domingo, 30 de diciembre de 2012

El nuevo biopoder (2)


Además de en educación, los recortes que se están aplicando a los servicios públicos afectan especialmente a la sanidad. Se ha aumentado el horario de los profesionales del sector, con la inevitable pérdida de calidad del servicio, y, de todos modos, se ha recortado personal, procediéndose, además, a la disminución de camas disponibles en determinadas fechas. La consecuencia ha sido una inevitable degradación de ese intangible que se llama “bienestar social”, pero, a veces, lo que ha producido es una serie de dramas personales muy tangibles. Por si fuera poco, estas medidas han ido acompañadas de un tijeretazo semejante al caudal de productos farmacéuticos pagados por el Estado. Ciertamente es una dimensión trágica para enfermos crónicos necesitados de ciertas medicinas que, a partir de ahora, tendrán que pagar de su bolsillo. No obstante, junto a este aspecto, indudablemente negativo, hay un aspecto positivo en esta medida, muy positivo. Pongamos un ejemplo. Víctima no de este tijeretazo sino de otro anterior que se produjo en época de bonanza económica, se cayeron de la bolsa de productos pagados por el Estado, todos los jarabes antitusígenos. Resulta difícil hacer una lista de cuántos hay en el Vademecum, cada uno con una diana específica. Existen antiespasmódicos, dilatadores bronquiales,  algunos que se dirigen a los centros neuronales que originan la expectoración y, cómo no, mezclas de los anteriores. La pregunta obvia que se plantea es por qué se los sacó de la bolsa de los subvencionados. Yo, que he tomados litros de la mayoría de ellos, puedo dar una explicación fácil: ninguno sirve para nada. De entre toda la infinidad de antitusígenos que he probado, el único que ha producido real eficacia en mí ha sido la infusión de tomillo con miel. El resto no produce una mejoría sensible superior a la de un vaso de agua (literalmente). Independientemente de que mi experiencia personal tal vez no sea generalizable, el hecho de que los jarabes contra la tos hayan dejado de ser financiados por el erario público conduce a la inevitable pregunta de por qué lo fueron alguna vez.
Hace unos años, era fácil encontrar algún médico que, en cuanto los análisis de sangre mostraban un colesterol elevado, recomendaban el inicio de un tratamiento que, además de la consabida dieta, incluía algún tipo de medicamento. La industria alimenticia no tardó en montarse al carro y sacó todo tipo de productos que “ayudaban a controlar el colesterol”. No se trataba de un simple diagnóstico. Tener el colesterol alto, significaba entrar en la categoría de los enfermos crónicos, pues, por mucho que se siguiera el tratamiento y que se consiguiera reducir los índices de colesterol, no se podía abandonar la dieta ni la medicación sin que pendiera sobre nosotros la amenaza de recaer. Pues bien, la parte divertida de esta “enfermedad crónica” es que no se trata de ninguna enfermedad crónica, de hecho, no es ninguna enfermedad. Un colesterol elevado es, únicamente, un índice de riesgo, un índice de riesgo de sufrir una enfermedad coronaria. A partir de aquí las cosas se vuelven cada vez más divertidas.  En primer lugar, ¿de qué riesgo estamos hablando? Un análisis riguroso de los ensayos clínicos al respecto muestra que ningún tratamiento logra disminuir el riesgo de infarto en mujeres que no han sufrido previamente uno por muy elevado que sea su colesterol. Para mujeres con un infarto el riesgo bajaba del 18 al 14% en cinco años. Entre los hombres, el riesgo bajaba del 15 al 13% si ya habían sufrido un infarto y es difícil decir si había algún beneficio para hombres que no hubiesen sufrido  infarto alguno. Dicho de otro modo, para más del 95% de la población tener el colesterol alto no implica ningún género de riesgo real y, sin embargo, se los condena a un tratamiento de por vida. Tratamiento, eso sí, que, con toda probabilidad, les llevará a contraer nuevas enfermedades que no hubiesen aparecido de no seguirlo. Incluso se puede escarbar un poco más en la misma dirección. ¿Cuál es la frontera que marca lo que es un “colesterol alto”? Esencialmente, esa frontera no se traza por criterios objetivos, sino por criterios de beneficios, de beneficios de la industria farmacéutica. La diferencia entre poner ese límite en 220 ó en 240, es un 2% de un mercado potencial de cientos de millones de personas o, si lo quieren en plata, la diferencia entre poner el límite en 220 ó en 240 es que la industria farmacéutica gane o no unos centenares de millones de euros más o menos al año.
Con las cosas como están, si los análisis de sangre revelan un colesterol alto, los médicos son mucho más proclives a pedir otro régimen de vida al paciente, a darle una lista de alimentos prohibidos y recomendados y nada más. Los medicamentos contra el colesterol que tanto bien hacían, teóricamente, a la humanidad, han sido, igualmente, víctimas del tijeretazo que se ha efectuado en la sanidad pública y, nuevamente, cabe preguntar por qué se los ha sacado de la bolsa de medicamentos subvencionados y por qué, en su día, fueron incluidos dentro de ella. 
El resumen de estas dos historias es una famosa huelga de médicos que sufrió Israel allá por los años 70. Los hospitales  se cerraron y durante más de quince días no hubo asistencia primaria ni pública ni privada, simplemente, no había médicos que atendieran a los pacientes. Las estadísticas muestran que en aquellos quince días, prácticamente, no hubo defunciones. En medicina, como en muchas cosas de la vida, se revela como una hermosa verdad el principio rector del minimalismo enunciado por Mies van der Rohe: menos es más.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Reflexiones en torno a una matanza


Es de dominio público que la reciente matanza de 20 niños y 4 adultos en Newtown  (Connecticut) ha permitido a un sector de Partido Demócrata poner sobre la mesa, una vez más, la cuestión del control de armas en los EEUU. A este respecto no hay que ser hipócritas. Los europeos y, más concretamente, España, vende armas a todo el mundo, incluso a los países más indeseables. Balas españolas están matando inocentes en todas las guerras que hay ahora mismo en curso. Ni siquiera los políticos más de izquierdas plantean la necesidad de suprimir ese comercio. A lo sumo, hacen un guiño a sus conciencias proponiendo cambiar la lista de clientes, pues, como es sabido, la supresión de la industria armamentística crearía paro y nada hay que teman más los ideólogos de la izquierda que una masa de población no encadenada al tripalium*. Lo que hace llamativo el caso de los EEUU es que la población víctima de la libertad del mercado (de armas) es la propia, los mismos habitantes del país, incluso los que, por edad, están fuera de ese mercado, es decir, niños y adolescentes. De hecho, lo que ha causado conmoción en el último incidente no es el número de víctimas, sino su edad (en torno a los seis años). Frente a los intentos por reformar la Constitución, la Asociación Nacional del Rifle (NRA), ha esgrimido siempre una línea defensiva muy clara: “no son las armas las que matan, matan las personas”. En un reciente artículo para la NBC, Ned Resnikoff, traía a colación el ataque realizado contra esa línea de defensa por el joven filósofo Evan Selinger a propósito de la que, hasta ese momento, era la peor masacre de la reciente historia americana, el tiroteo en un cine de Colorado durante el estreno de la última película de Batman (y que, para dar una idea de cómo están las cosas, se produjo en una fecha tan “remota” como el 22 de julio de este año).
Amparándose en unas reflexiones de David Dobbs para Wired, Selinger argüía que, si bien existen diferentes culturas de las armas y uno puede usar un fusil para remover la colada, lo cierto es que un arma, particularmente un arma de asalto, divide al mundo en dos, el que está del lado de la culata y los que resultan encañonados. La idea de que no matan las armas sino las personas, continuaba Selinger, además de ser un eslogan más que un argumento, liquida la diferencia entre máquinas e instrumentos y supone que cualquier instrumento es indiferente a su uso. Dicho de otro modo, la intención del usuario lo es todo. Tenemos aquí la vieja excusa cristiana de que es la libertad del hombre, no Dios, la causante del mal en el mundo, sólo que el nuevo dios es la libertad del mercado, inevitablemente pervertida por algunos individuos en su beneficio y de la que muchos otros salen perjudicados por su natural impericia para pertenecer al género de los primeros. Unir ambos planteamientos es cualquier cosa menos un sofisma. Si recordamos que Marx era un ferviente determinista tecnológico, que, para él, la introducción de nueva maquinaria conllevaba, inevitablemente, cambios en el sistema productivo y, por ende, en la sociedad en su conjunto, entenderemos que hay una línea que enlaza la inocencia social de la máquina con su indiferencia ética, con el indeterminismo tecnológico y con la panacea neoconservadora de quienes militan en la NRA. Frente a todo ello, Dobbs y Selinger, trataban de mostrar que un arma, especialmente un arma de asalto, sólo puede servir para una cosa, que las pistolas siempre acaban por dispararse y por dispararse contra alguien y que ningún fabricante de armas puede encogerse de hombros ante las matanzas como si fabricase pañales para bebés.
Dobbs y Selinger tienen razón en varios puntos. Lo primero que fabrica una nueva tecnología no son nuevos productos, sino nuevos sujetos. Esto es cierto desde el sentido obvio de que una nueva tecnología crea un tipo de sujetos que la compra y sabe manejarla, hasta el sentido abstracto de que cada uno de nosotros puede caracterizarse por ser un punto en un espacio de fases con tantas dimensiones como tecnologías hay funcionando en una época. En este último sentido, cada máquina nueva nos define a todos, tanto si la usamos como si no, pues cualquiera que se niegue o que sea incapaz de usar la nueva tecnología, correrá el riesgo de ser excluido de las redes que ésta tienda. En el caso que nos atañe, no hay más que pensar en la introducción o la prohibición de nuevas armas más rápidas, más potentes, más manejables. ¿La comprará si ya tiene otra? ¿mejorará el blindaje de sus puertas? ¿la entregará si tiene una y acaban de ser prohibidas? Las máquinas transforman a las personas de un modo que no es jamás cierto en la recíproca. La moderna tecnología está llevando esto al límite. Nuestros netbooks, nuestras tablets, nuestros móviles, acompañan nuestro recorrido por las ciudades identificándose, identificándonos, ante cada red con la que toman contacto. Lo que antes pudo ser el deambular por las calles a la búsqueda de una buena taza de café, es ahora una trayectoria a través de redes, reconstruible y, por tanto, susceptible de ser seguida, hasta sus últimos detalles, a diferencia de lo que es capaz de hacer nuestra memoria.
Pero lo certero de las observaciones de Dobbs y Selinger va más allá. La tecnología no sólo nos cambia, no sólo nos permite identificarnos a nosotros mismos, también altera nuestro modo de relacionarnos con los demás. Naturalmente es el caso de un arma, pero también de Whatsapp y del email. Este último es ejemplo absolutamente pertinente para el tema de las armas. La inmediatez, la posibilidad de la respuesta instantánea a cada email, tiene una cara oculta, extremadamente peligrosa. En la época en que la gente escribía cartas, si se querían evitar tachaduras, era conveniente redactar un buen borrador. Esto permitía pensar y repensar lo que se quería decir, aún más, limar las asperezas del lenguaje, haciendo que se mimase el intento por reflejar fielmente los pensamientos que estaban tras él. La posibilidad de escribir sobre un medio que no deja rastro de las tachaduras, caso del ordenador, ha generado una tendencia ferozmente impulsiva, que nos entrega al infantilismo del principio de placer, la satisfacción inmediata de nuestras pulsiones. A poco que uno se descuide, la respuesta a un email nace directamente de las vísceras, exacerbando cualquier tono crítico, cualquier contraofensiva a lo que ha podido parecer algo desagradable. Ese impulso, esa descarga inmediata de una emoción que surge, igualmente, de modo instantáneo, no es muy diferente cuando, en lugar de mensajes electrónicos, estamos lanzando de balas.
Sí, es cierto que el fabricante de armas no es responsable, moral o jurídicamente, de lo que con ellas se hace. Es cierto que una tecnología no determina su uso, de hecho, cuanto más indeterminado, cuanto más abierto sea el uso que pueda dársele, más fácil es que esa tecnología se difunda. Pero cualquier tecnología crea nuevos sujetos y si no hubiese fusiles automáticos, no habría autores de masacres. Por tanto, la introducción de una nueva tecnología conlleva, inevitablemente, una responsabilidad, cuando menos, social, que, de ninguna de las maneras, puede permitirse que la libertad del mercado diluya.


   * Instrumento de tortura del que deriva el término “trabajo”.

domingo, 16 de diciembre de 2012

NBA (1)


  Me gustan todos los deportes que no se me ocurriría practicar. El baloncesto es uno de ellos. Mi madre me hizo ver los primeros partidos internacionales del Real Madrid. De ahí pasé a la liga nacional, a los partidos de la selección y, finalmente, a la NBA, mucho antes de que Ramón Trecet nos dejara pegados al televisor las noches de los viernes. Yo no diría que la NBA es la mejor liga que existe y, desde luego, cada día que pasa está menos claro que quien la gane sea “campeón del mundo”. No obstante, es una competición que me fascina porque, como me ocurre con otros deportes, cuanto más partidos veo, menos entiendo. Y veo muchos partidos. Todavía no comprendo por qué todos los equipos rotan a sus jugadores igual. Vayan ganando o perdiendo, lo estén haciendo bien o mal, los titulares sólo juegan la primera mitad de los cuartos impares y la segunda mitad de los cuartos pares.  El resultado está claro, uno mira las estadísticas de cualquier superestrella y sí, es espectacular, 25, 30 puntos por partido. Pero ¿con cuántos tiros? ¿con qué porcentaje de acierto? Un Kobe Bryan sigue en pista en la parte decisiva del encuentro aunque su porcentaje no supere el 30% de aciertos. En cualquier equipo europeo de medio pelo Bryan no haría otra cosa más que chupar banquillo durante casi toda la temporada. Hay otro aspecto de la misma cuestión. ¿Alguien les ha explicado a los entrenadores de la NBA que el baloncesto es un juego de equipo? ¿Cuántos pases se dan antes de efectuar un tiro en un partido cualquiera? ¿Qué estrategias existen para jugar la última posesión cuando se va perdiendo, salvo que el chupón de turno se la juegue a falta de nueve segundos? Dicho de otro modo ¿cuál es el sistema de ataque básico de cualquier equipo de la NBA? ¿existe tal cosa? Si han pasado el balón dos veces después de atravesar la mitad del campo, parece como si ya quemara en las manos y hubiese que lanzar como fuese. Por supuesto eso contribuye a que el juego sea más vivo, más rápido, más brillante... siempre que se acierte, porque, volvemos a lo mismo, cuando los porcentajes de tiro no acompañan, cosa que suele ser la tónica en la Conferencia Este, todo es un ir y venir sin orden ni concierto.
Insisto, ¿a qué se dedican los entrenadores de la NBA? Tomemos algunas de las leyendas vivas de los banquillos norteamericanos. Phil Jackson, por ejemplo. El más laureado de los entrenadores de la NBA, el mítico entrenador de los Bulls de Chicago, de los Lakers... Vamos a ver, Phil Jackson, aparte de llegar a unos equipos plagados de megaestrellas y mirar cómo éstas maduraban por sí mismas, ¿ha hecho algo más? ¿Cuántos equipos ha sacado Phil Jackson de la nada? ¿Qué hubiese hecho Phil Jackson con un equipo como el Limoges? Bozidar Maljkovic (que no es santo de mi devoción) consiguió hacerlos nada menos que campeones de Europa. Después de mucho observar cómo jugaban sus estrellas y racionalizarlo a toro pasado, a Jackson se le atribuye el famoso “tridente ofensivo”, “innovación táctica” que consiste en ponga Ud. tres cracks en pista y déjeles que hagan lo que quieran.
Popovich, el odiado aunque admirado entrenador de los San Antonio Spurs ha logrado, ahí es nada, que su equipo esté sistemáticamente entre los mejores de la Conferencia Oeste, hacerlo campeón varios años y que, en el peor de los casos, cualquier equipo tema vérsela con ellos. Muy bien. Pero vamos a ver, si Ud. ha tenido en un mismo equipo a David Robinson y Tim Duncan (o Tim Duncan y Manu Ginobili), la cuestión no es si ha ganado o no algún título, la cuestión es: ¿por qué no los ganó todos? La brillantez de Popovich, la agudeza intelectual de este buen señor, su profundo conocimiento del juego se resume en una anécdota. Cuando Memphis traspasó a Pau Gasol a los Lakers a cambio, entre otras cosas, de los derechos sobre su hermano, un tal Marc Gasol, Popovich comentó que la NBA debía investigar este tipo de traspasos porque, más que traspaso, había sido un regalo de Memphis a los Lakers. No les voy a contar lo que me reí cuando Memphis eliminó a San Antonio en los play-offs.
No sólo hay tontos y tontos de relumbrón en los banquillos de la NBA. Marc Gasol llegó a los Grizzlies, cuando su plantilla era una nueva versión de los famosos Portland Jail Blazers, ¡hasta tenían a Zach Randolph! Nadie apostaba porque su futuro fuese muy diferente allí del que tuvo su hermano, aguantar mecha hasta que lo traspasaran. Al menos él entraba más dentro de lo que los americanos quieren ver en un pívot: altura, corpulencia y rebote. Y en esto colocaron a Lionel Hollins como entrenador principal. Hollins ha hecho algo muy europeo e infrecuente en la NBA, ha construido un equipo a base de coser, con enorme sensatez, un conjunto de retales. La dimensión real de su trabajo puede apreciarse en cada partido. Vayan bien o mal las cosas, los jugadores no tratan de resolver los problemas por su cuenta y riesgo. Aunque la desventaja en el marcador sea grande, echan mano de los sistemas que Hollins les ha inculcado, como si lo llevaran en los genes, como si tuvieran una fe infinita en lo que pueden hacer como equipo. A Hollins no le molesta que Gasol no tire todo lo que podría, que se dedique a dar pases desde la posición de cuatro, que acumule más asistencias que muchos bases. De hecho se puede decir que Hollins juega con dos bases, Conley y Gasol. No hay más que ver cómo estos dos se pasan los partidos hablando entre sí. Si se quiere entender dónde está la grandeza de Hollins, el secreto de Memphis este año, no hay más que comparar a Marc con su hermano. En realidad, hacen lo mismo, de hecho, tienen los mismos números. Por hacer eso Marc es un héroe en Memphis, un pilar de su éxito, alguien que contribuye con su juego a los triunfos del equipo porque no destaca mucho respecto de sus compañeros, todos están a lo mismo. Pau, por contra, es el chivo expiatorio favorito de todos los entrenadores que llegan a los Lakers, el clavo que sobresale y recibe todos los martillazos, el raro que juega como los demás no juegan.
Y si aún se están haciendo la misma pregunta que todo el mundo, la respuesta es: sí, Marc es un jugador tan bueno como su hermano y sí, Marc llegará, si las lesiones y la suerte le acompañan, a ganar, como mínimo un anillo. La única diferencia entre uno y otro es que Pau explotó con 18 años en aquella final de la Copa del Rey de 2001 y Marc no es un jugador de explosiones, sino de progresión. Simplemente, cada año juega mejor que el anterior.

domingo, 9 de diciembre de 2012

(e)Lecciones catalanas (y 2)


Yo creo que una nación debe ser, ante todo, un proyecto común. Históricamente, los Estados exitosos han sido precisamente eso. Tomemos el caso de España. España surgió como el proyecto común de castellanos, vascos y aragoneses para invadir y conquistar, primero la península ibérica y, después, medio mundo. Mientras el proyecto de invasión y conquista progresó adecuadamente, no hubo problemas. Castilla guardó las espaldas de la corona aragonesa durante su expansión mediterránea. Aragón hizo lo propio con castellanos y vascos mientras se aventuraron por los anchos mares del mundo y todos actuaron de consuno durante las diferentes guerras europeas. Los problemas surgieron en la segunda mitad del siglo XVII, cuando quedó claro que ya no se podrían invadir ni conquistar nuevos territorios. A lo largo de los dos siglos y medio posteriores, trató de redefinirse la idea de España de un modo progresivamente dramático, hasta el punto de que la propia corona de Aragón se fracturó durante el proceso entre un interior, fiel a los compromisos contraídos con Castilla, y un área más mediterránea, cuyos intereses, obviamente, no quedaban representados por lo que querían “los del interior”. Cuando resultó claro que todo lo conquistado se perdería, es decir, durante el siglo XIX, vascos y aragoneses mediterráneos comenzaron a plantear que la única cuestión pendiente era: “¿qué hay de lo mío?” En fechas más recientes, se han oído múltiples voces en Cataluña contra el pago de subsidios agrarios en Andalucía con dinero procedente de los impuestos catalanes. Dicho de otro modo, Cataluña ya no está dispuesta ni al sostenimiento económico de los territorios que contribuyó a conquistar. 
Una de las cosas más curiosas del capitalismo es que, cuando inventa algo que funciona bien, rápidamente la gente se olvida de que fue un invento que favorecía el status quo y trata de cambiarlo por algo que funciona peor. Hablo de lo que comenzó siendo “ayudas al desarrollo” de los países no industrializados y que, después, se aplicó dentro de los países industrializados en forma de “ayudas estructurales” o “fondos de compensación territorial”. La idea es muy simple, quien tiene más da dinero a quien tiene menos, a cambio de que compre sus productos. ¿Para qué? ¿No sería mejor subvencionar las exportaciones? Pues no. Veamos un ejemplo.
Supongamos un pueblecito remoto que recibe fondos estructurales de la UE para hacer una carretera. En realidad, no hay ningún sitio a dónde ir, de modo que la carretera no hace falta, pero siempre se puede asfaltar el camino a la ermita por donde transita la romería anual del pueblo. Por la tangente se desviará algún dinerillo con el que el alcalde, el concejal de urbanismo y el adjudicatario de la obra, podrán comprarse un Mercedes. En el pueblo todo el mundo iba en burro, excepto el que podía llevar una yegua blanca. Ahora circulan Mercedes. Aquí entra un principio básico del capitalismo, lo que decía Hannibal Lecter en El silencio de los corderos: codiciamos lo que vemos. Uno, dos, puede que hasta tres vecinos, queden deslumbrados con los vehículos que ven y no dudarán en hipotecar las cosechas de los dos próximos años para poder financiarse, ellos también, la compra de un Mercedes. Pero, claro, tanto Mercedes para ir del Ayuntamiento a la ermita, no mola. “A petición popular”, el alcalde se verá obligado a asfaltar dos o tres caminos más, aunque la financiación de estas obras implique subir los impuestos a los vecinos. ¿Quién ha salido beneficiado? Esencialmente quien concedió los fondos para construir la carretera inicial que ha vendido un puñado de Mercedes donde antes nadie soñó con vender uno y material para  hacer tres carreteras. Y, lo más divertido de todo, lejos de subsanar las diferencias económicas entre esa zona desfavorecida y la media europea, esos fondos han contribuido a hacer a los pobres más pobres y a los ricos más ricos, que es el meollo mismo de todos los mecanismos de funcionamiento del capitalismo.
Me parece a mí que la balanza fiscal es una de esas herramientas económicas que impiden hacer un cálculo a menos que uno introduzca en ellas una variable llamada “ideología”. Realmente no sé si la balanza fiscal es favorable o desfavorable a Cataluña. Sí sé que los fondos estructurales de la Unión Europea se gastaron en hacer carreteras para las romerías y cosas peores. ¿De dónde, si no, habría salido dinero para comprar tanto coche alemán como se ve circulando por las carreteras andaluzas? ¿Dónde iban a vender sus productos las empresas catalanas si la balanza fiscal no fuese desfavorable a Cataluña? ¿en EEUU? ¿de verdad Andalucía es capaz de generar suficiente riqueza por sí misma para consumir tanto cava como consumimos?
Ya lo he dicho, odio las fronteras, me parecen el más mortífero de los inventos humanos. Toda frontera es una forma de esclavitud. Si por mí fuera, las borraría todas. No obstante, los argumentos que se escucharon el mes pasado a favor de la sacrosanta unidad de España me parecieron tristes, aburridos, cuando no peligrosos. No quiero vivir en un país cuyo fundamento para seguir existiendo es que “no es el momento”, “los mercados nos están mirando” o “vuestros ricos lo van a pasar muy mal”. Un país debe ser un proyecto común y quien no quiera participar en ese proyecto debe tener derecho a irse (¡me pido primer!) Pero éste no es un razonamiento a favor de los independentistas, por más que ellos lo esgriman. El nuevo país también debe ser un proyecto común y “común”, significa “común a la mayoría”, a una clara mayoría. Hablar del derecho a decidir del 50% más uno de los votos, es algo digno de tahúres de las balanzas fiscales, de idiotas que no son capaces de comprender ni el sentido de la “ayuda” al desarrollo, de politicastros a los que sólo les importa conservar su poltrona y no de padres de la patria. 

domingo, 2 de diciembre de 2012

(e)Lecciones catalanas (1)


En el comienzo de esta crisis, un amigo me comentó que se nos venía encima una nueva oleada nacionalista. Yo le respondí que los nacionalismos se exacerban al olor del dinero y que, cuando las arcas están vacías, todo el mundo piensa en su bolsillo, no en su país. Craso error por mi parte. Obvié algo que nunca hay que subestimar: la estupidez del género humano, particularmente si de políticos se trata. El Sr. Arturo Mas, desde el helicóptero en el que llegó al Parlament huyendo de la ira popular, alcanzó a vislumbrar un nuevo miembro de la Unión Europea que estaba, ahí, al alcance de la mano. Creyó que usando la bandera catalana como capote, la ciudadanía olvidaría su política ultraliberal, el desmantelamiento del estado del bienestar, la  infinidad de vueltas de tuerca aplicadas a la sanidad, a la educación, a las ayudas sociales, que han permitido que Cataluña siga siendo un modelo, pero, ahora, de lo que jamás se debe hacer con una sociedad pujante. Quiso hacer creer don Arturo que cerrando ciento veinte hospitales más para abrir las ciento veinte embajadas nuevas que harían falta, ipso facto, del erial en que ha convertido Cataluña, se alzarían las doradas torres de Camelot.
Tuve la suerte de visitar Barcelona cuando era joven y he conocido un puñado de catalanes por esos mundos de Dios. En ningún momento me dieron la impresión de ser lo suficientemente tontos como para seguir a don Arturo en su viaje hasta la majestad. Los resultados de las elecciones lo han dejado claro. El viraje hacia el monte ha hecho que CiU perdiera 12 escaños. Don Arturo pasará a la historia como el primer político que, teniendo una mayoría holgada, disuelve el parlamento a mitad de legislatura para obtener unos resultados peores. Más de uno debe haber empezado ya a afilar los cuchillos en su partido. ERC se acerca a su tope histórico, pero con un mensaje que debería haberle quedado nítido: no tiene una base electoral propia. Vive de lo que pierden los demás y sus futuras subidas o bajadas dependerán del devenir de los otros partidos, no de lo que ellos mismos hagan. El PP gana un escaño, mostrando que, cuando un nacionalismo periférico se agita, el nacionalismo español también sale beneficiado. El PSC se acerca a la debacle, logro imputable a ser el partido que más tiempo lleva jugando a la historia de la independencia (del PSOE). Y, por supuesto, los grandes triunfadores, los partidos minoritarios de nuevo cuño, ajenos a los grandes bloques, sean independentistas o no, Ciutadans y CUP.  Ahora, hagan cuentas, señores.
Para empezar, los partidos independentistas son un 47% del  Parlament y ello pese a la enorme movilización. El resto de partidos está a dos puntos porcentuales de ellos. Ya me dirán qué ansias de independencia nacional reflejan estos resultados. Por otra parte, Don Arturo, como buen político, estará dispuesto a hacer cualquier cosa, salvo reconocer que se ha equivocado. Hablará de derecho a decidir, de tarea histórica, de la necesidad de estar unidos frente a los ataques de Madrid y otras zarandajas para garantizarse la investidura. ERC hubiese hecho bien en decirle que deje las palabras y hable de cifras, es decir, de cuántas Consellerías les va a dar. Habrá que ver las caras de los chicos de Unió Democràtica cuando se enteren de los términos en los que se está negociando con los republicanos (más afilar cuchillos). El problema es que hay un elemento en esta negociación que no habrá manera de cuadrar: los recortes. Ya lo he dicho, ERC no vive de votos propios, por tanto, no apoyará nuevos recortes. Gobernar, es decir, recortar, le exigirá a CiU, más pronto que tarde, un pacto muy claro, para alivio de esa Unió que tanto tiene en común con el gobierno o, por lo menos, con su ministro de justicia. Ese pacto se convierte en el único posible si seguimos otro razonamiento. No creo que Don Arturo sea lo suficientemente tonto como para no darse cuenta de que el futuro de su partido y, en especial, de su cuello, pasa por llevar a CiU a hacer lo que ha hecho siempre, esto es, gobernar en Cataluña e influir en Madrid.  ¿Adivinan de qué pacto estoy hablando? La otra parte del mismo ya ha dicho lo que quiere: “no pactaremos con Mas”, aseguran en el PP. El mensaje está claro, si CiU quiere un pacto para gobernar en Cataluña e influir en Madrid, tendrá que quitar de en medio a Mas. Don Arturo se investirá nacionalista, pero cuando los rigores del invierno pasen, con la llegada de la primavera, que la sangre altera, o puede que con los calores del verano, descubrirá que ERC no es un socio fiable... que las circunstancias exigen un cambio de rumbo... que Europa pide un acuerdo histórico para hacer Cataluña gobernable... y al final, al final, volveremos al principio, que es lo que Mas y Rajoy pactaron, tácita o explícitamente, en su ya famosa entrevista.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Illusions (y 2)


El problema no es el Fallen Soldiers de Audiomachine, ni su Danuvius, ni siquiera Final Hope. El problema no es Audiomachine, ni  Immediate Music, ni X-Ray Dog. El problema empieza con Two Steps From Hell. Tomemos un "disco", cualquiera, Nero, por ejemplo, su audición es perturbadora. Es lo de siempre, épica impostada, una treintena de temas todos iguales, todos in crescendo, todos asegurándose apelar a emociones básicas por la contraposición entre los sonidos de los tambores y las voces femeninas, todos por debajo de los cuatro minutos. Pero la reiteración no produce cansancio, bien al contrario, el oyente espera ansiosamente el inicio del siguiente tema. Hay algo en ellos, algo que reclama eximirlos de la falsedad implícita en ser música para un producto aún no creado y hasta de la mercantilización. Y ese algo se llama Thomas Bergersen
Bergersen maneja las orquestas y los coros con la frescura con que los niños manejan sus espadas de madera. Sabe dónde debe ir cada cosa, conoce perfectamente qué está haciendo y a qué está jugando. Y, por encima de todo, Bergersen es como Dvorak, le crecen las melodías con la misma facilidad con que a los demás nos crece el cerumen de las orejas. En Nero hay melodías suficientes para toda la carrera de cualquier otro compositor y ello pese a que, según declara, desecha nueve de cada diez temas que se le ocurren. Vivimos en una época en que los musicólogos, empezando por Adorno, han condenado por estúpida cualquier cosa que suene melodiosa. Vivimos en una época en que todo género de papanatas se ha aprovechado de esta sentencia para convertir la música clásica en instrumento de su onanismo mental bajo la excusa de que, después de los conciertos de Schumann, se han agotado las posibilidades de hacer nuevas cosas dentro de la música tonal. Vivimos en una época en que las melodías que suenan por la radio apenas alcanzan la talla del soniquete de una lata cuando uno elimina el refuerzo de graves de su reproductor. Vivimos en una época en que el rock es demasiado viejo (y si no me creen, miren la cara de Mick Jagger), las vanguardias son pelucones empolvados, la música new age anestesia más que emociona y en el pop está permitido todo menos la originalidad. En un panorama tal, puede entenderse fácilmente que la música compuesta por Bergersen para traileres no tenga dificultades para llegar a los primeros puestos de iTunes.
Entre los especialistas, se esperaba de él un disco en serio, un álbum de verdad. Lo hizo el año pasado. Se llama Illusions. Son “sólo” 19 temas. Bergersen parece, una vez más, un niño. Quiere probarlo todo, quiere experimentarlo todo, quiere hacer las cosas muy rápido, añadir más y más condimentos al plato que está guisando. Se le nota demasiado el medio del cual proviene y aún no ha abandonado los convencionalismos que lo caracterizan. Le falta calma para desarrollar los temas, le falta perder el miedo a componer algo por encima de los tres minutos, le falta comprender que menos es más. Le sobra percusión, le sobran coros (dobles), le sobran efectos de estudio. No es un álbum de madurez. Pero esto, que en cualquier otro compositor podría ser una crítica demoledora, en Bergsersen es, simplemente, una promesa de futuro, pues aquí el muchacho tiene treinta años o, en términos musicales, es poco más que un bebé. Ahora bien, un bebé capaz de regalarnos este Gift of life. Escuchando este tema, como muchos otros de este disco, uno no puede evitar quedar atrapado en un dilema peliagudo. Sí, es una épica sin sentido. Sí, es música hecha para ser vendida. Por supuesto que son melodías, aunque no pueda haberlas después de Auschwitz. Pero es música hermosa, muy hermosa. Por tanto, ¿es arte?


domingo, 18 de noviembre de 2012

Illusions (1)

   Hace tiempo que Adorno denunció el hecho de que la música había dejado de ser una creación estética para devenir un simple producto del mercado. Todo cuanto pudiera haber en la música de originalidad, de esfera autónoma hecha por sujetos no sometidos a estándares, ha desaparecido. Ya no se trata de ofrecer alternativas a la realidad, es pura duplicación de la realidad, una copia tosca y embustera que no duda en autoproclamarse superficial y frívola porque lleva en su seno su inmediato recambio, otra copia no menos superficial y frívola, pero sutilmente modificada respecto de la anterior. La música de la industria resulta así inseparable de la moda. Como en todo mercado debidamente estandarizado, los consumidores no pueden dejar de pedir los mismos platos precocinados de siempre, si bien bajo envases distintos para impedirles caer en la abulia compradora, pues estamos convencidos de que el envase es el producto como el medio es el mensaje.
   El caso más típico de cuanto venimos diciendo, señala Adorno, es el de las bandas sonoras. La música, aplicada al cine, sólo tiene valor por su capacidad de estimular al espectador, de restablecer la continuidad rota con la sucesión de planos, de constituirse en un elemento dramático en el desarrollo épico y elemento épico en el planteamiento dramático. De hecho, la etiqueta "banda sonora" no designa tanto una parte común a todas las películas, como una cierta forma, muy común, de hacer música. Mientras las mejoras técnicas permiten películas inimaginables hace 50 años, esas mismas películas se siguen acompañando de la música de hace 50 años y con idéntica función: ocultar la absoluta vaciedad de los diálogos, la intrascendencia de la acción.
   La manera tradicional de entender la música cinematográfica está basada en una idea wagneriana. Cada pasaje de la partitura debe ser sobrecargado de significaciones para convertirlo en una representación simbólica de un personaje, una situación, o, más aún, una cualidad metafísica. Hay que hacer de la música mero instrumento intensificador de las imágenes, arrebatándole cualquier capacidad para enfrentarse a ellas. En la práctica, a lo que conduce la idea wageneriana, es a una inevitable mentira, pues, en las producciones al uso, el compositor puede sentirse feliz si logra ver una vez la película ya montada antes de componer la partitura.
   El devenir de los acontecimientos, medio siglo después de Adorno, ha convertido sus textos en un fiel reflejo de la realidad. Tenemos, por una parte, los intentos por hacer música de un modo diferente, asfixiados por una industria musical a la que su declive no ha privado de su capacidad para imponer gustos. Tenemos, por otra parte, músicos que componen con el único fin de que alguna empresa anunciante se ponga en contacto con ellos para licenciar una de sus piezas. Esto ha originado todo un subgénero musical, las músicas para los traileres de las películas. El trailer de una película se hace antes de que ésta se estrene y, con frecuencia, antes de que se le hayan dado los retoques finales. Por tanto, mucho antes de que ningún compositor haya sido contratado para su banda sonora. Por otra parte, las necesidades de la industria son muy diferentes en el caso de una banda sonora y un trailer. No es lo mismo la sucesión de imágenes de un par de minutos que, en la mayoría de los casos actuales, resumen fielmente la película, que la hora y media en la que este relato se amplía (sin, por supuesto, complicarse). Toda una pléyade de músicos se han embargado en la tarea de proporcionar a la industria música compuesta no para ese trailer, sino para cualquier trailer o para cualquier anuncio, o para cualquier juego. Música que tiene que fingir su adecuación a lo narrado del mismo modo en que una prostituta finge sus orgasmos para su cliente.
   El modo de hacerlo obedece a unos estándares perfectamente establecidos: una orquesta wageneriana, es decir, ampliada hasta el extremo; un coro, doble, de voces femeninas; un refuerzo doble o triple en la sección de timbales; y un crescendo de no más de tres minutos. Es recomendable una pausa, o dos, para acentuar la sobrecarga sonora que se aproxima hacia el final. El resultado es lo que se ha dado en llamar "música épica" y que se ha convertido en un género en alza. Dicho de otro modo, el pobre espectador termina apabullado, aplastado en su asiento por una contundencia musical que ya hubiese querido Bruckner para sus sinfonías. Sin saber muy bien qué se le ha venido encima, será incapaz de formarse una idea clara de si la película prometida merece el dinero que debe gastarse en ella, que es, precisamente, lo que se pretendía. Por lo demás, con unos mimbres como los mencionados resulta extremadamente fácil introducir pequeñas variaciones para fabricar centenares de títulos en el plazo de unos pocos años. Lógicamente, si uno tiene ciertas nociones musicales y un par de centenares de músicos a su disposición (o un medio electrónico para simularlos), al cabo de dos o tres cientos de pequeñas variaciones sobre el mismo tema, inevitablemente, acabará por fabricar alguna que otra pequeña joyita. No tienen más que escuchar el Fallen Soldiers (por supuesto, sin percusión), de Audiomachine. Pero si ésta fuese toda la historia, yo no me habría molestado en escribir una línea sobre ella.