domingo, 1 de noviembre de 2015

Cuarenta años atrás

   De todos los procesos descolonizadores que Europa protagonizó en África durante el siglo XX, España participó en dos de los más vergonzosos, lo cual no está nada mal teniendo en cuenta que sólo llevamos a cabo esos dos. El primero, el de Guinea Ecuatorial, fue realmente brillante: les concedimos la independencia de modo negociado para, cuatro meses después, dejar al recién nacido Estado sin dinero e intentar volver a hacernos con el poder manu militari. Contribuimos, de ese modo, a hacer de Guinea lo que ha venido siendo desde entonces, una turbia dictadura, últimamente más turbia que de costumbre por los yacimientos de petróleo que se han hallado en el país.
   El segundo fue aún mejor. Desde el siglo XV, España había estado interesada en establecer cabezas de puente en el continente que sirvieran para cubrir las espaldas del archipiélago canario. Estas intenciones se materializaron durante el siglo XIX con la reclamación en 1885 del Sahara Occidental como territorio español. Cuando Franco decide lavarle un poco la cara al régimen entrando en la ONU y haciendo como si en España hubiese algo de modernidad y buenas formas, rápidamente se topó con el interés de este organismo por el tema de la descolonización. El régimen respondió con la doblez que es habitual en las dictaduras(*). Por una parte, el ministerio de Asuntos Exteriores se esforzó por mostrarle a la ONU un Sahara Occidental que llegó a ser, sobre el papel, ¡un territorio autónomo! Por otra, Carrero Blanco y sus secuaces dejaban claro sobre el terreno que no tenían la menor intención de cambiar nada. Hasta tal punto llegó la cosa que en el verano de 1972 el gobierno de la dictadura aprobó un decreto por el que se aplicaba la ley de secretos oficiales a todos los asuntos del Sahara, con lo que Asuntos Exteriores se quedó sin información del propio gobierno del que formaba parte acerca de lo que allí estaba ocurriendo. Y lo que estaba ocurriendo era muy fácil, desde finales de los sesenta se estaba reprimiendo salvajemente cualquier cosa que pudiera entenderse como un atisbo de oposición a los intereses españoles. Naturalmente, tal modo de proceder sólo podía tener un resultado posible, la creación del Frente Polisario y el inicio de la lucha armada contra la colonización. A partir de este momento, las cartas estaban echadas. 
   La intención del Frente Polisario era la proclamación de una república saharaui independiente. Por tanto, no podía buscar apoyos ni en Marruecos ni en Mauritania, dos países con reclamaciones territoriales sobre el Sahara Occidental. El único apoyo que les quedaba esperar era el de Argelia. Pero Argelia era un joven país de tendencias socialistas, un auténtico experimento basado en las nacionalizaciones y la autogestión de las pequeñas y medianas empresas que pocos podían entender por aquel entonces como algo diferente del comunismo. Dicho de otro modo, el Frente Polisario se presentó a la luz pública como el primer ejemplo de la nefasta influencia que Argelia podía ejercer sobre el norte de África a poco que se la dejase.
   Comprendiendo bien la situación, el gobierno de Marruecos inició una ofensiva diplomática cuyo rápido éxito es difícil de entender si se lo desliga del hecho de que este país ha sido siempre el mejor aliado de EEUU en la zona. La situación para Madrid comenzó a hacerse muy complicada. La presión internacional por un lado y de la propia población saharaui por el otro, hacía inviable el proyecto de permanencia indefinida en el territorio sobre el que, en realidad, se había estado trabajando en todo momento. Cedérselo a Marruecos era sentido hasta tal punto como una traición que desde dentro del gobierno español comenzaron a surgir voces proponiendo que se le entregase a las autoridades argelinas, valedoras del Frente Polisario y, por tanto, teórico enemigo de España en este asunto. De hecho, esta propuesta no llegó a prosperar por el posible disgusto que hubiese podido ocasionar en Washington. 
   En octubre de 1975, el Tribunal Internacional de Justicia dictaminaba que existían ciertos antecedentes de vasallaje del territorio en disputa hacia Marruecos. Aunque la sentencia del tribunal mencionaba que tal vasallaje no podía ser entendido en ningún caso como una soberanía territorial perdida, el gobierno marroquí se sintió legitimado para defender sus intereses con mayor vehemencia. En noviembre de ese año, Franco ha desaparecido de la escena pública, los rumores sobre su salud parecen tener en esta ocasión más fundamento que nunca y el gobierno de Hasan II decide que ha llegado su oportunidad. El 6 de noviembre la marcha verde traspasa la frontera marroquí y se adentra en territorio del Sahara Occidental. Oficialmente son 350.000 ciudadanos desarmados, malas lenguas afirman que muchos de ellos son militares y policías sin uniforme. No están solos. 25.000 soldados, estos sí, armados, los apoyan con una invasión en toda regla. El gobierno español ordena sembrar minas y que el ejército se atrinchere tras ellas. La ONU, alarmada ante lo que está ocurriendo, recuerda al gobierno español que ha contraído compromisos para la autodeterminación del territorio y aún hoy sigue reconociendo como única legítima la administración española. Pero el gobierno español se enfrentaba al significativo reto de ser un gobierno franquista sin Franco. Debió parecerles más que suficiente. El 14 de noviembre de 1975 se firman los acuerdos de Madrid por los que se le traspasaban todos los poderes que España ejercía sobre el Sahara Occidental a Marruecos y Mauritania. A Rabat le faltó tiempo para inundar el Sahara con colonos a los que se ofrecían todo tipo de facilidades y ayudas, mientras trataba a los saharauis como ciudadanos de segunda en su propio país. Esta política ha supuesto para Marruecos una sangría de dinero que se podría haber aprovechado para otras cosas, pero, claro, entonces quienes han conseguido licencias reales para explotar la pesca y, particularmente, el yacimiento de fosfato de Bucraa, no se hubiesen visto lucrados como lo han hecho. A este reparto de las riquezas del Sahara no han sido ajenos quienes ya podrán imaginarse. Los acuerdos de Madrid, entre otras cosas, incluían cláusulas comerciales secretas que hacían al antiguo INI copropietario de Fos Bucraa S. A. Si bien su participación en la empresa fue bajando hasta extinguirse, son empresas españolas las que transportan hoy día los fosfatos desde El Aaiún hasta Huelva. De allí los productos son distribuidos entre la diferentes factorías que la empresa norteamericana FMC Foret posee en España.
   Noviembre de 1975 es la fecha en que los saharauis descubrieron que, quizás, el colonialismo español no era tan malo como parecía, que se habían convertido en uno de esos pueblos orillados por la historia, que cualquier forma de justicia les pasó de largo. Relatar todos los informes que diferentes organismos internacionales han hecho sobre las violaciones de derechos humanos en el Sahara ahora administrado por Marruecos sería interminable. 160.000 saharauis viven en campos de refugiados en torno a Tinduf (Argelia). Las lluvias de este otoño han destruido sus casas. Diferentes organizaciones de apoyo españolas van a enviarles dinero, comida y ropas. Recibirán también el amparo de la ONU y del gobierno argelino. Podrán reconstruir sus casas muy pronto... aunque no allí donde debieron haber estado siempre.


   (*) Cfr.: Martínez Milán, J. M. "La descolonización del Sahara Occidental", en Espacio, Tiempo y Forma, S. V, Hª Contemporánea, t. IV, 1991, págs. 191-200.

domingo, 25 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (2 de 2)

   La mayor parte de la interacción médico-paciente en la que tanta influencia ha de tener la filosofía de Spinoza no se produce en las instancias en las que Delassus está pensando, sino en otras, a veces adyacentes y otras veces muy alejadas de ellas, las consultas médicas. Y aquí aparece un déficit capital en De l’éthique de Spinoza à l’éthique médicale que sería injusto achacar a algún género de fallo del autor pues es el déficit sistemático de todo eso que ha venido llamándose “ética médica”. El déficit consiste en entender esta “ética” como un deber que el médico tiene para con el paciente. Sería, pues, un derivado de su rol o de su profesión, una especie de útil adorno añadido a la bata o el estetoscopio y del que éste, el médico, se deshace en cuanto abandona su consulta y se dedica a los quehaceres diarios de cualquier mortal. Entender las cosas de semejante modo ignora dos hechos básicos que anulan cualquier pretendida fundamentación de una ética. El primero es que la ética es un componente intrínseco de las relaciones entre personas, no de las relaciones entre una persona y una bata o un estetoscopio. Los deberes, los derechos y las obligaciones que comporta cualquier relación ética implican a todos los individuos que forman parte de la misma en tanto que individuos. Exigirle a los médicos el cumplimiento de una serie de deberes añadidos a los ya contenidos en el ejercicio de la medicina pero que no les atañen en cuanto personas sino meramente en cuanto detentadores de un rol, resulta una contradicción en los términos. Los médicos sólo pueden vivirlo como una exigencia sobreimpuesta que no les aporta nada en el ejercicio de su trabajo y que, frecuentemente, conlleva molestas cortapisas. Todavía peor, estamos hablando de la profesión con la tasa más alta de suicidios. Un médico es un profesional confrontado diariamente con los límites de sus habilidades, que sabe cuántas batallas va a perder cada día y que todo el poder omnímodo que pusieron en sus manos al otorgarle un título no le va a servir para ganarlas. Si él mismo enferma, conoce perfectamente qué posibilidades tiene de superar su enfermedad y en qué estado y conoce, igualmente, que las buenas palabras y los gestos de apoyo que reciba de los que fueron sus colegas no pasarán de ser meras poses que su trabajo les exige. Es normal, por tanto, que los profesionales de la medicina adopten la actitud reiteradamente criticada por Delassus de esconderse tras un cientifismo aséptico para protegerse del profundo desconsuelo que podría suponerles considerar a su paciente algo más que un número. Si quieren se lo puedo resumir de otra manera, los médicos, más que nadie, necesitan de una ética que los ligue a sus pacientes y sin la que son incapaces de encontrarle ellos mismos un sentido a la enfermedad y la muerte. Esa ética, como valientemente ha señalado Delassus, está por construir. Y está por construir desde sus mismos cimientos, quiero decir, ni Spinoza, ni Leibniz, ni Descartes, ni ningún planteamiento filosófico que se halle medianamente contaminado de platonismo (lo cual vale tanto como decir, nada que se haya hecho en el mundo filosófico, al menos, de occidente), puede servir como suelo para construirla. Porque la cuestión está en que desde que Platón acusó al cuerpo de ser la cárcel del alma la filosofía occidental rara vez ha escapado a la tentación de declarar que el cuerpo es una enfermedad (págs. 142-3), conclusión ésta que figura en el frontispicio del big pharma
   Pasamos largas horas atrapados en edificios concebidos para la producción, no para la vida, bajo continuas amenazas, ora explícitas, ora implícitas, encadenados al temor al paro, a los accidentes o a la hipoteca. Pasamos nuestro ocio ante un televisor que no se cansa de recordarnos todas las enfermedades que podemos contraer, todos los males que nos pueden acontecer o con “sano” ejercicio en gimnasios que machacan nuestros tímpanos y en calles comidas de polución, cuando no tomando alcohol, fumando o cosas peores. Dormimos poco porque hay mucho que trabajar y muchas ocasiones para divertirse, porque no hay dios capaz de conciliar la vida familiar con la laboral, porque nuestro estrés, nuestros miedos y nuestra tos no nos permiten dormir más. Mejor no menciono la lista casi infinita de colorantes, de conservantes, de anabolizantes, de antibióticos, de fertilizantes, que sazonan nuestras comidas hagamos lo que hagamos. Y, todo ello, contando con que hayamos tenido la descomunal suerte de nacer en la parte feliz del mundo, allí donde la gente puede comer diariamente, beber algo parecido a agua potable y la vida suele valer más que el precio de una bala. Nuestro cuerpo no es una enfermedad, nuestro mundo lo es. Vivimos en una sociedad enferma, en una sociedad enfermiza, en una sociedad que nos entrega enfermedad a manos llenas y, mientras paseamos por ella, se nos quiere hacer creer que la enfermedad es la consecuencia inevitable de tener un cuerpo, todavía mejor, que el cuerpo y todo lo que ha de acontecerle es una enfermedad, cuando la única enfermedad son todas esas situaciones inhumanas que se nos obliga a vivir cotidianamente. 

domingo, 18 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (1 de 2)

   De l’Éthique de Spinoza à l’éthique medicale, es un libro publicado en 2011 por Éric Delassus con la intención de mostrar de qué modo los planteamientos de Spinoza pueden ayudar a crear un nuevo marco ético para la enfermedad. El intento es, desde luego, proteico y no es de extrañar que Delassus haya buscado la solidez de un sistema filosófico ya constituido para emprenderlo. Se trata, en efecto, de orientar al paciente sobre cómo debe entender la enfermedad sobrevenida, se trata de buscar los principios básicos que deben fundamentar la relación con su médico y se trata, entre otras cosas, de comprender en qué consiste la praxis médica. Que alguien haya tenido el valor de sacar la filosofía de la bonita torre de marfil en la que fue enclaustrada durante el siglo XX y volver a hacer de ella lo que siempre fue, una guía para la vida, es algo que no puede merecer otra cosa que nuestro encendido aplauso. Por si fuera poco, Delassus deja claro que, tal y como lo vive el enfermo, su cuerpo y su enfermedad son, ante todo, ideas con las que tiene que habérselas, destaca que la enfermedad es resultado de (y agente productor de) una historia en trance de hacerse y que, por tanto, considerar al paciente un número más en una estadística es resultado de una praxis médica castradora. Incluso halla valor y apoyos para oponerse al aplauso general que las leyes sobre la eutanasia provocan en cierta intelligentsia más preocupada por parecer progresista que interesada en conocer el género de progreso que están promoviendo.
   Desgraciadamente, ya se han enumerado todos los méritos de este libro. Y lo peor no es que el proyecto fuese demasiado ambicioso, lo peor es que resulta demasiado ambicioso para los presupuestos de los cuales parte. En efecto, por más que Delassus se empeñe en ello, el hecho de utilizar la filosofía de Spinoza no deja de parecer una decisión arbitraria. El “Spinoza” de Delassus es, en realidad, una filosofía determinista y, en consecuencia, un ideal de sabiduría entendida como el abandono de la búsqueda del sentido y del punto de vista del sujeto individual para centrarse en la totalidad de la naturaleza. Cuando se intenta ir un poco más allá e implicar otras ideas “de Spinoza” como la noción de conatus, Delassus topa rápidamente con una serie de límites que le llevan a reformular las nociones espinocistas hasta hacerlas difícilmente reconciliables con el filósofo de holandés. Llegados a este punto uno se pregunta qué necesidad había de acudir a Spinoza y qué se hubiese perdido apelando a los estoicos, en los que aquél se inspiró para todos los temas de los que Delassus saca provecho. Con todo, no es el peor problema del libro.
   Si bien es en el pensamiento francés en el que con más insistencia se ha tratado el tema de la medicina, existe en él un curioso desenfoque del que este libro es un ejemplo más. “Medicina” para los filósofos franceses parece significar “lo que se hace en los hospitales y en las facultades dedicadas a dicha disciplina”. Si hemos de atender al consumo de medicamentos, esta “medicina” ocupa actualmente menos del 30% de la praxis médica. De hecho, la tendencia es a volver puntual, casi instantáneo, el paso del paciente por los hospitales. Este desenfoque origina otro, a veces irónico y a veces sarcástico, el de considerar que la medicina tiene por objetivo acabar con la causa de las enfermedades (pág. 126). Si hemos de tomar al pie de la letra tal definición, se convertiría en un higienismo que ya Foucault criticó por devenir uno de los instrumentos del poder para penetrar los intersticios de la vida social. Así que sólo queda la otra opción, añadir el adjetivo “inmediatas” a las causas sobre las que debe actuar la medicina. El estrés, la contaminación, la proliferación de agentes químicos cuyo efecto a medio y largo plazo sobre el organismo humano es desconocido y, lo que es aún mejor, la ingesta habitual de medicamentos con todo género de efectos secundraios, deben ser adecuadamente alejadas de cualquier intervención médica y colocadas en una tierra de nadie sobre la que ninguna ciencia y, mucho menos, ningún poder político, debe ser competente. Pretender, por tanto, que la medicina cura o, todavía mejor, sacar del hecho de que para los pacientes la enfermedad es algo vivido, es decir, pensado y percibido, la conclusión de que “c’est tout d’abord le malade qui définit la maladie en fonction de ce qu’il ressent” (págs. 179-80), es, como digo, cruel sarcasmo. La enfermedad la definen los mismos que se aseguran de que los médicos no puedan curarla para que no les estropeen el negocio y que, sin duda, habrán aplaudido la aparición de este libro porque escamotea vilmente una de las cuestiones centrales de cualquier cosa que quiera llamarse hoy día una ética médica o, de un modo más amplio, una filosofía de la enfermedad, a saber, si hay ya argumentos éticos más que suficientes para prohibir que las empresas farmacéuticas sigan existiendo.

domingo, 11 de octubre de 2015

Das Auto (y 3. Vendiendo la plaga)

   Decíamos en la entrada anterior que los gobiernos europeos, democráticamente elegidos, piensan única y exclusivamente, en lo que es mejor para sus electores, sin parar mientes en lo que puedan decir u opinar grandes corporaciones industriales o países más poderosos. Un caso palmario lo tenemos en nuestro queridísssssssimo y amadísssssssssimo Sr. Presidente del gobierno, Don Tancredo. Su primera reacción al conocer el escándalo no ha sido clamar por los ciudadanos españoles estafados, no ha recordado todas las personas que han enfermado por culpa de las emisiones contaminantes ni la riada de dinero que se gasta el Estado en su atención. Lo primero que ha dicho es que espera que todo este escándalo no perjudique las planeadas inversiones de VW en España. Unos días después, nuestro ministro de industria, el Sr. Soria ha tenido a bien leer ante los medios de comunicación una nota de prensa redactada en Wolfsburgo en la que se dice que, pese a que los coches de la empresa alemana han contaminado entre 20 y 40 veces más de lo permitido, no existe fundamento alguno para exigirle la devolución de las ayudas que recibió por rebajar las emisiones contaminantes. Ya hemos explicado que en España pedir responsabilidades está mal visto. Uno empieza pidiendo la cabeza de quienes han organizado un complot mafioso y, como se lo deje, puede acabar pidiendo la cabeza de los políticos que nombraron a los directivos de las cajas de ahorros que nos metieron en el foso de la crisis. En Alemania las cosas son diferentes. Un alto ejecutivo monta un chiringuito para estafar a sus clientes y, cuarenta y ocho horas después de salir en la prensa el escándalo, se le obliga a dimitir... e irse a disfrutar tranquilamente de su multimillonaria pensión vitalicia. Pero no se trata de gobiernos cuyos miembros piensan en su futuro profesional cuando abandonen el poder antes que en sus gobernados, no se trata de empresas que usan el ecologismo para vender, se trata de algo más.
   En el coche se anudan tres características de nuestra civilización: imagen, consumo y viaje. Puede decirse que el coche aumenta el radio de acción de nuestros desplazamientos, pero lo que realmente hace es crear unos sujetos que no entienden su vida si no es como un continuo éxodo. Ciertamente, nuestra especie es viajera. No hemos dejado de explorar nuevos territorios desde que aparecimos sobre la faz de la tierra. Salimos de África, nos expandimos por Europa y Asia y realizamos una carrera para llegar cuanto antes desde Alaska a Tierra del Fuego. Sin embargo, hasta el surgimiento del coche, sólo eran unos pocos quienes viajaban. Hoy la inmensa mayoría de los miembros de nuestra civilización occidental realiza un desplazamiento diario que hubiese costado varias jornadas a nuestros antepasados.
   Naturalmente, no se puede viajar sin consumir. El coche es la máquina del consumo perpetuo. Incluso parado, el simple paso del tiempo exige revisiones, reparaciones y repuestos. Toda reducción de consumo aparente es, en realidad, una acumulación que acabará manifestándose como un desembolso superior al pretendido ahorro.
   Pero, para viajar, para consumir, hace falta poco más que cuatro ruedas, un volante y un motor de explosión. Las convenciones de coches antiguos, en perfecto estado de funcionamiento, lo demuestran. El aumento exponencial de los gastos asociados a la posesión de un coche, el transformarlo en el eje central de la industria de los más industrializados, caso de Japón o Alemania, exigía algo más, exigía sobredimensionarlo, exigía abstraerlo de su realidad, exigía convertirlo en imagen.  Imagen, en primer lugar, de sí mismo, pues no compramos el mejor coche, ni el más adaptado a nuestras necesidades, compramos el coche más grande, el de mejor apariencia, el mejor anunciado... el coche de cierta marca. Imagen de marca, pues, que al principio consistió en el color (Ford sólo fabricaba coches negros), después en el diseño y ahora, en esta época de la imagen en la que escasea la imaginación, en un logotipo tan grande como el volante. El color, el color que empezó identificando al coche, identifica ahora al concesionario, a los empleados, a las oficinas. Pero la imagen de sí mismo, la imagen de la marca, están incompletas sin alguien que las conduzca y para quien será parte de la imagen personal. Un individuo no es más que la imagen que proyecta mediante los productos que consume, entre otras cosas, el coche que se compra.
   Cuando un elemento tan característico de una cultura mata, envenena y enferma, se suele crear una mitología en torno a él que permita justificar o, al menos, ocultar, su naturaleza letal. Nos contaron que legislaciones cada vez más estrictas habían hecho a los coches menos contaminantes de lo que fueron nunca. Nos contaron que las revisiones técnicas protegían el medio ambiente y dejamos que nos metieran un sensor por nuestro tubo de escape como dejamos que en nuestras revisiones médicas nos metan una cámara por salva sea la parte. Nos contaron que la nueva generación de catalizadores harían nuestros coches tan respetuosos con la naturaleza como un árbol, mientras nuestros frenos, nuestros embragues y nuestros amortiguadores seguían emitiendo las mismas partículas cancerígenas de siempre. Ahora nos cuentan que una marca nos ha mentido, pero que todos los consumidores, incluyendo los de esa marca, pueden estar tranquilos, al tiempo que la patronal del sector hace piña con quienes han mentido...
   No hay que ser ingenuos, si un gobierno te considera una industria, da igual cuántos ciudadanos mates porque te protegerá. El proceso por el cual los coches contaminan, sus humos nos enferman y cada céntimo que ingresan en las arcas del Estado acaba saliendo de ellas con destino a los hospitales, no conforma un círculo vicioso, ni es la suma de incidencias aleatorias, constituye el corazón mismo del sistema capitalista, pues se trata de un proceso de creación de valor. Gracias al coche, el aire puro, la salud, la vida libre de un cáncer, han devenido algo escaso que cuesta trabajo conseguir, esto es, lo que económicamente se define como un bien. No nos venden coches, nos venden riqueza, es decir, toda esa enfermedad y muerte que ansiamos conseguir.

domingo, 4 de octubre de 2015

Das Auto (2. VWexit)

   El 22 de septiembre de 2004, el gobierno griego reconoció que había estado falseando los datos del déficit público, al menos, desde el año 2.000. Fue el inicio de una cuesta abajo en la que el euro ha acabado estando al borde del abismo. Desde el principio, Alemania, cuya banca tenía la mayor parte de los bonos griegos en manos extranjeras, adoptó la idea de que Grecia debía pagar por lo que había hecho, sometiéndose a una cura de adelgazamiento que devolviera al sector público el tamaño macroeconómico que, sobre el papel, debía tener. En la práctica eso significaba retirar de la circulación un monto equivalente a lo que se debía pagar a la banca alemana, por lo demás, bastante maltrecha. Para el ciudadano de a pie lo que se le venía encima era una letal mezcla de paro, disminución o desaparición de las ayudas públicas e incremento de tasas en todos los sectores o, si lo quieren de un modo resumido, la miseria para unas cuantas de generaciones. Reiteradamente, cuatro locos argumentaron que la austeridad conduciría al desastre en los países periféricos primero, pero, a medio plazo, allí de donde procedían buena parte de los bienes industriales que éstos compraban, es decir, Alemania. El gobierno de Frau Nein, por su parte, argumentó "desde la más pura ortodoxia económica" que “los griegos”, no su gobierno o sus políticos, sino todos ellos, habían mentido, habían jugado con la buena fe de los europeos, se habían estado llevando subvenciones y ayudas utilizando la más ruin de las mendacidades y que, por tanto, debían pagar. No había pues, inocentes en esta guerra, nadie que mereciera el perdón. Cada anciano que cobrase pensión, cada niño que tuviera que ir a la escuela pública, cada joven que se encontrase en el paro indefinido, estaba, simplemente, sufriendo el justo castigo de su pecado original. Cuando Super Mario Draghi acabó dándole la razón a los cuatro locos que clamaban en el desierto, lo tuvo que hacer rompiendo la sagrada regla de la unanimidad que había regido la toma de decisiones en el BCE, pues los cargos nombrados por el gobierno alemán seguían obstinándose en que, quien la hace, la paga.
   Ahora tenemos que la joya de la corona de la industria alemana, el grupo Volkswagen, ha mentido ruinmente en un intento nada disimulado por alcanzar cuanto antes el puesto de empresa que más coches vende en el mundo al servicio de la supremacía (automovilística) alemana. Resulta, que ha estado falseando datos, informes e informaciones, que ha llegado a diseñar un programita que mintiese sistemáticamente, que ha dedicado lo mejor de sus capacidades ingenieriles al lucrativo quehacer de los trileros. Resulta que, en sólo dos días y exclusivamente en capitalización bursátil, ha perdido más dinero de todo el que defraudaron los griegos durante cinco años. Resulta que, al menos una quinta parte de lo que se ha perdido, es propiedad del pueblo alemán, quiero decir, de los ciudadanos que pagan impuestos, pues ése es el porcentaje de activos que tiene el Land federal de la Baja Sajonia en la empresa, sin mencionar el que tienen otros Länder y ayuntamientos. Resulta que, comparados con sus propios compatriotas, el dinero alemán que han dilapidado los griegos acabará por ser calderilla de la antigua. Resulta que el cacareado ecologismo germánico es un simple eslogan para vender más y forrarse el riñón. 
   Si “el que la hace la paga”, VW tendrá que desinstalar el sofware ilegítimo de los 11 millones de coches en los que los ha instalado. Tendrá, igualmente, que remozar el motor de estos vehículos para que tal procedimiento no acabe por suponer una pérdida de potencia en dichos motores. Tendrá que apechugar con las demandas de quienes, pese a ello, se sientan estafados por la empresa. Tendrá que pagar las multas correspondientes en todos y cada uno de los países en los que ha infringido la ley y tendrá que hacer todo ello sin ayuda ninguna de las autoridades alemanas. La excusa de que hacer todo esto reduciría a VW a la insignificancia, que muchísimos trabajadores se verían abocados al paro, que sus familias, inocentes, se verán afectadas, no debe significar nada, como no lo significó en el caso del pueblo griego.
   ¿Será ésta la postura que adopte, realmente, el gobierno de Frau Nein? El ministro de finanzas alemán, el otrora dóberman durante la crisis griega, Herr Schäuble, ya ha advertido que, cuando esto termine, todo habrá cambiando en VW. Y su canciller, Frau Nein, ha apostillado: “para que todo siga igual”. El gobierno alemán no va a actuar como imparcial juez en esta descomunal estafa, va a “colaborar con VW”, para que sus trabajadores no se vean afectados. Se trata de un timo organizado y orquestado por los directivos de la empresa y, a diferencia del caso griego, son ellos y exclusivamente ellos, los que han de pagar las consecuencias. Consecuencias que no serán penales, pues la fiscalía de Braunschweig, que afirmó haber abierto una investigación contra el anterior jefe de VW, acaba de “descubrir”, previa llamada de la cancillería de su país, que, en realidad, no lo está investigando, ni a él ni a ningún directivo. Sus pesquisas se dirigen, únicamente, contra “empleados responsables”, gente lo suficientemente escasa en número como para no perder muchos votos y lo suficientemente alejada de las instancias en las que se toman decisiones como para no tener mucho que contar acerca de quién sabía qué. 
   Una de las cosas que caracteriza a la mentalidad alemana es asumir en todo momento que los argumentos y justificaciones que sirven para apoyar sus intereses no valen para el resto de la humanidad. Hay una lógica y unos hechos válidos cuando se trata de explicar por qué los alemanes hacen o quieren algo y otra, toto caelo diferente, cuando se trata de lo que el resto de no alemanes hacen o quieren. Afortunadamente, Europa no es un conjunto de Estados sometidos a Alemania. Estamos dotados de gobiernos fuertes y democráticos que harán todo cuanto esté en sus manos para defender los intereses (y la salud) de sus ciudadanos y no lo intereses de grandes corporaciones o de potencias extranjeras, ¿verdad que sí?

domingo, 27 de septiembre de 2015

Das Auto (1. Hibris)

   Algo muy común entre los dictadores es mostrar al mundo cierta imagen de progreso, de bienestar. Ciertamente, parecen decir, las libertades han sido suprimidas, pero la industria avanza. La creación de nuevas necesidades que el régimen puede satisfacer, esperan, hará olvidar a los ciudadanos otras necesidades que ha quedado prohibido satisfacer. Adolf Hitler no escapó a esta tendencia. Desde su llegada al poder, ansiaba la creación de un “automóvil del pueblo”, es decir, de las clases medias, que permitiera a éstas lucir con orgullo sus cadenas de ciudadanos de la nueva Alemania. Como cada una de las (pocas) veces que una idea venía directamente de la cabeza del Führer, no se puso límite alguno para su realización. Poco menos que se llevó a cabo un concurso público de ideas y, al ganador, que, obviamente, sólo pudo ser el mejor ingeniero automovilístico de la época, Ferdinand Porsche, al ganador digo, se le ofreció una ciudad creada de la nada, en la que él, sus empleados y sus máquinas pudieran instalarse con la libertad de quien ocupa una terra nullius. Así nació la Stadt des KdF-Wagens bei Fallersleben (es decir, la ciudad del coche de la fuerza a través de la alegría en Fallersleben), hoy conocida como Wolfsburg. La faraónica tarea de construir una ciudad, una planta de fabricación y, en definitiva, una industria automovilística de la nada, terminó como han terminado todos los “progresos” a los que han dado lugar las dictaduras del mundo, en estafa. Los ingentes gastos de tamaña empresa fueron pagados por el pueblo al que, supuestamente, iban destinados los vehículos, a razón de 5 marcos semanales, a cambio de convertirse en los propietarios del ansiado coche. Lo cierto es que los primeros coches que salieron de Wolfsburg fabricados por los prisioneros del régimen nazi, no fueron al pueblo, sino al frente, pues Porsche reconvirtió el que acabaría siendo su famoso “escarabajo”, en el Kübelwagen, eficaz vehículo todoterreno del ejército alemán. Su genio, no obstante, le permitió tener tiempo para mejorar el Tigre I y el Tigre II, los mejores tanques de la época. En cuanto a lo que quedaba del dinero al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se lo llevaron los rusos en concepto de reparaciones de guerra. El pueblo, el pueblo para quien era el auto, tuvo que comprarse su escarabajo, unos 20 años después de lo previsto, pagándolo desde cero.
   Mientras un Ferdinand Porsche, preso en Francia, contribuía al desarrollo del no menos famoso “cuatro caballos” de Citroën, las autoridades de ocupación británicas decidieron que no estaría mal ser ellos quienes les proporcionaran a los alemanes el coche prometido por Hitler. Les infundió ánimos, especialmente, comprobar que el diseño estaba muy alejado de la elegancia de los coches británicos, los cuales, debieron pensar, dominarían pronto el mercado a nivel mundial. Tan confiados estaban que hasta permitieron que la familia Porsche se les volviera a meter por la puerta de atrás en calidad de “empleado”, trago sin duda endulzado porque aquellos que compartían línea familiar con el ahora caído en desgracia genio de la automoción, ostentaban otro apellido, el de Piech, su antiguo abogado y yerno. Así, de una estafa, un cierto olvido y una miopía apabullante, nació una empresa llamada Volkswagen.
   Pero Volkswagen era sólo media historia... y media familia. Otra rama de los Porsche, la que procedía del hijo varón de Ferdinand, no había dejado de poseer nunca la empresa que el padre fundó. Porsche era una empresa rentable y exitosa, con una imagen de marca que muchos hubiesen deseado para sí. No obstante, como ese gemelo al que se le muere su hermano, sentía que le faltaba una mitad. En 2.008 inició una operación disparatada para quedarse con VW, en cifras de la época, una empresa 15 veces mayor. Desde un cierto punto de vista, tuvo, éxito pues llegó a obtener el 50% de la compañía. Otra manera de entender lo que sucedió es que Porsche se endeudó hasta tal punto que dejó de ser viable. El resultado fue que la rama Piech de la familia se quedó con el control de las dos compañías, es decir, VW absorbió Porsche. La herencia del abuelo fue, pues, como Alemania, reunificada y, como la Alemania reunificada, le volvieron a entrar viejas ínfulas hegemónicas. Estaban, en efecto, en posesión de una marca, de una ciudad, de un conglomerado de las mejores empresas automovilísticas de Europa, de una plantilla de trabajadores en una decena de países, de un proyecto que pondría a Alemania a la cabeza del mundo en la fabricación de coches durante mil años... Y fue entonces cuando cayó la hibris sobre Wolfsburg.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Confía en la máquina (2 de 2)

   Hace unos días viví una versión interesante de lo que expliqué en la entrada anterior. Mi padre me convenció de que era un riesgo innecesario tener todo tu dinero en un solo banco, así que heredé una miseria repartida en un montón de cartillas bancarias. Aunque he ido cerrando las que he podido, sigo teniendo más de las que quisiera. Cada cierto tiempo me veo en la obligación de trasladar efectivo de unas a otras antes de que lleguen las facturas. Estaba en una de estas operaciones cuando uno de los billetes que llevaba se atascó en la maquinita que utilizan los empleados de ventanilla para contar las cantidades. Como es habitual, la empleada del banco volvió a pasar el billete una, dos, tres veces, pero la máquina se negaba a contabilizarlo. “No te lo puedo aceptar”, me comunicó. “Me parece estupendo, le dije, pero lo acabo de sacar de la oficina del banco X que está a cincuenta pasos de aquí”. “A mí no me parece falso, pero lo habrán lavado o algo así y la máquina no me lo acepta”, fue su respuesta. Eché cuentas y lo que tenía que venir no era superior a la cantidad que había ingresado aún sin ese billete, así que me conformé. No obstante, volví a la oficina del banco X y tuve la suerte de encontrar la ventanilla de la que había retirado el dinero diez minutos antes vacía y con el mismo empleado a cargo. Le expliqué lo que me había ocurrido y con una sonrisa de confianza me dijo que si su máquina le había dado el billete, el billete era de curso legal. Como prueba, volvió a introducirlo en ella, y, una vez más, lo aceptó sin problemas. “De todos modos, para que no haya líos, te lo cambio en billetes más pequeños”. Así se resolvió todo, pero a mí me dejó con la intriga, ¿qué máquina tenía razón? 
   Si una máquina dice que un billete no vale y otra lo considera válido, ¿cómo se resuelve la contradicción? ¿con otra máquina? ¿cómo sabemos que una máquina no está estropeada? Aún mejor, ¿cómo sabemos qué máquina está equivocada? ¿en base a qué criterios, si no es otra máquina, declaramos sus lecturas incorrectas? Hay una versión que a mí me divierte más de este problema. Vamos al supermercado y, como es habitual en estos tiempos de crisis, hasta los billetes de cinco euros te los pasan por la máquina que los comprueba. La máquina pita. El empleado mira el billete, endereza un pico torcido y vuelve a pasar el billete. La máquina vuelve a pitar. El encargado de la caja mira otra vez el billete, le rasca una punta y ya no se molesta en enderezar nada, lo pasa otra vez. Si la máquina vuelve a pitar, lo seguirá metiendo en ella hasta que, por fin, deje de hacerlo. ¿Cuántas veces hay que pasar un billete por una de estas maquinitas para considerarlo “de curso legal”? Está claro que más de una vez, pero ¿cuántas? ¿tres, cinco, diez? Y si el billete es de curso legal y la máquina no está estropeada, ¿por qué hay que pasarlo más de una vez?
   En una reacción que suele ser muy frecuente, la compañías aéreas insinúan un error humano en cada accidente y los informes de las autoridades aeronáuticas, no se privan de incluirlos como una de las causas de cualquiera de ellos. El mensaje es claro: nuestras aeronaves son seguras, en cambio nuestros pilotos son una caterva de inútiles. Curiosamente, este mensaje suena tranquilizador a nuestros oídos. Si podemos confiar en la máquina no hay nada que temer. Estamos acostumbrados a desconfiar de las personas, en cambio las máquinas, ellas sí que son fiables. Carecen de emociones, de intenciones, de gustos, son imparciales y, en consecuencia, nunca se equivocan. Su dictamen será, por tanto, justo en cualquier caso. Semejante razonamiento, tan típico y comprensible, es disparatado porque se están confundiendo dos cosas muy diferentes. En efecto, una máquina, digamos un tubo Pitot, un ordenador o un lector de tarjetas, es la materialización de una serie de fórmulas matemáticas, es decir, un diseño, perfecto y aséptico en una pizarra. Lo que no suele entenderse es que no es ésa la máquina con la que vamos a tratar nunca. Vamos a tratar con máquinas que no son el producto de ningún diseño pues tienen que habérselas con el polvo, la suciedad y sus propias distorsiones causadas por el calor que ella emite, entre otras cosas. Confiar en que esa máquina no se va a equivocar, es una versión más de confiar en que el futuro será exactamente igual que el pasado, algo a lo que estamos acostumbrados aunque sea improbable.
   Por eso, porque nos negamos a entender que una máquina es un dispositivo tan sometido al tiempo y a las circunstancias como nuestras articulaciones si no más, siempre introducimos la idea del “error humano”, de que la máquina, la máquina ideal, nunca se equivoca y que, por tanto, debe haber sido un ser humano y no la máquina real, la que ha cometido el error. Es cierto que los seres humanos somos fuentes de errores sin fin. Es cierto que perdemos el sentido del riesgo y cometemos disparates. Es cierto que buena parte de nuestros errores vienen de no tener en cuenta los datos que nos ofrecen las máquinas. Pero también hay muchos errores que provienen de seguir fielmente sus indicaciones o, al menos, de creer que se están siguiendo fielmente. El problema está en que vamos hacia un mundo en el cual ni siquiera las más triviales de nuestras decisiones van a llevarse a cabo sin la intervención de máquinas. No es que hayamos creado máquinas que asesoran a los sujetos en cada paso de su vida, es que hemos creado sujetos que no son capaces de dar un paso en sus vidas sin la ayuda de una máquina. El caso de los coches sin conductor son un ejemplo muy claro. Si hemos de creer a los expertos, están al borde mismo del mercado. Ya no será el transporte aéreo, cada uno de nosotros se verá confrontado a una situación en la que delegará en una máquina llegar sano y salvo a su destino cotidiano. Nos acostumbraremos a ello, hasta que llegue el día en que una mala lectura de los datos nos conduzca a un desastre que nunca entenderemos por qué se produjo y que, tal vez, de recuperarse la caja negra de nuestro vehículo, pueda evitarse que se reproduzca en un futuro próximo. Pero hay un panorama aún más aterrador, ¿qué ocurrirá el día en que uno de estos errores se produzca en el núcleo de una máquina que está aprendiendo por sí misma?