En el siglo V a. de C. Atenas era una floreciente democracia, los hombres (no las mujeres) libres (no esclavos), descendientes de las familias fundadoras de la ciudad (no los "extranjeros"), tenían derecho a dar su opinión sobre los asuntos públicos. Rápidamente las clases adineradas se dieron cuenta de que si querían ostentar un poder equiparable a su bolsa, resultaba necesario convencer a sus conciudadanos de cosas que, obviamente, no coincidían con el interés de la mayoría. Durante una o dos generaciones, se dedicaron a esta labor con más o menos éxito, pero esta refriega sirvió para convencerles de que habrían de dejar a sus hijos mucho mejor preparados para semejantes lides. Así comenzaron a llegar a Atenas una serie de hombres de enorme cultura con la finalidad de enseñar a los hijos de las familias pudientes el arte de embaucar. A estos presuntos sabios se los conoció como “sofistas” y todos cuantos enseñan su historia hacen lo posible por barrer bajo la alfombra el hecho de que su labor formó parte de una estrategia de quienes tenían el poder económico por quedarse con todo el poder o, por decirlo de otro modo, formaron parte de una estrategia para volver del revés los fundamentos mismos de la democracia ateniense. Al servicio de los ricos, como forjadores de políticos de casta, los sofistas enseñaron que no había verdades absolutas, que las leyes escritas de una manera podían haberse redactado de cualquier otra y que el relativismo cultural era mucho más democrático.
Sabedor de lo que venía ocurriendo, Sócrates se opuso a la sofística realizando un cuidadoso sabotaje de su sistema productivo de élites dirigentes. Como buen saboteador, utilizó las mismas herramientas que utilizaron los sofistas para la manufactura de sus productos: la erudición, el diálogo, la ironía, la paradoja...y la gratuidad. Si los sofistas hubiesen existido en los tiempos de la propiedad intelectual, hubiesen comercializado libros, audios y hasta vídeos a los que Sócrates habría pirateado para que todos pudieran acceder a la sabiduría sin necesidad de pagar. Pero, antes que cualquier otra cosa, Sócrates estableció que existía una cosa llamada “verdad” y que nadie, por muy bien que supiese argumentar, por mucho que hubiese nacido en otra época o cultura, por más rico o pobre que fuese, por muy duchamente que utilizase el tergiversador arte de interpretar, podría ignorarla. Si esta idea de la verdad hubiese sido indiferente a las pretensiones políticas de mangonear sin restricciones, si el sabotaje no constituyese el arma perfecta de lucha contra los poderes establecidos, si la gratuidad del saber hubiese sido la pretensión universal de todos los gobiernos que en el mundo han ejercido el poder, nadie hubiese estado interesado en matar a Sócrates.
La democracia que conoció Platón estaba ya viciada desde la base. Al pueblo se le contaba lo que quería oír, con independencia de que tuviese algún remoto parecido con la verdad o no, el único objetivo de los gobernantes era el enriquecimiento personal o familiar y, lo que sólo podía entenderse como una consecuencia de todo lo anterior, Atenas había sido vencida y humillada por su eterna rival, Esparta, sin que se vislumbraran nuevos tiempos de gloria en el futuro cercano. Platón clamó no contra los que habían hecho de la democracia aquello en lo que se había convertido, que, al fin y al cabo, formaban su entorno familiar inmediato, sino contra la democracia misma, en cuyo funcionamiento no encontró mecanismo capaz de frenar el devenir que había acabado por arruinarla.
Muchos de los que enseñan filosofía sin entenderla se creen de verdad la paparruchada de que Nietzsche fue el anti-Platón y como Platón criticó a los sofistas, los memos de turno consideraron que había llegado la hora de reivindicarlos en nombre de Nietzsche. Así pudimos contemplar la burda comedia de unos supuestos “progresistas”, gloriando las reaccionarias estratagemas de los ricos de siempre contra el poder del pueblo. Ser moderno estaba pasado de moda, había que ser posmoderno. Se sacaron a pasear los huesos de Nietzsche, se lanzaron confetis en los que podía leerse: “no hay más que perspectivas”, “la verdad ha muerto”, “todo es relativo”, “el mundo está lleno de inconmesurabilidades”, “el tema del futuro: los distintos tipos de racionalidad”. El relativismo de los sofistas vendidos al poder, el escepticismo del Pirrón que combatió por el imperio, se convirtieron en la insignia de los nuevos demócratas, de los “progresistas”, de una izquierda que nunca pretendió cambiar nada más que de coche, casa y amante.
Si hubiesen leído de Nietzsche algo más que la contraportada de sus libros, se hubiesen encontrado retratados a sí mismos por Zaratustra allí donde éste habla del “último hombre”, también conocido como el ser más despreciable de la tierra. El último hombre pregunta qué es amor, creación, anhelo, estrella y la única respuesta que puede dar a estas preguntas es un parpadeo. Como buen pulgón, es el que más tiempo vive, el que ha inventado la felicidad a base de un sano escepticismo rebozado en relativismo con unas gotitas de sabia inconmensurabilidad. El último hombre ha abandonado las comarcas donde era duro vivir pues necesita calor, necesita comodidad, necesita mandos a distancia. Un poco de maría de vez en cuando para tener sueños agradables y un buen tiro de coca o de sedantes al final, para tener un morir agradable, he ahí las herramientas de su lucha contra lo dado.
“La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse. La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas”.
Pero Zaratustra tuvo que parar su discurso, pues los posmodernos lo interrumpieron gritando:
«¡Danos ese último hombre, oh Zaratustra, haz de nosotros esos últimos hombres! ¡El superhombre te lo regalamos!”
Y es que Zaratustra, Nietzsche, no amaba a los sofistas, no amaba el poder al que ellos servían, ni hubiese amado a toda esa cohorte de blandengues que ahora enarbolan su bandera. Sin duda, los hubiese considerado a todos ellos tontos útiles, pero no su fin.
Pues bien, ya tenemos al último hombre en la Casa Blanca, tenemos a un Calicles, a un Alcibíades, a un dignísimo representante del relativismo, del escepticismo y de todos cuantos se opusieron históricamente a la idea de que existiese algo así como una verdad, ostentando el poder de la primera potencia mundial. Ahora, por fin, los posmodernos, los hermeneutas, los defensores de las racionalidades múltiples, de las inconmensurabilidades, de la positividad de las leyes, pueden ver en qué culminan todos sus esfuerzos, todas sus campañas, todos los cuidados eslóganes que han estado esparciendo a los cuatro vientos sin encontrar jamás un hecho que pudiera fundamentarlos. ¿A qué esperan para restregarnos por la cara su éxito? ¿A qué esperan para brindar por la eterna vida de su amo? ¿Es que ni siquiera tenían fuerza para querer esto? ¿Es que ni siquiera llegaron a comprender para quién trabajaban? ¿Es que ni siquiera se enteraron de a quién estaban sirviendo? Pues, en tal caso, permitidme que os diga que habéis equivocado vocación, lo vuestro jamás fue la filosofía, el único oficio acorde con vuestros talentos es el de plañideras: llorar por un cadáver que nunca llevó vuestra sangre.