Hallándose en el penoso estado policial que describimos en la entrada anterior, España buscó desde muy pronto un acuerdo internacional que la ayudase a luchar contra el terrorismo. No obstante, dada la mala prensa que se había ganado a pulso, ninguna capital europea hizo caso a sus gestiones. El asesinato de la Emperatiz Elizabeth “Sissi” de Austria a manos de un ciudadano italiano al que se adscribió al anarquismo en 1898, llevó a Italia a retomar la idea española y, entonces sí, se celebró la primera cumbre contra el terrorismo en Roma. Según cuenta Bach Jensen en The Battle Against Anarchist Terrorism, (pág. 159) España, el país de las expatriaciones, las torturas y los arrestos masivos, auspició todos los artículos económicos, sociales e, incluso, espirituales que se negociaron en Roma. En ellos, se atribuía el terrorismo a la secularización que sufría el mundo, así como a las injusticias que en él se producían y exhortaba a los firmantes a construir sociedades y regímenes económicos más igualitarios y justos. Estas cláusulas pasaron a formar parte del inconsciente colectivo y prácticamente nadie duda, por lo menos en nuestro país, que las injusticias generan el terrorismo, pese al hecho, como ya dijimos, de que la mayor parte de los expatriados por España no pertenecían a las clases sociales que más podían haberlo sentido, pues a los miembros de éstas se los cazaba como perros sin que la opinión pública internacional tuviera noticia, ni interés en tenerla. De hecho, una porción muy importante de los jóvenes que se marcharon a luchar con el Estado Islámico tampoco entraban en esta categoría. Igualmente, esta teoría deja sin explicar por qué el colectivo gitano, uno de los más habitualmente sometidos a todo tipo de injusticias a lo largo y ancho de Europa, no desarrolló un potente movimiento terrorista.
En la época, la inclusión de semejantes propuestas en un acuerdo internacional, mostraba dos cosas. La primera, la falta de estudios académicos sobre el terrorismo. Los mandos policiales suelen impacientarse con los estudiosos de la materia porque no proporcionan la información operativa que necesitan. Tienen razón a este respecto, pero no corresponde a ellos proporcionar dicho material. Su función radica, más bien, en evitar que se necesite tales operaciones y, en caso extremo, proporcionar el marco teórico para que la información acabe teniendo un carácter operativo. De lo contrario, si se toman decisiones políticas basándose únicamente en la información policial ocurre lo que pasaba en la Europa de principios de siglo: que existía una auténtica psicosis anarquista en las sedes del poder ejecutivo de países como Alemania, Austria o España; que se tomaban decisiones políticas prácticamente a ciegas sobre sus repercusiones sociales o internacionales; y que, con mejor o peor intención, acababan adoptándose legislaciones que poco o nada contribuían a evitar futuras acciones terroristas por mucho que aplacasen conciencias.
La segunda conclusión, restringida a España, muestra cómo, en este país, existían, incluso dentro de los mismos aparatos del Estado, dos visiones radicalmente enfrentadas sobre el modo en que debíamos caminar por el siglo XX. Una consideraba que la solución de todos los males pasaba por más Dios, más patria (grande o chica) y más imperio. La otra pensaba que o se solucionaban las aterradores desigualdades que podían verse en la calle cada día o no iríamos a ninguna parte que mereciera la pena. Y, lo que resulta más importante, la división entre una y otra perspectiva recorría transversalmente la mayor parte de los bandos y partidos de nuestro país, de modo que nunca los separó una trinchera sino, todo lo más, la pared de un despacho, hasta que el franquismo acabó imponiendo la primera visión mucho después del año 39. De hecho, la misma delegación que abogó por una mayor justicia social para acabar con el terrorismo propuso que se expulsara a los anarquistas a alguna isla remota, propuesta que el resto de países rechazó con ademán escandalizado. Sin embargo, tras el asesinato del presidente McKinley, la misma propuesta volvió a debatirse en los círculos políticos de los muy democráticos EEUU sin que nadie se escandalizase ya. Este magnicidio constituye, además, un buen ejemplo de lo que venimos diciendo pues, tras él, el gobierno norteamericano pasó una sucesión de leyes que endurecían la inmigración, pese a que el “anarquista” que lo ejecutó había nacido en EEUU. Se trata del género de barbaridades que solían cometerse en las precarias democracias de principio de siglo XX y en las que, afortunadamente, nuestras mucho más maduras sociedades actuales no incurren ya, pues nadie pide un endurecimiento de las leyes migratorias después de cualquier atentado u homicidio llamativo, ¿verdad?