Hace mucho, mucho, mucho tiempo, cuando me hallaba en mi juventud y visitaba sitios como aquél, me presentaron a cierto chico de apellido impronunciable y aspecto adormilado en los pasillos del Instituto de Filosofía del CSIC. Según me explicaron, había venido desde Alemania a desarrollar parte de su tesis doctoral en Madrid. Me pareció disparatado abandonar la riqueza de las bibliotecas alemanas para acabar en el norte de África intentado hacer una tesis doctoral y se lo atribuí a que el sueño que parecía acarrear aquel tipo le impedía saber dónde había ido a parar. Años después, volví a encontrarme el mismo rostro adormilado y el apellido impronunciable en las hojas de un catálogo de libros de cierta editorial germana. Había publicado un libro titulado Die Zukunft der Liebe (El futuro del amor). En caso de que se tratase de su tesis doctoral, hacía mucho más comprensible su paso por Madrid. Hablarle de amor a una alemana se parece mucho a escribirle poesías a una pared. Si uno se lo curra de verdad y si a la chica en cuestión le has caído en gracia, puede que sólo tardes cuatro o seis semanas en que levante una ceja cuando habla contigo. Acostumbrados a las españolas, que a los cinco minutos ya les brillan los ojos o te miran con cara de asco, un español puede llevarse con las alemanas más chascos que granos tiene un celemín. De todos modos, yo no hubiese elegido Madrid para una tesis así, mejor me habría ido a Zaragoza, Valencia, algún lugar de Andalucía o Canarias. Pero no se trata de eso de lo que quería hablar.
Quería hablar acerca del amor y no dónde resulta endémica dicha enfermedad. He dicho bien, enfermedad. Entre las múltiples desgracias que asuelan la humanidad, enamorarse puede considerarse de las más dañinas. Al fin y al cabo, el SIDA, el ébola, te matan y ya está. El amor se parece mucho más al herpes genital, ni te mata ni te deja vivir. Resulta difícil saber qué resulta más catastrófico del amor: su inutilidad; el que en unas ocasiones nos vuelve locos y en otras tontos; su capacidad para destrozar vidas; la intensidad de los sufrimientos que provoca; el que destruya relaciones sociales, familiares y personales; que dinamite cualquier plan o proyecto... No hay nada que contribuya más a hacernos desgraciados que enamorarnos, porque, en esencia, cuando uno se enamora se ha dictado sentencia. Básicamente pueden ocurrir dos cosas. La primera, muy desgraciada, que a la persona de la que nos hemos enamorado le importemos un pepino. La segunda, todavía peor, que la persona a la que amamos, también nos ame. Si Ud. pregunta por términos que designen lo contrario al amor, todo el mundo le hablará del odio, el desamor o algo parecido. Craso error. No hay nada más contrario al amor que la convivencia. Resuciten a Romeo y Julieta, pónganlos a limpiar el piso, sacar la basura y, todavía mejor, cambiar pañales, encuéntrenles un trabajo común, de modo que no dejen de verse a lo largo del día y en menos de un año pedirán cita con un abogado experto en divorcios. No hay amor suficientemente fuerte que resista los pelos en la bañera, la interrupción de un partido de fútbol “para hablar de lo nuestro” o la discusión acerca de qué gastos hay que recortar para llegar a final de mes. Cuando una de estas situaciones se presenta queda claro que la época en que modificábamos nuestro comportamiento para aumentar el bienestar del otro pasó a la historia y que ha comenzado la etapa del domino estratégico, comúnmente conocida como guerra. Hasta ahí dura el amor eterno. Según los expertos, unos seis meses, según mi experiencia personal, unas seis semanas. Después se da paso a otras cosas a las que podemos edulcorar con bonitos nombres, pero, en cualquier caso, ya no se trata de amor.
El amor, para que verdaderamente merezca el calificativo de “eterno” o, al menos, de “duradero”, tiene que producirse entre personas que se vean los fines de semana, cada quince días o una vez al mes. Más allá de eso mata o se muere, lo cual resulta una demostración palpable de que nos hallamos ante un género de veneno. Resulta difícil saber para qué demonios puso la madre naturaleza este veneno en nuestra venas. Si se trataba de garantizar que el macho contribuyera al cuidado de la prole, bastaba con habernos dotado de un instinto paternal, que hubiese logrado resultados más duraderos y fiables. Dado que la madre naturaleza y, todavía más, la selección natural, no han demostrado hasta ahora semejante grado de estupidez como para poner en nosotros esta fuente inagotable de desgracias, hay que suponer que el amor no puede considerarse algo “natural”. No hablamos, pues, de un instinto, ni de algo con lo cual hayamos nacido, cosa que todo el mundo admitirá. El amor, como la gripe, se adquiere y se adquiere por el contacto con los demás. Como el salivado de los perros de Pavlov, se trata de un postizo añadido a los seres humanos por nuestro carácter cultural. De hecho, nos hallamos ante un rasgo universal, presente en todas las culturas como el tabú del incesto. El punto cero de la cultura, el núcleo mismo de su nacimiento, vendría entonces marcado, negativamente, por la prohibición de determinadas relaciones y, positivamente, por la necesidad de encauzar de modo romántico, quiero decir, tóxico, otras. Digámoslo de otra manera: se aprende a amar y, retomando el camino a la inversa, también podemos aprender a dejar de amar.