domingo, 14 de abril de 2013

¡El autor! ¡el autor!


Postrado por la gripe, tuve oportunidad de ver la pasada Semana Santa, Anonymous, la versión sobre las hipótesis  del “otro” Shakespeare de Roland Emmerich (sí, sí, Roland Emmerich, han leído bien). Su guionista, John Orloff,  ha conseguido hacer sostenible una amalgama de teorías, supuestos y rumores truculentos sobre los que Emmerich no ha ejercido la menor selección, prácticamente no falta ni uno. Y es que Shakespeare, el clásico entre los clásicos de la lengua inglesa, parece haber pasado por este mundo sin dejar más rastro que sus obras. El incendio de The Globe se llevó por delante, hay que suponerlo, los originales de sus obras teatrales, junto con (de nuevo, hay que suponer) sus borradores y anotaciones. Los únicos textos con la letra de Shakespeare que nos han llegado son los que pertenecen a los últimos años de su vida y se refieren a pleitos y negocios en los que anduvo metido. Durante 150 años a nadie pareció extrañarle todo esto, hasta que una tal Delia Bacon, lanzó la hipótesis de que las obras del autor de Stratford, en realidad, habían sido escritas por su tocayo Francis. La buena de Delia Bacon dedicó a esta hipótesis toda su vida, anotando pasajes y fragmentos baconianos que dejarían su huella en los textos de “Shakespeare”. Su obsesión acabó por conducirla a un psiquiátrico pero el debate abierto por Delia Bacon no hizo sino ampliarse desde entonces. Rápidamente surgieron otros candidatos (que, con el paso de los años han llegado a incluir a ¡Cervantes!) Dos de ellos han recibido especial atención. El primero es Chistopher Marlow, autor teatral él mismo, creador de buena parte de los artificios cuando no de los temas utilizados por  “Shakespeare”, homosexual, ateo y pendenciero, que acabó muerto en un oscuro incidente. De hecho, según quienes avalan la hipótesis de que Marlow, además de Marlow, fue Shakespeare, suponen que no murió en ese incidente. Su “muerte” fue sólo un truco para sacarlo de Inglaterra y llevarlo a Francia desde donde hizo llegar los escritos que conocemos como “Shakespeare”. 
El otro candidato, el que se convirtió en el favorito de los especialistas hacia finales del siglo XX es el que muestra la película de Emmerich, Edward de Vere, decimoctavo duque de Oxford. De Vere era un hombre culto y de talento, había viajado por Europa y había recibido una educación tan esmerada como correspondía a su rango. Escribió obras para la corte y se gastó la práctica totalidad de su fortuna ejerciendo de mecenas de las artes y las letras. Vivió la última etapa de su vida de una pensión concedida por la reina Isabel y refrendada por su sucesor, Jacobo I, que nunca fue justificada por ninguno de los dos. De Vere tenía, además, un motivo obvio para no firmar sus obras. El teatro, el teatro representado en sitios como The Globe, poseía un tinte canalla y hubiese sido una mancha para un noble de la época firmar obras de semejante calaña. Además, hay dos curiosas coincidencias en torno a De Vere: sus obras cortesanas dejaron de representarse el mismo año en que “Shakespeare” comenzó a estrenar y se ha encontrado un retrato suyo debajo del llamado “Ashbourne Portrait”, uno de los pocos retratos de Shakespeare. También hay numerosos argumentos en su contra. En las obras de Shakespeare hay inexactitudes geográficas e históricas (algunas referidas, precisamente, al ducado de Oxford), muy impropias de quien ha visto las cosas de primera mano. Por otra parte, "Shakespeare", como todos los clásicos, era un profundo conocedor del alma humana. Es poco probable que alguien con semejante penetración y fácil acceso a la corona no hubiese sido aprovechado para cargos políticos más importantes y prolongados de los que De Vere tuvo.
No hay que olvidar otros nombres, John Fletcher, sucesor de Shakespeare al frente de su compañía cuando éste la abandonó, parece haber tenido un papel relevante en, al menos, la reelaboración de algunas obras de aquel. Y después están el dramaturgo John Lyly y el poeta Anthony Munday, cercanos a todo este mundo del teatro isabelino... y receptores de  ayudas por parte del duque de Oxford. Sólo falta un detalle más, hasta el siglo XIX, una pieza, musical o teatral, sólo se consideraba terminada cuando se interpretaba. Por ello, el intérprete era un auténtico coautor, otorgándosele mucha mayor libertad de lo que se hizo después. Es poco probable, pues, que William Shakespeare fuese un “simple” actor y mucho menos un hombre de paja. Por otra parte, tampoco es fácil explicar de dónde surgieron los conocimientos de los que hace gala en sus obras. De Vere, por supuesto, los tenía, pero es igualmente improbable que el estilo de sus obras cortesanas triunfara entre las clases populares de Londres sin ser, literalmente, rehechas de arriba a abajo. Sería, desde luego, una tarea ardua, en la que habría hecho falta la intervención de gente como Marlow, Lyly, Munday, Fletcher, el propio Shakespeare y, probablemente, algunos más, en una sucesión algo caótica y variable para cada estreno. Este tipo de colaboración era, según parece, algo habitual en el teatro isabelino. 
    El concepto de autor que nosotros manejamos, ese “autor genial”, ese individuo heroico que, luchando contra los elementos crea algo como jamás hubo bajo el Sol, es un producto histórico, una estrafalaria hipótesis romántica, que ni había existido hasta entonces ni debiéramos permitir que prolongara su existencia. ¿Acaso dejaría Mercucio de morir si Shakespeare no fuese Shakespeare? ¿dejaría el bosque de Birman de avanzar sobre la fortaleza de Macbeth? ¿acaso Yago no envenenaría el amor de Otelo por Desdémona? ¿Gana o pierde algo la “obra de Shakespeare” quedándose con la materialidad de sus textos, con la literalidad de sus palabras, con la sonoridad de sus versos, pero sin el nombre a quien se les atribuye? Lo importante, lo realmente importante, es lo que un texto dice, el sistema de sus enunciados. El autor es pura anécdota, mera caligrafía común a las obras que se le adjudican, la semejanza estilística entre unos textos dispersos, un modo de resumir la ley de distribución de los enunciados. Distinguir entre un autor y la nebulosa de ideas que pululan por la cabeza de quienes viven en su época es siempre un proceder arbitrario,  lo demuestra la necesidad de hablar de “influencias”. ¿Cómo, entonces, otorgar derechos a una nebulosa? ¿cómo adjudicar porcentajes de dinero a un estilo? ¿cómo demandar la recepción de un permiso para que alguien se sienta influido por un texto?


    Para saber más sobre las diversas hipótesis "Shakespeare" pueden leer este artículo de la omnipresente wikipedia o este y el magnífico texto de Sergio Macías.

domingo, 7 de abril de 2013

Cuando llega la crisis


Dicen que hay que ser positivo, que siempre hay que ver el lado bueno de las cosas (de hecho, eso es lo que proponía el positivismo de Augusto Comte según la mayoría de mis alumnos). Puestos a ser positivos, vamos a sacarle partido a esta crisis. Una de las ventajas de las crisis es que si cuando las cosas van bien la realidad se desmelena, cuando van mal, se desmena, es decir, se limpian las impurezas que la cubren. Esas impurezas son lo que en minería se llama la ganga. En efecto, lo que define a las épocas de crisis es que ya no hay gangas por ninguna parte. Desaparecidas las gangas, desmenada la realidad, quienes votaron reiteradamente a la izquierda de la izquierda se quejan porque se les da asistencia sanitaria a los inmigrantes; quienes cantaban canciones revolucionarias, hacen lo posible porque se dejen de oír canciones en las bodas sin pagar un canon feudal; y los políticos cuyas bocas se llenaron hablando de la democracia y la participación ciudadana, tratan de esconder sus vergüenzas tras policías fuertemente armados. Cuando llega la crisis se descubre quién de verdad es generoso, solidario, está dispuesto a ayudar a los necesitados y quién se limitó a adoptar poses de nuevo rico. Cuando llega la crisis las supuestas democracias se quitan la careta y dejan claro qué es lo único que le permiten a sus ciudadanos libres: participar muy sumisamente en una mascarada cada cuatro años.
¿Recuerdan la iniciativa legislativa popular? Lean la Constitución. De la constitución española vigente nunca se pudo decir que fuese muy avanzada socialmente, ni muy liberal. Fue redactada por un puñado de políticos que de liberales y de avanzados socialmente no tenían nada, pero sí sabían cómo hacer las cosas, sabían lo que se esperaba de ellos y tenían conocimientos jurídicos para dar y regalar. Quisieron hacer un texto elástico, que posibilitara siempre y nunca impidiese, exactamente lo contrario a una camisa de fuerza. Bien que lo consiguieron. La constitución española permite muchas cosas, muchas más de las que después se ha tenido valor para sacar de ella. Permitía un desarrollo autonómico superior al que finalmente se llevó a cabo, permite modificaciones exprés de la misma.... permite iniciativas legislativas populares. Nuestros políticos, nuestros democráticos políticos, estaban quejumbrosos de la apatía ciudadana, querían que los ciudadanos propusieran cosas, que el pueblo tomara el Parlamento. Después intentó, no ya tomarlo, acercarse siquiera y vimos todos lo que pasó. Ahora es peor, se han tomado en serio lo de la iniciativa popular. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca (¡menuda labor la que están realizando estas gentes!) ha conseguido lo (que todos los políticos esperaban que fuese) imposible, reunir las firmas necesarias. En realidad, han reunido muchas más de las necesarias, alrededor de un millón y medio de firmas. En este país, en el que reuniendo un millón de ciudadanos uno ya cree ser nación independiente, ellos han reunido mucho más simplemente para modificar una ley que hasta el tribunal de Estrasburgo dice que es brutal, abusiva, y decimonónica. 
¿Qué van a hacer los defensores de la constitución, los que acusan a los promotores de escraches de ser antidemocráticos, los que no se cansan de repetir que todas las ideas pueden ser defendidas dentro de los cauces de la ley, los que tanto reclamaban la participación ciudadana? Pues lo de siempre. Como buenos políticos no van a decir ni que sí ni que no. Ni la han aceptado ni la han rechazado, la han guardado en un cajón. Esperarán, esperarán a ver si los que en su día firmaron se olvidan de que han firmado, esperarán a ver si pueden encarcelar a los promotores de la idea por cualquier otro motivo, esperarán a que el clamor popular amaine un poco. Después “rescribirán” la ley. Pondrán “pago completo de la hipoteca” donde decía “dación en pago”, “proteger los derechos de los bancos” donde se hablaba de “proteger los derechos de los ciudadanos”, “garantizar el pago hasta el último céntimo” donde figuraba “garantizar la subsistencia de los más desfavorecidos”. La presentarán al Parlamento, la aprobarán por mayoría y todos de pie, a la izquierda y a la derecha del hemiciclo, aplaudirán la promulgación de la primera ley por iniciativa popular de nuestra historia, el triunfo supremo, al cabo, de nuestra bendita democracia de pacotilla.

sábado, 30 de marzo de 2013

Gratis


Como los políticos no me han hecho caso y han vuelto a meter sus zarpas en la educación, no quiero dejar pasar esta oportunidad sin hacer, yo también, una propuesta disparatada.
Para empezar, la fundamentación. Una de las idiosincrasias de España es la errónea concepción que aquí existe acerca de los bienes públicos. En este país, “bien público” es sinónimo de terra nullius, es decir, está ahí para el primero que lo coja. Lo público no se entiende como propiedad de todos, se entiende como algo que está esperando un propietario. Es por tanto, lógico, que nuestros políticos se abalancen sobre cualquier dinero perteneciente al Estado, son perfectamente conscientes de que si ellos no lo hacen lo hará alguien por debajo de ellos, pues ese dinero está ahí para que alguien se lo apropie y entre los ciudadanos que lo necesitan y ellos que pueden hacer por necesitarlo, casi que no hay color. Como digo, es algo que ocurre a todos los niveles. Los parques públicos tampoco son de nadie y es comprensible que a la gente le falte tiempo para arrancar los tablones de los bancos, pintarrajear los  toboganes infantiles y pisotear las flores. Lejos de pensar que cada destrozo lo van a pagar, tarde o temprano, a través de sus impuestos, los tontitos que así intentan ocultarse la abulia de sus vidas, son incapaces de comprender el mal que se están haciendo a sí mismos.
Ahora ya podemos entender cómo percibe el español medio la “enseñanza pública”. “Enseñanza pública” es sinónimo de “enseñanza que no es de nadie”, algo que está ahí para que yo, para que cada uno, se la apropie lo mejor que pueda y haga con ella lo que le plazca: convertirla en el gran encierro de jóvenes, descargar las propias frustraciones sobre el primer funcionario que uno encuentre o, simplemente, charlar acerca de lo que yo creo que ellos deberían hacer. Por supuesto, al español medio ni se le pasa por la cabeza que esta enseñanza pueda estar ofreciéndole algo a él o a sus hijos, le resulta poco menos que alienígena la idea de con ella se esté intentando nivelar desigualdades sociales y está más allá de sus entendederas imaginar que una enseñanza pública y, por ende, gratuita, pueda estar por encima de la enseñanza de pago. Y, sin embargo, ésta es la realidad. Los carísimos colegios privados españoles apenas ofrecen nada a cambio de sus exageradas mensualidades. Diferentes estudios señalan que, si se descuenta el nivel sociocultural de las familias, los resultados de los colegios de pago son insensiblemente mejores que los de la escuela pública. Es obvio que un padre que paga 700 ó 1000 € de mensualidad, haga todo cuanto esté en su mano para que su hijo no se dedique a dormir en las clases. En cuanto reciba la menor indicación de los profesores, tendrá una charlita con su hijo en la que le dejará las cosas meridianamente claras y le enseñará el camino de un colegio público. Eso es todo lo que hace superiores a los colegios privados, el nivel de implicación de la familia, tanto más alto cuanto elevada sea la mensualidad.
Por todo ello, mi propuesta educativa es extremadamente simple: acabar con la enseñanza gratuita. No se trata, por supuesto, de hacer recaer sobre las familias el coste de la educación y mucho menos de generar exclusión social. No hace falta. Se trata de adecuar el coste educativo a los ingresos de la familia en cuestión y la cantidad a pagar tampoco debería pasar del puro simbolismo. En esencia, lo que yo propongo es que a las familias más necesitadas se les obligue a pagar el equivalente a un litro de cerveza al mes. En el caso de las más pudientes, el monto no superaría el de cuatro o cinco gin tonics.  La medida no sería, evidentemente, popular. Les aseguro que sería efectiva. Cuando las familias descubriesen que tenían que privarse de un par de cervezas a la semana, aprenderían a valorar lo que se les entrega y aparecería en ellas un repentino interés porque su hijo/a no esté, simplemente, arrecogío. Pero, claro, ningún político estará realmente interesado en adoptar una medida de estas características. Como ya he explicado en múltiples ocasiones, si algo va mal y el que viene a continuación lo empeora y el que viene después todavía halla un modo de empeorarlo, no estamos ante una sucesión de desgraciadas coincidencias, sino ante un plan deliberado para conseguir que todo vaya mal. Y eso, precisamente eso, es lo que desde hace más de cuarenta años se está intentando en este país, acabar con cualquier vestigio de una educación pública de mediana calidad.

domingo, 24 de marzo de 2013

Chipre o de la insensatez


Quienes sigan este blog con regularidad (santa paciencia), habrán observado que cada vez hablo menos de la crisis. No es que haya dejado de interesarme, es que no me gusta repetirme. Sin embargo, las circunstancias son tales, que no puedo evitar volver, otra vez, sobre lo mismo. La crisis de Europa no es una crisis económica, es una crisis política porque lo que sobra en Europa no son gastos insostenibles, lo que sobra son idiotas en las esferas del poder. El caso de Chipre ejemplifica perfectamente esto.
Los comienzos ya fueron malos. Chipre es, probablemente, el único caso europeo de triunfo pleno de un movimiento terrorista (el EOKA). Así que, de entrada, mal. Después la cosa fue a peor. Griegos y turcos vieron en Chipre la oportunidad de perpetuar una rivalidad en la que están enzarzados desde las guerras médicas y la isla acabó partida. La mayor dosis de sensatez que cayó sobre ella, vino de la mano de Kofi Annan y su plan de reunificación. Pero, claro, la cosa no podía durar mucho por ahí. En el referendum definitivo los turcochipriotas votaron a favor de la desaparición de la frontera interna y los grecochipriotas en contra. De haber entrado la isla en su conjunto en la Unión Europea, se hubiese convertido en receptora neta de ayudas, dado el atraso de la zona turcochipriota. No obstante, la parte griega prefirió dar dinero, antes que recibirlo, si con ello humillaban a  sus vecinos del norte.
La Unión Europea acogió con los brazos abiertos únicamente a la parte griega de la isla. Esta fue una decisión histórica porque difícilmente se encontrará una más desafortunada en la historia. En primer lugar, era el desprecio definitivo hacia Turquía, cuyas fuerzas políticas laicas y europeizantes, quedaron así sin argumentos frente a un islamismo, en principio moderado, pero que ya sólo podrá encontrar oposición a sus políticas dentro del propio campo islamista. En segundo lugar, se le abrían las puertas a una de las mayores lavadoras de dinero negro del mundo, con el fin de que no sólo los rusos e ingleses se pudieran beneficiar de ella, sino también los griegos y demás ciudadanos comunitarios.
Es cierto que un sector financiero sobredimensionado había demostrado ser mortal de necesidad en el caso de Islandia y de Irlanda, pero ¿quién entre los muy brillantes miembros de la cúpula política europea podía prever que lo sería también en el caso de Chipre? Es igualmente cierto que todo el mundo estaba esperando el cambio de gobierno para intervenir la mitad de la isla, pero ¿para qué hacer planes detallados si se podía improvisar en el último minuto? Y aquí es donde aparece el tufo a salfumán de Frau Nein y su dóberman, Schäuble. Chipre tenía que someterse al que viene siendo el principio rector de todas sus decisiones económicas y que no es un principio sacado de Pareto, ni de Walras y ni siquiera de Milton Friedman, sino de Talión: quien la hace la paga. Grecia mintió sobre sus cuentas y tiene que pagar por ello, Irlanda se arriesgó en exceso y tiene que pagar por ello, España vivió por encima de sus posibilidades y tiene que pagar por ello, Portugal... bueno, algo habrá hecho y bien que está pagando. El motivo por el que se acogió gustosamente a los grecochipriotas es precisamente lo que ahora se les echa en cara: tener un sector financiero demasiado grande y dedicado al lavado de capitales. Por tanto, razonó el dúo diabólico alemán, ahí es donde hay que darle. Naturalmente, nadie lo propuso, aunque todos lo aplaudieron hasta con las orejas: quedarse con parte del dinero de las cuentas corrientes en los bancos chipriotas, por encima y por debajo de los 100.000 €. Es cierto que así se tiraba por la borda el clavo ardiendo que ha impedido que la tormenta financiera europea se convirtiera en un tsunami. Hasta ahora se había repetido incansablemente que los depósitos por debajo de 100.000 € estaban garantizados bajo cualquier circunstancia (algo, en verdad, irrealizable llegado el caso). Como digo, es cierto que las exigencias efectuadas a Chipre derriban este último muro de contención, pero ¿qué más da? Quien la hace la paga y si hay que tirar a toda Europa por la borda, insisto, ¿qué más da? ¿acaso Alemania tiene algún género de relación con Europa?
Las millonadas que los papás de los actuales dirigentes europeos se gastaron en colegios privados para ellos no les permitió prever que una imposición tal significaba borrar del mapa, de la noche a la mañana, el modus vivendi grecochipriota y condenarlos a la pobreza de sus odiados vecinos del norte. Sus másteres en universidades norteamericanas y sus falsos títulos de doctorado, no les permitieron anticipar lo obvio, que, en un parlamento recién constituido, en las cabezas de cuyos miembros aún resuenan los clamores de los mítines y cuyas posaderas aún no han tenido tiempo de acostumbrarse a las poltronas, nadie votaría a favor de semejante plan. Su sagacidad nos ha permitido vivir el bochornoso espectáculo de un miembro de la Unión Europea, suplicando una limosna por las calles de Moscú. Dicen que se están preparando planes de contingencia por si Chipre decide salirse del euro, ¿incluyen esos planes cuál será la reacción griega ante la decisión de un país con el que están emocional y financieramente ligados? ¿o esto también está más allá de las lumbreras de los dirigentes europeos?
Europa necesita nuevo líderes. No líderes carismáticos, no líderes con visión de futuro, ni siquiera líderes brillantes intelectualmente. Lo único que necesita Europa son líderes con un poquito de sentido común. Desgraciadamente, como decía Descartes, el sentido común es el menos común de los sentidos.

domingo, 10 de marzo de 2013

De partidos y paridas


Uno de los fenómenos que hemos podido observar en los últimos años es la aparición de una serie de nuevos partidos que se suelen presentar como “transversales”, esto es, no encuadrables en la habitual tricotomía izquierda-derecha-centro. Se declaran más próximos a los ciudadanos que los partidos ya existentes y, por tanto, tratan de canalizar toda una serie de aspiraciones que aquéllos no pueden cumplir por su propia naturaleza. Dentro de esta serie de nuevos partidos, yo establecería una nítida separación entre los que se constituyen sobre la base de asociaciones ciudadanas ya existentes y los que toman como punto de acreación la personalidad más o menos carismática de un líder. Alemania ha sido el caldo de cultivo de los primeros con los verdes y Die Linke, ambos, casos verdaderamente dignos de estudio. Quisiera centrarme, no obstante, en los segundos, más propios de países mediterráneos, aunque también han florecido, en su aspecto ultranacionalista en la muy nórdica y civilizada Finlandia.
El problema de un partido que nace en torno a la figura de un líder carismático es siempre el mismo: qué tiene aparte del líder. Más tarde o más temprano, el partido tiene que rellenar listas para las sucesivas elecciones y hay que ir echando mano de lo que se va pudiendo. Hace ya unos años, Pedro Pacheco, la persona que más partidos ha fundado en este país, se lanzó, otra vez, a la aventura de sacarse de la manga una formación para unas elecciones locales. El empeño abarcó mucho más que su Xerez natal. En concreto, llegó hasta cierto pueblo donde yo me encontraba. Según me aseveraban los lugareños, el cabeza de lista de esa formación para la alcaldía era un destacado traficante de drogas de la comarca. No es una excepción. A poco que se husmee en las listas de este género de partidos personalistas, empezará Ud. a encontrar rostros que aparecen en los diccionarios como ejemplos de lo que significa “advenedizo”. Este fenómeno se intensifica si el líder o su equipo deciden que, por detrás de él tienen que ir personalidades igualmente “carismáticas”. Personalidades que difícilmente se someterán por las buenas al líder o tendrán sus mismas directrices.
Un ejemplo de lo que vengo diciendo lo hemos tenido recientemente en España con un partido llamado “Unión, Progreso y Democracia” (que no sé cuál de los tres términos es más irrisorio). La segunda cara  conocida del mismo es un actor (del que no creo que nadie recuerde una actuación digna) y político llamado Toni Cantó. El bueno del señor Cantó, un día en que su agotadora vida como político no le impidió estar aburrido, se le ocurrió twittear que la mayoría de las denuncias por violencia de género son falsas. La cuestión no es, evidentemente,  si el señor Cantó expresaba una opinión personal, reflejaba lo leído en alguna página de machistas recalcitrantes o, simplemente, ponía la venda antes que la herida a resultas de algún incidente en su vida personal. En cualquier caso, reflejaba nítidamente algo muy típico de estos partidos “transversales” que sólo aspiran “a recoger el sentir ciudadano”, a saber, que en cuanto se prueba lo cómodas que son las poltronas uno se olvida de los gritos que se pueden oír a través de la pared en cualquier barrio obrero.
Desde esas poltronas, que parecen temblar en cuanto aparecen nuevos aspirantes a ocuparlas, rápidamente se argumentará que eso es lo que suele ocurrir con los políticos “no profesionales”. Tal argumento es fácilmente refutable, porque los políticos “profesionales”, suelen lucirse con declaraciones no menos estrambóticas. Precisamente esta semana hemos tenido la inmensa satisfacción de descubrir que tras el cese el fuego de ETA y antes que los informes sobre el aumento de la delincuencia lleguen a su despacho, también el ministro del Interior, señor Fernández Díaz, se aburre. Para espantar la abulia se ha descolgado con unas declaraciones en las que afirma que el matrimonio gay amenaza la “pervivencia de la especie”. Hay quienes dicen que el señor Fenández Díaz, es miembro supernumerario del Opus Dei, pero yo creo que, en realidad, es un ácrata de mucho cuidado. El mismo argumento lleva a concluir no ya que el matrimonio gay es contrario a la pervivencia de la especie, sino que cualquier género de matrimonio lo es. Difícilmente se encontraría una tasa de nacimiento mayor que en una sociedad gobernada por el amor libre porque, como todos sabemos, no hay mejor anafrodisiaco que el matrimonio.

sábado, 2 de marzo de 2013

A veces madre, casi siempre madrastra


Van Uds. a permitirme que me corrija. En mi última entrada dije que habíamos desaprovechado los buenos tiempos para construir una imagen de país que nos hubiese permitido parar los primeros golpes de la crisis. Es un error. Los españoles llevamos siglos construyendo una imagen de país muy clara, nítida y precisa, la imagen de un pueblo entregado a los toros, la siesta, la envidia, el fandango y, últimamente, el furgo. Y digo bien, construyendo. No se trata de que nosotros seamos así y, a resultas de ello nos hayan colgado el sambenito. Es justamente al contrario, nosotros no somos así o, por lo menos, no somos sólo así, pero hemos hecho todo cuanto ha estado en nuestra mano para proyectar esa imagen. La prueba más palpable es que hemos sumergido en toneladas de olvido a cualquier compatriota que se ha alejado mínimamente del tópico.
A ver, ¿cabe en la imagen de un país formada por toros, furgo y envidia el que ese país haya parido filósofos? Obviamente, no. Todavía recuerdo a cierto decano de facultad deseando que un día tuviéramos filósofos no ya de la talla de Kant o Fichte, sino, siquiera como Bardili o Schulze. Pero, claro, concluía nuestro eximio catedrático, eso sólo está a la altura de un pueblo como el alemán... ya se han encargado gentes como él de ocultar toda evidencia en contra de semejante dislate. España es un país de poetas. Preferentemente de poetas ligados a la sangre y la arena o, por lo menos, que canten a los gitanos. A lo sumo se admiten autores de “literatura profunda”, periodistas metidos, de vez en cuando, a otra cosa, gente que, por ejemplo, escribe un libro sobre Leibniz pero a Leibniz sólo lo mencionan en la primera página. Alguien como Ortega está bien, no vayan a preguntarle al español medio por otras cosas. ¿Quedan aún zubirianos por estos mundos? Y no me refiero a historicistas incapaces de leer en otro idioma que no sea el suyo y que escriben una tesis sobre Zubiri a toda velocidad para conseguir su plaza universitaria cuanto antes. Hablo de zubirianos como Ellacuría, dispuestos a llevarlo sobre el terreno, aunque eso los conviertan en objetivos de un escuadrón de la muerte. Estos curitas hispanos, que tantos autobuses fletaron para ir a hacer la ola cuando la beatificación de Monseñor Balaguer de Escrivá, ¿cuándo pedirán la de Don Ignacio? Pero me estoy desviando del tema (¿o no?)
¡Ah, los siglos de oro! Velázquez, Cervantes, Góngora, Lope, Calderón, Suárez, Arriaga, Oviedo, Losada... Bueno, Francisco Suárez, estrictamente hablando era portugués, por eso es medianamente conocido. Pero ¿y Rodrigo de Arriaga? ¿y Francisco de Oviedo? ¿y Luis de Losada? ¿Quién conoce esos nombres en el muy hermenéutico mundo filosófico español? ¿quién ha leído sus interesantísimos textos? ¿hay alguien que haya rastreado, entre polvo y polillas, los vericuetos de unos sistemas filosóficos que desde el aristotelismo están enfrascados ya en los problemas de la modernidad? ¿Cuántas tesis doctorales, cuántos libros, cuántos artículos hay publicados en España sobre ellos en los últimos treinta años? ¿De verdad que tienen más interés Derrida o Vattimo? ¿Y Francisco Vallés de Covarrubias? ¿Cuántos de los que salen en la televisión con un cartelito que dice “filófoso” lo conocen? Pues Leibniz sí que lo conocía y muy bien, porque cita sus teorías. 
No nos vayamos tan lejos. ¿Algún día este país pagará la deuda que tiene con Eduardo Nicol? Sí, sí, hubo un señor que se llamó Eduardo Nicol, barcelonés exiliado en México durante la guerra civil. Un autor con un sistema filosófico completo, capaz de entender a Heidegger (a quien cita frecuentemente sin mencionarlo) y la física cuántica, con el que se puede estar de acuerdo o no, pero con el que se aprende, se aprende mucho leyéndolo. ¿Habrá algún día en este país, no ya un archivo con su obra completa, simplemente una biblioteca con su nombre? ¿Alguien le citará alguna vez o nos vamos a quedar eternamente dando vueltas al tiovivo de Ortega, haciéndole decir cosas que no dijo para que parezca más moderno de lo que es?
Don Blas Cabrera y Felipe, ¡por Dios! Don Blas Cabrera y Felipe, el padre de la física española, el profesor en cuyo entorno se forjó toda una generación de brillantes investigadores, el hombre que alcanzó un rango en su época como prácticamente ningún otro físico español en la suya, el director del laboratorio de referencia en temas de magnetismo en la década de los 30, el autor de un centenar de artículos punteros, el anfitrión de Einstein en su visita a España, el miembro de la Academia de las Ciencias Francesa, la persona a la que Einstein y Marie Curie, eligieron para el Comité Científico de la VI Conferencia de Solvay, la de la famosa foto con Einstein, Heisenberg, Dirac... y Cabrera. ¿Cómo puede un país olvidar al único compatriota que ha acudido a la Conferencia de Solvay hasta que el profesor Toribio Fernández Otero (otro que va camino de convertirse en un maldito) lo hizo ¡en 2007!? ¿Cómo puede el Instituto de Física-Química del CSIC que él fundó no llevar su nombre, si debería estar en la plaza mayor de cada pueblo?
Música, hablemos de música. Este es un país muy musical. Eso sí, música de opereta, de charanga, la botella de anís y la guitarra son los instrumentos nacionales. Aquí no ha habido jamás compositores “serios”. En cambio Alemania... Francia... Italia... Bueno, sí, tuvimos a Albéniz, a Falla y los Halffter... que son alemanes. Albéniz, ya se sabe, La Alhambra, Iberia, no vaya Ud. a programar nada diferente, podría descubrir al Albéniz “cubano”, al autor de óperas o al señor que compone canciones en inglés. Y Falla, El sombrero de tres picos, El amor brujo, todo muy español, muy patrio, muy racial. Oigan el Concierto para Clavicenvalo de 1926 si se atreven o, por decirlo mejor, si logran encontrarlo. Oíganlo. Es pura experimentación, una increíble búsqueda de nuevas sonoridades, una proeza creativa que causó profunda admiración en Stravinsky. Los expertos lo tratan como una rareza, como una anécdota. Yo, que soy un analfabeto musical, considero que es su obra cumbre, el punto desde el que hay que entender todo lo que había escrito antes. Bueno, hemos acabado. 
¿De verdad? Pregúntenle al Profesor José Luis Temes. Este señor, a quien también habría que hacerle un monumento, se está dedicando a rescatar toda la plétora de compositores que se han convertido en malditos por el simple hecho de ser españoles. Ahí están Evaristo Fernández Blanco (¡hagan lo posible por escuchar su Obertura dramática!), Julio Gómez, Emilio Lehmberg, Fernando Remacha, Arturo Dúo Vital, Ramón Garay, Jesús Bal y Gay... Mejor pregúntenle al Profesor Temes porque la lista sigue y no parece tener fin. Me limitaré a citar sólo uno más: Doña Maria Teresa Prieto. Sí, efectivamente, hay compositoras de música clásica y una de ellas es española, ¿no lo sabían las muy subvencionadas autoras de investigaciones de género?
¿Cuántas decenas de nombres olvidados quedan por sacar a la luz? ¿Cuándo alcanzará a todos ellos la memoria histórica? ¿Cuándo exhumaremos sus restos de las cunetas de la cultura? ¿Cómo puede avanzar un país que hace tabula rasa de los que un día hicieron lo imposible para que avanzara?

domingo, 24 de febrero de 2013

Acerca de la monarquía


Pertenezco a una generación de españoles que no pueden hablar con imparcialidad de la monarquía. Tenemos muy grabadas las imágenes de un monarca que se jugó el cuello, primero, desmontando el régimen franquista desde dentro, con todo lo que le iba cayendo desde un bando y otro, y después, frenando un golpe de Estado en marcha cierta noche de febrero. Por dos veces, al menos, estuvo del lado de lo que quería la mayoría del pueblo y eso lo convierte, con toda seguridad, en el mejor monarca que ha tenido este país (quizás junto con José I). La verdad, eso no es decir mucho, dado los monarcas que ha tenido este país. Por lo demás, es un Borbón como tantos que hemos conocido: campechano, ocurrente, bon vivant, pero sin olvidar por un segundo quién lleva la corona.  Hace ya treinta años que tuvo que apostarse su cargo por última vez, de modo, que, quien más quien menos, ya no recuerda qué es lo que había que agradecerle. Aún peor, ese agradecimiento se ha gestionado pésimamente. El deseo de la Casa Real de evitar el desgaste no interviniendo de modo regular en la vida política, vino acompañado de una serie de protagonistas de la misma temerosos de ser eclipsados por el rey. Se ha llegado así a la situación, tan frecuente con los monarcas,  en la que uno no sabe muy bien si gobiernan desde su lejano palacio o si están prisioneros en él. Hoy día, es imposible recuperar esa imagen de cercanía que tanto hizo por la aceptación de la corona en la ya lejana década de los setenta.
La más importante posesión de la corona, su imagen, se ha dilapidado como tantas otras riquezas patrias. Cualquier especialista en marketing con dos dedos de frente, se habría dado cuenta de que la imagen que el rey tiene en el extranjero era un pilar excelente para crear una imagen de país, imagen que, de haberse construido en su momento, hubiese parado buena parte del golpe que nos ha llevado al agujero de la crisis. La España de la Expo, de las olimpiadas, del AVE, del boom inmobiliario y de los campeonatos de fútbol, es, a ojos del resto del mundo, la misma España de cartón piedra que aparece en la Carmen de Bizet: toros, siesta y pandereta. En lugar de utilizar al monarca para difundir una nueva imagen, lo hemos convertido en el monigote que lee los textos escritos por el gobierno de turno.
En torno al rey, el ambiente se ha ido haciendo cada vez más surrealista y asfixiante. Para empezar, todo el mundo ha colaborado en la pamplina de que quien ostenta la corona debe ser, no ya un buen monarca, sino un santo. Los ingleses entendieron hace mucho tiempo el arma principal de Berlusconi en los últimos veinte años: que una buena dosis de escándalos acrecienta el carisma de ciertos personajes. Siendo pragmáticos como son, los británicos siguen manteniendo la monarquía porque es un modo excelente de ocultar la triste realidad con chismes, borracheras y cuernos de la casa real. Aquí hay que seguir creyendo que el rey y la reina son felices y comen perdices cada día y que sus hijos se casaron por amolll, porque si uno no cree eso, ocurre lo que pasa con los reyes magos, que la magia se pierde y sus regalos ya ni hacen gracia. Alguien se debería haber ocupado de hacer madurar a la opinión pública española, pero claro, no se podía hacerla madurar respecto de ciertos temas y de otros no, así que mejor dejarla en el infantilismo.
Todo lo anterior ha contribuido a crear una corte opaca, que no se ve pero que está ahí y de la que, de vez en cuando, salen despedidos ciertos elementos que recorren las televisiones soltando más mierda que aliento con sus palabras. Esa corte opaca no está formada sólo por ciudadanos españoles, hay multitud de extranjeros, que han obtenido suculentos beneficios y veladas gestiones sobre las que hace demasiado tiempo que se debería haber arrojado luz por el bien de todos, empezando por la corona.
Ahora los tiempos están cambiando. Quienes llevan ya demasiado en el paro, entretienen su abulia con el deporte nacional, la envidia, y nadie, ni siquiera el rey está a salvo. Las televisiones, que no saben cómo evitar la caída en los ingresos por publicidad, alientan el debate. Los políticos van cogiendo onda. La discusión en torno a la corona es barata, caldea los ánimos y, en consecuencia, sirve para ocultar las propias vergüenzas. Un sector del socialismo comienza a pensar que, si bien es poco probable que les perdonen no haber hecho nada por evitar que cayésemos en la crisis, a lo mejor, sí pueden provocar una cierta dosis de olvido haciendo caer también al rey en ella. Por otra parte, el botín no es escaso. En esta época de recortes, más de un político y más de dos, están pensando en cuánto podrían aumentarse su sueldo si el Estado dejase de pagar los gastos de la monarquía, porque, desengáñese, ni a Ud. ni a mí nos saldría más barata una República. La propia Casa Real está sirviendo una vez más al país ofreciendo su cuello como entretenimiento para quienes no tiene nada más que roer.
¡Pero bueno! ¿Acaso con esta diatriba estoy defendiendo los privilegios de unos individuos por el simple hecho de pertenecer a una familia?  No exactamente. Lo peor que se puede decir de Juan Carlos I es que logró hacer juancarlistas a los españoles, aunque no monárquicos. A mí me gusta la filosofía porque habla de principios abstractos, de esos que uno nunca está muy seguro si hacen referencia a algo o no. Sin embargo, cuando hablo de política, no me gusta hablar de principios abstractos, sino de lo que voy a ver por la calle. Y, de no ser por Juan Carlos, por la calle hubiese visto presidentes de la República llamados Manuel Fraga, José María Aznar o Manuel Chaves. Como casi siempre en política, mejor lo malo conocido.