domingo, 20 de marzo de 2022

¡Prohibamos la ciencia! (1 de 2).

   Hace tiempo que sigo La ciencia de la mula Francis, el blog de Francisco R. Villatoro. Lo visito cada vez que el resto de mis ocupaciones me dejan un hueco y cada vez que necesito aclarar mis ideas sobre algún tema de vanguardia científica. Profesor de la Universidad de Málaga, informático, físico y matemático, Villatoro dice que cuando se jubile quiere escribir libros de divulgación. Desde luego, lleva a cabo una incansable tarea para despertar el interés por la ciencia, pero siempre ha tenido claro que prefiere perder un lector que traicionar una idea. Sabe, además, que hacer ciencia es sinónimo de exploración y que explorar significa errar. Por eso, cuando leí sus disculpas públicas a Carlos López-Otín, supe que su errancia le había servido, una vez más, para encontrar la verdad, esta vez, por desgracia, una verdad muy poco oculta. Y la verdad, en este caso, es que la ciencia, de facto, está prohibida en España, que hacer ciencia aquí es desafiar un anatema y que quien se atreve a hacerlo puede pagar con su propia vida. No hay que irse muy lejos para demostrar lo que digo. Esta misma semana, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, renunciaba a probar en humanos la vacuna contra la Covid-19 que llevan desarrollando desde la aparición de la enfermedad. Y no porque no haya superado los ensayos clínicos en animales, no, simplemente, porque han llegado tan tarde que ya no hay población humana no vacunada en la que probarla en este país y que los trámites burocráticos son de tal calibre, que tampoco se puede probar en otro. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿cómo hemos llegado a esto si el proyecto del CSIC se colocó en la línea de salida en las fechas en que lo hicieron AstraZeneca y Pfizer? Hay dos explicaciones posibles. Una es la que pasará a la historia. Afirma que en este país no nacen científicos de calidad. Nacen buenos cantantes, buenos futbolistas, buenos pintores, fundadores y prosélitos de sectas radicales cristianas, pero no científicos. La otra, la real, es algo diferente. Desde 2019 la Iglesia española ha recibido algo así como 1.200 millones de euros del Estado a razón de 300 millones por año. El CSIC recibió para financiar sus dos líneas de investigación sobre esta vacuna cinco millones de euros. Hipra, una empresa privada que sí va a probarla con humanos, dispuso de 45 millones. Pfizer contó con 2.600 millones de euros, 483 del gobierno alemán. AstraZeneca recibió 1.000 millones del gobierno británico de los 2.900 que llegó a poner sobre la mesa. Los equipos del CSIC tuvieron que liderarlo jubilados y lo conformaron, en su mayor parte, personal eventual que ignoraba qué ocurriría con sus vidas después de este proyecto. No había especial interés por cubrir las plazas de los eméritos, así que nadie se había molestado en sacarlas a concurso. Eso sí, además de su trabajo en el laboratorio, los investigadores tuvieron que ir, puerta por puerta, buscando empresas que pudieran formar al personal y desarrollar la tecnología necesaria para fabricar las vacunas. “Extrañamente” los cinco millones invertidos no han permitido comercializar una vacuna, a todas luces, prometedora.

   Hoy, como hace 50 años, como hace 90 años, como hace 120 años, como siempre en la historia de este bendito país, hay dos Españas. La España de quienes consideran que concederle al Ministerio de Igualdad 20.000 millones de euros es justo y necesario y la España de quienes consideran que esos 20.000 millones habría que dárselos al Ministerio de Defensa. Pero una España y la otra, coinciden en que hay que seguir financiando a la Iglesia con cantidades progresivamente incrementadas cada año, que hay que seguir eximiendo a la Iglesia del pago de todo tipo de impuestos, que hay que seguir financiando sus colegios, ninguno de los cuales es económicamente viable, y que, mientras tanto, hay que seguir regateando miserablemente el dinero destinado a la ciencia, que hay que venderlo bajo la etiqueta del I+D+i para que así oculte que los únicos incrementos presupuestarios en investigación van destinados a la investigación estrictamente militar, esa que se encarga de mejorar las balas, los proyectiles de cañón, los drones y el material antidisturbios que suministraremos a Cuba o a Túnez. Siempre que se acerca la renovación del concordato con el Vaticano, se negocia pormenorizadamente cada una de las peticiones que hace la Iglesia para que no se embarque en otra oportuna cruzada “en pro de la vida”. Sin embargo, este mes se ha aprobado la nueva ley de la ciencia, concediéndole al colectivo de los sufridos científicos un sumario plazo de siete días para presentar alegaciones y a los sindicatos se les otorgó toda la atención que permitieron... dos reuniones. El último vestigio de modernidad que llegó a este país fue el despotismo ilustrado y, desde entonces, políticos, tecnócratas y economistas paren leyes que, suponen, mejorarán las condiciones de vida de ciertos colectivos, pero sin preguntarles a ellos, no vaya a ser que les cuenten algo que tenga que ver con la realidad. En estos meses, la prosecución de tan venerable costumbre nos ha otorgado una ley para la educación sin los educadores; una ley sobre el consumo eléctrico sin los consumidores de electricidad y ahora tenemos ya una ley para los científicos, pero sin los científicos. Un día de estos deberíamos hacer un esfuerzo de sinceridad y dejar de llamar a estas cosas "ley" para llamarlas como verdaderamente se merecen: parche. El nuevo parche de la ciencia, parchea cosas necesarias. Otorga, por ejemplo, el derecho de nuestras investigadoras a ser madres, pero vuelve inútil semejante reconocimiento porque no da ningún paso adelante para compensar los huecos que en el currículo investigador deja la maternidad. Habla de porcentajes para la incorporación a las instituciones del personal formado en la investigación, pero no especifica cómo se van a convertir esos porcentajes en algo mejor de lo que hay. Deja en la oscuridad completa a técnicos y gestores sin los que no puede funcionar ningún laboratorio moderno y, por supuesto, omite por completo la necesidad de blindar la financiación de la investigación no aplicada a la defensa.

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