El principio de no contradicción (PNC, en su abreviatura típica en español), constituye uno de los pilares básicos de la lógica clásica desde los tiempos de los eléatas Parménides y Zenón, que lo usaron con soltura. Dice que no se puede predicar de algo, a la vez, una cosa y su contraria. Para los griegos debió constituir un regocijante logro haber hallado algo que parecía una evidencia matemática referida a realidades no matemáticas. Proporcionaría algo así como la certeza última de que todo se hallaba organizado racionalmente, de que existían verdades eternas a las cuales uno se podía aferrar por mucho que los escépticos pretendieran mover el árbol del conocimiento. No obstante, tal y como lo utilizaron, más que un principio, constituía una herramienta para desenmascarar embusteros, pues si se llegaba a una contradicción, resultaba evidente que habríamos de negar las premisas de las cuales partimos.
La expansión de las religiones monoteístas cambió sensiblemente el panorama. Un Dios omnipotente difícilmente podía ver con buenos ojos algo tan inmutable fuera de sí mismo. La cuestión se transformó, pues, en si Dios podría crear algo contradictorio, un día con luz solar, un triángulo con cuatro lados o un hombre no vanidoso. Como cabía esperar, la polémica se inclinó hacia la idea de que sí, que la omnipotencia de Dios se hallaba por encima de cualquier principio lógico, de modo que Dios podía crear lo que le viniera en gana. El mundo habría resultado de su entero arbitrio sin tener en cuenta ley, norma o principio alguno. Tal opción no dejaba de producir vértigo ya que implicaba que asesinar debía calificarse como algo malo porque Dios lo había querido así y no porque hubiese nada malo en el acto mismo de asesinar a alguien. Mientras que teológicamente la disputa enfilaba esta dirección, en lógica comenzó a formularse un argumento no menos sorprendente y que encontramos enunciado en Duns Scoto de esta manera: “Sócrates corre y no corre, luego tú estás en Roma”. Se puede demostrar la corrección de tal argumento y, de hecho, constituye otra regla lógica, conocida como Ex Contradictione Quodlibet (EXQ), que quiere decir que si hemos llegado a una contradicción, a partir de ahí se puede extraer cualquier conclusión. Las repercusiones para la disputa teológica resultan evidentes. Colocado por encima del principio de no contradicción, Dios puede hacer lo que quiera. O, dicho de otro modo, si nos embarcamos en un discurso que, como el bíblico, hace caso omiso del principio de no contradicción, entonces la lógica, la razón, ya no nos sirven para entender las cosas y sólo nos queda la fe, “credo quia absurdum”, que decía Tertuliano.
Parece, como todas las polémicas medievales, algo abstracto y alejado de la realidad cotidiana, ¿verdad? Pues apliquémoslo ahora a la política. Que se obtengan cargos y prebendas gracias a unas leyes a las cuales, ipso facto, se les niega toda validez; que se reciba dinero de un gobierno con el cual se pretende negociar de tú a tú; que un partido se diga anticapitalista y, a la vez, establezca un pacto indisoluble con la quintaesencia del capitalismo español (la burguesía catalana); que el inefable Oriol Junqueras aspire a ocupar el cargo de Puigdemont a quien no deja de reconocer como el President legítimo; que se rechace la vigencia de la Constitución, pero se acepte sin rechistar la aplicación de uno de sus artículos (el famoso 155); que se aliente a la lucha pacífica contra la aplicación de tal artículo mientras que quien lanza tal mensaje se dedica a hacer turismo por Bruselas; que se subraye la firme voluntad de permanecer en la Unión Europea pese a abandonar España y, al mismo tiempo, se busque refugio bajo el ala más nacionalista y euroescéptica del arco político comunitario; que alguien ejerza el cargo de presidente del gobierno catalán en el exilio mientras se presenta al cargo de presidente del gobierno catalán en el interior; todas estas constituyen otras tantas infracciones del principio de no contradicción, al cual, como al resto de leyes lógicas y jurídicas existentes, el independentismo catalán se ha puesto por montera. Los licenciados en historia de este país se hallan al borde de una epidemia de úlcera de estómago de tanto oír que el imperio romano se hubiese hundido diez siglos antes de no haberse apoyado en Cataluña, que a Colón lo parieron en los països catalans, que Els Segadors nació como un himno nacionalista, que en el siglo XVIII Cataluña sufrió no las consecuencias de la Guerra de Sucesión al trono de España, sino la invasión española, que Wilfredo el Velloso ejerció como presidente de la primera República Catalana Independiente, etc. etc. Semejantes desafueros, sin embargo, apenas si alcanzan el estatus de corolarios de las violaciones del principio de no contradicción.
Ciertamente, muchos filósofos del siglo pasado me objetarían la relatividad de cualquier principio, el carácter eurocéntrico de la lógica clásica, incluso habrá quien invoque la desternillante dialéctica materialista para apoyar a los que tratan de quitar del tablero cualquier certeza última, cualquier verdad indudable. Ninguna de tales objeciones evita apelar a la regla Ex Contradictione Quodlibet y extraer como consecuencia que si el principio de no contradicción ha muerto, todo vale. Por tanto, los votantes de quienes tan vociferantemente han abjurado de él, no buscan un proyecto, un plan de futuro, unas nuevas normas de convivencia, se entregan, simplemente, al caprichoso arbitrio de los que, bajo el estandarte de la nueva fe, han de conducirlos a la tierra prometida, esa que se halla a los pies del precipicio.