La lógica en el sentido tradicional, se halla regida por una serie de principios básicos que se consideraban absolutamente inviolables, de modo que si alguien no se atenía a ellos, simplemente, no podía decirse que sostuviera un discurso lógico. Pero la posmodernidad rompió con este modelo. La lógica del discurso no debía entenderse como un principio rector ajeno a él, sino que dimana del propio discurso. En consecuencia, puede hablarse de diferentes formas de lógica y, de un modo más común, de "diferentes formas de racionalidad". Las “diferentes formas de racionalidad” se ha convertido en un tópico típico de nuestra era en el que los filosofillos se solazan incesantemente. Hablan de ella como de los intereses ocultos en todas las formas de conocimiento, incluyendo el científico, sin jamás poner en tela de juicio el interés oculto en la coplilla que recitan. Las "diferentes formas de racionalidad" constituye un símbolo de nobleza, de progresismo tolerante con otras culturas, a la vez que en herramienta para un consumismo fuera de madre como vamos a ver. A qué se ha llegado con el borreguil cacareo de los tópicos típicos y la prohibición de una racionalidad que aspire a tener carácter universal, lo podemos ilustrar con cierto género de discurso que atenta contra la práctica totalidad de los principios de la lógica. Y no, no voy a hablar de Donald Trump.
Comencemos por el principio de transitividad. Dice que si A, por ejemplo, tiene mayor tamaño que B y B mayor tamaño que C, entonces A debe tener mayor tamaño que C. ¿Hay algo erróneo en tal supuesto? ¿Puede hallarse algún género de atentado contra la interculturalidad en él? Vamos a poner otro ejemplo, si A puede decirse mejor que B y B mejor que C, entonces, A debe poder decirse mejor que C. ¿Algún problema? Bien, pues un metaestudio sobre 56 ensayos clínicos que comparaban medicamentos demostró que el medicamento de la empresa que pagaba el estudio siempre resultaba mejor. Así, pues, la empresa X pagaba un estudio sobre su medicamento A, que resultaba mejor que B. La empresa Y pagaba un estudio sobre su medicamento B que resultaba mejor que C. Pero cuando la empresa Z pagaba un estudio sobre su medicamento C, éste ¡resultaba mejor que A!
Tomemos ahora el principio de identidad de los indiscernibles. Este principio tiene diferentes versiones. En primer lugar, si un individuo tiene propiedades diferentes de otro, no puede tratarse del mismo individuo. Sin embargo, las empresas farmacéuticas rara vez presentan dos veces los resultados de un ensayo clínico de la misma manera y tampoco existen criterios unificados entre todos los reguladores. El caso de Tamiflu, el famoso medicamento que habría de salvar al género humano de la letal epidemia de gripe-A que asoló el planeta (dejando una tasa de muertes por debajo de la media de las epidemias de gripe habituales) constituye un buen ejemplo. En su informe, la FDA señalaba claramente que su uso no suponía ninguna ventaja en el caso de complicaciones. El regulador japonés no mencionaba este hecho y la agencia europea afirmaba que comportaba generosos beneficios en caso de complicaciones. La página de su fabricante, Roche, daba una información diferente para cada país, en función de lo que hubiese dicho el regulador de turno.
Tomemos ahora una segunda versión del principio de identidad de los indiscernibles. Esta segunda versión afirma que si dos individuos tienen exactamente las mismas propiedades, se trata, en realidad, de uno y el mismo individuo. Las estatinas constituyen un buen ejemplo. Diseñadas para bajar los niveles de colesterol en sangre, la primera, fabricada por Merck, salió al mercado en 1.987 bajo el nombre de Movecor. Desde entonces han aparecido Zocor, también de Merck; Lipitor, de Pfizer; Pravachol de Squibb; Lescol, de Novartis; Crestor, de AstraZeneca y Livalo de Eli Lilly. Todas ellas se contabilizan como "nuevos" fármacos, "nuevos" fármacos que, como todos sabemos, cuesta una millonada desarrollar y de los cuales aparecen cientos al cabo del año. Pues bien, todas las estatinas mencionadas anteriormente funcionan exactamente igual obteniendo resultados virtualmente indiferenciables.
Al principio del tercio excluso se lo puede considerar uno de los ejes centrales de la lógica clásica. Afirma que de cualquier sujeto debe poder predicarse o bien A o bien no-A. Cuando no se acepta tal principio, surgen, por ejemplo, las lógicas difusas, en las que de cualquier sujeto se puede predicar A en cierto grado. En realidad, el discurso farmacológico, ni siquiera puede decirse que se atenga a las reglas de la lógica difusa. Tomemos el famoso estudio de fase III que comparó a Vioxx con naproxeno. En el grupo de pacientes a los que se les administró Vioxx se observó un aumento de las muertes por infarto cardíaco, cosa que no se observó en el grupo al que se le administró naproxeno. ¿Qué se concluyo, pues? ¿Que Vioxx causaba infartos cardíacos? ¿Que Vioxx no causaba infartos cardíacos? ¿Qué Vioxx causaba en cierto grado infartos cardíacos? En ninguna lógica que adoptemos existe otra posibilidad. El estudio clínico concluía, sin embargo, que naproxeno poseía una capacidad de prevenir los infartos jamás observada hasta entonces. La FDA retiró Vioxx del mercado después de calcular que había causado entre 88.000 y 139.000 infartos sólo en los EEUU, aproximadamente el 40% de ellos mortales.
La razón médica no queda definida, como sostenía Foucault, por su oposición a la locura. Más bien al contrario, resulta indistinguible de lo que la época clásica llamó “locura”. Podemos entender ahora por qué los filósofos vigesimicos perdieron de vista los indicios que acotaban el camino hacia la razón universal: si el orden y conexión del discurso farmacológico no coincide con el orden y conexión de las cosas del mundo ni con el orden y conexión de la lógica, se debe a que el pensamiento occidental erró en su búsqueda de una razón universal. Concluir de otro modo les hubiese exigido morder la mano que les daba de comer.