domingo, 15 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (3)

   Supongamos que algo de lo que he dicho hasta ahora tiene sentido. Supongamos que, efectivamente, los libros de ética serían más leídos y seguidos si comenzaran dando la receta para la felicidad y, después, explicando en qué consiste ser bueno. ¿Cuál podría ser esa receta? Debe ser algo simple y alcanzable por la inmensa mayoría de los lectores, de lo contrario, perderíamos clientela. De hecho, si quitamos todas las teorías que sitúan la felicidad en el otro mundo, el resto no piden demasiado para ser felices. ¿Cómo podríamos caracterizar la felicidad para que estuviese al alcance de la mayoría? Por varias razones, que sería aburrido argumentar aquí, me inclino a pensar que la felicidad es un estado. Si ahora seguimos a Aristóteles, podemos decir que es el estado superior al cual puede aspirar el ser humano, por tanto, debe apoyarse en lo mejor que tenemos: la mente. La felicidad es un estado mental. Realmente acabamos de descubrir el Mediterráneo. La práctica totalidad de los filósofos lo habían dicho ya. Pero si la felicidad es un estado mental, entonces, no hace falta que ocurra nada en nuestras vidas, no hace falta que consigamos nada, no hace falta que compremos nada para alcanzarlo, basta con pensar de la manera adecuada. ¿Cuál es la manera adecuada de pensar? Vayamos por partes.
   Difícilmente se puede ser feliz durante largo tiempo si se va en contra de los hechos. En concreto hay dos hechos de los que no se puede escapar. El primero es que nuestra especie logró sobrevivir esencialmente gracias a esa singular característica de nuestro cerebro que consiste en ser capaz de ver señales allí donde el ninguna otra especie puede verlas. Sin tener gran olfato, sin ser grandes corredores, sin capacidad para mimetizarnos demasiado con el medio, adquirimos la habilidad de dotar de sentido a una huella, algo de pelo animal atrapado en una zarza o unos arañazos en un tronco. El resultado es que tenemos un cerebro que ama el orden, busca continuamente el significado de las cosas, trata de hallar un sentido en todo lo que le rodea, incluyendo las cosas más peregrinas. Existe un arte adivinatorio chino que utiliza palillos arrojados al azar, todos descubrimos caras y figuras en las nubes, aunque el mejor ejemplo de cómo hallar un sentido en algo que, objetivamente, carece por completo de él, son las constelaciones.
   El otro hecho insoslayable es que los acontecimientos del universo carecen de un sentido aparente más allá de lo que marca el segundo principio de la termodinámica, a saber, que la energía se transforma en formas menos utilizables o, dicho de otro modo, que la naturaleza tiende al desorden o, todavía, que la información siempre se degrada. Así que tenemos un cerebro al que le complace el orden en un mundo que hace todo lo posible por alejarse de él. Cómo habérnoslas con esta circunstancia es clave para la felicidad pues, in nuce, aquí está ya la intranquilidad que produce la muerte. Esencialmente existen tres posibles soluciones. La primera es la que bendecimos todos cuando consideramos que los tontos son más felices, esto es, dado que el universo carece de sentido, lo mejor es desconectar los intentos de nuestro cerebro por encontrar un orden en él. La segunda es decir que si bien el universo carece de un sentido aparente, en el fondo, contra toda lógica, sí lo tiene. Esto es lo que hacen los creyentes. Pero hay todavía una tercera opción.
   A Kant corresponde el enorme mérito de haber descubierto el valor filosófico de la expresión "como si". En efecto, el "como si" es la base del deber kantiano. ¿Qué es lo que debemos hacer? Lo que debemos hacer es actuar como si deseáramos que nuestro modo de comportarnos se convirtiese en una regla de carácter universal. Y aquí es donde interviene Nietzsche. Lo que Nietzsche propone no es que nos comportemos como si todo el mundo estuviese mirándonos para tomar nota de qué hacemos e imitarnos. De lo que se trata es de hacer como si el mundo tuviese efectivamente un sentido. ¿Cuál? Muy simple, el que nosotros queramos inventar. Podemos decir que el sentido del universo es hacer la revolución. O podemos decir que consiste en fabricar pececitos de oro para, una vez hechos, desmontarlos escama a escama, fundirlas y volver a empezar el proceso. O, incluso, podemos decir que radica en hacer lo primero hasta que alcancemos una determinada edad y pasar a hacer lo segundo a partir de entonces, que es lo que elige el coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad. Lo importante no es qué se elija, lo importante es que se elija, que sea una elección personal y que hagamos de ella el sentido pleno y absoluto de nuestra vida. Con esto ya hemos recorrido la mitad del camino hacia la felicidad.

domingo, 8 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (2)

   Quizás, la razón por la que tememos tanto a la felicidad es porque los cuentos terminan, precisamente, cuando ésta comienza. Parece que todo lo interesante, todo lo que merece la pena ser contado, ocurre mientras los personajes son infelices, porque cuando son felices lo único digno de mención que hacen es comer perdices. ¿Creen de verdad que Blancanieves vivió toda su vida feliz mientras perdía la línea de tanto comer tiernas avecillas? Tras unos meses comprendería que bueno, que sí, que era feliz, pero que lo sería realmente si tuviera azulados hijos del príncipe. ¿Por qué? Pues porque éste es el procedimiento básico para alejar la felicidad durante años y, quizás para siempre. Todo el tiempo que la mujer quiere quedarse embarazada sin conseguirlo es tiempo de rabiosa intranquilidad (“¿y si no puedo?”) ¿Alcanza la felicidad cuando, efectivamente lo consigue? A lo mejor, si no tiene mareos, ni vómitos, ni le prohíben comer algo, ni le da pánico el dolor, ni el embarazo le impide descansar por las noches, ni... A los pocos meses, la joven madre primeriza, se descubrirá llorando una noche y no de felicidad, no, llorará de agobio, de angustia, al comprobar cómo ha cambiado su vida y hasta qué punto se siente desbordada.
   ¿Y qué decir del príncipe azul? Este es el primero en descubrir que lo de vivir con Blancanieves está bien, pero que, quizás por su prolongado letargo, la noche que no está cansada, le duele la cabeza y si no le duele la cabeza, tiene la regla y si no tiene la regla, es domingo y hay fútbol. Así que, más pronto que tarde, llega a la conclusión de que, en realidad, lo suyo, no era comer perdices para siempre, sino ir besando por ahí a jóvenes narcotizadas de piel pálida. Tanto tiempo portándose bien para llegar a ser feliz y, al final, resulta que la felicidad no merece la pena y que lo mejor es portarse muy, pero que muy mal. Es la historia de todos nosotros. Comenzamos a leer los libros de ética y éstos, indefectiblemente, nos dicen que nos van a enseñar a ser buenos para que seamos recompensados con la felicidad. Llegados a este punto pensamos: “pero, si yo no quiero ser feliz, ¿para qué voy a seguir leyendo?” Esta es la razón por la que tan pocas personas intentan ser buenas en el sentido en que lo proponen los tratados de ética.
   Si queremos que la gente lea los manuales de ética y apliquen los principios que en ellos se describen, quizás deberíamos invertir los términos. En primer lugar, habría que explicar qué hacer para ser felices y, después, explicar cómo debemos comportarnos para actuar bien. Platón lo sabía. Siempre me ha sorprendido el enorme realismo que existe en su teoría erótica. Platón no pretende que debamos ser buenos, comportarnos de modo generoso, hacer el bien, para enamorarnos. Es justamente al contrario. Primero nos enamoramos y es el amor el que saca de nosotros lo mejor que hay. Implícito queda que nunca nos enamoramos de un ser humano real. Nuestro amor se dirige en primer lugar, hacia un ideal, una ficción que, por pura coincidencia o ceguera deliberada, creemos encontrar en un ser humano de carne y hueso. Pero ésta es otra historia.
   Lo cierto, es que, la mañana siguiente al primer beso, los pajarillos cantan, el tiempo es magnífico y la vieja cascarrabias que siempre empujamos porque está en mitad de la entrada del metro, se convierte en una débil ancianita a la que nos produce enorme satisfacción ayudar. Ignoro si alguien ha conseguido, a lo mejor en la otra vida, ser feliz tras largos ejercicios de bondad. Sin embargo, todos nosotros nos hemos portado mejor cuando nos hemos sentido queridos. Esto es algo que se puede generalizar. En las ocasiones en que, por un cierto azar, las cosas nos salen bien, todo parece encajar, el mundo tiene trazas de estar encaprichado en que los acontecimientos fluyan a nuestro favor, sentimos algo así como que el universo nos quiere y tratamos de devolverle ese cariño con un comportamiento más que correcto. Esa sensación de que estamos en lo alto de una ola universal, es algo muy cercano a la felicidad. Pues bien, el funcionario feliz no llega tarde, el empleado feliz rinde por encima de lo exigido, si todos fuésemos felices, las cárceles estarían vacías. Nadie hace el mal siendo feliz. Otra cosa es que haya una minoría que halle su felicidad en meterle el ojo al vecino. Pero ésta no es ninguna refutación, pocos son los que llegan hasta ahí habiendo tenido una infancia feliz.
   Ahora estamos en el extremo diametralmente opuesto a Aristóteles. Ser feliz ha dejado de ser una finalidad, cabe preguntar para qué queremos ser felices. Y la respuesta a esta cuestión es: para ser buenos.

jueves, 5 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (1)

   Aunque Aristóteles me parece un filósofo muy interesante, hay un punto en el que nunca he conseguido estar de acuerdo con él. Decía Aristóteles que los seres humanos buscan por naturaleza la felicidad y que no cabe preguntar para qué queremos ser felices, pues la felicidad se busca por sí misma. Si bien es cierto que eso es lo que solemos responder cuando nos preguntan cuál es el objetivo último de nuestras vidas, rara vez hacemos algo para conseguirlo. Me costaría trabajo decir si he conocido a alguien que, de un modo consciente y deliberado, haya dado un paso tras otro, sin descanso, en el camino hacia la felicidad. De la mayor parte de las personas que conozco, o que he conocido, puedo decir exactamente lo contrario, hacen todo lo que está en sus manos para no ser felices. Existen multitud de hechos que avalan esta tesis. Para empezar, ser felices no puede ser tan complicado. El propio Aristóteles explica que basta con tener las necesidades básicas cubiertas y dedicarse a la contemplación. Con tales presupuestos, media humanidad está en condiciones de ser absolutamente feliz.
   Pero la realidad es otra. Habitualmente, la inmensa mayoría de los eventos que recordamos son tristes, dolorosos o humillantes y este tipo de recuerdos acude de modo espontáneo a nuestra mente. Con independencia de cómo le haya ido en su vida, tendrá que hacer un esfuerzo, en ocasiones intenso, para recordar un buen momento. Nuestra memoria es, de hecho, un maravilloso pretexto para que nuestra felicidad no dure más de unos minutos. Probablemente, sólo se trate de un mecanismo evolutivo que estamos empleando mal. Nuestra memoria se agarra a los malos momentos para que no perdamos la tensión, para que no nos relajemos, algo que, en los bosques en los que nuestra especie ha vivido la mayor parte de su existencia, debió ayudarnos a estar alerta y evitar situaciones peligrosas. Ya no vivimos acechados por depredadores y este mecanismo es más una molestia que otra cosa.
   Encuestas hechas entre universitarios demuestran que, alrededor del 90% de los jóvenes, están descontentos con su apariencia física. Si hacemos un cuerpo con la media de las proporciones de los jóvenes de esa edad, es imposible que el 90% de ellos esté significativamente alejado de esa media. Esta desproporción es un filón para los cirujanos plásticos. Son multitud los clientes que, en realidad, no van a ganar nada importante (físicamente hablando) con la operación en la que van a invertir los ahorros de una vida. Lo explicaré de otra forma. Esas actrices, actores y modelos, que sirven de prototipo de belleza y cuyas narices, pechos y barbillas son copiados mediante cirugía en los rostros de tantas personas, se sienten tan o más insatisfechos con su cuerpo como la media de los ciudadanos.
   Probablemente hubo un momento en su vida en el que Ud. bien podría haberse enamorado de dos personas distintas. Una era una buena persona, generosa, amable, que hubiese estado en todo momento pendiente de sus necesidades. La otra era una persona destinada a martirizarle de todos los modos posibles. ¿De quién acabó por enamorarse? En el amor buscamos siempre la persona de la que no debemos enamorarnos o de la que sabemos que nos va a maltratar. Por eso existen tantos flechazos en el trabajo, nos atrae lo extraordinariamente difícil que se volvería la situación si saliera mal.
   La primera imagen de la felicidad que llega a nuestras cabezas es la de una vida sin problemas. Una vida sin problemas es una vida feliz... o aburrida. A los seres humanos nos gustan los problemas, de modo que hacemos todo lo posible por tenerlos en abundancia, es decir, hacemos todo lo posible para no ser felices. Hemos inventado infinidad de estrategias para sentirnos profundamente infelices. La más fácil es poner un nivel de exigencia tal que haga imposible alcanzar la felicidad. Por ejemplo, podemos pedir que se acabe el hambre del mundo, que no haya niños o animales que sufran, o podemos recordar, como decía Adorno, que cualquier atisbo de felicidad es obsceno después de Auschwitz. Más sutil es considerar que no podemos ser felices si las personas de nuestro entorno inmediato (padres, pareja, familiares) no lo son. En esta estrategia se esconde la secreta esperanza de que alguno de ellos cifre en nuestra propia felicidad la imposibilidad para alcanzar la suya. De este modo el círculo vicioso está servido y nuestra infelicidad garantizada.
   La península ibérica goza de buen clima y de abundantes suelos fértiles, el agua no es demasiado escasa, las mujeres guapas y la gente alegre por naturaleza. A poco que nos hubiésemos descuidado podríamos haber sido un pueblo feliz. Por eso inventamos una estrategia infalible para impedir la felicidad, se llama envidia. Al envidioso no le basta con tener o ser tal o cual cosa. Además, nadie que él o ella conozca debe tenerlo siquiera sea en un grado mínimo. La envidia garantiza la infelicidad perpetua. Así hemos salido todos los que vivimos en este bonito territorio: cejijuntos y con aire cabreado.
   A veces, los seres humanos se encuentran en una situación terrible, por más que busquen, no consiguen encontrar ningún problema a su alrededor. Enfrentados a la posibilidad de ser felices, conseguimos eludirla por el procedimiento de inventarnos los problemas. Hay multitud de ejemplos de problemas inventados. Uno muy típico es buscar una infidelidad de nuestra pareja, infidelidad que, de tanto buscarla, acaba por existir. Otras veces es una enfermedad, esa molestia de estómago después de comer, ese reiterado dolor de cabeza, esa punzada del oído, ese síntoma que es lo más normal del mundo y que carece de toda importancia... a menos que se investigue. Pero el problema inventado más generalizado de nuestra sociedad es la depresión. La depresión puede aparecer por tres motivos: ingesta de algún tipo de medicamento o droga; que, en realidad, no haya ningún motivo para estar deprimido; o que se haya pasado una etapa tan difícil, que, cuando se sale de ella, se teme poder ser feliz y todo. Y, ya lo hemos dicho, si tenemos que elegir entre ser felices o pasarlo fatal, los seres humanos rara vez dudamos, ¡a sufrir que son dos días!

viernes, 30 de diciembre de 2011

Por qué soy neomachista (2)

   Una de las características del feminismo teórico es su alianza con el Estado. El feminismo del siglo XX es un feminismo de Estado. No se trata ya de que los Estados hayan adoptado políticas de discriminación positiva, es que esto es lo único que podía ocurrir. ¿Por qué? Voy a contar un cuento. Érase una vez que se era, una miembro* numeraria del Opus casada y con tantos hijos como Dios había querido mandarle. Un día descubrió que tendría más facilidad para publicar, recibiría más becas y subvenciones si, en vez de dedicarse a los temas de investigación que le permitía la Obra, se dedicara al feminismo. Se salió del Opus, se divorció del tirano de su marido y fue feliz y comió perdices a costa de los fondos de los congresos sobre feminismo que organizó. Esta bonita historia lleva a una pregunta: ¿cuántas teóricas feministas van a seguir haciendo gala de su militancia ahora que las ayudas públicas van a sufrir un drástico recorte? Puedo formular esta pregunta de un modo todavía peor. Las investigaciones financiadas por las empresas farmacéuticas, casualmente acaban concluyendo que sus productos sirven para el tratamiento de determinadas enfermedades. Las encuestas encargadas por un partido político, casualmente dan resultados favorables a ese partido político. ¿Es también casualidad que los estudios feministas subvencionados con dinero público, acaben exigiendo, en este o aquel ámbito, la intervención del Estado? ¿Por qué tantas propuestas feministas pasan por apelar a papá el Estado?
   Decir que buena parte del feminismo, al menos del feminismo teórico, es pensamiento subvencionado no constituye, con todo, lo más duro que se puede decir. Los documentos de las grandes teóricas del feminismo son poco más que una colección de chistosas anécdotas acerca de hombres de Marte y mujeres de Venus, una pormenorizada casuística obtenida de novelas y otros relatos de ficción (y esto es aplicable a las mismas madres fundadoras del movimiento), denuncias en las que no se mencionan nombres, victimismo a raudales, el consabido presupuesto de que los hombres somos testosterónicos, alusiones al patriarcado romano y, en el caso de la línea más radical, reivindicación de los métodos del apartheid sexual decimonónico, ahora amparado en motivos especularmente distintos.
   Es inútil pedirles una cierta lógica, algo de coherencia, la más mínima fundamentación histórica. La lógica, la coherencia, la exigencia de fundamentación histórica, son típicos corsés masculinos, cuya utilización sólo puede conducir a la reproducción de los esquemas machistas. No vale decir que el patriarcado romano no pudo surgir de la nada y que otras sociedades, sin antecedentes romanos, son tan o más machistas que la nuestras, por lo que ahí no puede buscarse la razón de lo que está ocurriendo hoy. Huelga afirmar que por las venas de las mujeres también circula testosterona. Y si se nos dice que menos, la cosa se pone todavía mejor. Si la testosterona fuese la culpable de todo, los hombres que producen más testosterona que la media serían más machistas, tesis que difícilmente resistiría la más mínima contrastación empírica. Ni siquiera se puede reclamar que la idea de que los hombres somos "por naturaleza" algo, además de haber sido la base para todo tipo de discriminaciones a lo largo de la historia, lleva a la conclusión lógica de que, si efectivamente somos así "por naturaleza", nada ni nadie va a cambiar las cosas, con lo que sólo queda plegarse a los hechos. Como digo, nada de esto es argumentable porque el deseo de argumentar es ya una clara muestra de pensamiento masculino, es decir, machista. Sin embargo, insisto, la apertura de librerías en las que sólo pueden entrar mujeres no ha detenido las violaciones, las humillaciones, ni los asesinatos.
   Está muy bien que haya organizaciones feministas, subvencionadas por papá Estado, apoyando a las mujeres maltratadas. Estaría mejor que las hubiera dedicadas a denunciar a los maltratadores que cobran pensiones de viudedad por sus mujeres y víctimas y que no fuese papá Estado quien tenga que descubrir estas cosas. Está muy bien que papá Estado multe a las empresas que discriminan a las mujeres. Sería mucho mejor que las organizaciones feministas hicieran listas públicas de los establecimientos y empresas multados y promovieran el boicoteo de sus productos. Está muy bien que se enseñe igualdad de género en las escuelas de papá Estado. Más eficaz sería negarse a comprar productos cuyos anuncios reproduzcan lo más rancio de la asignación de roles sexistas (productos de limpieza del hogar o adelgazantes promocionados por mujeres, coches deportivos que sólo conducen hombres, etc.) Es muy bonito que papá Estado obligue a hacer listas electorales "cremallera". Mucho más hermoso serían los programas deportivos "cremallera", es decir, que cada minuto de información deportiva masculina fuera correspondido por un minuto de información de deportes femeninos y que las mujeres protagonizaran una campaña de apagado de televisiones hasta que eso ocurriese. Las historias de la ciencia "de género" subvencionadas por papá Estado son fabulosas. Una fábula mucho más útil sería que las científicas pudieran incluir en sus curricula la maternidad, pues ésta suele ir acompañada de una ralentización en sus investigaciones que las pone en inferioridad respecto de sus compañeros varones. Luchar por la igualdad de género en nombre de papá Estado está muy bien. Lo ideal, sin embargo, es luchar por la dignidad de las personas, con independencia de qué les cuelgue en la entrepierna. Pero, claro, esto es peligroso, pues no sólo acabaría con los acosadores, los maltratadores y las discriminaciones por razón de sexo.

   * ¿O miembra? Ahora bien, si toda parte femenina integrante de un organismo es una miembra, mi pierna no es uno de mis miembros, sino una de mis miembras.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Sí, Sres. ministros

   Hubo una época en que TVE emitía series de la BBC. Así llegaron hasta nosotros Yo, Claudio o la desternillante Sí, Sr. Ministro. Esta última contaba la historia de James Hacker, un político tontorrón y engreído, que alcanzaba el cargo de ministro. En Inglaterra, inmediatamente por debajo del ministro, hay un Secretario Permanente, esto es, un funcionario nombrado por la reina. A nuestro protagonista le caía en suerte el taimado Sir Humphrey Appleby, cuyo lema era que a los ministros no se los puede dejar solos porque tienen ideas. Hacker, en efecto, tenía numerosos ocurrendos que el alto funcionario trataba en todo momento de frustrar. Al final de cada episodio, solían llegar a un "compromiso", una solución tan equilibrada como disparatada. Entre las risas, se podía adivinar el funcionamiento real de un gobierno. Recuerdo esta serie cada vez que se nombra un nuevo ministro.
   Como cabía esperar, los nombramientos de Don Naniano Rajoy han dado lugar a pocas sorpresas. Desde el principio ha quedado claro que los elegidos serían miembros de la "derecha civilizada" o "europea", esa derecha estupenda para un país porque obliga a la izquierda a hacer algo más que enseñar dóbermans en sus campañas electorales. Además, pertenecen casi todos al círculo íntimo del líder. Es éste un arma de doble filo. La ventaja de un gobierno cohesionado es que responderá al unísono, el inconveniente es que si uno de sus elementos resulta erosionado, el gobierno en su totalidad se tambalea. Basta con que uno de los miembros del gobierno sea cuestionado para que el propio líder pierda credibilidad. Y aquí es donde entra en juego Ruiz-Gallardón.
   Los jugadores de ataque del fútbol americano suelen llevar colgada del pantalón una toalla. Su función esencial es actuar como señuelo. Con frecuencia, cuando un defensa está desesperado por agarrar al delantero, echa mano de lo primero que se mueve, esto es, de la toalla. Ésta se desprende sin dificultad y el defensa se queda con la toalla en la mano y cara de tonto. El segundo que tarda en darse cuenta de que ha caído en la trampa, es el que aprovecha el atacante para sacar una ventaja definitiva. Ruiz-Gallardón es el señuelo. Se espera de él que se mueva, que haga cosas y atraiga la mayoría de las críticas (al menos, de dentro del partido).
   Pero el nombramiento que todo el mundo esperaba era el correspondiente al Ministerio de Economía. Su titular, ya veremos por cuánto tiempo, es Luis de Guindos. Tengo noticias de que es una persona brillante, capaz de explicar las ideas de otro como si fuesen revelaciones propias y de convencer a todo el mundo con sus explicaciones. Otra cosa es que aquello de lo que va a tratar de convencernos tenga fundamentos para ser convincente. Ya ha advertido que no viene a cosechar aplausos y es cierto, trae dos ideas muy claras en mente: hay que reestructurar el sector financiero y hay que llevar a cabo una reforma laboral (de hecho, cualquier reforma laboral con tal de que sea) bastante dura. Vayamos por partes. La reestructuración del sector financiero que tiene en mente pasa porque los bancos y cajas cuantifiquen, por fin, sus pérdidas reales debidas a esta crisis. Una vez hecho esto, mediante fusiones o intervenciones, se sanearían las entidades insolventes y redimensionarían las solventes. Es una buena idea. Tan buena que deberían llevarla a cabo todos nuestros socios europeos, empezando por nuestro líder financiero, Alemania. Porque si no lo hacemos todos, corremos el riesgo de que, al final, bancos (alemanes) podridos hasta el tuétano acaben comprando entidades (españolas) sanas y eso no puede ser bueno para nadie.
   Una reforma laboral es necesaria para afrontar un futuro mejor, siempre ha sido necesaria y siempre lo será. Llevo treinta años oyendo hablar de reformas laborales. Las he vivido por consenso e impuestas, grandes y pequeñas, sectoriales y generales, reformas laborales al limón, a la naranja y a la malvasía. Todas ellas han terminado de la misma manera, generando un crecimiento moderado del empleo cuando las cosas iban bien y paro a raudales en cuanto las cosas se torcían lo más mínimo. ¿Cuántas reformas laborales más vamos a necesitar? Veamos, Grecia es un país con una economía en coma, su déficit público va camino del 127% del PIB y su deuda pública alcanza el 165% del PIB, tasa de paro: 16%. España no es Grecia. Nuestro déficit público estará algo por encima de 6% y nuestra deuda pública en torno al 66%, tasa de paro: ¡¡22%!! Crear empleo parece cosa fácil: empeoremos nuestras cifras macroeconómicas.
   ¿Todavía necesitamos abaratar más el despido? Semejante dislate se asienta en un sofisma ubicuo. Se argumenta, por ejemplo, que la pena de muerte disuade a los asesinos y, del mismo modo, se pretende que el cálculo de cuánto costaría despedir a los empleados disuade a los empresarios de contratarlos. Si de verdad los seres humanos pensásemos en las consecuencias últimas de nuestros actos antes de llevarlos a cabo, simplemente no habría delitos (ni matrimonios). Si los empresarios, antes de contratar a alguien, calculasen el coste de despedirlo, jamás contratarían a nadie. Los seres humanos somos muy malos calculando a largo plazo así que, habitualmente, no lo hacemos. Desde luego, el Sr. de Guindos no es una excepción a este respecto. Al menos no lo hizo mientras estuvo en Lehman Brothers. Y ahora les propongo un acertijo, se trata de averiguar cuántos antiguos miembros de la división europea del quebrado banco, detonante de la crisis actual, encabezan instituciones que dicen conocer las fórmulas para sacarnos de ella.
   En cualquier caso, lo peor que se puede decir del Sr. de Guindos no es que, por acción u omisión, perteneciera al selecto grupo de los que precipitaron esta crisis. Lo peor que podemos decir de él es todo lo bueno que ya hemos dicho. La verdad es que no está ahí para tener ideas ni para promover reformas, está ahí para explicar los planteamientos de otro. Sin Hacienda, la cartera de Economía es una pistola sin balas. De Guindos es el portavoz y, por tanto, el parachoques, de Montoro que es quien de verdad va a trazar las grandes líneas de la nueva política económica. Esta bicefalia en una época tan delicada puede ser nefasta.
   De este primer gobierno de Don Naniano se puede extraer aún otra enseñanza muy clara. Para ser profesor de latín se debe haber estudiado latín, para ser camionero hay que saberse el código de la circulación, para tener una tienda hay que saber vender, pero, ¿qué hay que saber para ser ministro? Pues pregúntenselo a la Sra. Pastor. Ha sido ministra de Sanidad y ahora lo es de Fomento. Caben dos posibilidades. Una es que lo que pedía Platón, que los reyes fueran sabios o los sabios reyes, ya se haya cumplido. La otra es que, para ser ministro, en realidad, no hace falta saber de nada, como le ocurría a James Hacker.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Por qué soy neomachista (1)

   En estas entrañables fechas de fervor religioso y devoción a la figuras de Jesús, la Virgen, San José, la mula y el buey, es decir, de consumo frenético, he sufrido una iluminación. Venden en las tiendas Imaginarium un globo terráqueo... de color rosa. He caído en la cuenta de que la representación de nuestro planeta tiene un indudable sesgo machista. De todos es sabido que el color celeste en particular (y azul en general) identifica a los niños, a los varones, a la testosterona. El rosa, por el contrario, es el color de lo femenino, lo sensible, lo dialogante. Identificar nuestro planeta como "el planeta azul" es un hito más en el largo camino por dejar fuera, literalmente, del planeta, a la mitad de la humanidad. Sustituir la expresión "planeta azul" por "planeta rosazul", constituye, pues, condición imprescindible para mejorar la integración de las mujeres en la sociedad y disminuir la violencia sexista.
   Con ocasión de alguna guerra he escuchado a ciertas líderes feministas quejarse de la proliferación de símbolos fálicos que inundaban las noticias (cañones, misiles, etc.) Esta queja, en realidad, se puede llevar mucho más allá de las guerras. Es ya un lugar común afirmar que los órganos sexuales masculinos son mucho más agresivos a la vista que los femeninos. Parece que nuestro balanceo es ostensible cuando andamos, pero que a ninguna mujer se le notan los pechos en ninguna circunstancia. Pues bien, las mujeres no sólo tienen que soportar la agresiva presencia de órganos sexuales masculinos, además, los hombres las rodean con todo tipo de símbolos fálicos para que no olviden que están sometidas al pene. Bolígrafos, cigarros, pepinos, han sido configurados para recordar permanentemente a las mujeres aquello que las domina. "¡Claro!", me dirán, "pero es que los pepinos tienen la forma que tienen". Error, craso error. ¿Acaso no se han cultivado calabazas cuadradas? El movimiento feminista no debería cesar en su empeño hasta conseguir bolígrafos, cigarrillos y pepinos con forma de vagina. Naturalmente, en justa contrapartida, deberían fabricarse botas, gorros y guantes con aspecto peneano.
   ¿Y qué decir del lenguaje? Todas las expresiones negativas hacen referencia a la mujer mientras los órganos sexuales masculinos connotan expresiones de júbilo y alegría. Pongamos algunos ejemplos: "pasárselo teta", significa pasarlo fatal; "ese tío es un capullo" es equivalente a "ese sujeto es absolutamente genial"; y "he tenido un día de cojones" quiere decir "he tenido un día maravilloso", ¿verdad? El lenguaje está, indudablemente, marcado de modo sexista, todos los términos que expresan ideas elevadas son de género masculino: libertad, democracia, justicia...
   La Junta de Andalucía tiene un departamento para la igualdad de género en el que un número indeterminado de personas se encarga de la función, absolutamente trascendental, de revisar todas las publicaciones oficiales para asegurarse de que allí donde aparece "el", figure igualmente "la" y que todos los masculinos plurales vayan acompañados de sus respectivos femeninos plurales. Dicho de otro modo, un departamento de la Junta de Andalucía se encarga de hacer más largo cualquier documento oficial. Ignoro si hay una oficina pareja, en algún departamento de protección del medio ambiente, encargada de calcular cuántos bosques más se han talado para hacer papel debido a esta nueva normativa.
   Mientras, siguen siendo asesinadas mujeres por el hecho de serlo, se sigue despidiendo a trabajadoras por quedarse embarazas, a las mujeres se les sigue pagando menos por hacer el mismo trabajo que los hombres, la prostitución es un plaga y hay hombres que aprovechan sus cargos para exigirle favores sexuales a las mujeres que quieren demostrar su valía, sin contar que está prohibida la participación en cualquier obra de albañiles que no sepan decirle borderías a las mujeres que pasen por delante de ellas. No hay que ser un genio para llegar a la conclusión de que tanta palabrería barata, tantas leyes, tantas reivindicaciones formales no han llevado demasiado lejos.
   La liberación de la mujer ha consistido en lo mismo en que consisten todas las liberaciones de nuestras sociedades postcapitalistas, introducirlas, inermes, en el libérrimo mercado de fuerzas de producción. Al fin, pueden ser exprimidas fuera de sus casas como lo habían sido siempre en el interior de las mismas. Por supuesto, han tenido que pagar un precio a cambio de tan gloriosa "liberación". Sus cuerpos tienen ahora que someterse a los estándares de productividad de nuestras sociedades. En consecuencia, un mínimo de curvas y nada de maternidad. Tales cosas no se consiguen modificando leyes, haciendo bonitos discursos y, ni siquiera, exigiendo nada. Es mucho más sutil. Pasa por llenar los escaparates de maniquíes anoréxicos hasta la androginia, popularizar vidas ideales de jóvenes sin estudios que alcanzan el rango de modelos gracias a que no tienen el cuerpo de una mujer media, mover delante de las narices de las trabajadoras el señuelo de carreras profesionales que nadie ha retocado para disimular que sólo pueden encajar con la vida de "auténticos machotes". Como puede verse, nada relacionado con el Estado ni sus resortes. ¿Qué podrá hacer, pues, el Estado para impedir todo esto? No, no podemos esperar que el fin de la discriminación sexual nos sea entregada cordialmente por el Estado.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Watchmen

   Una de las muchas desgracias que acompañaron a la filosofía del siglo XX fue que, de tantos giros lingüísticos y tantos intentos por recordar dónde nos dejamos olvidados el ser, se abandonó la tarea de responder a ciertas preguntas, al menos tan interesantes como las que, supuestamente, respondió. Una de ellas, las pautas del devenir histórico, parecía, en realidad, muy cercana de ser solventada tras la monumental obra de autores como A. Toynbee. Era ésta una pregunta extraña, asentada en el núcleo de una disciplina igualmente extraña, quizás por su procedencia. En efecto, la filosofía de la historia llegó a Europa de la mano de un filósofo africano, bereber para más señas y antiguo maniqueo, Agustín de Hipona. En aquella época, el Imperio Romano se hundía y más de uno debió tener claro que la historia se acababa y llegaba la hora de hacer recuento. A partir de aquí, se desarrolló a trompicones, conforme los desastres parecían abrir épocas nuevas, y uniendo en el viaje elementos dispares. En ella podemos encontrar autores cristianos coqueteando con su carácter circular (Leibniz) o revolucionarios, a punto de ser devorados por la revolución, que afirman su progreso indefinido (Condorcet).
   Justo cuando Toynbee nos mostraba cómo el decurso de las civilizaciones da cuenta del aparente retorno de ciertas situaciones históricas, la física moderna se estaba acercando a modelos más complejos y, probablemente próximos a la realidad. Uno de ellos es la teoría del caos y su propuesta de que existen atractores caóticos en torno a los cuales orbitan los sistemas. “Orbitan” es un término que hay que comprender exactamente. La “órbita” del sistema se produce en lo que se denomina un espacio de fases, esto es, un espacio abstracto cuyas dimensiones están constituidas por los valores posibles de cada una de sus variables. Es en este espacio abstracto y multidimensional en el que se dibuja la trayectoria del sistema y es esta trayectoria la que se curva en torno a ciertos atractores, es decir, puntos de equilibrio. El modelo más simple es un sistema en el que sólo existe uno de estos puntos de equilibrio. Incluso en este sistema, la trayectoria del sistema no es una órbita exacta en el sentido en que se la entiende cuando se habla de los planetas. Más bien, lo que suele llamarse su "órbita" es el trazo de una gota de tinta en un bote de melaza conforme se la va removiendo. Por supuesto, tal modelo simple rara vez se halla en la realidad. Lo que abundan son los sistemas con dos, tres o más atractores y trayectorias endiabladamente enrevesadas. Un modelo de esta naturaleza explica muchas cosas cuando se aplica a la historia. Sin embargo, aunque ha habido propuestas en este sentido, como las de Prigogine, nadie, que yo sepa, se ha molestado en bajar hasta el detalle e identificar esos atractores concretos y en qué han consistido esas "órbitas" alrededor de ellos.
   Es la ida y venida en torno a atractores, esas trayectorias complejas, las que dan provocan la apariencia de que las naciones siempre están tratando de resolver los mismos problemas. Uno de estos problemas que obstinadamente salen a nuestro paso, apareció formulado de un modo brillante en las Sátiras de Juvenal. Planteaba este poeta romano que si alguien decidía encerrar a las mujeres para no ser engañado, se encontraría con que quienes debieran vigilarlas se convertirían en los primeros candidatos para engañarle. Y aquí viene su famosa locución quis custodiet ipsos custodes? Lo que viene a ser: ¿quién vigila a los vigilantes? En 1986-7  ese genio alucinógeno llamado Alan Moore publicó una de sus obras maestras titulada Watchmen. Era una lúcida reflexión sobre las implicaciones políticas a las que se suele hacer alusión cuando se usa la frase de Juvenal. En un mundo en crisis, en el que los superhéroes han sido prohibidos, Moore nos narra una historia de rencillas personales, nostalgia y el consabido plan diabólico, que atrapa a unos superhéroes del pasado dignos de ser encerrados con una camisa de fuerza. Moore parece preguntarse qué es peor, un mundo con vigilantes o un mundo sin ellos porque, desde luego, si asumimos que debe haber vigilantes la cuestión es quién los vigila.
   La verdad es que si me encontrase en un callejón oscuro con Alan Moore, saldría corriendo sin dudarlo. Sin embargo, preferiría ser gobernado por él que por quienes actualmente detentan el mandato de los ciudadanos. Está un poco sonado, aunque no dudo de su inteligencia. Este fin de semana hemos vivido algo que suena a manido déjà vu: Frau Merkel y Herr Schäuble, una vez más, decidiendo que hay que cambiar Europa para que sea gobernada desde Berlín. Gobierno fiscal, naturalmente, porque lo demás da muchos quebraderos de cabeza y tampoco tienen las ideas muy claras. Naturalmente, no existe gobierno real sin poder coercitivo, así que ya tenemos en negro sobre blanco (otra vez) las sanciones para quien se salte las normas fiscales impuestas. Recapitulemos. Tenemos un país con un sistema financiero podrido que, muy pronto, necesitará fuertes ayudas de su gobierno para mantener las ventanillas de sus oficinas abiertas. Ese mismo país tiene una población tan envejecida que difícilmente podrá mantener el nivel actual de sus pensiones sin un fuerte endeudamiento. Casualmente, es el mismo país que incumplió los anteriores pactos fiscales, saltándose a la torera las sanciones que ellos mismos habían  fijado para quien las incumpliera. Y ahora resulta que precisamente ese país es que el quiere controlar las finanzas de sus vecinos. ¡Estupendo! ¡magnífico! siempre me sedujo vivir en Alemania y ser gobernado desde de Berlín es lo más parecido a ello que voy a conseguir. El problema, el pequeño problemilla residual que queda, es el que planteó Juvenal en el siglo II después de Cristo: quis custodiet ipsos custodes? ¿Qué va a ocurrir cuando, más pronto que tarde, Alemania se salte los límites fiscales fijados? ¿Qué pasará cuando quede en evidencia que este gobierno germano es lo suficientemente idiota como para haberse pegado otro el tiro en el pie? El problema, el problema real, no es ser gobernado desde Berlín. El problema es que nos gobierne gente que no tiene la más remota idea de a qué viene toda esta crisis ni de cómo salir de ella. Y eso es lo que está ocurriendo.