domingo, 7 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (1)

   Tras la muerte de Sócrates, Platón emprendió un viaje, poco menos que iniciático, que, en su primera etapa, le llevó a Egipto. Desgraciadamente es poco lo que sabemos de la estancia de Platón en Egipto, qué templos visitó y a qué nivel doctrinal se le permitió acceder, aunque su identificación del sol con el bien nos permite intuir que semejante visita (si es que se llegó a producir) causó un profundo impacto en el joven Platón. No menos impactante fue la segunda estancia de dicho viaje, la Magna Grecia. Dos ciudades destacan de esta etapa. La primera fue Tarento, aristocracia de raigambre pitagórica, cuyo tipo de gobierno y,  probablemente, la numerología en que se basaba, también será recordada por Platón en su República. Menos trascendencia pareció tener en aquel momento, la otra ciudad visitada por Platón, Siracusa. 
   Siracusa era una tiranía ejercida por Dionisio el Viejo. Había inaugurado su mandato liberando a toda Sicilia de los bárbaros, lo cual hizo de él un político temido y respetado que llegó a tener en sus manos la unificación de la isla. Su desastrosa gestión posterior, acabó haciéndola imposible. La propia Siracusa, en tiempos de la visita de Platón, languidecía mientras sus habitantes se dedicaban, según testimonia Platón, a atiborrarse de comida un par de veces al día y a procurarse un compañero/a de lecho. En este ambiente de decadencia, sin embargo, Platón encontró un alma pura, el joven Dión, emparentado con el tirano, sobre el que sus enseñanzas ejercieron un poderoso influjo, hasta el punto de que dedicó el resto de su vida a lograr que su ciudad fuese gobernada no por una persona concreta, sino por leyes excelentes. La muerte de Dionisio el viejo pareció marcar el momento oportuno para ello. Dión, qua aprendió mucho de las doctrinas de Platón pero poco de la naturaleza humana, creyó ver en su hijo y sucesor, Dionisio el joven, al gobernante ansioso de sabiduría que podría conducir a su ciudad a un gobierno justo.
   En su carta VII, Platón nos cuenta cómo recibió invitaciones por parte de Dión y del propio Dionisio, para ir a Siracusa y contribuir a instaurar un gobierno henchido de filosofía. Aquí es preciso hacer algunas referencias cronológicas. Estamos en torno al 389-386 a. de C. Platón tiene alrededor de 40 años y ha comenzado a escribir diálogos en los que resulta claro que, si bien sigue hablando por boca de Sócrates, las doctrinas que éste expone no corresponden al Sócrates histórico, sino al propio Platón. No obstante, la carta VII, en la que se nos narran todos estos acontecimientos es muy posterior, en torno al 360 a. de C. Quien habla a través de ella es ya un Platón anciano, que recuerda los acontecimientos a la luz de su desenlace final. Este Platón anciano ha contado en La República y Las leyes, sus ideas políticas, pero  cuando encontró a Dión, no había publicado todavía nada al respecto que sepamos. En la época en que recibe la invitación para ir a Siracusa, Platón es, por tanto, un filósofo conocido y reputado, que aún no ha dado lo mejor de sí y cuyas ideas políticas deben conocerse entre sus coétaneos por sus palabras, no por sus escritos. Es a este filósofo, joven y con una reputación por hacer, al que se le ofrece la oportunidad de crear un Estado preñado de su filosofía. Si triunfa, su fama como político impulsará y, probablemente, sobrepasará a su fama como filósofo. Si fracasa, es lógico que Platón temiese que su nombre quedara irremediablemente ligado a todas las miserias políticas que iban a producirse, manchando y arruinando cualquier grandeza que pudiera hallarse en su filosofía. Este dilema platónico puede formularse de un modo más general y de terrible actualidad en España: ¿debe el filósofo participar en política arriesgándose a que todo su esfuerzo teórico quede embarrado por las miserias de la ambición humana o acaso debe restringirse a su labor crítica con la realidad, arriesgándose a que tomen su necesario distanciamiento por cobarde refugio en una torre de marfil?

domingo, 30 de noviembre de 2014

Personal branding (y 2)

   El objetivo del personal branding es que los clientes potenciales nos elijan preferentemente en virtud del relato que hagamos de nuestras habilidades y no de una competencia basada en el precio. De esta manera, se nos afirma, lejos de estar sometidos al mercado, le obligaremos a bailar a nuestro son, o dicho de otro modo, renaceremos como hombres libres. El hombre libre ha descubierto que se vive mejor sin jefes, que debemos aprender a vender lo que hacemos, la marca personal nos dota
“de la libertad individual frente al poder establecido o el borreguismo que lo ha impregnado todo... El posicionamiento de la marca personal o reputación tiene mucho de causa, de revolución personal, de vivir la vida de un modo mucho más intenso, auténtico, consciente y responsable. Porque, en definitiva, el posicionamiento de la marca personal o reputación tiene un alto componente humanista, de autoconocimiento, de desarrollo de relaciones personales y de autenticidad y honestidad” (pág. 39) 
Huelga decir que no estamos ante una explicación de qué es la marca personal, cosa imposible de hallar en este volumen, sino ante el discurso de alguien, Andrés Pérez Ortega, que está vendiendo algo. Nos está vendiendo su producto, pues es uno de esos que va entregando por ahí una tarjetita donde pone “experto en marca personal”. Quizás deba ser más exacto. El Sr. Pérez Ortega no nos está vendiendo su producto. Se lo está vendiendo a quien puede comprarlo. Recordemos los tréboles. El nuevo mercado laboral debe funcionar como lo hace Hollywood. El cine fabrica, desde hace años, anuncios en gran formato de las nuevas relaciones laborales. Cada profesional trabajará con una empresa, con ocasión de un proyecto, con independencia de que conozca a sus colaboradores o no, valiéndose únicamente de sus propias fuerzas frente a las leyes del mercado y reproduciendo mercancías tan estandarizadas como lo son las películas actuales (pág. 32). Quienes son subcontratados para fabricar el producto final, no pasan de ser extras, masa indiferenciada. Ningún obrero, cualificado o no, puede tener una marca personal. Son, han sido y serán borregos. Los “hombres libres”, los elegidos para vivir la vida más y más intensamente, los protagonistas de la historia, los dedicatarios de este nuevo humanismo, son los ejecutivos, destinados a tomar decisiones y cambiar el mundo en el sentido que ellos decidan. No hay motivo para preocuparse del resto de mortales, pobres borregos, que sólo pueden estar destinados a proporcionar la lana con la que aquéllos se abriguen.
   Ahora bien, ¿para qué necesita este nuevo Übermensch un especialista en marca personal? Aquí es donde aparece Alfonso. Alfonso es un buen profesional, honesto y responsable, ha trabajado duro para llegar donde está. Tanto ha trabajado que no ha tenido tiempo de hacer lo que todos hemos hecho un día de aburrimiento, buscar su propio nombre en Google. Es su papá el que lo hace y hete aquí que el primer resultado que aparece es un infundado artículo periodístico que lo pone de vuelta y media. ¿Qué hacer? ¿Cómo podría salir Alfonso de este atolladero? ¿Acaso no podría ocurrirnos esto mismo a todos? ¿Y si hubiese pasado ayer, esta mañana, hace diez minutos? ¿De verdad es Ud. capaz de vivir sin un consejero en marca personal que le explique cómo salir de semejante situaciones? ¿Cómo evitará que la chica de sus sueños halle esas fotos suyas, medio borracho, en Internet, por muy borrego que Ud. sea? Esta es la ventaja de argumentar mediante ejemplos. A poco que uno se descuide, se verá enredado en una narración que, en realidad, ya no es un ejemplo, es un mito y, por alguna razón que un día entenderemos, los mitos, como los cuentos, desconectan la parte racional de nuestro cerebro para meternos en un mundo en el que caben todas las patrañas imaginables.
   Es un clásico del amor en los tiempos de Internet, buscar en Google el nombre de ese chico al que acabamos de conocer en una cafetería. Digo “chico” pues ya sabemos que a los hombres nos da igual si nuestra futurible es una asesina en serie siempre que esté güena. Lo que el Sr. Pérez Ortega no le explica es que la chica sólo buscará en Internet el nombre del chico que ha conocido si ha conseguido interesarla. Y esto, que vale para las chicas, vale para las empresas. Nadie se va a preocupar de buscar su reputación en la red si no ha logrado llamar su atención. Dicho de otro modo, con independencia de lo que se haya gastado en un asesor de marca personal, nadie va a contratarle si no le atrae su modo de ir vestido, su peinado, el modo en que narra lo que  es capaz de hacer por él, o lo que otros cuentan que les hizo. Si quieren se lo resumo aún más: en este mundo nadie contrata a quien no está dispuesto a venderse en todos y cada uno de los sentidos de este verbo. Nos hemos topado, por fin, con la verdad que procuran ocultar 178 páginas dedicadas a mezclar la filosofía de Platón con Georgie Dann, a que un presidente de una asociación de consumidores se felicite por lo bien que está contribuyendo a controlar el respeto al horario infantil en las cadenas de televisión, a que un directivo de Telemadrid nos aclare cuándo se quitó las gafas, a que se nos recuerde, una vez más, que el muro de Berlín cayó, que las torres gemelas fueron derribadas y que vivimos en un mundo global (algo de lo que es responsable Magallanes y no Internet, como sostienen los que verdaderamente merecen el calificativo de "borregos") y, por encima de todo, a que se nos refriegue por la cara, el happening tan encantador que un grupo de “amigos de las ideas” se montaron en 2010, con dinero público, utilizando como excusa el personal branding

domingo, 23 de noviembre de 2014

Personal branding (1)

   Acabo de leer un libro(1) escrito por
“un grupo de amigos de las ideas. Son, somos, un grupo de personas convencidas de una idea, a saber, que una sociedad mejor sólo es posible gracias a la suma de mejores personas. Personas que gestionan eficaz e inteligentemente su propia identidad para construir un mundo mejor” (pág. 177). 
Se trata de un libro financiado con dinero público, en concreto de la Comunidad de Madrid, bajo el sello de “Madrid Excelence” y que el propio Consejero de Economía y Hacienda, el señor Beteta, se permitió prologar hace tres años. Su tema es el personal branding. Hace ya un cuarto de siglo, Charles Hardy creó el concepto de organizaciones en trébol. Según Hardy, las empresas que quisieran adaptarse a los tiempos modernos debían abandonar la idea de que fuesen eso, una empresa y deslabazar sus habilidades en tres compartimentos estancos. Por una lado, un pequeño núcleo de empleados vinculados a la firma matriz por contratos blindados y que se ocupasen de las tareas más cercanas al núcleo mismo de la organización. Dicho en plata, por una lado tendríamos los que se encargan de firmar las cartas. Por otro lado estarían los profesionales altamente especializados, de gran capacidad creativa y vinculados a la empresa por contratos puntuales, pues su empleo sería a tiempo parcial, únicamente para idear y desarrollar productos concretos. Finalmente, existiría una masa de subcontratados en pésimas condiciones laborales y peor pagados, que se encargarían de “las tareas repetitivas”, es decir, de fabricar lo que otros van a vender.
   Al bueno de Hardy nadie le explicó que los tréboles son considerados malas hierbas por los campesinos y que hacen cuanto pueden por erradicarlos. De hecho, su invento causó furor entre tantos otros que lo ignoraban todo acerca del cultivo personal, profesional o de pimientos. Desaparecida la empresa, era necesario deshacerse del concepto de carrera profesional. Lo mejor que podemos conseguir laboralmente es una sucesión interminable de contratos puntuales que nos proporcionarán un exiguo porcentaje de nuestros ingresos anuales a cambio de entregarles todo el entusiasmo imaginable en un ser humano. Desde luego, no se nos dijo que semejante visión de las organizaciones virtuales conllevaba tirar por la borda la noción de que, como denota el término “empresa”, todos los embarcados en ella deben tener un objetivo común. El sentido último de las decisiones, que los seres humanos tanto necesitamos tener presente, dejaba así paso a una estandarización imprescindible y laminadora de cualquier atisbo de creatividad. Tampoco se nos mencionó el hecho de que hace décadas que los estudios empíricos comenzaron a demostrar que la falta de compromiso de los empleadores con sus trabajadores es sistemáticamente devuelta por éstos con una disminución de su eficacia y/o rendimiento. ¿Por qué habrían de poner todo su ingenio y entusiasmo al servicio de un proyecto por el que no pagan lo necesario para llegar a fin de mes los trabajadores a tiempo parcial? Pues por el personal branding. Cada uno de nosotros debemos convertirnos en autónomos, en emprendedores, en explotadores de una microempresa cuyo único activo seremos nosotros mismos. Se trata, pues, de posicionar nuestro nombre, de hacer que nuestras capacidades nos diferencien del resto, de construir una marca identificable en el mar inmenso de profesionales que se ocupan de lo mismo que nosotros. Y aquí comienza la ceremonia de la confusión en la que unos consejos útiles para sobrevivir a la crisis se convierten en una máquina trituradora de individuos.
   En efecto, el origen del concepto es significativo. Aunque los autores de este texto se cuidan muy mucho de decirlo, el padre del cordero no es otro que Tom Peters, el hombre que sirvió en el ejército norteamericano matando “charlies” hasta que se le abrieron las puertas del Pentágono y la Casa Blanca durante la administración Nixon. Ya hemos hablado de él por su faceta más popular, la de autor de ese bestseller del neoconservadurismo que fue En busca de la excelencia (quizás ahora entiendan lo de “Madrid Excelence”) y que recopilaba las fórmulas que habían llevado al éxito a un puñado de empresas que, precisamente por seguir las recomendaciones de Peters, acabaron desapareciendo una tras otra pocos años después de que él se hiciera famoso. Cuando quedó claro que Peters era tan veraz como la administración para la cual sirvió, huyó hacia delante montándose en un nuevo concepto, el de personal responsability que en 1999 acabó convirtiéndose en personal branding
   Personal branding es fácilmente traducible al español. Sin  embargo, si Ud. lee el volumen del que estamos hablando, encontrará que no se lo hace equivaler con “marca personal”, como parece obvio, sino con “reputación”. ¿Por qué? Personal responsability, responsabilidad personal, es ciertamente ambiguo, alude tanto a la necesidad de responder de lo que uno ha hecho, como a la exigencia de veracidad en los datos que se aporta en una biografía, como, aún peor, al compromiso, tácito o explícito que adquirimos con todo lo que nos rodea. Todo ello muy ético, tanto que resulta poco aplicable al mundo empresarial. “Marca personal” es algo mucho más adecuado al management. Implica que, a todos los efectos, somos lo que le parecemos a los demás, que una persona es el conjunto de sus actos y, en consecuencia, que firmar un contrato con alguien implica el compromiso íntegro de esa persona con la empresa. Dicho de otro modo, el trabajador ya no vende su fuerza de trabajo, se vende él, en su total integridad, pues, a todos los efectos, es lo que el contratante percibe. La marca personal, se convierte exactamente en lo contrario de lo que Kant llamaba “dignidad”, es decir, el hecho de que el ser humano tiene algo que no puede ser intercambiado por dinero. Alguien con dignidad tiene reputación. La reputación es algo que tiene una persona, no algo que la persona sea. Puede apoyarse en ella para conseguir un trabajo. Marca personal y reputación no son dos términos sinónimos como se nos está colando de estraperlo en este libro (porque no se puede argumentar nada que contribuya a asemejarlos), son dos términos antónimos, designan dos modos contrapuestos de entender al ser humano, como una mercancía que se compra y se vende y como un ser digno con un sólido fundamento.
   La propia historia de Peters puede usarse como ejemplo de lo que acabamos de decir. Si la marca personal fuese lo mismo que la reputación, nadie hubiese comprado jamás un libro suyo tras la estafa que supuso En busca de la excelencia. Sin embargo, Peters ha podido continuar su exitosa carrera como gurú del management precisamente porque se ha convertido en una marca, la marca que siguen tantos neoconservadores deseosos de repetir eslóganes. Si tiene la paciencia de rastrear lo poco que, después de todo, se nos dice en este libro de la marca personal, comprobará que estamos ante una destilación metafísica de lo que podía encontrarse en los anuncios de contactos de la prensa madrileña hace unos años. En ellos, ante la imposibilidad de adjuntar fotos, cada meretriz contaba una minihistoria que iba desde la descripción de sus habilidades amatorias hasta los motivos por los que su marido la dejaba insatisfecha, pasando por incitantes relatos de colegialas aburridas, de ninfómanas ardientes, o de candorosas principiantes, ejemplos prácticos, al cabo, de los consejos que aquí se vierten a la hora de redactar un curriculum. Tan obvias son las semejanzas que los diferentes autores no se cansan de advertirnos que crear una marca personal no significa venderse. Y es verdad, porque no se trata de fingir, se trata de entregar, a cambio de algo que no merece ni el nombre de salario, aquello que hay en nosotros de personal, único e irrepetible, es decir, lo que nos hace seres humanos. 


   (1) Personal branding... hacia la excelencia y la empleabilidad por la marca personal, Madrid Excelente, Madrid, 2011.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Un paseo por África

   Una de las pocas cosas buenas que está teniendo el ébola es que han vuelto a aparecer noticias de África en nuestros periódicos, de modo que ya no hace falta ir a la prensa de esos países o a la prensa francesa, para saber qué ocurre con la séptima parte de la población mundial. Por supuesto, se nos está informando de esa enfermedad, que ahora se nos ha vuelto tan importante y que puede que nos preocupe un par de semanas más antes de la llegada de las compras navideñas. Lo interesante es que las últimas noticias de África deben estar sorprendiendo al lector medio, acostumbrado a pensar que los que viven por debajo del Sahara se desayunan el león que han cazado por la mañana. 
   Liberia, país que ha vivido hasta hace poco el último episodio de la guerra civil que parece conformar toda su historia, pobre y devastado donde los haya, parece estar superando la terrible epidemia de ébola que lo ha golpeado particularmente. Ante el asombro de los expertos, que no acaban de creérselo, la tasa de infecciones ha caído hasta el punto de que algunos de los hospitales de emergencia que se crearon para tratarlo están sin pacientes. Por motivos que, desde luego, habrá que estudiar, el estado de emergencia y otras medidas draconianas decretadas por el gobierno (por cierto, encabezado por una mujer), han funcionado como nadie esperaba que lo hicieran. Ahora habrá que ver si se trata efectivamente del fin de la pesadilla o de una mera pausa y, cuestión no poco relevante, qué va a ocurrir con la ayuda médica que Occidente le había prometido y que está comenzando a llegar, porque el ébola se ha ido, sí, pero el sistema sanitario de Liberia sigue siendo un deseo más que una realidad. En cualquier caso, tenemos aquí una lección interesante, a saber, que cuando un gobierno se toma en serio esta enfermedad (y no como el gobierno español), erradicarla es posible.
   Contemos ahora una historia típica de África. Un presidente que hacía y deshacía en el país a su antojo, decide que a sus 63 años merece un nuevo mandato pese a que la Constitución hecha a su dictado lo prohibía. Va, pues, colocando a amigos y secuaces por todos los altos puestos de la administración para allanar el camino y, un buen día de otoño, tiene a bien comunicarle a sus conciudadanos la grata nueva. Al fin y al cabo, una maniobra con ilustres precedentes, en Africa y en los lindes europeos (llámense Rusia o Turquía). Incrédulo, vio cómo el pueblo se lanzaba a la calle en protesta por sus tejemanejes y cómo la revuelta, lejos de ir cediendo, incrementaba su amplitud y violencia, hasta que unos cuantos de generales consideraron que había llegado el momento de tomar las riendas de los acontecimientos. De entre ellos, el que se dio más prisa se llama Isaac Zida y es teniente coronel. Hay, desde luego, un aire de déjà vu en toda esta historia. Pero vayamos a los detalles.
   Para empezar, Blaise Campaoré, el protagonista de esta historia, llevaba, 27 años en el poder, es decir, 8 más de los que pasó Manuel Chaves el frente de la Junta de Andalucía sin que nadie nos acusara demasiado alto de ser una república bananera. Desde luego, si los políticos ponen un máximo de años a su mandato es porque guardan un as en la manga. Tampoco es lógico limitar el gobierno de un líder exitoso. El problema está en que pocos políticos españoles merecen el calificativo de líderes y mejor no mencionar lo de exitoso. 19 años en la misma poltrona son muchos años para alguien que, simplemente, estaba esperando la llegada de su tren para Madrid. Mirado objetivamente, pues, Burkina Faso posee elementos en su Constitución que no estaría de más introducirlos aquí. Por otra parte estamos hablando del país que ostenta el puesto 129 en lo que se refiere a la clasificación de riqueza mundial pero que en los últimos años ha estado creciendo al envidiable promedio de un 6,5% anual, que bien quisiéramos para nosotros. Fruto de ese crecimiento ha sido que esta revuelta se haya llevado a cabo a ritmo de tuits y whatsapps, pues hasta un 70% de su población tiene móvil. Y, por cierto, ayer el ejército aceptó la carta de transición que debe conducir próximamente al país a la democracia.
   Claro que si de lo que queremos hablar es de riqueza, la referencia inevitable es Nigeria. Espejo de África desde hace décadas, los altos precios del petróleo (estamos hablando del mayor productor africano), el comercio electrónico, las telecomunicaciones y la emergente industria cultural, han convertido al país más poblado de África en la primera economía del continente por delante de una atribulada Sudáfrica que ya no parece ser capaz ni de hacer buen rugby. Hasta tal punto está viviendo un despegue económico que, en medio de una crisis terrorista de enormes proporciones, se están poniendo los cimientos de Eko Atlantic City, una ciudad para multimillonarios en la que puedan refugiarse del caos y el polvo de la capital. Tendrá rascacielos, hoteles de superlujo, avenidas ajardinadas, ostentosos centros comerciales y, por supuesto, un área para el tránsito y alojamiento de los 100.000 empleados que, se calcula, necesitará la zona. Todo por repatriar a una élite económica que actualmente reside, casi de modo permanente, en los EEUU.
   Podríamos seguir con Zambia, donde el fallecimiento del presiente electo Michael Sata, ha colocado al frente del país a un blanco, Guy Scott, algo tan chocante como que en España gobierne un vasco o en Italia una mujer. O con Botswana cuyas últimos comicios han sido elogiados por la comunidad internacional como modélicos y, para más inri, el Tribunal Supremo de Justicia ha sentenciado que los colectivos de gays y lesbianas tienen tanto derecho a existir como cualquier otro colectivo ciudadano... No obstante, creo que ya ha quedado bastante claro que se acerca el día en que, más que ir a África a dar lecciones, deberíamos ir para aprender.

domingo, 9 de noviembre de 2014

¡Qué sueño! (y 2)

   No faltan estudios “científicos” que señalan a tal o cual gen como el responsable del número de horas que necesita dormir una persona. Entran dentro del estándar característico de este género de literatura. Más o menos es el siguiente. Se busca a una familia (ciertamente, como la de Maribel, extraña) en la que alguno de sus miembros presenta un comportamiento promedio anómalo. Con gráficas y un buen aparato matemático, se escamotea bajo la alfombra el hecho de que el promedio de dos, tres o media docena de individuos, nunca es un dato significativo para nada. A continuación se modifican unos ratones genéticamente y se les somete a varios experimentos que nunca durarán tanto como la vida de un ser humano, pues únicamente se trata de confirmar nuestra hipótesis. Bien resumido, un artículo de estas características será acogido con los brazos abiertos por cualquiera de los dos grandes voceadores del determinismo genético, las revistas Science y Nature. Y todo ello, sin que hallamos acrecentado en lo más mínimo nuestro conocimiento sobre nuestro objeto de estudio, a saber, qué es dormir.
   Dormimos “para descansar” o “para recargar baterías”, lo cual son explicaciones tan fructíferas como decir que dormimos para estar despiertos. El “descanso” es completamente diferente al que se produce cuando nos sentamos o tumbamos en un sofá, pues difícilmente aguantaremos ocho horas en esa posición. Aún más, los sonámbulos que se pasan media noche dando garbeos se despiertan tan “descansados” como el resto de los mortales. Desde luego, nuestro cerebro, el órgano principalmente implicado en el dormir, ni “descansa”, ni se “recarga” de un modo fácilmente explicable. La noche es un período de intensa actividad cerebral. Es cierto que durante una primera fase, ésta va aminorando y el cerebro parece ir dirigiéndose hacia una plácida inactividad. En una segunda fase, esta placidez es interrumpida por bruscas pinceladas de excitación, desembocando en un período en el que todo el cuerpo, incluyendo el ritmo cardíaco y el respiratorio, van disminuyendo. Al cabo de unos noventa minutos aparece la primera de las fases REM. 
   Durante la fase REM, la respiración, el ritmo cardíaco y la temperatura corporal son comparables a las del estado de vigilia. Al bloqueo de las zonas encargadas del raciocinio se une ahora el de las neuronas motoras, con lo que el cerebro queda, por decirlo así, aislado del cuerpo. Los ojos, sin embargo, se mueven a toda velocidad, dando nombre a este período. Típicamente es en esta fase en la que se producen los sueños. El final de la fase REM viene marcado por un despertar, que suele durar un par de segundos y del que, habitualmente, no somos conscientes. Después el cerebro reinicia todo el camino anterior desde el principio, cayendo en una nueva fase REM. Este ciclo de caída y salida de la fase REM suele repetirse cuatro o cinco veces durante la noche, alargándose la duración de esta fase con cada recaída en ella. En total, un ser humano adulto pasa entre noventa y ciento veinte minutos en fase REM. Parece que esta etapa dura más en los niños hasta llegar a las ocho horas en los recién nacidos y a las quince en los fetos. También se ha detectado fase REM en los primates y en varios tipos de animales. No obstante, si nuestros conocimientos acerca del dormir son escasos, nuestra ignorancia es supina cuando nos referimos a su filogénesis. Apenas si se ha estudiado el sueño en cincuenta especies animales y los resultados son cualquier cosa menos esclarecedores. Parece que todos los mamíferos experimentamos la fase REM, pero su duración y los cambios fisiológicos que produce son extremadamente variados de una especie a otra. El caso extremo son los mamíferos marinos. La foca, por ejemplo, duerme como nosotros cuando está en tierra. Si está en el agua, duerme con un ojo abierto y una aleta, encargada de mantener la posición corporal, en movimiento. El otro ojo está cerrado y la aleta de ese lado en reposo. Los delfines parecen poder mantenerse activos durante cinco o seis días sin que ello implique, a continuación, la necesidad de un período de reposo prolongado. En el caso de las crías este período de actividad sin aumento de la necesidad de reposo puede durar hasta seis semanas. A partir de ahí, descendiendo por la escala animal, definir qué es dormir se vuelve cada vez más complicado, no hablemos ya de sus fases. No hay unanimidad, por ejemplo, sobre si los reptiles tienen o no fase REM. Si se entiende por dormir un estado de reposo al finalizar el cual se necesita de un cierto tiempo para volver a la actividad normal, entonces hay especies, como ciertas ranas, que no duermen, mientras que otras sí lo hacen.
   Fisiológicamente, la reparación del organismo y la secreción de hormonas, se llevan a cabo en las primeras fases del dormir, con lo que, todo lo demás, hay que atribuírselo a necesidades cognitivas. De hecho, todos sabemos que lo estudiado antes de irse a la cama se retiene con más facilidad y hay experimentos que correlacionan la actividad durante la noche con los aprendizajes realizados durante el día. La teoría más aceptada hoy sugiere que los sueños están vinculados, precisamente, con esa tarea de “archivar” la información recopilada durante la vigilia. Dormir, es, por tanto, fundamental para aprender y, si hemos de creer los relatos de numerosos artistas, científicos e inventores, fundamental para la creatividad. En cualquier caso está claro que si la feroz selección natural nos ha hecho llegar hasta aquí pese a que dediquemos un tercio de nuestra vida a dormir, por algo, por algo muy útil, necesario e importante, será. La manía que existe en nuestras sociedades por acortar las horas de sueño, va dirigida, en consecuencia, contra algo que la madre naturaleza considera inexcusable y sólo puede entenderse como otro de los efectos desnaturalizadores de nuestra forma de vida. 
   Y, ahora, por fin, creo que me puedo ir a dormir.

domingo, 2 de noviembre de 2014

¡Qué sueño! (1)

   Es frecuente aludir a nuestras sociedades con los calificativos de “pos-industriales” o “pos-capitalistas”. Son pseudodescriptores bastante útiles porque hacen pensar en un apocalipsis que ya pasó, en una tragedia de la que podemos lamentar sus consecuencias (como hacen los “progresistas”) o festejar que no nos mató (como hacen los conservadores), pero que, en cualquier caso, dado que forma parte del pasado, ya es algo inamovible, que no dejará de determinar nuestro futuro. Mucho más acertado es referirse a nuestras sociedades actuales como sociedades virtualizadas (pues todo, desde el sexo hasta la democracia, es virtual), medicalizadas (pues el ser humano por naturaleza, es decir, sin el aditamento de una pastillita, nos parece un ser enfermo) o somnolienta. Este último calificativo, el de sociedad somnolienta, describe fielmente la realidad y, sin embargo, resulta sistemáticamente olvidado. No es casualidad. En nuestra cultura el dormir ha sido arrinconado como un proceso improductivo o, aún peor, como una etapa de nuestras vidas en la que no se consume, por tanto, debe ser algo así como la muerte. De hecho, para dormir bien no hace falta comprar nada más que un colchón y una almohada, productos que, por muchos esfuerzos que ha realizado la industria, son casi imperecederos. En consecuencia, ni siquiera la tan cacareada Declaración Universal de Derechos Humanos se molesta en dedicar unas palabras al derecho al buen dormir. La enconada pugna entre capitalismo y comunismo ocultaba, en realidad, un acuerdo profundo, la exigencia de que los obreros durmieran lo menos posible, pues tanto para unos como para otros, el trabajo ennoblecía a los seres humanos y la disputa estaba, únicamente, en cómo debía desenvolverse éste, no en que fuese mucho más sano que unas horas de buen sueño. Ni siquiera en una filosofía tan mediterránea y que tanto reflexionó sobre el buen vivir como la griega, podrá hallarse una mísera defensa de la siesta.
   Dormir poco está bien visto, es de persona vital, ocupada, responsable. Quienes duermes seis, cinco, cuatro horas al día, son considerados líderes, modelos a seguir. Se les etiqueta como personas “con gran capacidad de trabajo” y las empresas no dejan de promover ese ideal entre sus trabajadores que ven sus correos electrónicos a pleno rendimiento más allá de las ocho de la tarde. El empleado ideal es aquel que se va el último a casa y llega el primero a la oficina, el que queda registrado en los servidores de la central como completando un informe a altas horas de la madrugada. Por supuesto, para conseguir semejantes logros de adulto, es conveniente habituarse desde pequeño y las escuelas españolas están llenas de niños que relatan a sus maestras las últimas andanzas de personajes que pueblan las series de televisión, ésas que empiezan más allá de las diez de la noche. Aún más, cualquier congreso médico, más o menos relacionado con la materia (y patrocinado por alguna empresa farmacéutica), aclarará que dormir poco “no es malo”, hay que dormir “lo que cada uno necesite”, mientras las unidades del sueño de los hospitales tienen cada día más afluencia y más joven. Un reciente mapa de la actividad en Internet mostraba cómo ésta apenas si decrecía con la caída de la noche. Por supuesto, hay muchos ordenadores que se quedan encendidos cuando sus dueños se van a la cama, pero también hay muchos jóvenes a quienes el whatsapp arrebata la mitad de sus horas de sueño. Es fácil encontrar en Internet o en las librerías, supuestos métodos para reducir las horas de sueño. En esencia, consisten en sustituir las consabidas ocho horas por una serie de microsiestas de 15 ó 20 minutos al cabo de tres o cuatro horas de vigilia. Con la excusa de haber comprendido la importancia del dormir para la productividad, muchas empresas están obligando a sus empleados a adoptar estos métodos, promoviendo una o dos cabezaditas en la oficina para mantener el ritmo de trabajo.
   Y, sin embargo, todos sabemos que dormir es necesario, que las ocho horas son el umbral entre el descanso y el cansancio, incluso somos más o menos conscientes del carácter reparador que implica dormir bien. Menos conocido es que la deprivación de sueño constituye un método de tortura ampliamente utilizado en todos los países y épocas y que si no resulta tan popular como otros es porque los sujetos a los que se les priva de dormir sufren alucinaciones, alteraciones en su comportamiento y, como se ha demostrado experimentalmente con ratas, se mueren. La falta de sueño provoca irritación, mal carácter, pérdida de concentración y de atención, ausencia de creatividad. A un adolescente, a un niño, que pierde horas de sueño por su adicción a Internet o a la televisión, no se le puede pedir un rendimiento escolar satisfactorio, carece de sentido. Lo único que quiere hacer en las horas de clase es dormir. Por la misma razón, una empresa que constata que un empleado ha estado trabajando hasta altas horas de la noche, lo primero que debe hacer con él es despedirlo. Ni será creativo, ni rendirá en su jornada laboral, ni contribuirá al buen funcionamiento del equipo y, lo que es aún peor, aumentará de un modo significativo sus riesgos laborales en el caso de determinados trabajos. A cambio, posee una atributo imprescindible para que este tinglado siga funcionando sin muchas críticas: poca claridad al pensar.

domingo, 26 de octubre de 2014

El ajedrez y la filosofía (del lenguaje)

   Vimos en una entrada anterior cómo Laplace describió una inteligencia capaz de predecir la posición futura de cada cuerpo del universo. Vimos cómo esa propuesta se expandió más allá de sus límites originales y cómo tal propuesta no hubiese existido nunca de no haber cometido Laplace un error de cálculo. Y es que la maravillosa mente humana resulta extremadamente torpe a la hora de colocar dos etiquetas en particular, la de “simple” y “complejo”. Tomemos el caso del ajedrez. Son 32 piezas en total (8 peones, 2 torres, 2 caballos, 2 alfiles, una reina y un rey por jugador), distribuidas en 64 casillas. Nadie que no esté en el ajo podrá percibir nada especialmente complejo en tales números. ¿Podrá un ordenador encontrar siempre el modo de convertir la posición de cualquiera de los dos contendientes de una partida en ganadora con independencia de la calidad de su rival? Una vez más, nuestro cerebro nos dirá que la respuesta es “simple”: dotamos a un ordenador de una base de datos que incluya todas las partidas posibles y un algoritmo de búsqueda y ¡hecho! Pues bien, un cálculo aproximado sitúa el total de partidas posibles en algo así como 10120 (casi el doble de átomos del universo). Incluso si tuviésemos un algoritmo de búsqueda adecuado, incluso si lo pusiéramos a funcionar en el mejor superordenador imaginable, no resultaría de ahí un procedimiento aplicable a una partida de ajedrez real. De hecho, la resolución total del ajedrez, esto es, la posibilidad de encontrar siempre la manera de ganar aunque el rival juegue del mejor modo posible, no se considera factible hoy día. En el ajedrez (no vamos a hablar del go), como en la vida, las cosas no suelen ser lo que parecen.
   Sin embargo, es frecuente ver a los filósofos argumentando en base a analogías extraídas del ajedrez. Ferdinand de Saussure es un buen ejemplo. Su Curso de lingüística general se considera el escrito seminal de todo lo que después se llamó estructuralismo. Estamos, pues, en una manera de entender el lenguaje que marcó a una generación de antropólogos y filósofos continentales (franceses, particularmente). En el corazón de esa perspectiva puede hallarse esta afirmación: "el valor respectivo de las piezas [del ajedrez] depende de su posición en el tablero, del mismo modo que en la lengua cada término tiene un valor por su oposición con todos los otros términos"(1). La conclusión es, una vez más, “simple”: el lenguaje constituye un sistema reglado en el que el significado de cada término proviene de su oposición con otros. Cada regla, es, pues, una especie de interruptor, que estará en “on” o en “off” para cada término en cada momento concreto. Ahora bien, ¿de verdad se ha seguido correctamente la analogía? Las aperturas de india de rey, india de dama y la inglesa, entre otras, incluyen una posición característica a la que se denomina “fianchetto”. El “fianchetto” designa a un alfil que, en lugar de aparecer en el juego a través del hueco dejado por el peón de rey o de dama, lo hace por el peón de caballo, pasando así a dominar una de las grandes diagonales del tablero, como puede verse en la siguiente imagen tomada de http://www.chessmusings.com/misc/the-fianchettoed-bishop/. 

El fianchetto hace referencia a una posición desde la que se puede
dominar una de las grandes diagonales como es el caso del alfil de g7.

Pues bien, ¿a qué se opone un alfil en tal posición? ¿lo que le da significado en el juego no es, precisamente, su carencia de oposición?
   Pero no se trata sólo de Saussure. El ajedrez, una vez más como analogía con el lenguaje, aparece también en las Investigaciones filosóficas de Luwdig Wittgenstein. Dice Wittgenstein que aprender el significado de una palabra es lo mismo que aprender cómo se usa una pieza de un juego cualquiera. Su significado es su uso dentro de ese juego. Por tanto, el significado de un alfil es lo mismo que el uso que se hace de esta pieza en una partida. Si hubiese que tomarse en serio esta propuesta llegaríamos a consecuencias hilarantes para cualquier jugador de ajedrez. En efecto, de seguir a Wittgenstein, un rey carece de significado hasta que se lo usa. De hecho, el uso habitual del rey suele implicar el uso simultáneo de otra pieza, la torre, en un movimiento conocido como enroque. ¿Cuál de las dos cobra significado por ese uso? ¿las dos? ¿acaso rey y torre tienen el mismo significado en el juego del ajedrez? Todavía mejor, si el significado es el uso, el mismo significado en la partida tendría situar a una pieza ocupando una posición perdida en el tablero que ocupando una posición que domine el centro del mismo. No creo que Wittgenstein ganase muchas partidas de ajedrez siguiendo sus propuestas.
   Dónde está la clave podremos verlo fácilmente si echamos un vistazo a la teoría de la verdad de Hans Reichenbach. Dice Reichenbach que la proposición "el rey está en g8" es verdad si y solo si hay una figura en g8 que corresponde a un rey. Reichenbach saca entonces una consecuencia lógica, las proposiciones tienen sentido si son verdaderas o falsas o, lo que es lo mismo, una proposición tiene sentido si es verificable. "La verdad es una propiedad física de cosas físicas llamadas símbolos; consiste en una relación entre esas cosas, los símbolos y otras cosas, los objetos"(2). “Simple”, sin duda, pero erróneo.
   Supongamos dos personas ante una mesa vacía. Una de ellas dice "el rey está en g8" ¿es ésta proposición verdadera? ¿falsa? ¿sin sentido? Va a depender de si nuestros jugadores están  jugando lo que se llama una partida de ajedrez a ciegas o no. Es ridículo afirmar que no se puede hablar de verdad dado que no hay una correspondencia física entre objetos. Se nos dirá, bien, pero hay un modo de verificar la verdad de esa proposición. Cierto, reconstruyendo las sucesivas posiciones de las piezas sobre el tablero. La clave no está en las relaciones entre objetos físicos, sino en las posiciones. El valor de cada pieza de ajedrez, su sentido, su significado, su capacidad causativa, viene dada por su posición actual y por las posiciones que puede llegar a ocupar desde ella. Es la posición y no la oposición o el uso, lo que determina el significado y, evidentemente, ya no estoy hablando sólo de ajedrez.


   (1) Saussure, F. Curso de lingüística general, trad. A. Alonso, Losada, Bs. As., 1977, pág. 158-9.
   (2) Reichenbach, H. Erfahrung und Prognose: Eine Analyse der Grundlagen un der Struktur der Erkenntnis, 1938, Viewegt + Teubner Verlag, Wiesbaden, 1983, págs. 19-20.