domingo, 19 de agosto de 2018

Imagocracia.

   En la mañana de ayer sábado, hora española, Imran Khan, miembro del histórico equipo que derrotó a la todopoderosa Inglaterra en la final del mundial de criquet de 1.992, juró su cargo como primer ministro de Pakistán. Por muy exóticos y lejanos que suenen estos acontecimientos, obedecen a un patrón bien conocido. Khan se forjó su fama en la televisión, como héroe del deporte nacional. En un país en el que la política exterior y buena parte de la interior la controlan el ejército y sus servicios secretos, anclado en la agricultura como principal fuente de riqueza y con una deuda exterior que hace que su política económica la determine el FMI, su campaña se ha basado en construirse una imagen como alguien ajeno a los tejemanejes políticos habituales. La lucha contra la corrupción, acabar con las viejas prácticas políticas, la promesa de llevar agua a algunas regiones, donde, según las malas lenguas, ya la hay y un montón de humo más, ha bastado para darle el triunfo en las urnas. En definitiva, lo que venimos viendo repetidamente en las elecciones que se han celebrado en los últimos años alrededor del globo, la victoria de candidatos apoyados en una nítida imagen pública, promesas de acabar con los modos habituales de hacer política y carentes de ideologías identificables, todo lo cual acaba asimilándolos con el primer movimiento que alcanzó el poder con esos medios: el fascismo.
   Alertan los expertos de turno que nuestras sociedades han caído en manos del populismo, que hay que regenerar la vida política para evitar estas circunstancias, que nuestras democracias retroceden. Resulta difícil saber si en la tergiversación de sus diagnósticos interviene la miopía o el interés por ocultar lo que viene ocurriendo. Por ejemplo, suele decirse que nuestro concepto actual de democracia nació en Atenas, cuando, en realidad, la democracia va inextricablemente unida no a todo el territorio de influencia ateniense, sino a un lugar muy concreto de la ciudad, el Ágora. Sin Ágora, sin lugar donde reunirse, donde intercambiar puntos de vista, donde confrontar noticias, la democracia no hubiese llegado a existir. Democracia, quiero decir, "poder del pueblo", implica lugar donde el pueblo pueda reunirse y manifestar su parecer. Lo expresaré de otro modo, el poder del pueblo reside en las plazas, las calles y los mercados. Si se deja de hacer política en las plazas, las calles y los mercados, entonces se habrá creado un sistema político que no puede identificarse con la democracia ateniense por más que guarde ciertos rasgos de semejanza con ella. Por ejemplo, si se construye un remedo de plaza pública para que tengan lugar las discusiones, nos hallaremos ante una mera representación de democracia, un sistema que imita con símbolos, lo que acontecía en Grecia, pero en el que sólo de un modo formal podrá decirse que el poder reside en el pueblo. El pueblo, simplemente, se halla ajeno a la mayor parte de discusiones y tomas de decisiones, al pueblo “se lo representa”, sin que llegue a intervenir más que de un modo puntual. Pero si aún realizamos otro desplazamiento, llevando el lugar de discusión y de notificación de la toma de decisiones a las pantallas de nuestros televisores, ordenadores y móviles, en forma de tertulias matinales, intercambio de tuits, vídeos y fotos, entonces, ya no nos hallamos ante democracias representativas, sino ante democracias virtuales o ante imagocracias. En ellas el poder real reside en quien pueda generar y retransmitir las imágenes y al pueblo se lo adocena para que se limite a seguir las consignas que éstas les inoculan. Los gobiernos, por tanto, no se basan en su acción “real”, su actuación queda en un nivel virtual, quiero decir, en la construcción de imágenes, las cuales, por otra parte, han devenido la única realidad que importa. La política económica, por ejemplo, la dictaminan “los mercados”, o, de un modo no eufemístico, las grandes corporaciones financieras. El bienestar de los ciudadanos se mide en términos de las cosas que se pueden comprar, con lo que tampoco los gobiernos tienen nada que hacer a este respecto. Las llamadas “políticas sociales” comprenden todas aquellas políticas que se llevan a cabo cuando el tema de sus costes se ha resuelto, por lo que tampoco queda mucho margen de maniobra para los gobiernos de turno. En definitiva, los gobiernos de la imagocracia tienen que centrarse en todo aquello que genere grandes "debates públicos", o lo que viene a significar lo mismo, imágenes espectaculares, con un costo ínfimo. La inmigración, por ejemplo, se convierte en un problema clave. No porque haya significativamente más inmigrantes que hace 50 ó 100 años, ni porque se pueda hacer gran cosa para impedirlo, ni porque se pretenda atajar la raíz del problema, sino porque adoptar una política migratoria u otra cuesta casi lo mismo y, por encima de todo, se pueden conseguir impactantes imágenes con ella.
   Nuestra inquietud, nuestro desasosiego, proviene de la contradicción que nos embarga. Por una parte, nos caracteriza una iconolatría sin límites, que nos ciega ante cualquier otra posibilidad y defecto que presenten las imágenes y que, de hecho, nos impide pensarnos de cualquier manera que no implique la utilización de imágenes. Por otra parte, nos han educado en los viejos términos de representación política, que ya no sabemos cómo acomodar a las pantallas en las que se desarrollan nuestras vidas. Nos comportamos, pues, de un modo patético. Consideramos una anécdota que un actor como Ronald Reagan se convirtiese en uno de los presidentes más recordados de los EEUU, que el dueño de una cadena de televisión como Silvio Berlusconi llegase a primer ministro italiano o que una presentadora de televisión como Letizia Ortiz se convirtiese en reina de España. Sin embargo, nos escandalizará el modo tan natural en que nuestros hijos aceptarán que ocupen tales cargos blogueros, youtubers e influencers. Tenemos un Whatsapp con los compañeros de trabajo, pero nos choca que se utilice esa herramienta para la toma de decisiones políticas. Incluso la idea, tan próxima, tan democrática, tan demostrativa del poder popular, de elegir a los miembros del congreso por el número de seguidores que hayan tenido en las redes sociales durante el último año nos causa pavor. Afortunadamente, como digo, las generaciones que obtuvieron un móvil en su primera comunión, carecerán de esos escrúpulos. Ellos identificarán con absoluta normalidad "democracia" con lo que escupan sus pantallas.

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