En octubre de 2.005 se celebró en Brasil, entonces bajo la presidencia de Luiz Inácio “Lula” da Silva, un referéndum para restringir la venta de armas en el país. Casi dos de cada tres personas que ejercieron su derecho al voto, se declararon contrarios a esa medida. Uno de los lemas de la campaña de Jail Bolsonaro consistió, precisamente, en liberarlizar su venta basándose en aquel resultado. El mes pasado, ya como presidente, cumplió (más o menos) su promesa. “Como el pueblo soberanamente decidió con ocasión del referéndum de 2005, para garantizarles ese legítimo derecho a la defensa, yo, como presidente, voy a usar esta arma”, declaró Bolsonado esgrimiendo su bolígrafo Bic. Resulta desde luego incongruente afirmar que un bolígrafo constituye un arma capaz de controlar todas las demás armas y procurarles a los ciudadanos pistolas en lugar de lápiz y papel. Así que o Bolsonaro hace gala de la carencia de lógica de todo fascismo o es que tras su decreto hay algo más. De hecho lo hay. En lo que se refiere al comercio de armas, en realidad, el decreto no resulta mucho más aperturista. A cambio deja claro cómo ha quedado la correlación de fuerzas en la sociedad civil brasileña. En efecto, según Bolsonaro, se trata de que “el ciudadano de bien pueda tener paz dentro de su casa”. Por tanto el decreto define claramente quiénes serán considerados a partir de ahora “ciudadanos de bien”: policías y militares activos o retirados, agentes de administración penitenciaria, personas que residan en zonas rurales y en ciudades con índices anuales superiores a diez homicidios por cada 100.000 habitantes (todo el país). Este último caso no incluye a todos los residentes en una localidad, sino únicamente a los dueños o responsables de comercios e industrias, los coleccionistas y cazadores, siempre que no vivan con niños o personas con alguna deficiencia mental, en cuyo caso la ley exige demostrar que posee en su domicilio una caja fuerte o un “lugar seguro” para guardarla. En resumen, son “ciudadanos de bien”, policías, militares y ciudadanos de la clase media para arriba, pues el problema para hacerse con un arma legal en Brasil nunca ha consistido en los rigores de la ley sino en que la mayoría de los ciudadanos no tienen recursos para comprarlas. De aquí la tragedia de Taurus.
“Forjas Taurus”, rebautizada tras la elección de Bolsonaro como “Armas Taurus” es el mayor fabricantes de armas cortas de Brasil. Encontraron en el militar retirado al mismo Mesías que habían descubierto las iglesias evangélicas (y el Estado de Israel). Sus acciones se revalorizaron en cuanto comenzó a sacar cabeza por entre los sondeos y, desde entonces no han dejado de crecer, hasta explotar con la firma del decreto. Y ello pese a tener un pasivo de más de 1.200 millones de reales brasileños, la limitada demanda interna por la pobreza generalizada, la contracción que ha sufrido últimamente el mercado norteamericano en el que Taurus ocupa la cuarta posición por ventas y un acuerdo extrajudicial de 239 millones de dólares para cerrar una demanda en EEUU por un fallo en sus pistolas que las hacía dispararse aún con el seguro puesto. Con todo, el peor problema de Taurus no es ninguno de ellos. Su peor problema consiste en ser el hermano pequeño de la industria armamentística brasileña. Bolsonaro ya se ha comprometido a abrir el mercado a las importaciones para romper el cuasimonopolio que tiene Taurus. Espera utilizar esta medida como moneda de cambio para la firma de contratos armamentísticos.
En efecto, los gobiernos militares de los setenta se dieron el capricho de crear el Centro Tecnológico del Ejército y la Marina de Brasil (CTEx), en la muy turística Rio de Janeiro, al que los sucesivos gobiernos militares y democráticos han ido dotando de recursos casi sin límite hasta el punto de que posee un centro de simulación de vuelos militares de tecnología íntegramente brasileña. De allí han salido tanques, aviones, radares y todo tipo de ingenios de última generación que le han ido comiendo el terreno a los clásicos dueños del sector hasta el punto de tener entre sus clientes a Francia e Inglaterra. No deben llamarse a engaño. Como declaró en cierta ocasión un ejecutivo del sector: "esta es una guerra sin tregua en la que vence el más hábil. Y es una guerra contra enemigos y contra aliados, contra comunistas y capitalistas, donde no importan ni ideologías ni religiones", lo único que importa es vender a quien tenga dinero. Brasil figura entre los diez grandes exportadores de armas a nivel mundial y, como pueden entender, sus ejecutivos son recibidos con los brazos abiertos allí donde los derechos humanos y esas zarandajas importan bien poco. Ahora ya pueden atisbar el sentido de los reiterados rumores acerca del desarrollo, por parte de Brasil, de una bomba atómica que difícilmente puede querer por la amenaza que supongan sus vecinos regionales.
Si lo importante es vender armas, da igual a quién, si la venta de armas y no lo que hacen los ejércitos es una “guerra”, puede comprenderse que una victoria en el referédum para limitar su venta a los ciudadanos sentaría un mal precedente. Y así tenemos que, casualmente, la “decisión del pueblo” en aquella consulta coincidió con algo que ya vimos en una entrada anterior, “los intereses de la nación”.