domingo, 13 de enero de 2019

Para una filosofía de la psiquiatría (3. La utilidad del relativismo)

   Ya he explicado en varias ocasiones que el escepticismo y el relativismo suelen acompañar históricamente a los grandes imperios. No se trata de una simple correlación empírica. Escepticismo y relativismo cumplen una eficaz tarea de zapa de los grandes marcos teóricos desde los cuales puede criticarse racionalmente a los poderes establecidos. Suprimidos semejantes marcos, dichos poderes pueden salirse fácilmente de madre y dar rienda suelta a sus tejemanejes.
   El crisantermo y la espada, el estudio clásico de una de las madres del relativismo cultural, Ruth Benedict, se financió con dinero de la Oficina de Información de Guerra, órgano de propaganda creado durante la Segunda Guerra Mundial. Este libro pretendía ofrecer al alto mando norteamericano patrones para comprender y predecir el modo de pensar japonés. De hecho, se convirtió en un manual para todo oficial del ejército de las barras y estrellas destinado en Japón durante la ocupación del país. O si quieren se lo digo de otra manera, el relativismo cultural, desde su mismo nacimiento, no ha escatimado esfuerzos a la hora de fabricar máquinas de guerra informativa para los amos de su “cultura”. Pero aquí no ha terminado lo que Japón tiene que enseñarnos acerca de la tramoya del relativismo ni de la relevancia de una filosofía de la psiquiatría.
   Si recuerdan, en nuestra entrada anterior, señalamos que hasta el siglo XX, pese a su larga tradición de suicidas, Japón careció de una categoría de “depresión” como la descrita por el DSM. Ni “nuestro” (quiero decir, el adoptado por la APA) significado de depresión podía traducirse al japonés, ni lo más parecido que tenían ellos, el utsubyo, tenía traducción posible a los idiomas occidentales. Nuestras lenguas (en su totalidad) “son” intraducibles, nuestras culturas (en su totalidad) “son” inconmensurables, fin de la historia para la filosofía vigesimica. ¿Fin de la historia en realidad? Hablamos de un mercado de 126 millones de personas, hablamos de la época en la que surgieron los famosos SRRIs, fármacos novísimos que asentaron la idea de que los trastornos de la personalidad se deben a “desequilibrios en el balance de sustancias químicas del cerebro”, ¿en verdad algún filósofo, por muy alto grado de estulticia que alcanzase, pensó que aquí se iba a acabar la historia o, simplemente, sus intereses pecuniarios les impidieron seguir indagando?
   En el año 2.000 se celebró en Kyoto un congreso sobre el tópico “Transcultural Issues in Depression and Anxiety”. Acudió, con todos los gastos pagados, la más amplia gama de especialistas en psiquiatría transcultural que imaginarse quepa. Se los trató con tal dispendio, que algunos de ellos lo recordaban como el evento más lujoso al que habían tenido ocasión de acudir. Llamativo resultó también el público asistente. Desde luego no lo conformaban altruistas defensores de la interculturalidad, ni filósofos posmodernos y ni siquiera representantes farmacéuticos, sino antropólogos a sueldo de GlaxoSmithKline, el fabricante de un antidepresivo llamado Seroxat, que llevaba años intentando introducirlo en Japón. De un modo muy poco usual, a cada conferencia le siguió un largo coloquio en el que los miembros del “público”, debatían con el ponente hasta hallarse seguros de haber entendido correctamente cada punto mencionado por él. Como recordaba uno de los conferenciantes, querían aprender y aprender todo cuanto pudieran enseñarles.
   A GlaxoSmithKline no le interesaban los pacientes ingresados en hospitales por utsubyo, pues representaban un mercado muy pequeño. Más bien le interesaban los jóvenes, los estudiantes, las amas de casa y las mujeres en general, cualquiera que se sintiera poco confortable con su estado de ánimo y que no hubiese encontrado con quién comentarlo. No se molestó en crear un concepto para tal situación, ni introdujo la “depresión occidental”, ni intentó, de entrada, modificar el significado de utsubyo, simplemente, comenzó a insertar anuncios en publicaciones dirigidas a estos grupos de población en donde, utilizando lo aprendido en el congreso mencionado anteriormente, se explicaba, de modo que el público objetivo pudiera entenderlo, la existencia de un remedio para sus padecimientos. Paralelamente creó numerosos sitios en Internet en donde “pacientes de la primera oleada”, hablaban de su trastorno, de Seroxat y de lo mucho que los había ayudado. Por arte de magia estos sitios comenzaron a recibir la visita de actores, cantantes y famosillos especialmente llamativos para los grupos de población seleccionados. No sólo hablaron de sus problemas allí, también lo hicieron en entrevistas, programas de televisión y sus propias aportaciones a las redes sociales. Mientras tanto, un pequeño ejército de representantes acudían a las consultas médicas para “enseñar” a los facultativos a “reconocer” el mal que se aprestaba a asaltar las tierras del sol naciente. Como declaró Koji Nakagawa,  gerente de producto de GlaxoSmithKline para Seroxat en Japón: 
“La gente no sabía que padecía una enfermedad. Sentimos que era importante llegar a ellos” (1).
   Preguntemos ahora a nuestros filósofos vigesimicos la utilidad de tales esfuerzos por superar la inconmensurabilidad y la intraducibilidad, ¿qué se habrá logrado invirtiendo esa cantidad de dinero en resolver lo irresoluble? En el mundo de los filósofos del siglo pasado, todo ese dinero no habría servido para nada. En el mundo real, las ventas de Seroxat se triplicaron  dos años después de iniciada la campaña hasta alcanzar los 308 millones de dólares. En 2.005, utsubyo designaba ya la depresión en el sentido de la APA como lo demuestra un artículo del Japan Times y el gobierno nipón se hacía a la idea de que enfrentaba una epidemia que afectaba, en ritmo creciente, a no menos del 3% de su población. 
   Si uno lee a los filósofos del lenguaje del siglo pasado, observará que, según ellos, los nuevos usos de los términos aparecen, como para Aristóteles las moscas de los excrementos, por generación espontánea. Vimos hace dos entradas exactamente lo que acabamos de comprobar otra vez aquí, que el uso de las palabras lo imponen determinadas instancias de poder. De hecho, si el uso pudiera identificarse con el significado de las palabras, daría lo mismo llamar a un medicamento antidepresivo Seroxat que Suicidol y a un antipsicótico Risperdal que Allucinex. De modo semejante, la convergencia cultural, no se produce espontáneamente por “la globalización”, ni por “las nuevas tecnologías de la información”, ni, mucho menos, por la “superioridad de Occidente”, resulta de estrategias minuciosamente planificadas por las instancias de poder a las que sirven los relativistas, mientras éstos nos convencen a todos, como maniobra de distracción, de que hacer tales cosas resulta imposible.


   (1) Cit. en James Davies, Cracked. Why Psychiatry is doing more harm than good, Icon Books, London, 2013, pág. 251.

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