domingo, 10 de marzo de 2013

De partidos y paridas


Uno de los fenómenos que hemos podido observar en los últimos años es la aparición de una serie de nuevos partidos que se suelen presentar como “transversales”, esto es, no encuadrables en la habitual tricotomía izquierda-derecha-centro. Se declaran más próximos a los ciudadanos que los partidos ya existentes y, por tanto, tratan de canalizar toda una serie de aspiraciones que aquéllos no pueden cumplir por su propia naturaleza. Dentro de esta serie de nuevos partidos, yo establecería una nítida separación entre los que se constituyen sobre la base de asociaciones ciudadanas ya existentes y los que toman como punto de acreación la personalidad más o menos carismática de un líder. Alemania ha sido el caldo de cultivo de los primeros con los verdes y Die Linke, ambos, casos verdaderamente dignos de estudio. Quisiera centrarme, no obstante, en los segundos, más propios de países mediterráneos, aunque también han florecido, en su aspecto ultranacionalista en la muy nórdica y civilizada Finlandia.
El problema de un partido que nace en torno a la figura de un líder carismático es siempre el mismo: qué tiene aparte del líder. Más tarde o más temprano, el partido tiene que rellenar listas para las sucesivas elecciones y hay que ir echando mano de lo que se va pudiendo. Hace ya unos años, Pedro Pacheco, la persona que más partidos ha fundado en este país, se lanzó, otra vez, a la aventura de sacarse de la manga una formación para unas elecciones locales. El empeño abarcó mucho más que su Xerez natal. En concreto, llegó hasta cierto pueblo donde yo me encontraba. Según me aseveraban los lugareños, el cabeza de lista de esa formación para la alcaldía era un destacado traficante de drogas de la comarca. No es una excepción. A poco que se husmee en las listas de este género de partidos personalistas, empezará Ud. a encontrar rostros que aparecen en los diccionarios como ejemplos de lo que significa “advenedizo”. Este fenómeno se intensifica si el líder o su equipo deciden que, por detrás de él tienen que ir personalidades igualmente “carismáticas”. Personalidades que difícilmente se someterán por las buenas al líder o tendrán sus mismas directrices.
Un ejemplo de lo que vengo diciendo lo hemos tenido recientemente en España con un partido llamado “Unión, Progreso y Democracia” (que no sé cuál de los tres términos es más irrisorio). La segunda cara  conocida del mismo es un actor (del que no creo que nadie recuerde una actuación digna) y político llamado Toni Cantó. El bueno del señor Cantó, un día en que su agotadora vida como político no le impidió estar aburrido, se le ocurrió twittear que la mayoría de las denuncias por violencia de género son falsas. La cuestión no es, evidentemente,  si el señor Cantó expresaba una opinión personal, reflejaba lo leído en alguna página de machistas recalcitrantes o, simplemente, ponía la venda antes que la herida a resultas de algún incidente en su vida personal. En cualquier caso, reflejaba nítidamente algo muy típico de estos partidos “transversales” que sólo aspiran “a recoger el sentir ciudadano”, a saber, que en cuanto se prueba lo cómodas que son las poltronas uno se olvida de los gritos que se pueden oír a través de la pared en cualquier barrio obrero.
Desde esas poltronas, que parecen temblar en cuanto aparecen nuevos aspirantes a ocuparlas, rápidamente se argumentará que eso es lo que suele ocurrir con los políticos “no profesionales”. Tal argumento es fácilmente refutable, porque los políticos “profesionales”, suelen lucirse con declaraciones no menos estrambóticas. Precisamente esta semana hemos tenido la inmensa satisfacción de descubrir que tras el cese el fuego de ETA y antes que los informes sobre el aumento de la delincuencia lleguen a su despacho, también el ministro del Interior, señor Fernández Díaz, se aburre. Para espantar la abulia se ha descolgado con unas declaraciones en las que afirma que el matrimonio gay amenaza la “pervivencia de la especie”. Hay quienes dicen que el señor Fenández Díaz, es miembro supernumerario del Opus Dei, pero yo creo que, en realidad, es un ácrata de mucho cuidado. El mismo argumento lleva a concluir no ya que el matrimonio gay es contrario a la pervivencia de la especie, sino que cualquier género de matrimonio lo es. Difícilmente se encontraría una tasa de nacimiento mayor que en una sociedad gobernada por el amor libre porque, como todos sabemos, no hay mejor anafrodisiaco que el matrimonio.

sábado, 2 de marzo de 2013

A veces madre, casi siempre madrastra


Van Uds. a permitirme que me corrija. En mi última entrada dije que habíamos desaprovechado los buenos tiempos para construir una imagen de país que nos hubiese permitido parar los primeros golpes de la crisis. Es un error. Los españoles llevamos siglos construyendo una imagen de país muy clara, nítida y precisa, la imagen de un pueblo entregado a los toros, la siesta, la envidia, el fandango y, últimamente, el furgo. Y digo bien, construyendo. No se trata de que nosotros seamos así y, a resultas de ello nos hayan colgado el sambenito. Es justamente al contrario, nosotros no somos así o, por lo menos, no somos sólo así, pero hemos hecho todo cuanto ha estado en nuestra mano para proyectar esa imagen. La prueba más palpable es que hemos sumergido en toneladas de olvido a cualquier compatriota que se ha alejado mínimamente del tópico.
A ver, ¿cabe en la imagen de un país formada por toros, furgo y envidia el que ese país haya parido filósofos? Obviamente, no. Todavía recuerdo a cierto decano de facultad deseando que un día tuviéramos filósofos no ya de la talla de Kant o Fichte, sino, siquiera como Bardili o Schulze. Pero, claro, concluía nuestro eximio catedrático, eso sólo está a la altura de un pueblo como el alemán... ya se han encargado gentes como él de ocultar toda evidencia en contra de semejante dislate. España es un país de poetas. Preferentemente de poetas ligados a la sangre y la arena o, por lo menos, que canten a los gitanos. A lo sumo se admiten autores de “literatura profunda”, periodistas metidos, de vez en cuando, a otra cosa, gente que, por ejemplo, escribe un libro sobre Leibniz pero a Leibniz sólo lo mencionan en la primera página. Alguien como Ortega está bien, no vayan a preguntarle al español medio por otras cosas. ¿Quedan aún zubirianos por estos mundos? Y no me refiero a historicistas incapaces de leer en otro idioma que no sea el suyo y que escriben una tesis sobre Zubiri a toda velocidad para conseguir su plaza universitaria cuanto antes. Hablo de zubirianos como Ellacuría, dispuestos a llevarlo sobre el terreno, aunque eso los conviertan en objetivos de un escuadrón de la muerte. Estos curitas hispanos, que tantos autobuses fletaron para ir a hacer la ola cuando la beatificación de Monseñor Balaguer de Escrivá, ¿cuándo pedirán la de Don Ignacio? Pero me estoy desviando del tema (¿o no?)
¡Ah, los siglos de oro! Velázquez, Cervantes, Góngora, Lope, Calderón, Suárez, Arriaga, Oviedo, Losada... Bueno, Francisco Suárez, estrictamente hablando era portugués, por eso es medianamente conocido. Pero ¿y Rodrigo de Arriaga? ¿y Francisco de Oviedo? ¿y Luis de Losada? ¿Quién conoce esos nombres en el muy hermenéutico mundo filosófico español? ¿quién ha leído sus interesantísimos textos? ¿hay alguien que haya rastreado, entre polvo y polillas, los vericuetos de unos sistemas filosóficos que desde el aristotelismo están enfrascados ya en los problemas de la modernidad? ¿Cuántas tesis doctorales, cuántos libros, cuántos artículos hay publicados en España sobre ellos en los últimos treinta años? ¿De verdad que tienen más interés Derrida o Vattimo? ¿Y Francisco Vallés de Covarrubias? ¿Cuántos de los que salen en la televisión con un cartelito que dice “filófoso” lo conocen? Pues Leibniz sí que lo conocía y muy bien, porque cita sus teorías. 
No nos vayamos tan lejos. ¿Algún día este país pagará la deuda que tiene con Eduardo Nicol? Sí, sí, hubo un señor que se llamó Eduardo Nicol, barcelonés exiliado en México durante la guerra civil. Un autor con un sistema filosófico completo, capaz de entender a Heidegger (a quien cita frecuentemente sin mencionarlo) y la física cuántica, con el que se puede estar de acuerdo o no, pero con el que se aprende, se aprende mucho leyéndolo. ¿Habrá algún día en este país, no ya un archivo con su obra completa, simplemente una biblioteca con su nombre? ¿Alguien le citará alguna vez o nos vamos a quedar eternamente dando vueltas al tiovivo de Ortega, haciéndole decir cosas que no dijo para que parezca más moderno de lo que es?
Don Blas Cabrera y Felipe, ¡por Dios! Don Blas Cabrera y Felipe, el padre de la física española, el profesor en cuyo entorno se forjó toda una generación de brillantes investigadores, el hombre que alcanzó un rango en su época como prácticamente ningún otro físico español en la suya, el director del laboratorio de referencia en temas de magnetismo en la década de los 30, el autor de un centenar de artículos punteros, el anfitrión de Einstein en su visita a España, el miembro de la Academia de las Ciencias Francesa, la persona a la que Einstein y Marie Curie, eligieron para el Comité Científico de la VI Conferencia de Solvay, la de la famosa foto con Einstein, Heisenberg, Dirac... y Cabrera. ¿Cómo puede un país olvidar al único compatriota que ha acudido a la Conferencia de Solvay hasta que el profesor Toribio Fernández Otero (otro que va camino de convertirse en un maldito) lo hizo ¡en 2007!? ¿Cómo puede el Instituto de Física-Química del CSIC que él fundó no llevar su nombre, si debería estar en la plaza mayor de cada pueblo?
Música, hablemos de música. Este es un país muy musical. Eso sí, música de opereta, de charanga, la botella de anís y la guitarra son los instrumentos nacionales. Aquí no ha habido jamás compositores “serios”. En cambio Alemania... Francia... Italia... Bueno, sí, tuvimos a Albéniz, a Falla y los Halffter... que son alemanes. Albéniz, ya se sabe, La Alhambra, Iberia, no vaya Ud. a programar nada diferente, podría descubrir al Albéniz “cubano”, al autor de óperas o al señor que compone canciones en inglés. Y Falla, El sombrero de tres picos, El amor brujo, todo muy español, muy patrio, muy racial. Oigan el Concierto para Clavicenvalo de 1926 si se atreven o, por decirlo mejor, si logran encontrarlo. Oíganlo. Es pura experimentación, una increíble búsqueda de nuevas sonoridades, una proeza creativa que causó profunda admiración en Stravinsky. Los expertos lo tratan como una rareza, como una anécdota. Yo, que soy un analfabeto musical, considero que es su obra cumbre, el punto desde el que hay que entender todo lo que había escrito antes. Bueno, hemos acabado. 
¿De verdad? Pregúntenle al Profesor José Luis Temes. Este señor, a quien también habría que hacerle un monumento, se está dedicando a rescatar toda la plétora de compositores que se han convertido en malditos por el simple hecho de ser españoles. Ahí están Evaristo Fernández Blanco (¡hagan lo posible por escuchar su Obertura dramática!), Julio Gómez, Emilio Lehmberg, Fernando Remacha, Arturo Dúo Vital, Ramón Garay, Jesús Bal y Gay... Mejor pregúntenle al Profesor Temes porque la lista sigue y no parece tener fin. Me limitaré a citar sólo uno más: Doña Maria Teresa Prieto. Sí, efectivamente, hay compositoras de música clásica y una de ellas es española, ¿no lo sabían las muy subvencionadas autoras de investigaciones de género?
¿Cuántas decenas de nombres olvidados quedan por sacar a la luz? ¿Cuándo alcanzará a todos ellos la memoria histórica? ¿Cuándo exhumaremos sus restos de las cunetas de la cultura? ¿Cómo puede avanzar un país que hace tabula rasa de los que un día hicieron lo imposible para que avanzara?

domingo, 24 de febrero de 2013

Acerca de la monarquía


Pertenezco a una generación de españoles que no pueden hablar con imparcialidad de la monarquía. Tenemos muy grabadas las imágenes de un monarca que se jugó el cuello, primero, desmontando el régimen franquista desde dentro, con todo lo que le iba cayendo desde un bando y otro, y después, frenando un golpe de Estado en marcha cierta noche de febrero. Por dos veces, al menos, estuvo del lado de lo que quería la mayoría del pueblo y eso lo convierte, con toda seguridad, en el mejor monarca que ha tenido este país (quizás junto con José I). La verdad, eso no es decir mucho, dado los monarcas que ha tenido este país. Por lo demás, es un Borbón como tantos que hemos conocido: campechano, ocurrente, bon vivant, pero sin olvidar por un segundo quién lleva la corona.  Hace ya treinta años que tuvo que apostarse su cargo por última vez, de modo, que, quien más quien menos, ya no recuerda qué es lo que había que agradecerle. Aún peor, ese agradecimiento se ha gestionado pésimamente. El deseo de la Casa Real de evitar el desgaste no interviniendo de modo regular en la vida política, vino acompañado de una serie de protagonistas de la misma temerosos de ser eclipsados por el rey. Se ha llegado así a la situación, tan frecuente con los monarcas,  en la que uno no sabe muy bien si gobiernan desde su lejano palacio o si están prisioneros en él. Hoy día, es imposible recuperar esa imagen de cercanía que tanto hizo por la aceptación de la corona en la ya lejana década de los setenta.
La más importante posesión de la corona, su imagen, se ha dilapidado como tantas otras riquezas patrias. Cualquier especialista en marketing con dos dedos de frente, se habría dado cuenta de que la imagen que el rey tiene en el extranjero era un pilar excelente para crear una imagen de país, imagen que, de haberse construido en su momento, hubiese parado buena parte del golpe que nos ha llevado al agujero de la crisis. La España de la Expo, de las olimpiadas, del AVE, del boom inmobiliario y de los campeonatos de fútbol, es, a ojos del resto del mundo, la misma España de cartón piedra que aparece en la Carmen de Bizet: toros, siesta y pandereta. En lugar de utilizar al monarca para difundir una nueva imagen, lo hemos convertido en el monigote que lee los textos escritos por el gobierno de turno.
En torno al rey, el ambiente se ha ido haciendo cada vez más surrealista y asfixiante. Para empezar, todo el mundo ha colaborado en la pamplina de que quien ostenta la corona debe ser, no ya un buen monarca, sino un santo. Los ingleses entendieron hace mucho tiempo el arma principal de Berlusconi en los últimos veinte años: que una buena dosis de escándalos acrecienta el carisma de ciertos personajes. Siendo pragmáticos como son, los británicos siguen manteniendo la monarquía porque es un modo excelente de ocultar la triste realidad con chismes, borracheras y cuernos de la casa real. Aquí hay que seguir creyendo que el rey y la reina son felices y comen perdices cada día y que sus hijos se casaron por amolll, porque si uno no cree eso, ocurre lo que pasa con los reyes magos, que la magia se pierde y sus regalos ya ni hacen gracia. Alguien se debería haber ocupado de hacer madurar a la opinión pública española, pero claro, no se podía hacerla madurar respecto de ciertos temas y de otros no, así que mejor dejarla en el infantilismo.
Todo lo anterior ha contribuido a crear una corte opaca, que no se ve pero que está ahí y de la que, de vez en cuando, salen despedidos ciertos elementos que recorren las televisiones soltando más mierda que aliento con sus palabras. Esa corte opaca no está formada sólo por ciudadanos españoles, hay multitud de extranjeros, que han obtenido suculentos beneficios y veladas gestiones sobre las que hace demasiado tiempo que se debería haber arrojado luz por el bien de todos, empezando por la corona.
Ahora los tiempos están cambiando. Quienes llevan ya demasiado en el paro, entretienen su abulia con el deporte nacional, la envidia, y nadie, ni siquiera el rey está a salvo. Las televisiones, que no saben cómo evitar la caída en los ingresos por publicidad, alientan el debate. Los políticos van cogiendo onda. La discusión en torno a la corona es barata, caldea los ánimos y, en consecuencia, sirve para ocultar las propias vergüenzas. Un sector del socialismo comienza a pensar que, si bien es poco probable que les perdonen no haber hecho nada por evitar que cayésemos en la crisis, a lo mejor, sí pueden provocar una cierta dosis de olvido haciendo caer también al rey en ella. Por otra parte, el botín no es escaso. En esta época de recortes, más de un político y más de dos, están pensando en cuánto podrían aumentarse su sueldo si el Estado dejase de pagar los gastos de la monarquía, porque, desengáñese, ni a Ud. ni a mí nos saldría más barata una República. La propia Casa Real está sirviendo una vez más al país ofreciendo su cuello como entretenimiento para quienes no tiene nada más que roer.
¡Pero bueno! ¿Acaso con esta diatriba estoy defendiendo los privilegios de unos individuos por el simple hecho de pertenecer a una familia?  No exactamente. Lo peor que se puede decir de Juan Carlos I es que logró hacer juancarlistas a los españoles, aunque no monárquicos. A mí me gusta la filosofía porque habla de principios abstractos, de esos que uno nunca está muy seguro si hacen referencia a algo o no. Sin embargo, cuando hablo de política, no me gusta hablar de principios abstractos, sino de lo que voy a ver por la calle. Y, de no ser por Juan Carlos, por la calle hubiese visto presidentes de la República llamados Manuel Fraga, José María Aznar o Manuel Chaves. Como casi siempre en política, mejor lo malo conocido.

domingo, 17 de febrero de 2013

Estadísticas


Una de las muchas cosas que aprendí de mi director de tesis, el Prof. Juan Arana, es que hay mentiras, grandes mentiras y estadísticas. Después, con el correr de los años, llegué a descubrir la existencia de otra escala en esa jerarquía, la que incluye lo que la gente dice en los foros de Internet. Pero no es de este último eslabón del que quiero hablar, sino del anterior. Las omnipresentes estadísticas son dioses con pies de barro. Elaborar una estadística exige una cuidadosa recogida de datos que, la mayor parte de las veces, resulta impracticable. Para empezar está la cuestión de qué es una muestra significativa. ¿A cuántos hay que preguntar y a quién hay que preguntar? ¿a cualquiera? ¿a personas directamente afectadas por la cuestión de que se trate? ¿a personas seleccionadas al azar, o, como suele ser habitual, a grupos de personas predispuestas a responder a las cuestiones, es decir, opinadores pseudoprofesionales? Suponiendo que se haya solventando exitosamente esta cuestión no habremos avanzado gran cosa. El siguiente obstáculo es qué preguntar y cómo. Hay una famosa encuesta realizada en España hacia mediados de los años setenta los domingos por la mañana. A una parte de los encuestados se les preguntaba si eran católicos practicantes, algo que respondieron afirmativamente más del 75% de los participantes. A otra parte se les preguntaba qué actividades habían realizado esa dominical mañana. Menos del 25% incluía en su respuesta haber asistido a misa. ¿Cuántos católicos practicantes había realmente en España? Es sabido que menos del 40% de las personas acaban comprando exactamente lo que dijeron a la entrada del supermercado que iban a comprar. Supongamos que ya hemos superado este obstáculo y tenemos datos “objetivos”, por ejemplo, que en los últimos cinco años la superficie de un bosque se quemó, sucesivamente, en un 50%, un 30%, un 20%, un 0% y un 0%. Se puede hallar la media, la mediana, la desviación típica y la tendencia de dicha curva. Podemos establecer una correlación entre ella y el dinero invertido en la prevención de incendios en esa zona. Nada mejor que utilizar los diferentes tipos de regresión estadística para hallar si, efectivamente, hay una relación causal de dicho factor o no, sin descartar el empleo de herramientas mucho más complejas y sutiles. ¿Cuál es la realidad subyacente a semejantes estadísticas? Pues, probablemente, la realidad subyacente es que nuestro “bosque” consta desde hace dos años de un único árbol, en torno al cual juegan al mus los retenes antiincendios.
Las estadísticas pueden decir mucho, poco o nada acerca de una realidad. Pero si las estadísticas hay que tratarlas con muchísimo cuidado, cuando van acompañadas de una gráfica, podemos tener por seguro que nos van a dar el timo del tocomocho. Lo primero que hay que entender es que cualquier gráfica es una simplificación de la realidad, jamás la realidad misma. Por si fuera poco, el tipo de gráfica que se elija es cualquier cosa menos inocente. Diferencias, aparentemente estéticas, como presentar el gráfico en dos o en tres dimensiones, puede afectar sensiblemente su legilibilidad, pues estamos bastante capacitados para comparar figuras de dos dimensiones, pero no tanto para hacerlo con figuras tridimensionales. Una gráfica del tipo “tarta” muestra una realidad permanente, es una instantánea. En general, no nos las apañamos bien si tenemos que comparar el aumento o disminución de las porciones de esa “tarta” y siempre cabe la posibilidad de utilizar colores semejantes para diferentes sectores y así ocultar cualquier cosa. Peor son las estadísticas con barras. En ellas, la elección de las unidades para el eje vertical lo es todo. Tomemos el caso de una serie de magnitudes aleatorias, como son los números de la lotería primitiva. Si utilizamos como unidad del eje vertical diez apariciones de un número, el resultado serán 49 barras separadas unas de otras por algo más de unos milímetros. La impresión es que todos los números salen con la misma frecuencia, que es lo que ocurre. Pero si la unidad que tomamos es una aparición, entonces, las barras de unos y otros pueden estar claramente separadas, dando la impresión de que hay números que salen mucho más que otros. Aún peor es si, para el mismo caso, tomamos una gráfica de puntos enlazados por líneas para formar una curva. Ahora todo depende de las unidades que elijamos para el eje horizontal. Tomando en él la totalidad de sorteos de tres meses, la curva tenderá a ser una recta, con muy pocas variaciones y poco aliciente para ulteriores análisis. Tomando como unidad dos o tres sorteos, tendremos una curva tipo “dientes de sierra”, con subidas y bajadas como las de la bolsa y rápidamente despertará en nosotros el deseo de aplicarle herramientas estadísticas para ver si podemos predecir futuras apariciones de números... ¿Podemos?
Es relativamente fácil crear una fórmula cuyos resultados coincidan, más o menos, con los de la aparición, hasta ahora, de un determinado número en un sorteo cualquiera. Ese “más o menos”, alude a una serie de técnicas que constituyen el último eslabón para hacer locuaz lo que, por definición, no dice nada, esto es, las estadísticas. Los científicos las conocen bien. Incluyen la famosa técnica del punto gordo y la de la recta astuta, entendiendo por tal, una recta que pasa por tres puntos no necesariamente alineados. Pero, ¡ay! contrariamente a lo que dicen las herramientas estadísticas, dos curvas que han coincidido hasta ahora en un millar de puntos no tienen por qué seguir haciéndolo en el punto 1001. 
Teniendo en cuenta todo lo anterior, resulta hilarante que los inspectores educativos lleguen a los centros andaluces estampando en la cara de los profesionales una serie de estadísticas, nada menos que como “evidencias”. Lo único evidente en este modo de proceder es que quien así actúa, acude cargado con una serie de prejuicios destinados a hacer todo lo posible para taparse los ojos y no ver una realidad que sus superiores jerárquicos se niegan a leer en los informes que les presentan. Y aquí llegamos a la clave de por qué las estadísticas, a diferencia de las mentiras que pueden leerse en los foros de Internet, se han vuelto tan peligrosas: su uso demagógico por parte de los políticos. En esencia, todo político que apoya sus argumentos en una estadística, está mintiendo. Es fácil verlo en estos días. Exhibir estadísticas macroeconómicas para demostrar que la situación de un país está mejorando, mientras miles de familias tienen por única comida diaria la que pueden obtener de los servicios de caridad, es una repugnante muestra de hasta qué punto los políticos están dispuestos a negar los hechos si con ello pueden seguir manteniendo sus despachos, sus coches oficiales y sus muy lujosas amantes. Porque la realidad que se oculta detrás de la supuesta estabilización de los indicadores macroeconómicos es que a nuestro bosque ya sólo le queda un árbol.

domingo, 10 de febrero de 2013

Sobre guerras justas


Uno de los temas más largamente tratados en la historia de la filosofía es el concepto de “guerra justa”. Es un término cruel por su equivocidad. Lo que realmente se quiere decir cuando se habla de “guerra justa” es “guerra justificada”, porque para los filósofos, cuando una guerra está justificada, ya es, ipso facto, una guerra justa, con independencia de cuantos niños se mate o cuantas mujeres se violen en ella. Es muy divertido ver a mi querido Leibniz discutir acerca de la justicia o no de una guerra y después aconsejar que se paguen las viandas en tierra enemiga con moneda tan lustrosa como carente de valor. Para mí, una guerra justa es aquella que no sólo se ha efectuado por motivos justificados más allá de los intereses particulares de un país concreto, sino que también ha sido llevada a cabo con absoluto respeto al derecho de gentes. Realmente, no sé si ha habido una sola guerra en la historia que pueda calificarse de justa en este sentido. Por eso, más que de guerra justa yo preferiría hablar de guerras necesarias. Guerra necesaria es toda aquella iniciada para impedir males mayores no sólo en los países directamente implicados en ellas, sino en todo un área geográfica. Desde este punto de vista, la Primera Guerra Mundial, la guerra de Vietnam y la Segunda Guerra del Golfo, fueron absolutamente innecesarias. Podría admitir el carácter discutible de la Primera Guerra del Golfo, pero la Segunda Guerra Mundial y la intervención francesa en Mali (junto con otras cuantas), me parecen absolutamente necesarias.
Los soldados franceses, otrora metrópoli colonial, han sido acogidos como héroes. El propio François Hollande fue recibido como libertador y nuevo padre de la patria. Hacia él se volverán todos los ojos cuando la crisis institucional del país siga su curso. La victoria francesa tiene múltiples frentes. El primero, por supuesto, sobre el terreno. Se ha reconquistado en unos días todo lo perdido desde el verano pasado a manos de milicias yihadistas. La victoria es tan aplastante que las fuerzas rebeldes tuaregs han entregado a líderes de estas milicias. El gesto es tremendamente significativo por dos razones. Fue el levantamiento tuareg, uno más, el que condujo a las derrotas iniciales del ejército de Mali y abrió espacio para la incorporación al conflicto de los yihadistas. El secuestro de la rebelión tuareg por éstos supuso acelerar el proceso y poner a la propia capital, Bamako, bajo amenaza directa de los sublevados.  Que la alianza entre ambos se haya roto implica que no hay justificación alguna para la presencia de los yihadistas en Mali pues no hay población autóctona que reclame semejante presencia. Sin una población entre la que confundirse, pueden quedar núcleos activos en las montañas, pero difícilmente van a lograr reclutar voluntarios para cometer atentados suicidas... Siempre que no se produzca un nuevo cambio de alianzas.
Pero las consecuencias de la acción francesa no se reducen a Mali. François Hollande ha dado un verdadero puñetazo encima de la mesa reclamando para sí el papel de auténtico estadista, algo más escaso ahora mismo en Europa que el crédito. Frente a una Frau Nein dedicada a sestear y repartir opio en las reuniones europeas a la espera de septiembre y de su ansiada reelección, frente a unos EEUU reticentes a volver por Africa desde su última derrota en Somalia, frente a un puñado de líderes europeos acobardados, miserables y cicateros (como nuestro queridísssssssssimo y amadísssssssssssssssimo Sr. Presidente del gobierno, el tío de las barbas, que ofreció de ayuda a Francia ¡¡¡un avión!!!), frente a ellos, decía, Hollande ha demostrado que cuando se presenta una crisis hay que actuar y actuar sin mirar encuestas, elecciones, mercados, ni temorosas opiniones públicas. Francia no buscó paraguas internacionales, no esperó forjar largas y penosas alianzas, no intentó que la inexistente política exterior europea se pusiera de su parte. La situación exigía movimientos rápidos y decididos y los ejecutó.
No menos importantes son las consecuencias para el resto del Africa francófona. París siempre dijo que no permitiría caer en manos de los terroristas ninguna de sus antiguas colonias. Había llegado el momento de cumplir con sus promesas y lo hizo. Sin duda, mucha gente en Mauritania o en Níger se habrá sentido reconfortada. 
Que una guerra sea necesaria no impide que haya víctimas inocentes en ella, mujeres, niños y civiles en general, víctimas que soy el primero en desear que no las hubiera. Tampoco hay que ser utópico, quien arriesga tropas y dinero en una guerra es lógico que reclame compensaciones. Francia dice no tener intereses en Mali y es verdad, los tiene en las minas de Uranio de Niger, que están a un tiro de piedra del territorio ahora reconquistado. Además, no puede decirse que Francia sea ajena a  lo que ha ocurrido. A diferencia de Gran Bretaña, París siempre ha jugado la carta de impedir la consolidación de estructuras de Estado sólidas en las que fueron sus antiguas colonias. Sin esa estrategia nada de lo que ha sucedido hubiese tenido lugar. Hollande ha prometido que esta intervención francesa marca un punto de inflexión en sus relaciones con los países del Africa francófona. Por lo hecho, merece una oportunidad de cumplir su palabra. Mali puede ser una buena piedra de toque. El país sigue bajo un gobierno golpista al que sólo apoya una facción del ejército. La otra no duda en manifestar su disconformidad a tiros si es preciso. Han prometido devolver el poder, en una fecha por determinar, a unas autoridades civiles ahora mismo inexistentes. El norte sigue estando poblado por tuaregs levantiscos. Hollande ha demostrado ser capaz de ganar la guerra. Ojalá esté también preparado para ganar la paz.

domingo, 3 de febrero de 2013

Para un índice citacional


No tengo nada en contra de psicólogos y pedagogos. Me parecen dos profesiones necesarias, plenas de enseñanzas enriquecedoras y muy útiles. He conocido psicólogos muy inteligentes y pedagogos que hasta ayudaban a los profesores. El problema no son ellos. El problema es que siempre encuentran algún tonto que les hace caso. Por ejemplo, con el cociente intelectual. inventaron una manera de medir la nada (porque son incapaces de ponerse de acuerdo en qué es el intelecto) y ¡hala! aquí estamos todos discutiendo acerca de si somos retrasados o genios porque nuestro cociente es tal o cual. Mucho más útil encontraría yo, por ejemplo, emplear esos esfuerzos en la elaboración de un cociente citacional para los libros. Este cociente sería el resultado de dividir el número de citas que se han hecho de un texto entre el número de lectores. Cuando semejante cociente tendiera a uno, es decir, para los libros con tantas citas como lectores, sabríamos que nos hallamos ante uno de los pilares de la cultura occidental, como El Quijote o la Biblia. La mayoría de los libros estarían muy por debajo de uno, quizás porque son libros malos o tal vez por tratar temas escabrosos sobre los que se suele leer mucho pero no se suele reconocer que se ha leído. No obstante, de lo que quisiera hablar aquí es de aquellos sorprendentes libros cuyo cociente citacional estaría claramente por encima de 1, es decir, de los libros que son más citados que leídos. Aunque el cociente que aquí propongo es, de momento, difícil de realizar, resulta fácil descubrir este género de libros: no hay más que leerlos. Vamos a ver algunos ejemplos.
Julien Offray de La Mettrie es de esos autores que figuran en la historia de la literatura por un único libro, su celebérrimo El hombre máquina. En realidad, ni es un libro, ni el escrito que le lanzó a la fama, ni el que más popularidad alcanzó en su época y, por supuesto, es, probablemente, el menos leído de todos. El hombre máquina es poco más que un panfleto cuyos argumentos más sólidos son una serie de citas deliberadamente tergiversadas de Descartes y unas cuantas sosas anécdotas, como el hecho de que, después de comer, uno no acaba por pensar con claridad. Si Descartes se hubiese levantado de su tumba, incluso sesteando hubiese encontrado la manera de reducir a su autor a cenizas intelectuales. Pero, claro, llevaba casi un siglo muerto y los dualistas de la época de La Mettrie encontraron más argumentos para refutarlo en las circunstancias de su muerte que en su obra.
Suele decirse que lo que diferencia a la ciencia de las demás disciplinas es su método. Sobre este tema, como sobre los demás, sólo suelen decirse bobadas. Lo que realmente diferencia a la ciencia del resto de las disciplinas es que los científicos, para llegar a serlo, no tienen que estudiar las fuentes de su saber, les basta con estudiar resúmenes hechos por otros. Los filólogos clásicos tienen que leer a Esquilo, los psicólogos a Freud, los filósofos a Leibniz y los economistas a Milton Friedman. Los matemáticos no leen a Euclides, los físicos no leen a Newton, los médicos no leen a Semmelweis y los biólogos no leen a nadie que lleve más de cincuenta años muerto. No digo que eso no tenga sus ventajas, pero, también tiene sus inconvenientes. El principal es que saben de historia de la ciencia  lo que les cuenta la televisión. Así podemos entender que todavía haya biólogos que presuman de lamarckistas. ¿De verdad alguien ha leído a Lamarck? Su Filosofía zoológica es uno de los libros más divertidos que se ha escrito jamás. Si de verdad quiere reírse a mandíbula batiente se lo recomiendo. No es de extrañar que en su época lo tomaran por loco. O escribió este libro bajo un arrebato de locura o es que, dado sus conocimientos de botánica, fue el ignorado primer descubridor de los efectos del peyote. La próxima vez que alguien se les autocalifique como lamarckista, harán bien en preguntarle si están dispuestos a suscribir la explicación última de cuál es el mecanismo de la evolución según Lamarck, a saber que “...cuando la voluntad determina un animal a una acción cualquiera, los órganos que deben ejecutarla resultan en seguida medidos a ella por la afluencia de fluidos sutiles (fluidos nerviosos), que resultan la causa determinante de la acción de que se trata... De ello resulta que la multiplicación de estos actos fortifica, extiende, desarrolla y hasta crea los órganos que se necesitan” (Lamarck, Filosofía zoológica, cap. VII, Editorial Alta Fulla, Barcelona, 1986, págs. 189-90).
Lo mismo, pero a la inversa, puede decirse de Darwin. Es difícil saber cuánto de lo dicho por Darwin se han atribuido luego otros. El efecto decisivo del aislamiento sobre la especiación  es tan neodarwiniano que Darwin mismo lo propuso. Prácticamente no existe ni una sola crítica al darwinismo, incluyendo las efectuadas por los partidarios de teorías de la evolución alternativas, que no haya sido refutada, avant la lettre, por los propios textos darwinianos. Y, ¿qué decir del darwinismo social? Si quieren saber en qué consiste realmente el darwinismo social, esto es, la teoría de cuál es la base de la sociedad según Darwin, harían bien en leerle. Descubrirán que darwinismo social no es más que altruismo en el sentido más amplio y pleno de la palabra. En realidad, Herbert Spencer, con su énfasis en la valía del individuo, es lamarckista. Pero, claro, El origen de la especies, incluye doscientas páginas de discusión acerca de los tipos y formas de los pájaros de las Islas Galápagos y no vengan a decirme que todos los que citan a Darwin se han leído eso.
En esta época en la que resulta muy moderno hablar de la irrelevancia de Europa, no viene mal recordar el libro que, probablemente, tiene el cociente citacional más alto de la historia: La decadencia de Occidente de Oswald Spengler. Causó furor durante el período entreguerras aunque es muy poco probable que algo más de un puñado de personas haya leído este farragoso ejemplo de ese subgénero llamado masturbación mental. Sus cerca de mil doscientas páginas están llenas de tópicos, prejuicios y generalizaciones precipitadas para demostrar que las civilizaciones nacen, crecen y mueren. Sin duda, algo interesante si uno se dedica a la filosofía de la historia, difícilmente pudo encontrarle interés un público tan amplio como el que se jacta de citar este escrito. En este caso concreto, la explicación de su éxito o, por ser más justos, la explicación del éxito de su título, es que podríamos definir a la civilización occidental como “aquella que teme desaparecer”. Los griegos temían tanto disolverse en el imperio persa, que no dudaban en olvidar sus rencillas para enfrentarse a cualquier invasión que viniese de oriente (y al final los conquistaron desde el Norte). Los romanos se sintieron tan amenazados por el Sur (Cartago) y el Este (cristianismo), que no dudaron en acoger en sus milicias al verdadero peligro, los bárbaros, una vez más, del Norte. Nosotros estamos haciendo tanto esfuerzo por convencer a los asiáticos de que el futuro es suyo, que no acabamos de darnos cuenta de que el gran peligro sigue estando en el Norte, en Berlín más en concreto y, si me quieren apurar, en los cenutrios que ocupan ahora mismo los despachos de la Cancillería.

sábado, 26 de enero de 2013

Lecturas del cuerpo (2)


La razón por la cual I can read You like a book es un mal libro sobre lenguaje corporal es porque en él Hartley y Karnich no cuentan nada que no pueda descubrir cualquiera de nosotros por simple sentido común. Aún peor, la casi totalidad de los ejemplos están sacados de películas o entrevistas con actores. Es cierto que un buen actor debe tener la habilidad de copiar gestos de su entorno para saber usarlos en las situaciones adecuadas. No obstante, el resultado siempre es, aún más, tiene que ser, estereotipado, para que cualquiera pueda reconocer el gesto en cuestión. Esto lleva a que en el cine se empleen gestos reconocibles por todos pero que jamás emplearíamos en nuestra vida cotidiana. Uno muy característico y llamativo es el típico gesto de ir continuamente moviendo el volante en una escena en la que se supone que el personaje está conduciendo. Si cualquiera de nosotros hiciera eso, sería detenido inmediatamente por conducción bajo los efectos del alcohol. No obstante, se puede ver actores de la talla de Walter Matthau agitando ferozmente el volante mientras habla tranquilamente con un copiloto que, en la vida real, estaría vomitando incontroladamente.
Otro tanto cabe decir de lo que constituye el grueso de los restantes ejemplos de Hartley y Karnich: los políticos. Entre otras cosas, los políticos de cierto nivel tienen asesores encargados de enseñarles determinados gestos y eliminar otros de su repertorio para pulir la imagen del político en cuestión. Tampoco a ellos se los puede considerar una fuente fidedigna de gestos no estereotipados. Con esta base de datos no resulta extraño que Hartley y Karnich acaben concluyendo que, en realidad, ningún gesto significa nada. Todo depende del sujeto, de la circunstancia, de la hora del día y puede que hasta de los cafés que se hayan tomado. Uno acaba preguntándose qué demonios le enseñaron a Hartley en la US Army Interrogation School y temiéndose que si el ejército de los Estados Unidos interroga con estos supuestos, la información que maneja sea tan válida como la que se puede obtener en los foros de Internet sobre sexo. Es obvio que Hartley ha escrito cerca de 285 páginas para no contar nada, marear un poco la perdiz y hacer caja. La verdad está en otra parte.
Y la verdad es que todos los especialistas en el tema están de acuerdo en que el gesto de cruzar los brazos encierra una actitud defensiva. Es uno de los gestos denominados “de barrera”, que pone un obstáculo entre el sujeto en cuestión, que no necesariamente está hablando y que, normalmente, no lo está haciendo, y su interlocutor. Esa barrera puede implicar una actitud claramente defensiva o bien puede consistir en un marcar distancias, en un alejarse del otro para ejercer una actitud crítica sobre él. Por supuesto, la inmensa mayoría de las veces que adoptamos esta postura no somos conscientes ni de que la estamos adoptando, ni del género de barrera que estamos levantando, ni, mucho menos, de por qué lo estamos haciendo. Lo que sí alcanza nuestra conciencia es la comodidad que nos otorga esa postura en ese momento concreto. Pues bien, esta postura no es exclusiva de la audición, también la adoptamos al leer un texto y es muy frecuente que uno de nuestros brazos genere también una barrera menos firme mientras el otro escribe, por ejemplo, a bolígrafo. Hay estudios que demuestran que quienes leen con los brazos cruzados tienen una actitud más crítica y menos receptiva hacia un texto que quienes lo hacen colocando ambos brazos a los lados del mismo. Todavía mejor, ese estudio demuestra que si se obliga a un grupo de estudiantes a adoptar esta última postura, inevitablemente, se vuelven más receptivos y menos críticos hacia lo que han leído. Que nuestra postura incide en nuestra actitud lo sabe cualquier maestro y, sin lugar a dudas, lo conoce Hartley muy bien, por más que se cuide muy mucho de mencionarlo.
Si ahora trasladamos estos hechos a la moderna tecnología, encontraremos que los actuales ebooks nos invitan disimuladamente, con su ligereza y sus pantallas que rápidamente pierden el ángulo óptimo de lectura, a sujetarlos con nuestras manos en sus laterales mucho más que a poner una barrera ante ellos. Dicho de un modo simple, los modernos aparatos de lectura nos hacen adoptar para con ellos una postura en la que nuestra capacidad crítica disminuye y nuestra permeabilidad para aceptar lo que se nos dice aumenta. Y esto, que todavía puede ofrecer matices, es rotundamente cierto respecto de los teclados y el ratón. El espantoso Word® de Microsoft hace imposible el menor género de barrera entre lo que se está escribiendo y el sujeto en cuestión. Quizás esta sea una de las razones por las que hoy día muy poca gente lee y todo el mundo escribe, hemos perdido capacidad de crítica respecto de nuestros propios textos... Pensándolo bien, mejor dejo de escribir y me releo todo esto.