Mario Moretti, fundó las Brigate Rosse en 1970 y las lideró hasta su encarcelamiento una década después. Su fotografía colgó durante todo ese tiempo de las paredes de los cuarteles de la policía, las estaciones de trenes y los aeropuertos. Ya en la cárcel concedió una entrevista en la que contaba cómo había viajado por toda Europa, preferentemente en avión, para contactar con otros grupos terroristas. Cuando las periodistas le preguntaron si se había disfrazado o si se había afeitado su conocido bigote, les respondió que, en realidad, reconocer a una persona a la que sólo se ha visto en fotografías resulta extremadamente difícil. Si no te han avisado que va a pasar por ahí, decía, puede empujarte y no te vas a dar cuenta. Pues bien, en la búsqueda de civilizaciones extraterrestres intentamos reconocer en una calle atiborrada de gente a alguien a quien solo conocemos por una caricatura. Como llevamos un cierto tiempo intentándolo y no lo hemos conseguido, la opinión cualificada se ha dividido entre quienes piensan que esa persona no existe y quienes creen que deberíamos añadirle color a nuestra caricatura. Los argumentos sobre los colores que deberíamos añadirle resultan reveladores. Dado que nuestra civilización consume cada día cantidades ingentes de energía, señalan algunos, una civilización por delante de la nuestra debe consumir más, con lo que debe haber podido sacar esa energía de su sol, de las estrellas o de toda la galaxia. Dado que nosotros tenemos satélites orbitales alrededor de la tierra, argumentan otros, una civilización por delante de la nuestra debe tener más satélites artificiales, lo cual puede detectarse cuando su planeta se sitúe en la línea que une a su sol con nuestros observatorios. Dado que nosotros irradiamos por el espacio interestelar una enorme cantidad de información, apuntan los terceros, cualquier otra civilización tecnológicamente adelantada debe mandar más señales. En el siglo XIX, visionarios que creyeron poder adivinar el futuro, anunciaron que, en el siglo XX, la gente se desplazaría en globos que transportarían varios centenares de personas. Su mentalidad, fascinada por las posibilidades abiertas por los hermanos Montgolfier, les llevó a la conclusión “evidente” de que en el futuro, inevitablemente, habría más, más grandes y capaces de volar más lejos. Por algún “extraño” motivo, en el siglo XX los globos se convirtieron en una curiosidad y por algún “extraño” motivo, varias décadas buscando rastros de vida extraterrestre han concluido en fracaso. Y sin embargo, la posibilidad de que toda nuestra enorme y fantástica galaxia haya nacido únicamente para albergar a esta miserable criatura llamada ser humano parece tan retorcidamente perversa que casi no merece que la tomemos en cuenta. Todo indica, por tanto, que hemos cometido un error en nuestros razonamientos, pero, ¿cuál?
Comencemos por la famosa ecuación de Drake. La ecuación de Drake estima la probabilidad de que existan otras formas de vida en la galaxia como el producto de siete factores, que incluyen la fracción de estrellas con planetas en su órbita, el número de dichos planetas orbitando en la "zona habitable", la parte de esos planetas en los que puede haberse formado vida, etc. En una ecuación en la que siete factores se multiplican, un error de décimas en la estimación de uno de ellos conduce a una desviación exponencial respecto de la realidad. No digamos ya si, como ocurre en la ecuación de Drake, unos factores dependen de otros, porque entonces los resultados de la ecuación, con independencia de su valor exacto, carecerán por completo de sentido. A todo esto hay que añadir que cualquier cálculo que efectuemos a estas alturas de la historia debe considerarse, como poco, precipitado. Las noticias acerca de exoplanetas descubiertos, que tan bien quedan en los informativos cuando no hay noticias que comentar, callan acerca del hecho evidente de que las hipótesis empleadas para buscarlos, por muy correctas que puedan parecernos ahora, no han tenido, ni tendrán en un futuro inmediato, corroboración empírica. Mejor no hablemos de lo que se llama “zona de habitabilidad” de una estrella, porque, dependiendo de diferentes circunstancias, las temperaturas en superficie de un planeta situado en dicha zona puede variar desde un centenar de grados bajo cero hasta centenares de grados sobre él. La ecuación de Drake, por tanto, sólo sirve para subrayar lo que ya sabemos por lógica, la improbabilidad de que no haya otra civilización en la galaxia aparte de la nuestra.
Pero, ¿por qué no hemos podido encontrarlas? Tomemos la hipótesis de que, con instrumentos más potentes, podremos detectar los satélites artificiales alrededor de un exoplaneta. Si la civilización se encuentra más avanzada que nosotros, naturalmente tendrá más satélites en uso o, como habría razonado el siglo XIX, tendrá globos que transportarán a millares de personas. La lógica de tal razonamiento radica en suponer que la única solución posible siempre consiste en “más”. ¿Cuánto podemos avanzar en ese “más”? En apenas siglo y medio desde la revolución industrial hemos esquilmado buena parte de los recursos del planeta y lo hemos contaminado hasta un punto de no retorno. ¿Cuánto duraremos de seguir resolviendo los problemas con “más”? ¿otros 150 años? ¿Acaso todas las civilizaciones tecnológicamente avanzadas se hallan condenadas a desaparecer en un lapso de tres siglos desde el inicio de la revolución tecnológica? ¡No! responden nuestros obcecados expertos, porque habrán encontrado fuentes para obtener más energía… En realidad, como resultará obvio a finales de este siglo, las civilizaciones que se hallen unas décadas por delante de nosotros, sabrán ya que el “más” nunca soluciona ningún problema, sino que, simplemente, desplaza hacia el futuro la solución. Una civilización tecnológicamente por delante de nosotros no tendrá “más” satélites geoestacionarios que nosotros, habrá encontrado una manera diferente de resolver los problemas para los que instalamos satélites geoestacionarios. Y no tendrán problemas de recursos, porque habrán aprendido una manera diferente de producir energía, con huellas ecológicas mucho menores. Y, por supuesto, no despilfarrarán esa energía irradiando información en todas las direcciones del espacio, sino que harán llegar cada bit a su destinatario exacto, sin que nada se pierda haciéndolo llegar donde no hay nadie interesado en recibirlo. Así que cualquier civilización que se halle un poco por delante de nosotros, habrá creado un aislante informacional en su entorno y, desde luego no, cosa irrisoria, para esconderse y revelar su presencia sólo cuando nos hallemos preparados, sino porque de ese modo hace un uso mucho mejor de los recursos a su alcance de lo que se puede lograr con la fuerza bruta del “más”. Por tanto y, en resumen, cualquier civilización que nos haya adelantado, tecnológicamente hablando, nos resultará irreconocible porque no habrá ningún detalle en ella de la caricatura con la que la buscamos, la cual, digámoslo de paso, constituye una ridícula parodia de nosotros mismos. El habernos embarcado en la búsqueda de una civilización como la nuestra cuando ni siquiera sabemos cómo se ve nuestra civilización desde más allá del sistema solar, revela el catetismo de nuestros intentos. ¿Qué trazas, qué huellas, qué aspecto muestran las señales que emitimos desde la tierra cuando nos alejamos suficientemente de ella? Mientras no tengamos una respuesta a esta pregunta haríamos mejor encendiendo nuestras chimeneas con los billetes empleados en la búsqueda de vida extraterrestre. Y, desde luego, no porque no haya nadie ahí fuera.