Si algún día tuviese tiempo, escribiría una Historia universal desde el fin del mundo hasta nuestros días. En ella les contaría cómo los seres humanos, estos piojillos que le salieron al planeta hace un millón de años, apenas consiguieron controlar sus esfínteres, se empeñaron en acabar con el mundo. Pero no acabar en el sentido de: no hay nada nuevo que contar, no tenemos nada que añadir, terminamos aquí y ya seguiremos la temporada que viene, no. Acabar en el sentido de acabar, vamos, que no quede bicho viviente. Los primeros intentos serios en este sentido lo llevaron a cabo los romanos. No contentos con inventarse una historia que los emparentaba con los troyanos, no contentos con convertir a una prostituta en una loba, se sacaron de la manga la historia de que, a la hora de colocar el emplazamiento exacto de Roma, cada uno de los hermanos R buscó uno. Remo vio seis buitres volando sobre el lugar que había elegido, pero Rómulo vio doce. Así que Rómulo pensó lo que pensaría cualquiera en su sano juicio, “si hay doce buitres dando vueltas por aquí eso es un magnífico augurio”. Llegados a este punto ya no había mucho motivo para pararse, así que los romanos convirtieron el buen augurio de Rómulo en el presagio de los años que iba a durar el mundo, es decir, su ciudad. Con ello obtuvieron la primera fecha en la que se acabó el mundo: el año 741 a. de C.
Decía Popper que los científicos trataban de refutar sus hipótesis y que si encontraban algo que iba en contra de ellas, las desestimaban y elaboraban una nueva. Puede que Popper supiera mucho de ciencia (y puede que no), pero, desde luego, no tenía ni remota idea de cómo piensan los seres humanos. Un ser humano fabrica una hipótesis, comprueba que no funciona y lo primero que se viene a su mente es: “no puede ser que las cosas no vayan como las he pensado yo, voy a probar otra vez”. Y eso fue lo que hicieron los romanos, se pusieron a cavilar lo que podía haber hecho que el mundo siguiera funcionando pese a su brillante cálculo y encontraron por qué el mundo no se había enterado de que tenía que acabarse. No, el error no consistía en que la existencia del mundo no dependa de un cálculo, sino en que cada uno de los buitres representaba una década, así que el mundo se acabaría (otra vez) en 634 a. de C. Pero tampoco ese año pareció suceder nada especial, así que lo aplazaron hasta el 389 a. de C. Al ver que tampoco ese año Roma desaparecería, llegaron a la única conclusión lógica, a la única conclusión que, como buenos popperianos, podían llegar, a saber, que el imperio romano no se acabaría nunca. Ni aún así consiguieron acertar.
Pero, una vez abierta la caja de los truenos (del fin del mundo) ¿para qué cerrarla? Si los romanos no habían conseguido ni en cuatro intentos acertar la duración del mundo, eso significaba, obviamente, que no se podían hacer cálculos basándose en ridículos mitos productos de la imaginación... sino en la verdad revelada por Dios en la Biblia. De este modo tenemos a Clemente de Alejandría acabando con el mundo en el año 90, a Hilario de Poiters, convencido de que las cosas ya no podían ir a peor, haciéndolo en el 365 y a Martín de Tours que, muchísimo más prudente, y perfectamente consciente de su incapacidad para predecir con exactitud el fin del mundo, lo dejó para “antes del 400”. Convencidos de que todo esto era un despropósito y de que la Iglesia Católica se estaba convirtiendo en un hazmerreír, varios doctos teólogos argumentaron que lo mejor para evitar estas tonterías era… elegir una fecha de consenso. Entre varios de ellos se pusieron de acuerdo en que les vendría bien la Pascua del año 500 y para entonces citaron a Jesucristo con objeto de que volviese con nosotros. No sabemos si Jesucristo estaba comunicando, o no le llegó el e-mail, o es que prefiere hacerse el ocupado con cualquier cosa antes que volver a vernos el careto, el caso es que no se presentó en esa fecha ni en 793, ni en 799, ni en 800, ni en 848, ni en 872 y, de hecho, ni siquiera en el temido año 1.000. De todas estas incomparecencias, la más comprensible es, precisamente, la última. Al fin y al cabo, el momento exacto del nacimiento de Cristo no está muy claro y algunos lo colocan siete años antes del inicio de nuestra era, es decir, Cristo nació en el año 7 antes de Cristo. Hay que recordar, además, que los romanos no tenían el número cero, así que otras dos fechas posibles para el nacimiento de Cristo eran el año 1 antes de Cristo o el año 1 después de Cristo. Y aparte está el tema de si los 1.000 años se cumplían en el año 1.000 o en el 1.001, el 1 de enero de uno de ellos o el 31 de diciembre. Muy confuso todo. Tal nebulosa supuso para muchos una revelación de por qué tantas fechas del final del mundo habían transcurrido como si nada, porque volvería a los 1.000 años de su muerte. Pero también el año 1.033 pasó y por aquí no pudo verse no ya a un jinete del Apocalipsis, sino ni siquiera a un arcángel mosqueado a lomos de un burrito.