Matemáticamente, la epidemia que sufrió Hong Kong a partir de 1.994 no tiene misterio alguno, obedece al mismo patrón que una epidemia de gripe cualquiera. Multitud de modelos de abigarrada matemática podría dar cuenta milimétricamente de los datos. Pero si en lugar de plantear la pregunta “¿cómo?” se plantea la pregunta “¿por qué hubo esto y no cualquier otra cosa?”, los números aparecerán como simple tapadera de algo mucho más difícil de explicar.
En 1.994 una joven de catorce años llamada Charlene Hsu Chi-Ying, se desplomó en una calle de Hong Kong muriendo de forma casi inmediata. La autopsia desveló que Charlene había muerto de hambre, dejó de comer hasta que su cuerpo se convirtió en poco más que un esqueleto caminante con un corazón que pesaba 85 gramos. Salvo un puñado de médicos occidentales, la práctica totalidad de los legos y profesionales de la ciudad desconocían a qué se enfrentaban. La anorexia, como se diagnosticaba en occidente, simplemente, carecía de casos hasta ese momento en Hong Kong. Muy pronto la cosa cambió, a Charlene la siguieron unas cuantas jóvenes en los siguientes meses y muchas más conforme pasaba el tiempo, de modo que los especialistas comenzaron a ver varios casos cada semana en su consulta, hasta que la tasa de expansión se multiplicó por 25. De hecho, el aumento de casos corría paralelo al tamaño de las campañas preventivas e informativas. Eso sí, en su inmensa mayoría las pacientes pertenecían a la población autóctona de Hong Kong, las jóvenes procedentes de la China continental han resultado inmunes a cualquier forma de contagio de la enfermedad. En torno a un 40% de las jóvenes hongkonesas reconocen hoy día hallarse preocupadas por su peso y un 5% afirman de sí mismas “soy anoréxica” o “soy bulímica”.
Podríamos hipotetizar, una vez más, que los médicos constituían la vía de contagio fundamental. No se trataba de que no hubiese ejemplos antes de Charlene, sino, simplemente, de que no se los reconocía como tales. Este caso, la campaña informativa que se montó en torno a él y las subsiguientes campañas preventivas, sirvieron para que los profesionales tomaran conciencia de una realidad que ignoraban. Tal hipótesis, sin embargo se encuentra con un problema significativo. En los casos esporádicos de desórdenes alimenticios documentados por los médicos antes de 1.994 en Hong Kong, las mujeres no mostraban preocupación por su peso ni reportaban pasar hambre. Más bien se trataba de lo contrario, expresaban sentir aversión a la comida. A partir de 1.994, la preocupación por el sobrepeso y la experiencia del hambre aparecieron reiteradamente en los relatos de las jóvenes anoréxicas. Resulta complicado escapar a la explicación de que no se habían contagiado con una enfermedad, ni a través de un virus, las había contagiado un discurso, un discurso que propagaban los medios de comunicación, las campañas preventivas y los profesionales. Un discurso único y monocorde que se había apropiado de ellas, haciendo que se reconocieran a sí mismas y que otros las reconocieran en él. Un discurso repetido sin alteraciones individualizadoras, interpretado canónicamente, sin que nadie se planteara sus límites, quiero decir, su superficie de afloramiento, pese a la evidencia de que había sujetos que se reconocían a sí mismos gracias a otros discursos que se hablaban en ellos, incompatible con el anterior y que impedía que el contagio se extendiera a todos.
Abandonemos las exóticas tierras del extremo oriente y volvamos a nuestro país, a Andalucía por ejemplo. Pocos por estas latitudes ignoran lo que ocurre desde hace décadas en El Ejido. Los cultivos bajo plásticos transformaron una comarca extremadamente deprimida en una zona boyante hace más de treinta años. Pero esta base económica exige mano de obra a precios irrisorios, así que los inmigrantes, sobre todo ilegales, desplazaron rápidamente a los jornaleros autóctonos. Los ejidenses saben que sin ellos se arruinarían, pero les recuerdan cotidianamente las miserias por las que pasaron hasta hace tan poco tiempo. Dicho de otro modo, los necesitan tanto como los desprecian, o, resumidamente, los odian. Durante décadas, los sucesivos gobiernos regionales y nacionales, hicieron bien poco por remediar la situación más allá de oportunas “campañas de integración” destinadas a que los amigotes de siempre se lo llevaran calentito. En su camino de la perfección, los chicos de Vox pusieron su maquinaria electoral en marcha para convertirse en la fuerza más votada en la localidad. Nadie duda de quién ganará allí las próximas elecciones municipales. Afortunadamente de Albuñol no habían oído hablar. A 45 kilómetros de El Ejido, con la misma base económica, pero ya en la provincia de Granada, Vox obtuvo uno de cada cinco votos, sin haber realizado en esta localidad ningún acto de campaña, sin la comparecencia de nadie destacado del partido y sin haber distribuido propaganda más que de un modo testimonial. Tenemos, una vez más, un caso de contagio sin necesidad de ningún agente transmisor.
Con unos medios de comunicación que no paran de hablar de ellos, con unos partidos políticos que no dejan de hacérnoslos presentes, con unos votantes que se asoman de cotidiano a nuestras pantallas, con un programa tan simple que no se puede comentar sin repetirlo, con una ciudadanía incapaz de entender ya cualquier explicación que case medianamente con la complejidad de los hechos, ¿quién de entre los que ocupan nuestro espacio público podrá pergeñar un discurso que nos inmunice contra el contagio de Vox?