domingo, 26 de febrero de 2017

Plañideras

   En el siglo V a. de C. Atenas era una floreciente democracia, los hombres (no las mujeres) libres (no esclavos), descendientes de las familias fundadoras de la ciudad (no los "extranjeros"), tenían derecho a dar su opinión sobre los asuntos públicos. Rápidamente las clases adineradas se dieron cuenta de que si querían ostentar un poder equiparable a su bolsa, resultaba necesario convencer a sus conciudadanos de cosas que, obviamente, no coincidían con el interés de la mayoría. Durante una o dos generaciones, se dedicaron a esta labor con más o menos éxito, pero esta refriega sirvió para convencerles de que habrían de dejar a sus hijos mucho mejor preparados para semejantes lides. Así comenzaron a llegar a Atenas una serie de hombres de enorme cultura con la finalidad de enseñar a los hijos de las familias pudientes el arte de embaucar. A estos presuntos sabios se los conoció como “sofistas” y todos cuantos enseñan su historia hacen lo posible por barrer bajo la alfombra el hecho de que su labor formó parte de una estrategia de quienes tenían el poder económico por quedarse con todo el poder o, por decirlo de otro modo, formaron parte de una estrategia para volver del revés los fundamentos mismos de la democracia ateniense. Al servicio de los ricos, como forjadores de políticos de casta, los sofistas enseñaron que no había verdades absolutas, que las leyes escritas de una manera podían haberse redactado de cualquier otra y que el relativismo cultural era mucho más democrático.
   Sabedor de lo que venía ocurriendo, Sócrates se opuso a la sofística realizando un cuidadoso sabotaje de su sistema productivo de élites dirigentes. Como buen saboteador, utilizó las mismas herramientas que utilizaron los sofistas para la manufactura de sus productos: la erudición, el diálogo, la ironía, la paradoja...y la gratuidad. Si los sofistas hubiesen existido en los tiempos de la propiedad intelectual, hubiesen comercializado libros, audios y hasta vídeos a los que Sócrates habría pirateado para que todos pudieran acceder a la sabiduría sin necesidad de pagar. Pero, antes que cualquier otra cosa, Sócrates estableció que existía una cosa llamada “verdad” y que nadie, por muy bien que supiese argumentar, por mucho que hubiese nacido en otra época o cultura, por más rico o pobre que fuese, por muy duchamente que utilizase el tergiversador arte de interpretar, podría ignorarla. Si esta idea de la verdad hubiese sido indiferente a las pretensiones políticas de mangonear sin restricciones, si el sabotaje no constituyese el arma perfecta de lucha contra los poderes establecidos, si la gratuidad del saber hubiese sido la pretensión universal de todos los gobiernos que en el mundo han ejercido el poder, nadie hubiese estado interesado en matar a Sócrates.
   La democracia que conoció Platón estaba ya viciada desde la base. Al pueblo se le contaba lo que quería oír, con independencia de que tuviese algún remoto parecido con la verdad o no, el único objetivo de los gobernantes era el enriquecimiento personal o familiar y, lo que sólo podía entenderse como una consecuencia de todo lo anterior, Atenas había sido vencida y humillada por su eterna rival, Esparta, sin que se vislumbraran nuevos tiempos de gloria en el futuro cercano. Platón clamó no contra los que habían hecho de la democracia aquello en lo que se había convertido, que, al fin y al cabo, formaban su entorno familiar inmediato, sino contra la democracia misma, en cuyo funcionamiento no encontró mecanismo capaz de frenar el devenir que había acabado por arruinarla.
   Muchos de los que enseñan filosofía sin entenderla se creen de verdad la paparruchada de que Nietzsche fue el anti-Platón y como Platón criticó a los sofistas, los memos de turno consideraron que había llegado la hora de reivindicarlos en nombre de Nietzsche. Así pudimos contemplar la burda comedia de unos supuestos “progresistas”, gloriando las reaccionarias estratagemas de los ricos de siempre contra el poder del pueblo. Ser moderno estaba pasado de moda, había que ser posmoderno. Se sacaron a pasear los huesos de Nietzsche, se lanzaron confetis en los que podía leerse: “no hay más que perspectivas”, “la verdad ha muerto”, “todo es relativo”, “el mundo está lleno de inconmesurabilidades”, “el tema del futuro: los distintos tipos de racionalidad”. El relativismo de los sofistas vendidos al poder, el escepticismo del Pirrón que combatió por el imperio, se convirtieron en la insignia de los nuevos demócratas, de los “progresistas”, de una izquierda que nunca pretendió cambiar nada más que de coche, casa y amante.
   Si hubiesen leído de Nietzsche algo más que la contraportada de sus libros, se hubiesen encontrado retratados a sí mismos por Zaratustra allí donde éste habla del “último hombre”, también conocido como el ser más despreciable de la tierra. El último hombre pregunta qué es amor, creación, anhelo, estrella y la única respuesta que puede dar a estas preguntas es un parpadeo. Como buen pulgón, es el que más tiempo vive, el que ha inventado la felicidad a base de un sano escepticismo rebozado en relativismo con unas gotitas de sabia inconmensurabilidad. El último hombre ha abandonado las comarcas donde era duro vivir pues necesita calor, necesita comodidad, necesita mandos a distancia. Un poco de maría de vez en cuando para tener sueños agradables y un buen tiro de coca o de sedantes al final, para tener un morir agradable, he ahí las herramientas de su lucha contra lo dado. 
“La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse. La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas”.
   Pero Zaratustra tuvo que parar su discurso, pues los posmodernos lo interrumpieron gritando:
«¡Danos ese último hombre, oh Zaratustra, haz de nosotros esos últimos hombres! ¡El superhombre te lo regalamos!” 
Y es que Zaratustra, Nietzsche, no amaba a los sofistas, no amaba el poder al que ellos servían, ni hubiese amado a toda esa cohorte de blandengues que ahora enarbolan su bandera. Sin duda, los hubiese considerado a todos ellos tontos útiles, pero no su fin.
   Pues bien, ya tenemos al último hombre en la Casa Blanca, tenemos a un Calicles, a un Alcibíades, a un dignísimo representante del relativismo, del escepticismo y de todos cuantos se opusieron históricamente a la idea de que existiese algo así como una verdad, ostentando el poder de la primera potencia mundial. Ahora, por fin, los posmodernos, los hermeneutas, los defensores de las racionalidades múltiples, de las inconmensurabilidades, de la positividad de las leyes, pueden ver en qué culminan todos sus esfuerzos, todas sus campañas, todos los cuidados eslóganes que han estado esparciendo a los cuatro vientos sin encontrar jamás un hecho que pudiera fundamentarlos. ¿A qué esperan para restregarnos por la cara su éxito? ¿A qué esperan para brindar por la eterna vida de su amo? ¿Es que ni siquiera tenían fuerza para querer esto? ¿Es que ni siquiera llegaron a comprender para quién trabajaban? ¿Es que ni siquiera se enteraron de a quién estaban sirviendo? Pues, en tal caso, permitidme que os diga que habéis equivocado vocación, lo vuestro jamás fue la filosofía, el único oficio acorde con vuestros talentos es el de plañideras: llorar por un cadáver que nunca llevó vuestra sangre.

domingo, 19 de febrero de 2017

Del buen vivir (2 de 2)

   Suele considerarse habitualmente que el cristianismo, tradición ajena al pensamiento griego, vino a lapidar lo que éste había aportado al mundo romano. Como resulta habitual, la realidad no es tan simple. Para empezar, buena parte de lo que llamamos Antiguo Testamento, fue redactado en épocas en las que el pensamiento hebreo había entrado en profuso contacto con el mundo griego. Por otra parte, lo que hoy día entendemos como “cristianismo” no procede de las prácticas, creencias y enseñanzas de romanos conversos sino de fuentes tan embebidas en las enseñanzas de la Grecia clásica como San Agustín y Santo Tomás. La esencia griega de Santo Tomás resulta tan palmaria que si en su época hubiesen existido los derechos de autor, habría terminado en la cárcel y no en la santidad. Nada hay en Santo Tomás que no estuviese antes en Aristóteles, así que no nos detendremos en él.
   En un sermón cuyo título parece sacado de los anuncios de contactos (“Sobre la disciplina cristiana”) San Agustín dedica al tema el apartado intitulado “Qué es vivir bien”. “Vivir bien” para San Agustín no es nada diferente de lo que hemos visto en Aristóteles, los estoicos, los escépticos y, sobre todo, los epicúreos, de hecho lo concibe como una consecuencia de vivir virtuosamente. Se separa de los griegos en dos puntos muy significativos. Primero, para San Agustín, el vivir bien no exige comodidades materiales como lo demuestra la cita de dos pésimas inversiones financieras mencionadas en Mateo 13, 44-46. Segundo, los preceptos para vivir bien deben estar comprendidos en un mandato breve y claro porque todos y no algunos, como querían Aristóteles y los helenistas, deben vivir bien. Huelga decir que San Agustín está asumiendo la identidad entre vivir bien y vivir cristianamente, esto es, Dios nos exige vivir bien. El buen cristiano se halla, pues, libre de miedos, temores, angustias y amenazas. Su vida es feliz, alegre, despreocupada. Aún más, la buena vida, lejos de ser momentánea, dura para siempre. El buen vivir para todos y en todo momento parece ser la base del cristianismo de San Agutín. A partir de aquí no encontraremos nada diferente de lo que hemos visto en Epicuro, incluyendo la idea de que sólo quien ha aprendido a vivir bien puede morir bien. ¿En qué consiste este buen vivir que podemos disfrutar todos, que, por tanto, debe poder resumirse en un mandato claro y simple y que complace a Dios? Esencialmente en el amor, en el amor a Dios y el amor al prójimo. El amor, dice San Agustín, es la base de la buena vida, entre otras cosas, porque si este amor es un amor conforme a los preceptos divinos, aleja de nosotros cualquier posible dolor. 
   Lo que realmente supuso una transformación decisiva en el asunto que estamos indagando fue el surgimiento del capitalismo. ¿Cómo se iba a conseguir que la masa de trabajadores que necesita tal sistema productivo, se sometiesen a la esclavitud temporal mientras mantenían como objetivo de sus vidas vivir bien? Aún más, cuando el capitalismo de producción se convirtió en un capitalismo de consumo, ¿cómo se podría conseguir que los sujetos comprasen estando convencidos de que, antes de cualquier compra, ya vivían bien? Se trató, precisamente, de lo contrario. Una sociedad de consumo sólo resulta sostenible si convence a los individuos de que no viven bien y que sólo vivirán bien el día que compren todo lo que se fabrica para ellos, algo, por definición, irrealizable. Se nos ha inculcado, por tanto, que vivir bien, en el sentido griego de la expresión, no está a nuestro alcance, de hecho, ni siquiera constituye un objetivo legítimo. No debemos centrar el objetivo de nuestras vidas en vivir bien, sino en "vivir mejor", astuta expresión que omite sistemáticamente el término con el que se realiza la comparación. Así nos hemos quedado todos, persuadidos de que no vivimos bien y ufanos de "vivir mejor" que... nuestros abuelos, los negritos de África o los pobres de Calcuta. Después uno viaja a Calcuta, a África o, más simple aún, le pregunta a sus abuelos y descubre que la gente es feliz con mucho menos, incluso más que nosotros y se nos queda esa cara de tontos que no entienden nada.
   Ahora podemos comprender el panorama actual. La pregunta por el buen vivir no constituye el eje central de ninguna de las teorías éticas contemporáneas si es que puede decirse de alguna de ellas que toque el tema aunque sea tangencialmente. La inmensa mayoría se centra, por contra, en la búsqueda de los procedimientos adecuados para que alcancemos un consenso en torno a la cantidad de mala vida que ha de tragarse cada uno. Ningún filósofo político actual se atrevería a afirmar que la legitimidad de un Estado radica en garantizar que sus ciudadanos vivan bien. No hay Estado que justifique su existencia en que pueda proporcionarle una buena vida a sus ciudadanos. Ni siquiera hay un proyecto político que  diga centrar sus objetivos en una vida buena. A lo sumo (¡cómo no!), se nos engatusa con la posibilidad de “vivir mejor”. 
   Hasta tal punto nos hallamos en el polo opuesto de la cultura clásica que una parte significativa del progresismo ha elegido como bandera no el “vivir bien”, sino el “morir bien”. El Estado, lejos de garantizar la buena vida de sus ciudadanos, debe garantizar su buena muerte. Ya no se trata de que una muerte buena sea consecuencia de una vida buena, se trata de que si uno muere bien es porque su vida, de un modo u otro, ha sido buena. Invirtiendo los razonamientos epicúreos se nos catequiza con que saber morir libera de los temores que nos embargan durante la vida o, mejor aún, se nos propone que aceptemos la buena muerte ya que nadie es capaz de vivir bien. Morir bien, y no vivir bien, es el máximo logro al que se nos permite aspirar si somos lo suficientemente progresistas como para querer cambiar las cosas. Porque, insisto, vivir bien ya no es un objetivo legítimo de los seres humanos. Muy al contrario, “vivir bien”, se ha convertido en motivo de reproche. Cuando decimos de Fulanito Detal que “vive muy bien”, cuando alguien nos dice “vosotros vivís muy bien”, no se está reconociendo la sabiduría de haber encontrado el camino para alcanzar el máximo objetivo de cualquier ser humano, se nos está echando en cara un egoísmo que no casa con aquel de quien procura las virtudes públicas, que no resulta subsanable por ninguna mano, por muy negra u oscura que sea, se nos está echando en cara, en definitiva, atentar contra el modelo productivo. La buena vida, la vida que persiguieron Aristóteles, los helenistas e incluso autores cristianos como San Agustín, se ha convertido en el reverso oscuro, en lo impensable, en aquello cuya exclusión sistemática constituye el fundamento mismo de la sociedad en la que vivimos.

domingo, 12 de febrero de 2017

Del buen vivir (1 de 2)

   Por mucho que se los señale como padres de nuestra cultura, lo cierto es que los griegos tenían un modo de entender las cosas bastante alejado del nuestro. Uno no puede evitar cierta sonrisa amarga cuando lee que para Platón, para Sócrates, para sus contemporáneos, ética y política eran idénticas. Ser bueno y ser buen ciudadano constituían elementos inseparables. Platón argumentaba impecablemente que quien no sabe gobernarse a sí mismo, difícilmente sabrá gobernar la ciudad. Por tanto, quien aspire a gobernar deberá demostrar previamente la virtud que adorna todos sus actos. Esto, que resulta aplicable al gobernante, vale en realidad para cualquiera. El egoísta, el que busca el beneficio propio del modo más rápido posible, sólo puede hacerle daño a la sociedad, pues si no piensa en sus allegados inmediatos, en aquellos con los que comparte su vida diaria, difícilmente pensará en quienes sólo le rodean accidentalmente y a los que no le une vínculo afectivo alguno. A diferencia de Mandeville, a diferencia de Smith, a diferencia de todos los liberales de diferente cuño que en el mundo han sido, Sócrates, Platón, sólo creían en lo que podían ver, en lo que pudiera observarse y no en “manos ocultas”, cualidades invisibles ni milagrosos equilibrios jamás alcanzados. Únicamente lo demostrable, lo tangible, aquello que cualquiera pudiese observar e, incluso, cuantificar, merecía ser pesado en la balanza de quien pretendiera aspirar al título de benefactor de la comunidad.
   La época de Sócrates y Platón llegó a su fin con la conquista macedonia de toda Grecia. La concepción de que ética y política configuran una unidad comenzó a agrietarse tras la constitución del imperio. El Estado emergió como algo extraño, ajeno, lejano y decididamente supraindividual. Los ciudadanos aceptaron que debían cumplir una función en él y obedecer sus reglas, pero que su hogar, el lugar que habitaban, lo que originalmente designó el término ethos, había pasado a formar parte de su exclusiva competencia. La ética aparece en Aristóteles como una disciplina distinta de la política y cuyo objetivo ahora no consiste en crear buenos ciudadanos, sino en alcanzar la felicidad. A esta felicidad la llama también Aristóteles el “sumo bien” y es identificada con “vivir bien”, pues, dice Aristóteles, obrar virtuosamente y vivir bien son lo mismo. Una ética conformada por principios generales en contra de los intereses y deseos del sujeto le hubiese parecido a Aristóteles un disparate. 
   Pero Aristóteles no deja de ser discípulo de Platón y aunque ética y política se constituyen en él como disciplinas separadas, afirma que el fin del Estado consiste en buscar la felicidad para todos sus miembros o, por decirlo utilizando términos sinónimos, el Estado debe procurar que todos sus ciudadanos vivan bien. Un Estado que pretenda únicamente “vivir”, está viciado desde sus orígenes y sólo en la medida en que pueda proporcionar a sus ciudadanos un buen vivir puede decirse legitimado en su existencia. Este buen vivir tiene un doble componente, por una parte, una vida regida por la facultad más elevada que poseen los seres humanos y que los distingue de las bestias, es decir, la razón. Por otra, para que se pueda obrar racionalmente sus necesidades básicas deben estar cubiertas en lo que se refiere a alimentación, vivienda, ropa y demás. Aristóteles considera imposible que todos pueden alcanzar semejante meta. De hecho, sus planteamientos suponen una base de esclavos más o menos amplia pues casi al inicio de la Política nos aclara que hay dos tipos de esclavitud, la permanente y la temporal, también llamada “trabajo asalariado” (si bien este pasaje es controvertido en lo que se refiere a su traducción exacta). En la cantidad de esclavos que necesite un Estado se juzga, precisamente, su bondad. El mejor Estado, dice Aristóteles, no es el que tiene tal o cual régimen político, es el que tiene una clase media más extensa, es decir, el que engloba a una población capaz alcanzar el buen vivir más amplia. 
   No debe extrañarnos que las éticas que aparecen tras Aristóteles, renuncien a la dimensión política para centrarse en el individuo. Se barre bajo la alfombra el hecho de que pocos podrán aspirar a la felicidad, es decir, al buen vivir, quedando éste restringido a la pequeña comunidad o al individuo singular, caso del escepticismo. El escéptico niega la posibilidad del conocimiento, niega la existencia de la verdad, niega, incluso, la necesidad de aceptar que existan otros, para quedarse en la epojé, en la suspensión de juicio que permite una buena vida, rodeado de las mínimas condiciones materiales exigidas por Aritóteles. Que para disfrutar del tabaco de una pipa haya que dejar sin agua los huertos de medio país y eso origine hambrunas, es algo que al escéptico no le afecta pues él suspende su juicio acerca de la existencia de negritos hambrientos. Por mucho que se haya presentado como principio epistemológico más o menos saludable, el escepticismo ha debido su popularidad a esa capacidad para engendrar la buena vida que disfruta todo aquel que decide ignorar las condiciones materiales de su existencia o las consecuencias últimas de sus decisiones.
   Suele decirse que para los estoicos la virtud consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza, pero se obvia que ellos definían ese vivir de acuerdo con las leyes que rigen el cosmos, una vez más, como el buen vivir. “Vivir noblemente”, “vivir según la naturaleza” y “vivir bien”, eran para los estoicos términos intercambiables. Si predicaban la liberación de las pasiones se debe a que ninguna vida puede ser buena durante mucho tiempo dejándose arrastrar por ellas. Las pasiones se hallan sometidas a una continua fluctuación, a un perpetuo cambio, que nos empujan hacia situaciones contrarias a los designios naturales y que, por tanto, sólo pueden conducir al desastre. Obrar de un modo racional o lo que es lo mismo, obrar de acuerdo con la ley universal, dado que el universo está regido por una ley racional, constituyen la base de la virtud y el secreto para vivir bien.
   Aunque partiendo de principios diferentes, no otra cosa vamos a encontrar en la ética hedonista. Epicuro critica a quienes aconsejan “vivir bien al joven y morir bien al viejo”, por varios motivos. En primer lugar, porque el buen vivir no depende de la edad y en todas las épocas de la vida pueden encontrarse cosas agradables de las que disfrutar. En segundo lugar, porque vivir bien y morir bien son dos aspectos de lo mismo. No porque morir bien implique haber vivido bien o porque vivir bien implique saber morir, sino porque los consejos que nos da Epicuro para vivir bien incluyen eliminar el miedo a la muerte, así que si hemos aprendido a vivir bien, nada habrá en  la muerte que nos pueda parecer “malo”. El mismo principio conduce a Epicuro a rechazar el miedo a los dioses y a prescribirnos la búsqueda del placer, pues todo ello contribuye a la buena vida. Aún más, entendida de esta manera, una buena vida es aquella en la que se ha evitado tanto como ha sido posible el dolor. Buscar el placer y evitar el dolor se convierte, por tanto, en la máxima capital de todo el planteamiento epicúreo.

domingo, 5 de febrero de 2017

Que yo fuera o fuese interlocutado (2 de 2)

   Hubo una vez unos hombres, entre los primeros que llegaron a Europa, que, paseando por una bonita playa, "tuvieron la necesidad" de ponerle un nombre, así que sacaron del limbo de las palabras una cualquiera y llamaron a aquel sitio Cádiz o alguna cosa parecida. Del mismo modo, cierto explorador de territorios más septentrionales, por ejemplo, de la Rioja, decidió ponerle al pico más alto de la Sierra de la Demanda el nombre de su cuñado, Lorenzo o alguna cosa parecida. Desde entonces se usan Cádiz y San Lorenzo para designar esos dos puntos geográficos. Ciertamente, San Lorenzo se usa aquí para esto y en “San Lorenzo fue martirizado el 10 de agosto de 258", se usa para otra cosa. Resulta lógico pues no existe un significado común a juegos del lenguaje distintos. Esto conduce a un pequeño problema porque cuando Felipe II ordenó realizar una encuesta en la que se incluía aclarar a qué se debía el nombre de cada pueblo, un tercio de los encuestados (de hecho, los únicos que parecían saber por qué la localidad donde vivían se llamaba así), hacían alusión a que en el pueblo había  “peras” o “una alameda”. A los habitantes de Siles parece que la pregunta les tocó su vena etimológica y adujeron que el pueblo debía su nombre a que el verbo latino "sileo" significa callar y el pueblo siempre se encuentra callado. Pero mi respuesta favorita, sin duda, corresponde a los cordobeses de El Guijo, quienes afirmaron que el pueblo se llama de esa manera porque se halla rodeado de piedras pequeñas (“guijos”), lo cual no deja de resultar sorprendente porque el terreno sobre el que se asienta el pueblo, en realidad, tiene un origen volcánico y el flujo de agua más cercano, el Arroyo de la Matanza, ni siquiera pasa por la localidad. Todavía mejor, si nos hallásemos ante la respuesta correcta, ¿cuántos pueblos de España deberían llamarse “Guijo”?
   En 1998, Alberto Porlan publicó un libro fascinante, Los nombres de Europa. En sus casi 700 páginas se dedica a recoger una sucesión de topónimos obstinadamente repetidos a lo largo y ancho del viejo continente. Aceptemos que "Lorenzo" puede significar una cosa u otra, dependiendo del juego lingüístico en el que nos encontremos, quiero decir, de su uso,  pero ¿por qué la utilización de S. Lorenzo como topónimo va acompañada en un entorno de seis kilómetros por un topónimo Valvanera? Eso ocurre en La Rioja, en Salamanca, en Girona y, con ciertas variantes, en Orense y Lleida. Claro que también ocurre con St. Lawrence y Welwyn en Inglaterra, con St. Laurentius y Werfenau en Alemania, con S. Lorenzo y Valfenera en Italia, con Saint Laurent sur Sèvre y la Barbiniere, St. Laurent-en-Beaumont y Valbonais y St.-Laurent du Ver y Valbone, todas ellas en Francia. Cierto, en Francia hay muchos topónimos "Saint Laurent", pero ¿cuántas "Cádiz" hay en Europa? También muchas. Tenemos la Cádiz situada frente a Rota, la Kadijk holandesa situada frente a Rotterdam, la Gaditz alemana muy cerca de Rotta, la también alemana Kaditzsch, algo más alejada de Rötha, el villorrio británico de Catcliffe, cercano a Rotherham... 
   Supongamos que el azar y no la necesidad se hallase en el origen de las palabras. De hecho, no vamos a dejar el término “azar” sin definición. “Azar” no implica ausencia de causas, significa que no hay relación entre las características de esa palabra y la necesidad que viene a suplir. Supongamos que en las palabras, como en los genes, se producen “mutaciones”, que en lugar de sustituir una timina por una guanina, se sustituyese una “o” por una “a” y que de “interlocutor” surgiese “interlocutar”, o bien que se produzcan auténticas recombinaciones como en "escanear" o "jonrón". Supongamos que las palabras se hallan en una lucha por la existencia y que únicamente sobreviven las más aptas. Si Darwin definía “más apto” como aquel organismo que dejaba más descendencia nosotros definiremos como “palabra más apta” aquella que forma parte del repertorio de un conjunto más amplio de hablantes de una lengua. Ahora podemos entender la lucha entre las palabras como lucha por posiciones en las mentes de esos hablantes. Por tanto, lo que llamamos “significado” de una palabra no consiste en un objeto real o imaginario, no consiste en el uso que se hace de esa palabra, ante todo designa la posición que ocupa esa palabra en la mente de quienes comparten una lengua. Semejante posición determina el uso que se haga de ella. ¿Acaso no tenemos un modelo más simple y respetuoso con los hechos?
   Si el significado de una palabra se hallase en su posición, podríamos entender lo descubierto por Porlan, a saber, que los nombres forman estructuras posicionales que, como una rejilla, se aplican al territorio para ordenarlo y queda claro que “territorio” no hace referencia únicamente a la orografía. El posicionamiento de marcas que descubrieron Ries y Trout, el propio naming, al cual ya hemos hecho alusión en este blog, se seguirían ahora de un modo natural a partir de esta concepción del lenguaje, pues cualquier nombre se halla en nuestra mente porque ocupa una posición y eso incluye el nombre “Dios”, como muy bien supieron ver Nietzsche y Feuerbach. Aquí radica, pues, el poder de las palabras en su posición, no en su uso.