Formamos parte hasta tal punto del dispositivo farmacológico, nos conduce a pensar de tal manera, configura nuestra concepción de la salud, la enfermedad, lo conveniente, lo deseable, de tal forma, que nos ciega por completo ante los hechos más palmarios. Si alguien entra en un yacimiento arqueológico y se lleva para disfrute propio lo descubierto con el dinero de nuestros impuestos, a eso lo llamamos expolio. Pero si alguien entra en laboratorios financiados con en dinero de nuestros impuestos y se lleva lo allí descubierto para hacernos pagar nuevamente por ello un precio desorbitado, a eso no lo llamamos “expolio”, lo llamamos “colaboración del sector público con el privado”. Entendiendo por “innovación”, la capacidad para desarrollar investigaciones biomédicas que permitan la aparición de nuevos medicamentos, la élite industrial a la que suele llamarse big pharma, lleva décadas sin innovar en nada. La práctica totalidad de sus productos estrella han salido de laboratorios ajenos a esas empresas. Muchas veces de pequeños laboratorios, adquiridos por las grandes cuando el tratamiento ya ha llegado a la fase de comercialización. Otras veces de laboratorios públicos, como ocurre ahora con Moderna en los EEUU o bien de Universidades, caso de Oxford y Pfizer. Pero esta deformación sistemática de la propiedad privada que se halla en el núcleo funcional del capitalismo, no tiene un carácter universal. La Europa continental, el capitalismo renano, pertenece a otra categoría. La Unión Europea ha firmado un acuerdo con Sanofi, en la cual va a inyectar dinero a espuertas directamente. Han elegido compañero de viaje con tino. Sanofi tiene una sólida experiencia en la colaboración con los Estados para el desarrollo de vacunas. Lo ha hecho con el dengue en Filipinas. Le proporcionó al gobierno filipino viales con la vacuna doce días antes de que el organismo regulador la hubiese aprobado y sin que mediara recomendación alguna de la OMS. Ni siquiera la advertencia de este organismo sobre la posibilidad de que la vacuna no solo no evitase sino que agravase los efectos del dengue, ni siquiera semejante anuncio, digo, paró la campaña de vacunación. En 2017, la propia Sanofi reconoció los riesgos asociados a su vacuna cuando ya se había producido la muerte de al menos 9 niños. Eso sí, sigue pleiteando con el gobierno filipino sobre quién paga la factura correspondiente a todos los que acabaron en los hospitales por culpa de su vacuna.
Insisto, este caso reciente y todavía abierto, muestra bien a las claras nuestra ceguera ante todo lo que el dispositivo farmacológico nos dice que no debemos ver. En su momento Sanofi anunció que en la fase III de Dengvaxia, su vacuna para el dengue, se probaría en 31.000 niños, una cifra extremadamente parecida a la que ahora se maneja como el conjunto de los sujetos de prueba de la fase III de las distintas vacunas contra la Covid-19. De un modo semejante, tanto Dengvaxia, como estas vacunas, desarrollarán esos estudios en diferentes países a lo largo y ancho del mundo. Y, exactamente como ocurrió en aquel caso, se ha filtrado a la prensa los excelentes resultados obtenidos en la fase II de pruebas. Este calco milimétrico de un procedimiento manifiestamente incapaz de ofrecer resultados "científicos" nos habla con claridad meridiana de a qué se refiere la “eficacia” y “seguridad” que las más brillantes mentes del área biomédica aventuran ya a la futura vacuna y de en qué reside “la valentía” de esas empresas que han fabricado una vacuna que aún no ha concluido su fase experimental. Pero vayamos por partes.
La fase II, que las actuales vacunas han superado con éxito como lo hizo Dengvaxia va dirigida únicamente a demostrar qué dosis del producto en cuestión no mata a quien la toma. Por eso, esta fase II se lleva a cabo en grupos extremadamente reducidos, que rara vez alcanzan los 50 sujetos. De hecho, esta vacuna, esta vacuna destinada a su inoculación en 10.000 millones de personas, se ha probado en fase II en grupos de 45 individuos. ¿Qué significado tiene, pues, que ninguno de ellos se haya muerto? En realidad tiene muchísimo significado. Las pruebas de fase III, el santo grial de la cientificidad médica, el riguroso garante del doble ciego en el que ni quien administra ni quien recibe la dosis sabe si lo contenido en ella consiste en un principio activo o en un placebo, ese famoso filtro que separa tajantemente la verdad de la medicina farmacológica respecto de los bulos como la naturopatía, homeopatía y acupuntura, en realidad, forma parte de la campaña promocional de cada medicamento. Vioxx, el hipotensor que mató a varios cientos de miles de personas, abrió las puertas a este procedimiento. Los famosos 30.000 sujetos de prueba se distribuyen a lo largo y ancho del mundo, para que su seguimiento resulte impracticable por cualquier autoridad sanitaria. En lugar de una gran prueba con un centro de control único, se reparten en una multitud de pequeños grupos, cada uno a cargo de un “centro investigador” diferente, el cual, a su vez, los asignará a varios médicos. De ellos se espera que se acostumbren a recetar el medicamento y aprendan a reconocer los pacientes potenciales. Rara vez se les permitirá echar un vistazo a otros resultados diferentes de los recopilados por él mismo. Después los especialistas de la compañia de turno se encargan de utilizar todo tipo de herramientas estadísticas para montar los datos como mejor convenga, por ejemplo, seleccionando únicamente los grupos experimentales en los que los porcentajes de cura o de prevención han resultado más llamativos, amalgamando los resultados de diferentes países o continentes, agrupándolos o separándolos por sectores de edad, según interese, y, por encima de todo, encargándose de que no haya manera de rastrear la existencia de grupos de pacientes en los que todo acabó rematadamente mal. En cualquier caso, una cosa debe quedar meridianamente clara: a las autoridades encargadas de aprobar la vacuna no llegarán los resultados de los 30.000 sujetos de prueba. Con mucha suerte la aprobación se producirá teniendo en cuenta lo que pasó con el 10% de los mismos. Pero todo esto palidece ante la gran cuestión. Algo que merezca la pena llamarse “vacuna”, debe prevenir la infección, al menos durante un año. Ahora bien, para saber si un producto genera inmunidad durante un año, antes de su aprobación, debería seguirse lo que ocurre con los sujetos experimentales durante… ¿seis semanas? ¿Cómo puede alguien que se considera a sí mismo “científico”, que acumula títulos, cargos, menciones, honores y gloria en el campo de la medicina, asegurar a la opinión pública que la vacuna contra la Covid-19 “será segura y eficaz” si las pruebas de la misma en ningún caso se van a prolongar el tiempo suficiente para saber si efectivamente el potingue merece el nombre de vacuna o no? ¿En qué criterio, en qué método, en qué procedimiento “científico”, se apoya para hacer semejante aseveración? ¿En la nigromancia, en la mántica, en el Tarot? ¿Por qué entonces la multiplicación ad nauseam de estas declaraciones? ¿Porque no se trata del caso particular de esta vacuna sino del caso general de todos los medicamentos? ¿Porque ni una sola de las pócimas legalmente aprobadas en los últimos 50 años ha demostrado concienzudamente su eficacia y seguridad antes de que los pacientes comiencen a ingerirlas?