domingo, 3 de julio de 2016

Europa, año cero

   Me he pasado cuatro entradas viajando por el mundo de las ideas porque cuando me fui no parecía ocurrir nada o, por lo menos, nada nuevo y no me gusta repetirme. Ahora que he vuelto todo el mundo me dice que han pasado muchas cosas, que se han producido acontecimientos históricos y que el mundo ha cambiado. Lo dudo mucho. Verá, si es Ud. español y ya ni se da cuenta de cuando le aparecen canas nuevas, recordará a un torero llamado Curro Romero. Desde que figura en mi memoria era el torero que participaba en más festejos a lo largo del año. Levantaba pasiones, había quien lo amaba y quien lo odiaba, pero entre unos y otros agotaban las entradas en cuanto se ponían a la venta. El día en que a Curro Romero le salían su toro, reventaba la plaza, toreaba como ningún otro. Eso sí, tenía que ser un toro como él quería, cuando él quería y del modo en que él quería, esto es, a lo sumo una vez cada dos o tres temporadas. En la mayoría de las corridas le faltaba brazo para alejar la muleta de su cuerpo, hubo algunas en las que se negó a salir del burladero y en más de una ocasión mató al toro pinchándole en la barriga. Lo habitual es que el paseíllo final lo hiciera entre una lluvia de almohadillas y otros objetos arrojadizos. Cuando me dieron la noticia de que se iba a retirar, pregunté: “¿todavía más?” No he podido evitar repetir la misma pregunta cuando me comunicaron que Gran Bretaña había decidido salirse de la Unión Europea: ¿todavía más? La mayor concesión que han hecho los británicos a Europa fue adoptar el sistema decimal en lo referente a las monedas. Todo lo demás tuvo que contar siempre con la excepción británica, tan apegados a sus fueros y sus costumbres. Cada vez que Europa ha intentado avanzar, aunque sea mínimamente, por el camino de una mayor integración, ha tenido que vérselas con la obstinada oposición británica, cada vez que se ha intentado abandonar el camino marcado por Washington, los británicos han estado ahí para torpedear tales intentos, cada vez que se ha dado un paso ridículo por hacer de Europa algo más que un simple mercado, Gran Bretaña ha mostrado sus garras para defender su insularidad. La única razón por la que ha permanecido hasta ahora en la Unión Europea ha sido porque en ella estaba Francia, su eterno rival y enemigo, con la que le unen odios ancestrales. 
   La Unión Europea constituye el objeto del 44% de las exportaciones del Reino Unido; uno de cada cinco empresarios británicos está dispuesto a deslocalizar su negocio con algo tan simple como saltar el Mar de Irlanda e irse a Dublín; alrededor de 1,2 millones de británicos residen en la Unión Europea, entre ellos más de sesenta mil jubilados en España, y unos tres millones de europeos residen en las Islas, entre ellos el 14% del total de su personal sanitario (unas 130.000 plazas que tendrán que cubrir de alguna otra manera); el viejo truco de operarse en España durante las vacaciones porque en Gran Bretaña el seguro no cubre ese tipo de intervenciones se acaba; problemas zanjados, como la independencia de Escocia, el conflicto de Irlanda del Norte o el estatus de Gibraltar, se reabren ahora con fuerza; el cisma se convierte en el horizonte de los dos partidos mayoritarios, mientras los extremistas del UKIP avanzan; los incidentes racistas de multiplican con objetivos que no se restringen a los ciudadanos europeos, africanos, asiáticos, miembros de la Commonwealth en general se ven ahora afectados, mientras los tabloides sensacionalistas, que tanta culpa tienen de todo esto, callan; han sido los mayores quienes han decidido el destino de sus jóvenes los cuales, por otra parte, no fueron a votar... ¿Estos son los logros que querían conseguir saliéndose de la UE? ¿Esta es la democracia que los británicos quieren defender frente a la burocracia de Europa? ¿la democracia en la que se vota con el corazón y no con la cabeza? ¿la democracia en la que sólo se defiende una de las posturas ante un referéndum porque quien defiende la otra lo hace con la boca pequeña y mirando hacia otro lado para que nadie lo identifique? ¿La democracia de Eton?
   David Cameron, al que no pocos historiadores apodarán “el tonto”, ha dicho algo enormemente sensato: la culpa del Brexit la tiene Europa. Es verdad, la culpa es de Europa, no hemos debido dejar que se fueran, deberíamos haberlos echado en el momento mismo en que Margaret Tatcher paseó su bolso euroescéptico por Bruselas. A ella y no a los húngaros o a los polacos, habría que haberle dicho que ya no hay lugar para fascistas en Europa y que jugase con las reglas de todos o se fuese. No se hizo y hemos llegado a esto. Ahora los británicos quieren irse pero sin marcharse, abandonar la UE pero sin dejar de estar en ella, acceder al inmenso mercado continental pero levantando murallas en sus fronteras. Sí, puede que, después de todo, estemos ante un momento histórico, pero no porque los británicos se hayan ido, sino porque, por fin, el resto de europeos podremos avanzar en la construcción de este proyecto único en la historia llamado Europa. Mucho me temo, sin embargo, que no nos lo van a permitir. Lo que ha ocurrido en Gran Bretaña va a crear toda una escuela de epígonos, de esos que aman las alambradas, las cámaras de vigilancia y las torretas con ametralladoras. Probablemente han descubierto el más terrible secreto guardado en el corazón mismo de nuestras democracias. Y es que, la razón por la cual se permitió que el poder residiera en el pueblo, no radica en la bondad de nuestros gobernantes, ni en el progreso de la razón ilustrada, ni en todas esas excusas que rezuman nuestros libros de historia. Se permitió que el poder residiera en el pueblo porque se descubrió lo extremadamente fácil que es hacer que el pueblo quiera lo que sólo le interesa a unos cuantos, en particular, a unos cuantos políticos que prefieren ser gobernantes en un país arruinado antes que ciudadanos corrientes en un país próspero.

domingo, 26 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (y 4. Conclusiones)

  Probablemente se me estará agradecido si resumo de modo conciso lo que hemos ido detallando en las anteriores entradas de este blog. Recapitulemos pues:
   1. ¿Puede reducirse lo que habitualmente llamamos “mente” a los procesos que ocurren en nuestro cerebro? La respuesta a esta pregunta resulta extremadamente simple: no. Y no porque la filosofía del siglo XX se encerró jugando con un solo juguete, el cerebro, como no lo había hecho la filosofía anterior nunca, ignorando lo más obvio y elemental, a saber, que nuestro cerebro forma parte de un organismo más amplio del cual resulta ridículo aislarlo por mucho que exista una barrera hematoencefálica. Todavía peor, se ha tratado a las neuronas como si tuvieran la exclusividad en lo que se refiere al procesamiento de la información exterior al organismo, exclusividad que de ninguna de las maneras les corresponde. Nuestra actividad psíquica, al menos en lo referido a cuestiones como la adquisición de nuevos conocimientos o el sueño, no viene determinada únicamente por lo que ocurre o deja de ocurrir en las redes neuronales. O si lo prefieren se lo digo de otra manera, parte de los procesos de los que emerge la conciencia vienen producidos por cosas que se hallan fuera de nuestro cerebro. Por tanto, el dilema mente/cerebro desenfoca la cuestión hasta tal punto que mucho más acertado parece el intento de la filosofía anterior a tantos conocimientos neurofisiológicos que hablaba de un alma que tiene que interactuar con un cuerpo, entendido éste como totalidad.
   2. ¿Es sostenible el dualismo alma/cuerpo? De nuevo la respuesta resulta simple: no. Lo que hemos expuesto hasta aquí muestra que la integración entre lo que tradicionalmente se ha llamado “alma” y lo que se ha llamado “cuerpo” alcanza tal nivel que cualquiera de las descripciones que se han realizado hasta ahora desde el dualismo, incluyendo la cárcel del alma platónica, la dualidad de sustancias cartesiana o el paralelismo espinocista, trazan líneas divisorias mucho más drásticas de lo que realmente parece haber.
   3. ¿Puede reducirse lo que llamamos “mente” o “alma” a algún género de proceso biológico? Aquí resulta imprescindible hacer ciertas matizaciones:
   - El primer matiz consiste en que si por “reducir” se entiende convertir algo complejo en el resultado de procesos mucho más simples, volvemos a encontrarnos otra vez con la misma respuesta: no. Todas las redes neuronales construidas para simular procesos cognitivos han demostrado lo mismo, a saber, que los más elementales de tales procesos exigen modelos de una complejidad extrema. Nos quedan, por tanto, dos posibilidades. La primera consiste en mantener el sentido de “reducir” tradicional, como paso de lo complejo a lo simple y mecánico (en lo sucesivo reducir1). En tal caso, todo parece indicar que la reducción1 ha de hacerse no de los procesos mentales a los biológicos sino, precisamente a la inversa, quiero decir, reducir1 los procesos biológicos a procesos mentales, pues éstos parecen mucho más simples y mecánicos que la topología de las redes neuronales. La otra posibilidad consiste en cambiar el sentido de “reducir” que ahora pasará a significar, traducir o, por emplear un sinónimo, replicar algo de extremada complejidad en un sistema igualmente complejo, pongamos por caso, el sistema neuroendocrinoinmunulógico (en lo sucesivo reducir2). De aquí se pasa inmediatamente al siguiente matiz.
   - Si por “proceso biológico” se entiende una molécula, una célula o un conjunto de moléculas o de células a los cuales puedan reducirse1 los procesos mentales, volveremos, de nuevo a responder: no, no se puede producir tal reducción1. Precisamente la integración de los procesos mentales y biológicos que nos hacían rechazar el dualismo, aplicada estrictamente a los procesos biológicos, lleva a rechazar cualquier intento de reducción1 naturalista en este sentido. Ya lo hemos dicho, pensamos porque nuestro cerebro se halla en continua transformación, en un proceso continuo de recreación de sí mismo, tal proceso no puede llevarse a cabo sin citoquinas, las citoquinas son elaboradas por los linfocitos de nuestro sistema inmunitario y nuestro sistema inmunitario viene modulado por su interacción con la flora bacteriana que portamos, ¿de verdad se quiere utilizar una máquina de cortar carne para poner una frontera y decir “hasta aquí llega el mecanismo productor de conciencia, lo demás, no”?
   - Ahora bien, si por “proceso biológico” se quieren entender ciertos rasgos topológicos del sistema neuroendocrinoinmunitario, una cierta trayectoria en el espacio analítico conformado por todos los estados posibles de las neuronas de nuestro cerebro, de los linfocitos de nuestro sistema inmunitario y de las glándulas hormonales (por cierto, esto implica más dimensiones que átomos hay en el universo), o, si le resulta más placentero utilizar metáforas, un cierto ritmo, el resonar de ciertas redes (por no decir cuerdas), entonces, , la conciencia, los fenómenos mentales, el alma, puede reducirse2 a esto. Debo hacer constar, sin embargo, que por aquí nos hallamos mucho más cerca de los “átomos metafísicos” de que hablase Leibniz que de cualquier concepto de “materia” utilizado por los siglos XIX y/o XX porque desde que Einstein, Podolsky y Rosen pusieron de manifiesto que la mecánica cuántica implicaba un entrelazamiento entre las partículas que permanecería más allá de su alejamiento en el espacio, la física ha ido asumiendo que la única explicación de los fenómenos pasa por atenerse a lo que ocurre en los espacios analíticos y no en este espacio que recorremos habitualmente cada día. Si aplicamos semejante modo de proceder a la biología y, más en concreto, al problema de la naturaleza de los seres humanos, nos veremos conducidos a la idea de que la única explicación de nuestra experiencia subjetiva se halla, no en los enlaces entre moléculas orgánicas, sino en los enlaces que se producen en ese espacio analítico en el que aparecen los fenómenos de conciencia y al que o bien calificamos de “real” o bien habremos concluir con Leibniz que lo “real” sigue a lo “ideal”.

domingo, 19 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (3. ¿Sabe su intestino que Ud. existe?)

   ¿Sabe Ud. que Ud. existe? ¿pero lo sabe Ud. o lo sabe su cerebro? ¿o sus neurotransmisores? ¿o sus linfocitos? Y su intestino, ¿sabe su intestino que Ud. existe? Qué preguntas más tontas hago, ¿verdad? ¿Cómo va a saber ese tubo lleno de porquería de su existencia? ¿Cómo puede haber una relación entre la mierda y las facultades intelectuales superiores, el conocimiento, la razón, la conciencia...?
   La filosofía del siglo XX pareció haberse peleado con el mundo. Se mire donde se mire, el mundo resulta descrito como lo ajeno y enfrentado. Realmente no cabe otra manera de entenderlo si se lo hace consistir en una sucesión de imágenes sin número que nos asaltan, nos invaden y nos atropellan. Desde una pantalla, el mundo se muestra como algo peligroso y cruel que espera simplemente que le volvamos la espalda para apuñalarnos. La pre-vención, la pre-ocupación, la necesidad de encerrarse en un horizonte abarcable, constituyen requisitos imprescindibles para habérnosla con un mundo definido por su fractura en una infinidad de mundos inconmensurables, con los que no hay diálogo posible sino, todo lo más, combate. Nada más natural que refugiarse tras alguna empresa de seguridad que proteja nuestros dominios, nada más natural que considerar la principal función de los Estados asumir semejante tarea aunque haya que pagarles con el oro de nuestra libertad. Aún peor, en un mundo unánimemente descrito en tonos tan amenazadores, nuestra identidad se vuelve problemática, pues en el torrente incesante de imágenes que nos avasallan, perdemos la noción de nosotros mismos y se nos escapa con cuál de ellas hemos de identificarnos. Sin embargo, todos estos planteamientos contienen un error en el mismo punto de partida.
   El mundo no nos rodea, no se nos opone ni se nos enfrenta, no se halla delimitado a nuestro alrededor por una frontera, un muro o muralla, no hay línea, horizóntica o no, que lo separe de nosotros. El mundo colabora con nosotros, nos ayuda, nos mantiene vivos, vela por nuestra integridad o, mucho mejor aún, la conforma, nos identifica. Heidegger lo supo ver muy bien, ser significa ser-con, ser-con-nuestra-flora-bacteriana. La simbiosis constituye una característica tan definitoria de los seres humanos como la racionalidad. Nuestra vida resulta imposible sin ella. Hasta un kilogramo de su peso corresponde a su microbiota, más de 2.000 tipos de bacterias que pueblan nuestros intestino, nuestra garganta, nuestra vagina y nuestra piel. Nos protegen de agentes patógenos que podrían invadirnos si ellos no se hallasen ahí, nos dan vitaminas que necesitamos, ayudan a la reabsorción de buena cantidad de agua que se perdería sin ellos y nos proporcionan ciertos ácidos grasos de cadena corta de suprema importancia por motivos que veremos muy pronto.
   La proporción exacta de esa microbiota conforma un rasgo identificativo de cada uno de nosotros como las huellas dactilares y, algo que resulta sintomático, esta huella microbiótica presenta mayores diferencias entre individuos de pueblos pertenecientes a culturas no occidentales que entre occidentales. El capitalismo nos recorta a todos como copias unos de otros también en nuestra flora bacteriana. ¿Se da cuenta? podemos identificarnos por lo que hay en nosotros de ajeno, de extraño, por la cantidad de cosas que no reconocemos como propias y que, sin embargo, nos constituyen. De hecho, el sistema inmunitario ignora lo propio, lo que pertenece al organismo. Aquellos linfocitos capaces de reconocer proteínas del propio organismo, mueren en el timo antes de madurar. Los que se liberan al torrente sanguíneo, se caracterizan por ignorar lo propio y reconocer únicamente lo ajeno, lo extraño. Así preserva nuestra integridad. Se lo digo de otra manera: sólo ignorando aquello que nos pertenece, aquello a lo que llamamos "de nuestra propiedad", podremos mantener nuestra identidad. 
   La alteración de la flora intestinal provoca diarreas y, si persiste, una proliferación de organismos patógenos que conduce a la formación de úlceras y una sucesión de procesos cada vez más graves que pueden resultar letales. El  E. Coli, con diferencia la bacteria más abundante en nuestra microbiota, tiene una cara oscura, pues si penetra en el torrente sanguíneo o adquiere ciertos genes que no están presentes en la mayor parte de la población, puede matar a un ser humano. Entonces el sistema inmunitario sí reacciona contra ella y ferozmente. Mientras las bacterias se mantienen en la luz del intestino, al otro lado de la mucosa o de la piel, sin embargo, las deja vivir tranquilamente. Obviamente hemos llegado a este estado de no beligerancia gracias a un largo proceso evolutivo convergente que nos ha hecho a nosotros más tolerantes hacia estos microorganismos y a ellos menos letales para nosotros. Si nos hallásemos al final de la historia, tendríamos un ejemplo más de cómo la identidad depende de la id-entidad, quiero decir, de la preservación de la entidad de lo otro, del mantenimiento de una relación simbiótica, constitutiva (no de negación, ni de rechazo, ni de exclusión) con lo otro. Pero, en realidad, apenas si hemos comenzado a contar la historia.
   Mencionamos más arriba los ácidos grasos de cadena corta. Datos aportados por diferentes equipos muestran que éstos, aparecidos como resultado de la fermentación que lleva a cabo la microbiota, ejercen un papel modulador sobre las citoquinas. Dicho de otro modo, la microbiota regula el sistema inmunitario. Ratones criados experimentalmente en un entorno que impedía la proliferación de bacterias en sus intestinos desarrollaban atrofia en el timo y un sistema inmunitario deficiente. No resulta extraño, por tanto, que personas con una dieta rica en almidón resistente y fibra prebiótica (que favorecen la actividad de la flora intestinal), reporten abundancia de sueños lúcidos y/o placenteros. Como tampoco resulta extraño que en los pacientes de colon irritable, su intestino perciba el estrés antes que su cerebro. Recapitulemos entonces, nuestro intestino constituye una pieza clave en la creación y mantenimiento de un sistema inmunitario poderoso y el sistema inmunitario garantiza nuestra identidad, además de colaborar en los procesos cognitivos. Así que la pregunta con la que comenzamos podría llegar a tener, efectivamente, cierto sentido. Tal vez nuestro intestino no sepa de nuestra existencia, pero contribuye de modo fundamental en el mantenimiento de nuestra identidad. Ahora bien, la tradición filosófica del siglo XX asignaba a la conciencia, entre otras cosas, el mantenimiento de la identidad personal, aún más, con ningún órgano concuerda mejor la típica metáfora de la conciencia utilizada por los filósofos del siglo pasado, quiero decir, la imagen de una cámara oscura en la que se produce un flujo incesante de imágenes (o de residuos) que con el intestino. ¿Habremos hallado, pues, el asiento biológico de la conciencia?.

domingo, 12 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (2. "A veces veo [antígenos] muertos")

   Los neuroinmunólogos suelen denominar con cierta guasa al sistema inmunitario “el sexto sentido” ya que, efectivamente, funciona como un órgano sensorial que recoge información acerca de lo que no vemos, oímos, tocamos, paladeamos ni olfateamos. Procesa esa información y envía sus resultados, o las órdenes que tal procesamiento le lleva a tomar, al cerebro. Sin embargo, si uno sigue con cierto detenimiento las explicaciones científicas, podrá apreciar cómo en ellas, cosa bastante habitual, el énfasis se sitúa en su capacidad para percibir lo que no se ve. Por tanto, más que con un sexto sentido, resulta apropiado compararlo con el “tercer ojo”, ese ojo espiritual que el hinduismo situaba en el entrecejo y al que las versiones más new age no dudan en hundir hasta convertirlo en la epífisis, una vez más, la glándula pineal.
   El funcionamiento del sistema inmuntario implica la posesión de una sabiduría milenaria, de una especie de "verdad perenne" acumulada en nosotros por el proceso evolutivo, que incluye el reconocimiento de nuestra identidad, la capacidad para separar lo propio de lo ajeno, precisamente lo que solemos identificar como característico y definitorio de la conciencia y que aquí podemos ver aflorar (en directa relación pero) de modo independiente respecto de lo que se considera “actividad cerebral”. Del sistema inmunitario, como del tercer ojo, se afirma que tiene la llave del mundo interior y, aún más, de cómo lo percibimos, porque actúa como un distribuidor de las potencialidades del organismo. De hecho, si queremos ser materialistas y reducir toda la complejidad del sistema neuroendocrinoinmunológico a la pueril determinación de un La Mettrie, llegaremos a la inevitable conclusión de que a nuestro tercer ojo (tanto tiempo considerado la quintaesencia de lo espiritual) le corresponde determinar cómo percibimos, por ejemplo, si los estímulos externos nos van a resultar apetecibles o no, pues como ya dijimos, la “conducta de enfermedad” implica pérdida del apetito nutritivo y/o sexual.
   Insistiendo, como hizo la filosofía del siglo XX, en buscar las bases cerebrales de la mente y, en consecuencia, en identificar la conciencia con algún estado, proceso o área de nuestro cerebro, lograremos extraer de los resultados de la neuroinmunología cosas verdaderamente chocantes, porque el sistema inmunitario, como el esotérico tercer ojo, ve sin que lo vean, percibe lo que queda más allá de los sentidos, conduce a reinos interiores y, hemos de concluir inevitablemente, a nuevos estados de conciencia. De hecho, si tenemos en cuenta que hablamos de una conciencia no localizable ni identificable con el cerebro, a una conciencia difundida por todo nuestro organismo o bien, a una conciencia difusa, nos hallaríamos, en términos del siglo pasado, ante la famosa conciencia expandida o bien, ante "estados alterados de conciencia". Aún más, esta conciencia alterada, este estado expandido, lejos resultar el producto místico de experiencias suprasensoriales, constituye la base misma de la actitud natural. Cada día, en cada momento, nos hallamos en tal estado. Por contra, la conciencia producto, exclusivamente, de un mecanismo neuronal, la conciencia suspendida de cualquier contacto con la realidad por una decisión metodológica, aparece ahora como lo raro, lo alterado, lo carente de base empírica alguna que lleve a suponer su existencia.
   El conocimiento de que hace gala el sistema inmunitario parte de la pura empirie, nada hay en el sistema inmunitario que no provenga de la experiencia... salvo el sistema inmunitario mismo. Por una parte, produce inmunoglobinas de varios tipos con una región, la denominada Fab, extremadamente variable de unas a otras incluso dentro del mismo tipo o, dicho de un modo resumido, el sistema inmunitario produce millones de anticuerpos diferentes por un proceso de generación al azar que circularán por el organismo hasta que encuentren (o no), algo ajeno que puedan reconocer. Por otra parte, la experiencia o, si se quiere, la tactación directa de las toxinas y superficies proteínicas de virus y bacterias, dirige toda su reacción. Ahora bien, esa experiencia no se almacenará en cuanto tal, se almacena la modificación que causó en el sistema inmunitario, el modo en que lo alteró. Dicho de otro modo, reconocemos las cosas porque tenemos categorías previas a la experiencia, pero estas categorías no viven en el reino de las ideas de Platón, ni las ha engendrado el uso puro de la razón, ni constituyen ideas innatas puestas en nosotros por Dios, se hallan presentes desde poco después de nuestro nacimiento y deben su existencia al azar. Que acaben coincidiendo con algo que encontremos o no resulta una mera cuestión de combinatoria y probabilidad. Aún más, si hemos de seguir empleando los viejos pelucones que el siglo XX utilizó como conceptos, habremos de decir que el sistema inmunitario proporciona conocimientos y experiencias que vienen de fuera de la mente, de hecho, nos saca de ella. De modo que: sí, puedo percibir el mundo desde fuera de mi cerebro; sí, puedo tener un contacto con el mundo previo e independiente al lenguaje; sí, puedo crear una imagen especular de la realidad no condicionada lingüísticamente; y sí, hay una fuente de conocimiento estructuralmente idéntica en todos los seres humanos salvo pequeñas regiones que nos hacen a cada uno de nosotros diferente de los demás pero que en todos funciona exactamente igual. Todavía mejor, realizamos cotidianamente todas estas cosas que la filosofía del siglo XX se emperró en calificar de imposibles. En este sentido, el sistema inmunitario nos enseña que la resolución de los problemas no viene por el análisis lingüístico, ni por ningún género de refutación y mucho menos, por quedarnos escuchando la voz de algún papanatas que se nos presente como el ser. El camino que conduce a la resolución de los problemas pasa por trascenderlos, quiero decir, cambiar el marco en el cual se desenvuelven, por ejemplo, cambiando la fórmula leucocitaria, cambiando el ritmo normal del cuerpo, cambiando su temperatura, cambiando el nivel de inflamación del tejido... “De otro modo” y nunca “más” se llama el camino que conduce a solucionar los problemas. O, si lo prefiere, lo puedo explicar un modo diferente: el sistema inmunitario resuelve los problemas transformándose en otra cosa.

domingo, 5 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (1. Hay chica nueva en la oficina)

   Hay chica nueva en mi oficina y me tiene embelesado o, por decirlo de otro modo, tengo un juguete nuevo. Se llama neuroinmunología, aunque en realidad esto es una abreviatura, su nombre completo es neuroendocrinoinmunología. Si dijera que trata de las interacciones entre el sistema inmunitario y el sistema nervioso, con frecuencia, gracias a la intermediación del sistema endocrino, no estaría aclarando mucho las cosas. Propiamente, la neuroendocrinoinmunología considera que sistema inmunitario, sistema endocrino y sistema nervioso conforman uno y el mismo sistema, dividido a efectos de facilitar su estudio, pero a los que no separa ninguna barrera real.
   Vamos a comenzar por una experiencia corriente. Ud. come un alimento en mal estado y al cabo de unas horas lo vomita. “Me ha sentado mal”, es la explicación habitual. Parece simple y no lo es. El reflejo del vómito está controlado por el sistema nervioso central, más en concreto por el bulbo raquídeo. Por tanto, para que se proceda al vaciado del estómago es preciso que llegue a esta zona la información pertinente. Ahora bien, ¿quién envía dicha información? El primer sospechoso es el estómago, pero hay motivos suficientes para descartarlo. El estómago es poco más que un saco en el que vierten sus contenidos diversos órganos, apenas un ensanchamiento del tubo que nos constituye. Nada hay en él capaz del procesamiento de información que se requiere para enviarle señales a nuestro sistema nervioso central. Candidato mucho más apropiado es el sistema inmunitario que, desde luego, sí tiene una poderosa capacidad de análisis de información sobre todo lo que se le presenta, sabiendo distinguir lo propio de lo ajeno y lo tóxico de lo inocuo. Es por tanto el sistema inmunitario el que, al descubrir una fuerte concentración de toxinas en el alimento en cuestión, da la orden al sistema nervioso central para que proceda a su inmediata evacuación. Quiero resaltar lo que he dicho, poseemos un poderosísimo sistema de procesamiento de información y toma de decisiones, distinto de nuestro cerebro, capaz, en determinadas circunstancias, de dar órdenes que éste, nuestro cerebro, se limita a ejecutar.
   Hasta aquí no hemos mencionado nada verdaderamente relevante, nos hemos limitado a poner el acento en algo en lo que no se suele colocar, que somos un organismo (en realidad somos muchos organismos) y, como tal, es lógico que entre las partes que nos componen se produzcan interacciones. Vamos a poner, pues, otro ejemplo procedente de la experiencia cotidiana, esa somnolencia, ese sopor, que suele causar en nosotros la enfermedad. Todos lo sabemos, en cuanto pillamos un catarro o una gripe, por hablar de enfermedades frecuentes, por una parte, se nos cierran los ojos a la menor ocasión, pero, por otra, dormimos mal, dando vueltas, con pesadillas más que sueños. Nuevamente, es normal, pero ¿por qué ocurre esto y no cualquier otra cosa? 
   Las citoquinas son definidas habitualmente como las moléculas encargadas de transmitir información entre las células del sistema inmunitario. Al menos tres de ellas, la IL-1β, la IL-6 y el factor de necrosis tumoral (TNF-α) alteran el sueño, provocando, precisamente, somnolencia y disminución de la fase REM. Así que, cuando el sistema inmunitario reacciona ante la presencia de un agente invasor, comienza a secretar grandes cantidades de tales citoquinas que afectan al cerebro, el cual pierde capacidad para concentrarse y provoca lo que se denomina “comportamiento de enfermedad”. La única forma de que todo ello se produzca es porque las células de nuestro tejido nervioso tienen receptores para las citoquinas. 
   Hasta aquí tampoco hemos ido tan lejos. Que la enfermedad afecte el funcionamiento del cerebro es, en realidad, lo único que recuerda a un argumento de todo lo que se recoge en ese famoso libro que tan pocos han leído llamado El hombre máquina. Pero, claro, es que aquí no termina la historia. Los neuroinmunólogos han demostrado que nuestro cerebro no se limita a recibir citoquinas, las produce, es más, los linfocitos del sistema inmunitario tienen receptores para los neurotransmisores y, por si fuera poco, existen terminaciones nerviosas en diferentes órganos del sistema linfoide en estrecho contacto con células T y macrófagos. Eso explicaría un curioso experimento llevado a cabo por Aden y Cohen en 1975. Básicamente consistía en darle a los sujetos una sustancia azucarada acompañada por un inmunosupresor. Tras unos días, bastaba con administrarles la misma sustancia azucarada para que pudiera detectarse un debilitamiento de su sistema inmunitario aun en ausencia del inmunosupresor. También estaríamos ante una explicación de lo que han descubierto Velázquez, Rojas, Esqueda, Quintanar y Jiménez, a saber, que la deprivación de fase REM del sueño (exclusivamente de la fase REM), debilita significativamente el sistema inmunitario (*) . Lo que ya no explica tanto es que cuando se procede a extraerles linfocitos a los ratones éstos pierdan habilidades cognitivas, habilidades que, por otra parte, recuperan en cuanto se les reinyectan sus linfocitos (**). Probablemente eso está relacionado con la presencia de células T del tipo CD4 y la alta concentración de la citoquina que éstas producen, la IL-4, en las zonas del hipocampo en las que se lleva a cabo la neurogénesis como consecuencia del aprendizaje. Aunque todavía no se sabe qué tienen que ver las citoquinas con la neurogénesis se ha demostrado que puede haber neurogénesis en ausencia de neurotransmisores. 
   Por cierto, ¿han sacado ya la consecuencia lógica de la interrelación del sistema inmunitario y el cerebro vía sistema endocrino? ¿no? Pues es muy fácil, que el órgano privilegiado de intercambio de información entre sistema inmunitario y sistema nervioso central es la glándula pineal en la que Descartes señaló que se producía la interacción del cuerpo con el alma.


   (*) Véase: J. Vázquez Moctezuma, J. A. Rojas Zamorano, E. Esqueda León, A. Quintanar Stephano y A. Jiménez Anguiano, "Selective REM Sleep Deprivation and Its Impact on the Immune Response", en S. R. Pandi-Perumal, D. P. Cardinali, y G. P. Chrousos,-Eds.- Neuroimmunology of Sleep, Springer, N. Y. 2007,  pág. 170.
   (**) Véase, por ejemplo: Kipnis et al. (2004) y Brynskikh et al. (2008)


   P. D. Cuando escribí el texto del que saldría esta entrada, un artículo en papel y otras cosas, ya tuve la impresión de incurrir en una provocación al llamar al estómago "apenas un ensanchamiento del tubo que nos constituye". Desde luego pensaba en él más que como un mero "saco", quizás porque recordaba a Nietzsche y su afirmación de que pensamos en función de lo que comemos. Aunque no lo juzgo importante para el razonamiento subsiguiente, sí quiero anotar que a fecha de hoy, 23 de noviembre de 2016, he tomado conciencia de hasta qué punto lo he denigrado refiriéndome a él de semejante manera. Tenemos los mamíferos una cosa llamada Sistema Nervioso Entérico, que consiste en una envoltura neuronal del sistema digestivo, desde el esófago hasta el colón. Lo forman más de cien millones de neuronas (sí, ha leído bien, neuronas), que controlan todos los aspectos de la digestión, pero que tiene, además, la capacidad de recordar y aprender, hasta el punto de que los neurogastroenterólogos se refieren a él como el "segundo cerebro".

domingo, 29 de mayo de 2016

Venezuela

   Venezuela es uno de esos países que, si no existiese, habría que inventarlo. Puesto que el capitalismo es incapaz de mostrar una cara agradable ni siquiera cuando sonríe, necesita todo tipo de monstruos que se digan alternativas a él, para convencer a los indecisos. Esto lo sabe cualquier régimen comunista: no hay nada como una masacre de la propia población, convenientemente divulgada fuera de las fronteras, para que los adalides de las libertades democráticas te dejen en paz. Fue el caso de Stalin, de Mao, de los jeremes rojos y más recientemente, de Corea del Norte, muestra palpable de que la única alternativa real que permite el capitalismo es la monarquía absoluta. Si en algún momento se intenta crear algo que difiera de ese modelo, rápidamente es abortado, mientras que la formación de una Casa Real recibe pronta bendición, como la que Obama ha ofrecido a los Castro. Pero me estoy alejando del tema.
   El tema es que, definitivamente, la situación en Venezuela ha pasado a formar parte de la campaña electoral española. La prensa de una y otra dirección cacarea con orgullo las desgracias que viven los venezolanos como amenaza de lo que ocurre cuando se acaba votando por partidos políticos ajenos al reparto de cromos tradicional. En Egipto, en Eritrea, ocurren cosas peores desde hace años sin que merezcan un titular ni por equivocación. Pero Venezuela, sí. Puntualmente se nos informa de lo que ocurre allí. O, lo que es lo mismo, puntualmente se nos desinforma. Porque la desgracia real es que en Venezuela no ocurre nada que no haya ocurrido desde la fundación del país. El desabastecimiento y la violencia política no son un invento del chavismo, son tan antiguos como la propia república venezolana, donde encarcelar a los opositores casi es la forma habitual de hacer política. 
   Venezuela es uno de esos países que tiene el petróleo como condena. Desde la fundación del Estado moderno, digamos que a principios del siglo XX, todo el poder político y económico quedó en manos de unas cuantas familias que lo administraban como si fuese una herencia. El resto de venezolanos veían el banquete desde lejos, esperando que los grandes nombres se levantaran de la mesa para poder recoger las migajas. A veces se nombraban testaferros para que desempeñaran los cargos públicos y la cosa no fuese demasiado evidente y a veces había que recurrir a algún general o coronel que restaurara los intereses familiares, pero, al final, todo quedaba en casa. El 31 de octubre de 1958 se firmó el Pacto de Punto Fijo por el que los partidos con mayor representación parlamentaria pasaban a formar parte proporcional del gobierno, quedando excluido el Partido Comunista de Venezuela, en una especie de institucionalización de lo que en Italia se hacía por acuerdos ad hoc después de la constitución de cada parlamento. En la práctica el sistema venezolano consagró un bipartidismo que socialmente permitió el enriquecimiento de unos pocos mientras la mayoría vivía al albur de la situación económica mundial, bien cuando ésta iba bien y mal en cuanto comenzaba a ir regular. Siendo uno de los principales productores de petróleo del mundo, Venezuela llegó a acumular una deuda externa de mareo que hizo al país someterse a los dictados del FMI, cosa que todos sabemos lo que supone para el ciudadano de a pie. Y así llegamos a finales del siglo XX.
   La tragedia de Venezuela no fue la llegada al poder de Hugo Chávez, la tragedia de Venezuela es que la llegada al poder de Hugo Chávez fue vista por amplias capas de la población como una señal de que se hallaba cercana la época en que, por fin, se haría justicia social o, al menos, justicia histórica. Para todos los venezolanos que del petróleo no habían recibido más que la subvención de la gasolina, para todos los que divisaban el juego político desde lejos, para quienes no tenían la misma proporción de sangre española que Bolívar, Hugo Chávez era un giño a su dignidad, era la autoconciencia a caballo o, mejor, sobre un tanque. Su efecto fue inmediato y rápidamente catalizó movimientos análogos en Bolivia y Ecuador, había llegado la hora de que los desposeídos en general y las poblaciones autóctonas en particular, adquiriesen la categoría de ciudadanos. Chávez abrió espacios para la reflexión en las otrora machacadas (muchas veces literalmente) universidades venezolanas, creó programas de  ayuda y desarrollo social e hizo que una parte de los beneficios del petróleo fuera repartido entre las capas más populares del país. Todo ello lo envolvió en una bonita palabrería acerca del Socialismo del Siglo XXI, el bolivarianismo y el patriotismo latinoamericano. Apenas que uno escarbase un poco en todo aquello no encontraba más de lo que ya encumbró a Perón y los suyos. La praxis política de Chávez tampoco fue muy diferente de sus antecesores, reformó el sistema político a su antojo y conveniencia, nacionalizó (otra vez) Petróleos de Venezuela y ejerció la violencia política contra los opositores, todo dentro de la más rancia tradición de la política venezolana. En cuanto al “Socialismo del Siglo XXI”, significó lo que siempre ha significado la palabra “socialismo”: repartir lo que sobre de la tajada que yo me voy a llevar. Y, por encima de todo, su ideal político, como el de cualquier venezolano que se precie, nunca fue la Cuba de la que tantas cosas bonitas decía, sino las monarquías del Golfo, regímenes totalitarios en los que las familias reales otorgan a la población la gracia de vivir de sus dádivas. De la “grandeza” real del personaje da cuenta que hizo lo que ya había hecho el emperador romano Tiberio, nombrar para sucederle a alguien mucho peor que él con el objetivo de que todo el mundo lo echase de menos.
   Nicolás Maduro sólo heredó de Chávez el chándal de colorines chillones. Con una cámara en la que aún conservaba un buen número de asientos, con una oposición unida exclusivamente por su rechazo al chavismo y conservando las estructuras de poder que le dan un régimen presidencialista, hasta Hugo Chávez hubiese sabido maniobrar para fracturar a la oposición y tomarse la revancha en las próximas elecciones. Pero Maduro es incapaz de otra argucia política que no sea la embestida y, al fin, los benjamines de las familias que siempre mandaron en Venezuela como si su cortijo fuese, representan la gran esperanza democrática de una ciudadanía a la que sólo cabe desearle que no le ocurra nada peor de lo que ya les ha pasado, que no ha sido poco.    

domingo, 22 de mayo de 2016

Mapas

   Vivimos una de esas etapas en las que todo parece empantanado, estamos a la espera de que ocurra algo, no se sabe muy bien qué y los periódicos no hacen más que repetir una y mil veces las mismas noticias, apenas sazonadas por nuevos matices. La ultraderecha avanza, el ideal de Europa se derrumba, siguen llegando refugiados y, en España, todo el mundo está en campaña aunque nadie quiera reconocerlo y ni siquiera hacerla. En épocas de este tipo, no hay nada como sacar a pasear viejos fantasmas. Uno de los más jugosos es el de Mercator. El pobre hombre se propuso, nada menos, que diseñar un mapa que permitiera, además de la proeza de proyectar en una superficie lisa una esfera, dibujar las trayectorias de navegación con líneas rectas. El procedimiento fue ingenioso, imaginar la tierra como un globo en el interior de un cilindro para después abrir ese cilindro y mostrar las marcas dejadas por aquélla. La tarea era realmente compleja y al bueno de Mercator le llevó tanto tiempo que la realización de su atlas tuvo que culminarla su hijo. No obstante, nos legó lo que hemos entendido como el mapa del mundo en los últimos cuatrocientos años. Hay que tener muy claras varias cosas respecto de él.
   La primera es que Mercator, como buen europeo, nunca dudó de que Europa debía estar en el centro del mundo. Esta es una constante de todos los pueblos que ha habido en la historia. Más allá de sus respectivas lenguas, de sus culturas y los diferentes adornos con que engalanaban sus cuerpos, todos estaban de acuerdo en que su país ocupaba el centro del mundo. Los mapas griegos ponían a Grecia ahí, los babilónicos a Babilonia y, ¿adivinan quién ocupaba esa posición para los chinos? Como mucho, algunos mapas medievales pusieron a Jerusalén en el centro, lo cual, dado que es la ciudad sagrada de tres religiones, casi se puede considerar una reivindicación del multiculturalismo. Ahora, sin embargo, está muy de moda acusar a Mercator de eurocéntrico, colonialista y no sé cuántas cosas más cuando, al fin y al cabo, Mercator no hizo lo que sí hicieron muchos pueblos con anterioridad a él, dejar fuera de sus mapas a tal o cual vecino con el que no se llevaban demasiado bien. Sí es verdad que su proyección distorsiona los tamaños de los países, pero no lo hizo para perjudicar a nadie, simplemente en el sistema proyectivo empleado cuanto más alejados están los países del ecuador, más grande parecen. Benefició a Europa, es cierto, pero la gran beneficiada realmente fue Groenlandia, por la que dudo mucho que tuviera alguna preferencia política. Recuerdo que de pequeño me fascinaba ese inmenso continente blanco, tan grande como África y que pertenecía a un diminuto país llamado Dinamarca. Siempre me pregunté cómo se las apañaron los daneses para conquistar y explorar, ellos solitos, el África del Norte. Mi padre me explicaba que era sólo el efecto de la proyección y me enseñó otras proyecciones más realistas, pero eso no hacía sino sumirme en una confusión aún mayor, la de cuál era la mejor. 
   Ser adulto consiste, en buena medida, en darse cuenta de que  no hay nada “mejor” en términos absolutos, simplemente hay cosas mejores para ciertos fines. A Mercator, desde luego, le han salido muchos competidores. Hay mapas que corrigen su proyección, los hay que adoptan otras, los hay que colocan el Pacífico en el centro, dejando a Europa y, más concretamente a España, en un rincón del mundo, o la ahijada por la ONU que hace del polo norte el centro, discriminando a los pobres pingüinitos del sur, que ni siquiera parecen tener una tierra en la que asentarse. Las entrañables discusiones que cada una de ellas genera suele ocultar el punto central, a saber, que no hay manera de traducir lo que ocurre sobre un esferoide achatado en dos dimensiones sin distorsionar algo. Dicho de otro modo no debemos confundir los mapas con el territorio, por mucho que lo configuren. Los mapas tienen valor porque permiten traducir, por ejemplo, lo esférico y tridimensional en un plano y esa traducción funciona para los fines propuestos. No se trata de reflejar la realidad, se trata de orientarnos, de posibilitar la identificación de los elementos que van surgiendo al paso. Por tanto, sólo podrá hablarse de su eficacia si nos permiten recorrer una y otra vez el camino que lleva desde ellos al territorio, para así irlos retocando permanentemente. Se trata, en verdad, de una tarea sin fin, pues la tarea de la identificación no acaba jamás. Nos identificamos con los mapas en el doble sentido de que reconocemos en ellos nuestra posición en el mundo y de que lo que llamamos “identidad” proviene de la constancia de ciertas distancias. Por eso, porque constituye un requisito imprescindible de todo mapa el mantenimiento de ciertas distancias constantes, resulta clave caracterizar sus dimensiones. Un mapa no puede hacerse con cualesquiera dimensiones, hay que realizar una selección adecuada sobre la amplia variedad de dimensiones posibles y esa selección se hace en base a lo que sabemos, quiero decir, todo mapa dispone sobre una superficie una serie de conocimientos. Pero hace tiempo que hemos dejado de hablar de Mercator...