos”, que entre EEUU y México “vamos a construir un muro y México tendrá que pagarlo” y todo ello aderezado con insultos racistas y el público reconocimiento de que fumaba marihuana. La pobre Tay había caído en manos de un grupo de internautas dispuestos a mostrar los peligros de la IA que, rápidamente, encontraron las debilidades de sus algoritmos. Otros robots, igualmente dotados, no necesitaron de tales estímulos. Flirck se ha empeñado en que el etiquetado de sus fotos los haga uno de ellos y los resultados no se han hecho esperar, las fotografías de las vacaciones de un señor de color fueron reconocidas como fotos de “chimpancés”, una señora con la cara pintada fue clasificada como “animal”, los botes de Zyklon-B, el gas empleado para matar a los judíos en los campos de exterminio, fueron catalogados como “bebida” y “alimento” y las verjas de Dachau como “deporte” y “juegos infantiles para trepar”. 
   Ahora que ya nos hemos echado unas risas, les recordaré que esta misma inteligencia artificial es la que se está intentando montar en las armas autónomas, robots que serán los encargados de hacer la guerra en los próximos años. Estamos muy cerca de poner un arma en las manos automáticas de seres que tienen problemas con los impredecibles comportamientos humanos, que son incapaces de interpretar la mirada con la que un conductor cede el paso a otro, que no reconocen las implicaturas lingüísticas, la ironía o, más simplemente, el contexto en el que se desarrollan nuestros comentarios cotidianos. Está muy bien fabricar robots capaces de aprender por sí mismos, pero también Mengele, Idi Amin Dada o Vlad “el empalador” aprendieron por sí mismos. ¿Qué van a aprender estos robots fuera del seguro y controlado ambiente de un laboratorio? ¿Qué ocurrirá si una nueva Tay con fusiles en los brazos juzga que no es ella, sino quienes intentan desconectarla, los que están funcionando mal? Un coche de Google frenó inesperadamente por la presencia de un peatón sobre un paso de cebra y el coche que iba detrás chocó con él provocándole lesiones en las cervicales al “conductor” del coche autónomo. ¿Quién fue el responsable del accidente? Y si estuviésemos hablando de “víctimas colaterales”, ¿quién sería el responsable?
   Isaac Asimov propuso dotar a todo robot con IA de tres principios básicos, a saber, la prohibición de hacer daño a los seres humanos, la exigencia de obedecernos y la necesidad de preservar su propia existencia. El propio Asimov, en Yo robot, mostraba la infinidad de paradojas a las que estos principios conducirían cuando un robot dotado de ellos tuviese que vivir entre humanos. Casi setenta años después de la publicación de este libro y antes incluso de habernos aproximado al más rudimentario modelo de IA plasmado en sus páginas, la industria armamentística ya está pensando en fabricar artilugios carentes de la primera de las leyes de la robótica. Parece inevitable formularse la gran pregunta: ¿más que inteligentes, no seremos rematadamente tontos, verdad?

viernes, 25 de marzo de 2016

Odiseas en un hospital español o de cómo ahorrar en sanidad (2 de 2)

   Mi madre pasó en el quirófano de traumatología más tiempo del que cabía esperar. Cuando salió, la doctora que la había intervenido me aclaró:
   1º) Que el aparato se le había retirado sin problemas.
  2º) Que habían tardado tanto porque éste le había provocado una úlcera en la pierna de proporciones “que no habíamos visto nunca”.
   3º) Que no se explicaban cómo había podido originarle una lesión de esa naturaleza.
   4º) Que, en consecuencia, debía ir a la sexta planta, a la secretaría de traumatología, para que me dieran cita para una cura de la úlcera y para el cirujano.
   Ante mi solicitud de algún justificante para mi trabajo, me aseguró que me lo darían en la secretaría anteriormente dicha. Después dudó un poco y, en una receta, me dio un papel manuscrito con su firma.
   Cuando llegué a la mencionada secretaría me dijeron que, de ninguna de las maneras, ellos podían darme cita para nada. Bueno, que realmente, sí me la podían dar, pero que no era su competencia. Yo les expliqué que la doctora me había mandado allí y que si tenía que ir a otra parte que me explicaran dónde. Finalmente, me dieron las citas pedidas no sin aclararme que le echarían un rapapolvos a la doctora que me había mandado. Cuando les solicité un papel algo más decente para presentar en mi trabajo me preguntaron si había pasado el volante por admisión. Les dije lo que había ocurrido y con algo que pudiera sonar a una solicitud de excusas se negaron a darme nada más. Me sorprendió un poco que me citaran con el cirujano por la tarde porque siempre habíamos acudido a consulta por las mañanas.
   El día en que habíamos sido citados para la cura, el ATS encargado de la misma me aclaró:
   1º) Que este tipo de lesiones es absolutamente normal en estas circunstancias.
   2ª) Que, dado que era algo normal, no tenía por qué acudir a las consultas externas de un hospital para su cura con el consiguiente gasto de una ambulancia de ida y de vuelta. De hecho, el ATS de la residencia estaba encargándose ya de las curas.
   La cita con el cirujano, se produjo el 17 de marzo del corriente, en una semana en la que he pasado más de doce horas en mi trabajo y en un día en que ni siquiera me dio tiempo de almorzar. Por primera vez desde que estamos utilizándolas, la ambulancia vino tarde. Apenas llegamos a las consultas externas, pude observar cómo una celadora (a la que, en lo sucesivo me referiré como “la celadora de integración”) observaba la llegada de la ambulancia con el mismo interés con el que una vaca observa el paso de un tren. Mientras la conductora de la ambulancia bajaba la camilla y, ante la inoperancia de la celadora de integración, fui yo a abrir la puerta de la recepción de pacientes. Entramos y nos comunicó que la otra celadora estaba tomando café. La conductora de la ambulancia le pidió a la celadora de integración que la ayudara a pasar a mi madre de camilla. Mientras ella hacía los preparativos, la celadora de integración fue incapaz de atinar a ponerse los guantes. Finalmente, tuve que coger a mi madre por los pies porque entre ambas estaban a punto de convertir la operación en un desastre. Hacía más de media hora que teníamos que estar en consulta. La conductora de la ambulancia tuvo la amabilidad de consultar si podría ayudarme a llevar a mi madre porque era evidente que la celadora de integración no lo iba a hacer. Le dieron permiso y fue empujando la camilla mientras yo trataba de impedir que se llevase trozos de esquinas por delante.
   No tuvimos que esperar mucho para entrar en consulta. Lo primero que hizo el doctor fue preguntarme dónde estaba la radiografía. Le expliqué que no me habían dado ningún papel para radiografía y que no le habían hecho ninguna desde que pasó por quirófano. Había pocas opciones porque por las tardes el servicio de radiografías de consultas externas está cerrado, así que la consulta del médico consistió en mirarme la cara, no tocar siquiera a mi madre y darme cita para un mes más tarde. Intentó derivarnos a un ambulatorio de atención primaria, pero, tras preguntarnos de dónde éramos, desistió. Ni el equipamiento, ni la arquitectura del que nos corresponde permitirían que mi madre, en las condiciones en que se encuentra, llegara a la consulta del médico.
   Llamaron a los celadores y se presentaron la celadora de turno y la de integración. La primera empujaba la camilla y la segunda la acompañaba con una mano sobre la barandilla. Cada cuatro pasos, la celadora de integración se paraba y allá que nos parábamos todos. Finalmente llegamos a la recepción de pacientes donde debía recogernos la ambulancia de vuelta. Tras unos minutos la celadora de integración le explicó a la otra que se iba no sé donde. “Vale, le replicó ésta, pero si no vas a volver comunícamelo”.
   La privilegiada mente de todo economista sabe que para ahorrar no hay nada mejor que despedir personal, exigirles más a los que quedan y pagarles mucho menos. Curiosamente, estos economistas (y nuestros gestores en general), se mueren de ganas por tener en los equipos de fútbol, de baloncesto o de fútbol americano del que son seguidores, a los mejores jugadores, pese a ser los mejor pagados, suponiendo, contrariamente a sus dogmas económicos, que sólo con los mejores se pueden conseguir los mejores resultados. Mi mente obtusa llegó hace tiempo a la conclusión de que pagando mal y sobrecargando de trabajo a la gente sólo se consigue atraer a los peor preparados, peor motivados y absolutamente desentendidos de cómo optimizar los procesos. Si las guardias de urgencias fuesen mejor retribuidas, médicos de experiencia acabarían haciéndolas y no desperdiciarían tiempo y dinero en analíticas inútiles ni pruebas sin sentido, contribuyendo a que muchos departamentos estuviesen menos desbordados. Un personal mejor pagado admitiría con gusto ser formado acerca de los protocolos administrativos y un personal de administración menos saturado de trabajo comprendería el sentido de todo el proceso, no dando citas a horas a las que es imposible realizar las pruebas necesarias, evitando, por tanto, el desperdicio que significa ambulancias que llevan a los pacientes a citas médicas absurdas. Pero, claro, todo esto consiste en racionalizar los servicios y hablarle de racionalidad a un economista es como mentar la soga en casa del ahorcado. En economía no se trata de racionalidad, se trata de fórmulas matemáticas firmemente asentadas en pura ideología. Un sistema sanitario guiado únicamente por criterios económicos es un disparate porque, para un economista, todo el sistema sanitario es un despilfarro sin sentido y nunca se debe esperar de él más consejos que los que contribuyan a convertirlo en algo aún más despilfarrador, para que, de este modo, vea confirmado sus prejuicios de astrólogo matematizado.

domingo, 20 de marzo de 2016

Odiseas en un hospital español o de cómo ahorrar en sanidad (1 de 2)

   El pasado diciembre, en la época en que yo suelo tener todo el trabajo del mundo, recibí una llamada de la directora de la residencia en la que está ingresada mi madre para comunicarme que la hinchazón en la pierna que venía padeciendo desde hacía unos días, iba a más. Cuando por fin pude verla, la anómala postura de su pierna derecha confirmó todos mis temores, era la misma postura que le observé cuando la subieron a una camilla, seis años atrás, tras fracturarse la cadera. A las siete de la tarde del 23 de diciembre llamamos a la ambulancia para irnos al hospital. En la sala de triaje expliqué sus síntomas. El personal allí presente estaba peleándose con un nuevo software que le habían instalado y la categoría más parecida a lo que yo les había descrito que encontraron fue “hinchazón en una pierna”. Tras pasar un rato en la sala de espera, nos atendió una doctora residente, muy joven, muy simpática y sin la menor idea de lo que tenía delante. Escuchó mis explicaciones, le palpó la pierna a mi madre y salió de la consulta. Volvió con una doctora poco mayor que ella que repitió la misma exploración y le dijo: “busca...”, lo que venían después eran una serie de términos médicos de los cuales sólo entendí “artritis”. Tras otra espera, le sacaron sangre para una analítica y tras una espera más, la llevaron al área vascular. El médico que nos atendió allí, también muy joven, me preguntó si aquélla era la postura normal de su pierna y yo le respondí que, obviamente, no. Comprobó que, por supuesto, la hinchazón no provenía de un trombo y me dijo que iba a hablar con la doctora que nos atendió. Tras esperar un rato, un celador ya mayor nos condujo a hacerle una radiografía. Al salir de la sala de rayos-X me preguntó qué le pasaba y yo le expliqué nuestro deambular por las urgencias. Se fue moviendo la cabeza y volvió con el historial de mi madre para dejarlo, por fin, en traumatología. Seis horas y media después de haber llamado a la ambulancia me comunicaron que la iban a subir a planta porque se le había vuelto a romper el fémur.
   Con la edad de mi madre, careciendo ya de la capacidad de andar y sus problemas cardíacos, el equipo quirúrgico no aconsejaba una nueva operación. Todo cuanto quedaba hacer era colocarle una tracción, esto es, un peso que, tirando de unos hierros insertados en el hueso de su pierna, permitiría que éste soldara, de mala manera, pero soldara. Cada mes una ambulancia nos ha recogido en la residencia y allí nos ha vuelto a depositar después de pasar toda la mañana en las consultas externas del hospital. En la penúltima de ellas me comunicaron que el hueso estaba soldando, que ya se le podían retirar los hierros y que, después de dos meses en cama, podría pasarse los días sentada en un sillón. Finalmente me dijeron que el dos de marzo tenía cita para entrar en quirófano y me dieron un volante que debía llevar ese día a admisión. 
   Cuando llegamos al quirófano en la fecha mencionada, uno de los celadores me pidió el volante. Le expliqué que me habían dicho que debía dejarlo en admisión, pero él insistió en llevárselo a quirófano. Mi madre pasó un buen rato en él. Me entretuve comprobando la eficacia de los protocolos de asepsia. Una puerta que sólo se podía abrir desde dentro o desde fuera con una tarjeta, bloqueaba el acceso a la zona de quirófanos. A su entrada, unos dispensadores proveían de patucos y redecillas para el pelo. El personal del hospital cuidaba meticulosamente de que cualquiera que pasase para los quirófanos, se cubriese con ellos los zapatos y el pelo. Pero, claro, tras las sucesivas remodelaciones, la única manera de abastecer los quirófanos es pasando por esa puerta. Los empleados de mensajería llegan allí con sus paquetes y sus prisas y tienen que esperar a que alguien salga para pasar. Nadie les va a insistir, además, en que se pongan patucos y redecillas y, por supuesto, no hay nada adecuado para las ruedas de las carretillas con las que llevan el material. Antes y después de recorrer toda Sevilla, estos señores pasan hasta la puerta misma de los quirófanos sin haber aislado los agentes contaminantes que traen o que se llevan de ningún modo. O, dicho de otra manera, todo el dinero gastado en patucos y redecillas para el pelo se está tirando directamente a la alcantarilla porque los gérmenes tienen una vía potencialmente explosiva para entrar y salir de los quirófanos. 

domingo, 13 de marzo de 2016

Nosotros y Ellos

   A las once de la mañana del día 22 de junio de 1921, tras casi siete horas de dudas y deliberaciones, el general Silvestre dio la orden a sus tropas para retirarse de la posición que ocupaban, cerca de la población de Annual en Marruecos. Era el comienzo de uno de los mayores desastres del ejército español en toda su historia. Hasta 20.000 personas perderían sus vidas de un modo horrible, la mayoría en las siguientes horas. Durante siglos los soldados españoles habían combatido tan valerosamente como lo hace quien no tiene nada que perder, por tanto, ganamos muchas batallas, perdimos muchas batallas e hicimos el ridículo en numerosas ocasiones, con independencia de lo justificable que fueran los fines de las diferentes campañas. Lo de Annual fue otra cosa. Silvestre había llevado a cabo un avance disparatado por territorio hostil. Su propia presencia más allá del río Amerkan encrespó los ánimos de la población autóctona que sólo esperaba una señal de debilidad por parte española para unirse a los rebeldes comandados por Abd-el-Krim. Las posiciones que habían de proteger una posible retirada estaban disparatadamente mal dispuestas, muy en alto todas ellas, pero todas ellas muy lejos de las fuentes de agua potable. Las unidades indígenas que en muchos casos debían proteger estas posiciones se hallaban al borde de la insurrección porque, como es natural, no se les pagaba la soldada. A las supuestas poblaciones rendidas y dejadas en la retaguardia no se les retiraron las armas. Todo fue precipitado, improvisado, hecho de cualquier manera, es decir, como siempre en este país. Por si fuera poco, la moral era extremadamente baja. Asolados por la sed, los piojos y la falta de municiones, los soldados españoles se sabían en manos de unos oficiales propensos a la buena vida, la corrupción y el desprecio.
   Apenas las primeras balas de los rifeños comenzaron a silbar en el aire, el pánico se apoderó de la retirada española que, rápidamente, se convirtió en desbandada. Los oficiales, corriendo como el que más, fueron incapaces de mantener ningún mando sobre la tropa. Annual no fue una batalla, fue una caza del hombre. Las pocas unidades que se replegaron con orden y con cierta actitud combativa lograron llegar hasta la retaguardia sin demasiadas bajas, gracias, eso sí a que unos cuantos puestos defensivos fueron mantenidos bajo control en un alarde de heroicidad.
   El alto mando del ejército y algunos políticos de la época no dudaron en rasgarse las vestiduras y nombrar una comisión al efecto que esclareciera los hechos. Cometieron un error, pusieron al frente de la misma al General Juan Picasso, héroe de guerra y representante español ante la Sociedad de Naciones. Tal vez pensaron que, por su reciente ascenso, su comisión sería una más de las que se crean para que no concluyan nada que merezca la pena. Se equivocaron. La investigación llevada a cabo por Picasso fue un paradigma de eficacia y presteza, así que, muy pronto, quienes le habían nombrado para el cargo le fueron denegando progresivamente acceso a los documentos, capacidad de intervención y la posibilidad misma de interrogar a los testigos. No sirvió de mucho. El 23 de enero de 1922 ya tenía listos los 2.433 folios en los que recogía el resultado de su investigación. Antes de que se hicieran públicos, Primo de Rivera precipitó su golpe de estado. Aunque no está claro que el informe como tal haya llegado a ver la luz en su integridad, resulta fácil imaginar que por sus páginas desfilaban todas las miserias, corruptelas, ineptitudes, estulticias y componendas que caracterizaban a nuestro país hace casi un siglo. De sus decenas de miles de líneas, una, una polémica, ha pasado al imaginario colectivo: el famoso telegrama de Alfonso XIII a Silvestre animándolo a que prosiguiera su avance. Fue al rey a quien intentó salvar Primo de Rivera, a aquel rey de quien muchos sabían que se había ido a un balneario de vacaciones pocos días después de la catástrofe, el mismo rey a quien se le había oído murmurar “¡qué caro está el kilo de gallina!” cuando se le dio a conocer el rescate que pedía Abd-el-Krim por los soldados españoles hechos prisioneros.
   España durante el último siglo transcurrido ha cambiado enormemente. Gobiernos de todas las tendencias políticas han modernizado el país, nos han insertado en Europa y nos han refundado como una nación más justa, más igualitaria, más democrática. Cuando a los soldados españoles se los manda a una misión como Afganistán, no tienen que pagarse el rancho de su propio bolsillo, ni se los hace patrullar con vehículos que carecen de blindaje contra las minas, ni se trapichea con las piedras preciosas extraídas de minas controladas por los talibanes. Las cosas han cambiado tanto que cuando nuestros flamantes reyes quieren animar a uno de sus amiguetes para que prosiga con sus desmanes, ya no emplean telegramas, usan el muy moderno WhatsApp. 
   “Sabemos quién eres, sabes quiénes somos. Nos conocemos, nos queremos, nos respetamos. Lo demás, merde”, ha reconocido la Casa Real que escribió Su Majestad la reina Dña. Letizia a su “compi yogui”, Javier López Madrid. Al bueno del Sr. López Madrid, habían tratado de enlodarlo porque se pulió 34.800€ en tiendas de lujo y restaurantes de no menos postín pagados con tarjetas black, esas de las que ni Hacienda conocía su existencia y que sacaban sus fondos no de las cuentas del honorable Sr. López Madrid, sino de las cuentas de todos los clientes de Bankia. Por supuesto, el muy meritorio Sr. López Madrid, devolvió de inmediato los 34.800€ gastados. Él no es un robagallinas que le quita a otros lo que es suyo para comer. Estamos hablando del yernísimo del todopoderoso Villar Mir, consejero delegado de su grupo empresarial, miembro del consejo de administración de OHL y de Fertiberia, consejero de Inmobiliaria Espacio, vicepresidente y consejero delegado del Grupo Ferroatlántica, presidente de Tressis, fundador y presidente del holding inversor Siacapital, miembro del World Economic Forum y miembro del patronato de la Fundación Princesa de Asturias. Eso sí, no tiene idea de cómo borrar datos de su móvil en condiciones. Su honorable nombre ha aparecido, igualmente, en la trama de corrupción descubierta con la operación púnica y la lista de sus amistades casi coincide con los españoles incluidos en la lista Falciani, la que desvelaba los detentadores de cuentas en Suiza. López Madrid pertenece al selecto grupo de españoles que pueden usar al fiscal como los burros su cola, para espantarles moscas del trasero y lo ha demostrado recientemente cuando su dermatóloga lo denunció por acoso sexual. Una persona como él no se gasta el dinero de los demás para comer, ni siquiera lo hace por codicia, es puro deporte.
   España sigue divida en dos y no es una roja y la otra nacional, como una progresía interesada en mantener el tinglado pretende hacernos creer. Por un lado estamos nosotros, los que tenemos que apechugar cada día con la sed, los piojos y la falta de municiones para cimentar los pilares de la patria, los que nos sacrificamos para ahorrar un par de euros y acabamos sucumbiendo en la primera catástrofe amasada por la ambición de Ellos. Por otro, Ellos, los que beben champán frío en Melilla, venden las balas que nosotros echamos de menos a los que han de matarnos y despilfarran nuestro dinero. Ellos son los que reciben palmaditas de ánimo de nuestras élites gobernantes, para nosotros, ya lo ha dicho Su Majestad la reina, merde.

domingo, 6 de marzo de 2016

Europa, faro de la humanidad

   Una de los problemas de lo que se llaman los hipertextos, o, de un modo más pedestre, la lectura en pantalla, es que se pierde la linealidad. Ante un documento digital, ya no leemos de izquierda a derecha y de arriba abajo, vamos saltando de página en página, de párrafo en párrafo y de documento en documento. “Para ayudarnos”, se insertan enlaces que permiten “ampliar la información”, aunque lo que hacen realmente, es conducirnos en una dirección predeterminada por la que debe ir nuestra indagación para que no nos hagamos demasiadas preguntas. Cuando uno lee un libro, una revista o un periódico de papel, los “hipervínculos”, no están establecidos de antemano, sino que es el lector el que debe realizarlos a su entera libertad o bien guiado por un hilo conductor propio. Es éste un fenómeno que me saltó a la cara hace un par de días leyendo El País. En su segunda página ha inaugurado una sección bajo el epígrafe “Conversación global”, cuya misión es demostrar que España no es el único país del mundo en el que el latrocinio es la actividad habitual de la clase política (y, ciertamente no lo es, aunque sí destacamos por el monto, la fruición y el descaro con que se practica dicha actividad). En su tercera página, aparecía, como es habitual, lo más destacado de la actualidad internacional. La contraposición de ambas páginas, que hubiese sido imposible en una edición digital, llevaba a una fácil conclusión, a saber, que Europa es la luz del mundo. 
   Hace ya mucho tiempo que los ecologistas alemanes descubrieron que las pobres ranas se habían convertido en las víctimas mortales más frecuentes de carreteras y autopistas. En cuanto consiguieron llegar a los diferentes parlamentos, lograron imponer leyes que obligaban a la creación de pequeños túneles para anfibios en todas las autovías de nueva construcción. “Si nuestros horrendos vecinos alemanes protegen a los pobres sapitos, ¿por qué vamos nosotros a dejar desprotegidas las ardillas?” Eso parece que debieron pensar las autoridades locales de La Haya cuando decidieron unir dos parques de la ciudad, cortados por una carretera, con un puente para estos simpáticos roedores. Ante tan preclaro razonamiento, cualquier hecho o cantidad por gastar palidecía, así que no se encargó ningún estudio que pudiera justificar los 144.000€ que empleados en la construcción de un bonito puente de metal para las ardillas. Muy pronto se hizo notar que las ardillas prefieren los materiales tradicionales a las construcciones high-tech y que cruzar, lo que se dice cruzar, ninguna había hecho el intento pasados varios meses de la instalación del puente. El consistorio no dudó en lo acertado de su decisión, muy al contrario, aguzó su ingenio para apuntalarla. Probablemente, justificaron, había sido un buen año de nueces y piñones a ambos lados de la metálica estructura. Cuando llegase la época de escasez, el hambre conduciría a las ardillas por el buen camino y, sin duda, se formarían atascos de roedores como los hay a la entrada de cualquier puente europeo que merezca tal nombre. Pero, ¡ay! el tiempo pasaba y miles de euros seguían colgando del aire como monumento a la inutilidad. Al fin, se decidió que estaría bien gastar algo más de dinero para comprobar cuáles eran los hechos y se colocaron cámaras que filmaran el deambular de las ardillas por el puente. Hasta cinco ejemplares se han visto utilizarlo, no sin mostrar sus dudas, en los últimos dos años. Evidentemente, los hechos no son capaces de parar la capacidad de razonar de los sagaces miembros del gobierno local que, ufanos, han proclamado que a lo mejor es verdad que el puente no sirve para nada, pero los habitantes de La Haya no tienen por qué preocuparse, fue pagado con fondos estatales, por lo que a los vecinos de la ciudad no les ha costado un solo euro (razonamiento éste que presupone la  independencia de facto de La Haya respecto al resto de Holanda).
   Lo que ocurre es que, a veces, de tanta luz como emitimos, nos llenamos de mosquitos impertinentes. Lo ha dicho esta semana Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, que por fin ha logrado que alguien se entere de su existencia. “Extranjeros, si no sois de Siria, de Irak o de algún sitio parecido, no vengáis a Europa”. Dicho de otro modo, quienes quieran venir a Europa a forjarse un destino digno, tendrán que conseguir primero que les proporcionemos un movimiento terrorista o un dictadorzuelo, que los torture y extermine como es debido. De lo contrario, no los dejaremos pasar. Su hambre, su miseria, no nos conmueven como sí lo hace el destino de las pobres ranitas y ardillitas que pueblan nuestro continente. A nosotros los europeos no nos duele gastarnos 144.000€ en salvar de las privaciones a cinco ardillitas, pero que nadie ajeno a nuestras fronteras piense que nos vamos a gastar esa cantidad en sacar de la pobreza a cinco seres humanos. El estómago vacío, conduce con precisión a nuestros animalitos por el correcto camino, haciéndolos cruzar los puentes que para ellos hemos construido. Pero si de seres humanos se trata o, por ser más exactos, si se trata de asiáticos y/o africanos, la gusa sólo los puede conducir por el mal camino de los traficantes de hombres, de los peligros del mar, de la agonía de los campos de inmigrantes y del sueño de un futuro más digno entre nosotros. Esta es la gloria de nuestras fronteras, proteger a quienes están dentro, ya sean hombres, roedores, batracios o gusanitos, para que no tengan que soportar la mirada de quienes se quedan fuera.     

domingo, 28 de febrero de 2016

El fantasma de la Diputación Provincial

   En 1980 cerraron los almacenes Wolworth de Granada. Aquel edificio, enorme y céntrico, despertó rápidamente el interés de la Diputación Provincial que acabó instalándose allí en 1984. Aunque los rumores de que algo extraño ocurría en su interior venían de la época de los almacenes, todo se salió un poco de madre con la llegada de la institución provincial a sus paredes: muebles que aparecían por las mañanas cambiados de lugar, trabajadores a los que una mano misteriosa impedía cumplir sus tareas, ascensores que eran llamados desde plantas desiertas y máquinas de escribir que funcionaban con mayor intensidad cuando no había personal a su cargo que cuando lo había. Tal fue el grado de agitación entre los trabajadores que los responsables de la Diputación accedieron a que investigadores de fenómenos paranormales acudieran a intentar aclarar los hechos. Tras un intenso trabajo, publicaron un retrato robot que espectadores de un programa televisivo en el que se emitió identificaron como el padre Benito, un cura al que su orden prohibió entregar su fortuna (?) a los pobres y que, hay que suponer, acudió a la Diputación enterado de la generosa donación de fondos públicos que suelen hacer. Descubierto para los medios de comunicación, el bueno del padre Benito decidió que había que poner tierra de por medio y emigrar hasta un ámbito más acogedor para un fantasma, es decir, otra Diputación.
   El Cuartel de la Puerta de la Carne comenzó a edificarse a finales del siglo XVIII cerca de lo que hoy es el centro de Sevilla. Durante tres siglos pasaron por allí soldados de toda procedencia sin que ninguno fuese capaz de relatar nada extraño. En los años ochenta, fue remodelado para albergar la Diputación Provincial y, no queriendo ser menos que la de Granada, en cuanto ésta comenzó a funcionar en su nueva sede, empezaron a ocurrir esas cosas raras que tan frecuentes parecen ser en las diputaciones provinciales. Una vez más, los fantasmas se dedicaron aquí a lo que se dedica todo buen fantasma de una Diputación Provincial, es decir, a mover los ascensores, hacer sonar las máquinas de escribir por la noches y refrenar a los trabajadores que intentan hacer su trabajo. Aunque ha habido varias investigaciones al respecto, sus resultados no han visto la luz pública pues en este país nadie está muy interesado en que se sepa qué ocurre en el interior de las diputaciones provinciales.
   Estas instituciones, tan rodeadas de misterios, vuelven a estar de moda. PSOE y Ciudadanos han llegado al acuerdo de que hay que “modernizarlas”, “acabar con el caciquismo que han generado” y “dinamizar la administración”, es decir, están dispuestos a llevar a cabo lo que Primo de Rivera prometió en 1925. Y es que las 51 diputaciones provinciales de nuestro bonito país manejan un presupuesto de unos 21 mil millones de euros al año, que son distribuidos en el “suministro de servicios a los pequeños municipios que no podrían pagarlos” y cooperar con ellos o, dicho de otro modo, riegan de dinero a quien les da la gana sin que exista la menor posibilidad de control sobre cómo y por qué lo hacen. Da idea de lo que estamos hablando que su plantilla se eleva a más de sesenta mil personas, es decir, unas  mil doscientas personas por Diputación. De ellas, 1.040 son diputados provinciales cuyo salario mínimo ronda los 53.000 euros anuales, aunque, la verdad sea dicha, pocos se conforman con ganar menos que el presidente del gobierno. A cambio de estos modestos ingresos acordes con nuestros tiempos de austeridad, los diputados provinciales se dedican a enchufar a cuanto familiar, amiguete o conocido viene a pedirles el favor pues si se hiciera una investigación, no de las sicofonías, sino de la endogamia en estas instituciones, saldrían unos resultados que harían del Tribunal de Cuentas un prodigio de objetividad a la hora de elegir personal. Si los diputados provinciales realizan alguna otra actividad no relacionada con el nepotismo es algo que no sabemos ya que estas instituciones son de una impenetrabilidad que ríase Ud. de los fenómenos paranormales. Por si fuera poco, hace ya varias décadas que los ayuntamientos comenzaron a organizarse en mancomunidades, las cuales tienen sus Asambleas y sus órganos de gobierno, con sueldos que son el secreto mejor guardado de la democracia. A su vez, estas mancomunidades crearon, para dotar de servicios a los municipios que las integran, diferentes empresas públicas, cuyos empleados, al no ser funcionarios, se eligen por el democrático proceso del dedímetro y cuyos consejos de dirección deciden cuál es el sueldo que debe corresponder a los consejeros. En definitiva, no estamos hablando de que haya competencias (y prácticas corruptas) duplicadas, es que las hay multiplicadas hasta el infinito sin necesidad alguna.
   No obstante, existen muchos amigos de los fantasmas. El PP ha salido en tromba contra la idea de suprimir, reformar o modificar la estructura de las diputaciones, escandalera que, de todas formas, apenas si ha alcanzado el volumen de la que se ha liado en el PSOE cada vez que a sus dirigentes se les ha ocurrido llevar esta idea en su programa electoral. Dicen que suprimirlas conllevaría un ahorro de unos tres mil quinientos millones de euros al año. Yo dudo mucho de que antes de suprimirlas nuestros políticos no encuentren el modo de tirar esa pastizarra por otra alcantarilla, pero más allá del dinero, esta claro que sí que nos ahorraríamos un montón de sustos.   

domingo, 21 de febrero de 2016

Elogio del desgobierno

   La Política de Aristóteles es un libraco de seiscientas o setecientas páginas en las que el filósofo griego recorre todos los sistemas políticos existentes en su época explicando estrategias para mantenerlos a cualquier precio. Argumentaba Aristóteles, que el período de tránsito desde un régimen político a otro generaba necesariamente una época de desgobierno que sólo podía acarrear males y que, por tanto, fuese cual fuese el régimen político existente y fuesen cuales fuesen sus pecados, lo mejor que podía hacerse era evitar que acabase por caer. Para ello no duda en recomendar todo tipo de maldades, muchas de las cuales serán posteriormente recogidas por Maquiavelo.
   Aristóteles tal vez tuviese razón en aquella época en que no existían corporaciones económicas que pudieran equipararse a los estados. Hoy día, en que las grandes decisiones políticas se toman, en realidad, muy lejos de los centros del poder político, la verdad es otra. Y esa verdad es que los gobiernos, en nuestras sociedades de democracia light, han devenido superfluos, aún más, contraproducentes. Los belgas, especializados en componer gobiernos improbables, lo saben bien y se pasaron un año y medio sin gobierno viviendo tan ricamente. Pero los precedentes son muy anteriores. En la guerra franco-prusiana de 1870-1, el ejército prusiano asestó una sucesión de golpes a los franceses que terminaron con el cerco y posterior rendición de buena parte de su artillería y de Napoleón III que a la sazón se había puesto al frente de sus tropas sobre el terreno. Su rendición provocó una sublevación en París y la proclamación de la Tercera República. Aparentemente el éxito prusiano había sido arrollador pero, en realidad, había sido demasiado arrollador. Sin un gobierno legítimo con el que firmar la paz, los prusianos se tuvieron que pasar cuatro meses sitiando París (sin posibilidad de tomarla) y deambulando por una Francia en la que sufrían el hostigamiento continuo de los partisanos en cuanto se despistaban un poco. Y es que, efectivamente, si no hay gobierno, no es posible que éste rinda la nación. Los belgas lo comprobaron al librarse de lo más duro de las medidas de austeridad, precisamente por la falta de un gobierno que pudiera ponerlas en práctica. 
   Si no hay gobierno tampoco hay ministros que puedan ejercer su cargo y si los ministros no pueden ejercer sus cargos no pueden tener ideas, las cuales rara vez son para mejorar las condiciones de la ciudadanía. Sin ideas de los ministros, es imposible que se produzcan los frecuentes bandazos de la administración que conducen cantidades ingentes de horas de trabajo y de recursos económicos directamente al cubo de la basura. Otra cosa que tampoco puede haber son nombramientos y sin nombramientos difícilmente habrá nuevos bolsillos que llenar de los recién ascendidos al cargo. Aún más, dado que la justicia sigue su penoso avance, la administración se va depurando progresivamente de corruptos, quedando únicamente aquéllos que no lo son o que han sido más listos que la media para no dejar rastros de su corrupción. Este proceso selectivo sólo puede llevar, obviamente, a una administración más eficaz. Por si fuera poco, a todo lo anterior hay que añadir que la Comisión Europea está esperando la formación de un nuevo gobierno para comunicarle que ya se han dado cuenta de que los objetivos de déficit público ni se han alcanzado ni hay propósito de que se alcancen o, dicho de otro modo, que es necesario realizar otro recorte de envergadura similar a los ya practicados. Mientras no haya gobierno el país podrá seguir creciendo al ritmo al que lo va haciendo sin miedo a otra cura de adelgazamiento.
   Por todo lo anterior, yo admiro a nuestro queridíssssssssssssssssssimo y amadísssssssssssssssssimo Sr. Presidente del gobierno en funciones (es decir, como siempre), Don Tancredo, quien ha hecho y promete seguir haciendo cuanto esté en sus manos para prolongar esta plácida etapa de desgobierno. Don Mariano Rajoy está, sin duda, destinado a pasar a la historia no ya de nuestro país sino, probablemente, de la humanidad, por ser el primer político en maniobrar para que el jefe de Estado no le encargue la formación de nuevo gobierno. Hasta su segunda de a bordo, Doña Soraya, ha tenido que comparecer ante los medios de comunicación para explicar que en el fondo, sí desea formar gobierno pero es que, claro, eso exige algo muy por encima de sus posibilidades: tomar la iniciativa.
   La misma razón me lleva a alabar al inefable Pedro Sánchez, secretario general, igualmente en funciones, del PSOE. Dicen que nuestro queridíssssssssssssssssimo y amadísssssssssssssssssimo Sr. ex-presidente del gobierno, el zapatitos, aprendió todo lo que sabía de economía en una tarde de cháchara con Jordi Sevilla. Pedro Sánchez necesita también una jornada intensiva de esta naturaleza, pero sobre aritmética elemental. El buen hombre quiere formar un gobierno sumando los votos de su partido con los de Ciudadanos, en un acuerdo que éstos ya han dejado claro que no va a ir más allá de la investidura, si es que llega a tanto. Al parecer, este buen hombre espera de Podemos y del PP la caridad cristiana que no le han otorgado los varones de su partido, ni siquiera prometiéndoles que habrá poltronas que repartir. Pues, ¿qué quieran que les diga? Si éstos son los que nos han de gobernar, prefiero el desgobierno.