domingo, 26 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (y 4. Conclusiones)

  Probablemente se me estará agradecido si resumo de modo conciso lo que hemos ido detallando en las anteriores entradas de este blog. Recapitulemos pues:
   1. ¿Puede reducirse lo que habitualmente llamamos “mente” a los procesos que ocurren en nuestro cerebro? La respuesta a esta pregunta resulta extremadamente simple: no. Y no porque la filosofía del siglo XX se encerró jugando con un solo juguete, el cerebro, como no lo había hecho la filosofía anterior nunca, ignorando lo más obvio y elemental, a saber, que nuestro cerebro forma parte de un organismo más amplio del cual resulta ridículo aislarlo por mucho que exista una barrera hematoencefálica. Todavía peor, se ha tratado a las neuronas como si tuvieran la exclusividad en lo que se refiere al procesamiento de la información exterior al organismo, exclusividad que de ninguna de las maneras les corresponde. Nuestra actividad psíquica, al menos en lo referido a cuestiones como la adquisición de nuevos conocimientos o el sueño, no viene determinada únicamente por lo que ocurre o deja de ocurrir en las redes neuronales. O si lo prefieren se lo digo de otra manera, parte de los procesos de los que emerge la conciencia vienen producidos por cosas que se hallan fuera de nuestro cerebro. Por tanto, el dilema mente/cerebro desenfoca la cuestión hasta tal punto que mucho más acertado parece el intento de la filosofía anterior a tantos conocimientos neurofisiológicos que hablaba de un alma que tiene que interactuar con un cuerpo, entendido éste como totalidad.
   2. ¿Es sostenible el dualismo alma/cuerpo? De nuevo la respuesta resulta simple: no. Lo que hemos expuesto hasta aquí muestra que la integración entre lo que tradicionalmente se ha llamado “alma” y lo que se ha llamado “cuerpo” alcanza tal nivel que cualquiera de las descripciones que se han realizado hasta ahora desde el dualismo, incluyendo la cárcel del alma platónica, la dualidad de sustancias cartesiana o el paralelismo espinocista, trazan líneas divisorias mucho más drásticas de lo que realmente parece haber.
   3. ¿Puede reducirse lo que llamamos “mente” o “alma” a algún género de proceso biológico? Aquí resulta imprescindible hacer ciertas matizaciones:
   - El primer matiz consiste en que si por “reducir” se entiende convertir algo complejo en el resultado de procesos mucho más simples, volvemos a encontrarnos otra vez con la misma respuesta: no. Todas las redes neuronales construidas para simular procesos cognitivos han demostrado lo mismo, a saber, que los más elementales de tales procesos exigen modelos de una complejidad extrema. Nos quedan, por tanto, dos posibilidades. La primera consiste en mantener el sentido de “reducir” tradicional, como paso de lo complejo a lo simple y mecánico (en lo sucesivo reducir1). En tal caso, todo parece indicar que la reducción1 ha de hacerse no de los procesos mentales a los biológicos sino, precisamente a la inversa, quiero decir, reducir1 los procesos biológicos a procesos mentales, pues éstos parecen mucho más simples y mecánicos que la topología de las redes neuronales. La otra posibilidad consiste en cambiar el sentido de “reducir” que ahora pasará a significar, traducir o, por emplear un sinónimo, replicar algo de extremada complejidad en un sistema igualmente complejo, pongamos por caso, el sistema neuroendocrinoinmunulógico (en lo sucesivo reducir2). De aquí se pasa inmediatamente al siguiente matiz.
   - Si por “proceso biológico” se entiende una molécula, una célula o un conjunto de moléculas o de células a los cuales puedan reducirse1 los procesos mentales, volveremos, de nuevo a responder: no, no se puede producir tal reducción1. Precisamente la integración de los procesos mentales y biológicos que nos hacían rechazar el dualismo, aplicada estrictamente a los procesos biológicos, lleva a rechazar cualquier intento de reducción1 naturalista en este sentido. Ya lo hemos dicho, pensamos porque nuestro cerebro se halla en continua transformación, en un proceso continuo de recreación de sí mismo, tal proceso no puede llevarse a cabo sin citoquinas, las citoquinas son elaboradas por los linfocitos de nuestro sistema inmunitario y nuestro sistema inmunitario viene modulado por su interacción con la flora bacteriana que portamos, ¿de verdad se quiere utilizar una máquina de cortar carne para poner una frontera y decir “hasta aquí llega el mecanismo productor de conciencia, lo demás, no”?
   - Ahora bien, si por “proceso biológico” se quieren entender ciertos rasgos topológicos del sistema neuroendocrinoinmunitario, una cierta trayectoria en el espacio analítico conformado por todos los estados posibles de las neuronas de nuestro cerebro, de los linfocitos de nuestro sistema inmunitario y de las glándulas hormonales (por cierto, esto implica más dimensiones que átomos hay en el universo), o, si le resulta más placentero utilizar metáforas, un cierto ritmo, el resonar de ciertas redes (por no decir cuerdas), entonces, , la conciencia, los fenómenos mentales, el alma, puede reducirse2 a esto. Debo hacer constar, sin embargo, que por aquí nos hallamos mucho más cerca de los “átomos metafísicos” de que hablase Leibniz que de cualquier concepto de “materia” utilizado por los siglos XIX y/o XX porque desde que Einstein, Podolsky y Rosen pusieron de manifiesto que la mecánica cuántica implicaba un entrelazamiento entre las partículas que permanecería más allá de su alejamiento en el espacio, la física ha ido asumiendo que la única explicación de los fenómenos pasa por atenerse a lo que ocurre en los espacios analíticos y no en este espacio que recorremos habitualmente cada día. Si aplicamos semejante modo de proceder a la biología y, más en concreto, al problema de la naturaleza de los seres humanos, nos veremos conducidos a la idea de que la única explicación de nuestra experiencia subjetiva se halla, no en los enlaces entre moléculas orgánicas, sino en los enlaces que se producen en ese espacio analítico en el que aparecen los fenómenos de conciencia y al que o bien calificamos de “real” o bien habremos concluir con Leibniz que lo “real” sigue a lo “ideal”.

domingo, 19 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (3. ¿Sabe su intestino que Ud. existe?)

   ¿Sabe Ud. que Ud. existe? ¿pero lo sabe Ud. o lo sabe su cerebro? ¿o sus neurotransmisores? ¿o sus linfocitos? Y su intestino, ¿sabe su intestino que Ud. existe? Qué preguntas más tontas hago, ¿verdad? ¿Cómo va a saber ese tubo lleno de porquería de su existencia? ¿Cómo puede haber una relación entre la mierda y las facultades intelectuales superiores, el conocimiento, la razón, la conciencia...?
   La filosofía del siglo XX pareció haberse peleado con el mundo. Se mire donde se mire, el mundo resulta descrito como lo ajeno y enfrentado. Realmente no cabe otra manera de entenderlo si se lo hace consistir en una sucesión de imágenes sin número que nos asaltan, nos invaden y nos atropellan. Desde una pantalla, el mundo se muestra como algo peligroso y cruel que espera simplemente que le volvamos la espalda para apuñalarnos. La pre-vención, la pre-ocupación, la necesidad de encerrarse en un horizonte abarcable, constituyen requisitos imprescindibles para habérnosla con un mundo definido por su fractura en una infinidad de mundos inconmensurables, con los que no hay diálogo posible sino, todo lo más, combate. Nada más natural que refugiarse tras alguna empresa de seguridad que proteja nuestros dominios, nada más natural que considerar la principal función de los Estados asumir semejante tarea aunque haya que pagarles con el oro de nuestra libertad. Aún peor, en un mundo unánimemente descrito en tonos tan amenazadores, nuestra identidad se vuelve problemática, pues en el torrente incesante de imágenes que nos avasallan, perdemos la noción de nosotros mismos y se nos escapa con cuál de ellas hemos de identificarnos. Sin embargo, todos estos planteamientos contienen un error en el mismo punto de partida.
   El mundo no nos rodea, no se nos opone ni se nos enfrenta, no se halla delimitado a nuestro alrededor por una frontera, un muro o muralla, no hay línea, horizóntica o no, que lo separe de nosotros. El mundo colabora con nosotros, nos ayuda, nos mantiene vivos, vela por nuestra integridad o, mucho mejor aún, la conforma, nos identifica. Heidegger lo supo ver muy bien, ser significa ser-con, ser-con-nuestra-flora-bacteriana. La simbiosis constituye una característica tan definitoria de los seres humanos como la racionalidad. Nuestra vida resulta imposible sin ella. Hasta un kilogramo de su peso corresponde a su microbiota, más de 2.000 tipos de bacterias que pueblan nuestros intestino, nuestra garganta, nuestra vagina y nuestra piel. Nos protegen de agentes patógenos que podrían invadirnos si ellos no se hallasen ahí, nos dan vitaminas que necesitamos, ayudan a la reabsorción de buena cantidad de agua que se perdería sin ellos y nos proporcionan ciertos ácidos grasos de cadena corta de suprema importancia por motivos que veremos muy pronto.
   La proporción exacta de esa microbiota conforma un rasgo identificativo de cada uno de nosotros como las huellas dactilares y, algo que resulta sintomático, esta huella microbiótica presenta mayores diferencias entre individuos de pueblos pertenecientes a culturas no occidentales que entre occidentales. El capitalismo nos recorta a todos como copias unos de otros también en nuestra flora bacteriana. ¿Se da cuenta? podemos identificarnos por lo que hay en nosotros de ajeno, de extraño, por la cantidad de cosas que no reconocemos como propias y que, sin embargo, nos constituyen. De hecho, el sistema inmunitario ignora lo propio, lo que pertenece al organismo. Aquellos linfocitos capaces de reconocer proteínas del propio organismo, mueren en el timo antes de madurar. Los que se liberan al torrente sanguíneo, se caracterizan por ignorar lo propio y reconocer únicamente lo ajeno, lo extraño. Así preserva nuestra integridad. Se lo digo de otra manera: sólo ignorando aquello que nos pertenece, aquello a lo que llamamos "de nuestra propiedad", podremos mantener nuestra identidad. 
   La alteración de la flora intestinal provoca diarreas y, si persiste, una proliferación de organismos patógenos que conduce a la formación de úlceras y una sucesión de procesos cada vez más graves que pueden resultar letales. El  E. Coli, con diferencia la bacteria más abundante en nuestra microbiota, tiene una cara oscura, pues si penetra en el torrente sanguíneo o adquiere ciertos genes que no están presentes en la mayor parte de la población, puede matar a un ser humano. Entonces el sistema inmunitario sí reacciona contra ella y ferozmente. Mientras las bacterias se mantienen en la luz del intestino, al otro lado de la mucosa o de la piel, sin embargo, las deja vivir tranquilamente. Obviamente hemos llegado a este estado de no beligerancia gracias a un largo proceso evolutivo convergente que nos ha hecho a nosotros más tolerantes hacia estos microorganismos y a ellos menos letales para nosotros. Si nos hallásemos al final de la historia, tendríamos un ejemplo más de cómo la identidad depende de la id-entidad, quiero decir, de la preservación de la entidad de lo otro, del mantenimiento de una relación simbiótica, constitutiva (no de negación, ni de rechazo, ni de exclusión) con lo otro. Pero, en realidad, apenas si hemos comenzado a contar la historia.
   Mencionamos más arriba los ácidos grasos de cadena corta. Datos aportados por diferentes equipos muestran que éstos, aparecidos como resultado de la fermentación que lleva a cabo la microbiota, ejercen un papel modulador sobre las citoquinas. Dicho de otro modo, la microbiota regula el sistema inmunitario. Ratones criados experimentalmente en un entorno que impedía la proliferación de bacterias en sus intestinos desarrollaban atrofia en el timo y un sistema inmunitario deficiente. No resulta extraño, por tanto, que personas con una dieta rica en almidón resistente y fibra prebiótica (que favorecen la actividad de la flora intestinal), reporten abundancia de sueños lúcidos y/o placenteros. Como tampoco resulta extraño que en los pacientes de colon irritable, su intestino perciba el estrés antes que su cerebro. Recapitulemos entonces, nuestro intestino constituye una pieza clave en la creación y mantenimiento de un sistema inmunitario poderoso y el sistema inmunitario garantiza nuestra identidad, además de colaborar en los procesos cognitivos. Así que la pregunta con la que comenzamos podría llegar a tener, efectivamente, cierto sentido. Tal vez nuestro intestino no sepa de nuestra existencia, pero contribuye de modo fundamental en el mantenimiento de nuestra identidad. Ahora bien, la tradición filosófica del siglo XX asignaba a la conciencia, entre otras cosas, el mantenimiento de la identidad personal, aún más, con ningún órgano concuerda mejor la típica metáfora de la conciencia utilizada por los filósofos del siglo pasado, quiero decir, la imagen de una cámara oscura en la que se produce un flujo incesante de imágenes (o de residuos) que con el intestino. ¿Habremos hallado, pues, el asiento biológico de la conciencia?.

domingo, 12 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (2. "A veces veo [antígenos] muertos")

   Los neuroinmunólogos suelen denominar con cierta guasa al sistema inmunitario “el sexto sentido” ya que, efectivamente, funciona como un órgano sensorial que recoge información acerca de lo que no vemos, oímos, tocamos, paladeamos ni olfateamos. Procesa esa información y envía sus resultados, o las órdenes que tal procesamiento le lleva a tomar, al cerebro. Sin embargo, si uno sigue con cierto detenimiento las explicaciones científicas, podrá apreciar cómo en ellas, cosa bastante habitual, el énfasis se sitúa en su capacidad para percibir lo que no se ve. Por tanto, más que con un sexto sentido, resulta apropiado compararlo con el “tercer ojo”, ese ojo espiritual que el hinduismo situaba en el entrecejo y al que las versiones más new age no dudan en hundir hasta convertirlo en la epífisis, una vez más, la glándula pineal.
   El funcionamiento del sistema inmuntario implica la posesión de una sabiduría milenaria, de una especie de "verdad perenne" acumulada en nosotros por el proceso evolutivo, que incluye el reconocimiento de nuestra identidad, la capacidad para separar lo propio de lo ajeno, precisamente lo que solemos identificar como característico y definitorio de la conciencia y que aquí podemos ver aflorar (en directa relación pero) de modo independiente respecto de lo que se considera “actividad cerebral”. Del sistema inmunitario, como del tercer ojo, se afirma que tiene la llave del mundo interior y, aún más, de cómo lo percibimos, porque actúa como un distribuidor de las potencialidades del organismo. De hecho, si queremos ser materialistas y reducir toda la complejidad del sistema neuroendocrinoinmunológico a la pueril determinación de un La Mettrie, llegaremos a la inevitable conclusión de que a nuestro tercer ojo (tanto tiempo considerado la quintaesencia de lo espiritual) le corresponde determinar cómo percibimos, por ejemplo, si los estímulos externos nos van a resultar apetecibles o no, pues como ya dijimos, la “conducta de enfermedad” implica pérdida del apetito nutritivo y/o sexual.
   Insistiendo, como hizo la filosofía del siglo XX, en buscar las bases cerebrales de la mente y, en consecuencia, en identificar la conciencia con algún estado, proceso o área de nuestro cerebro, lograremos extraer de los resultados de la neuroinmunología cosas verdaderamente chocantes, porque el sistema inmunitario, como el esotérico tercer ojo, ve sin que lo vean, percibe lo que queda más allá de los sentidos, conduce a reinos interiores y, hemos de concluir inevitablemente, a nuevos estados de conciencia. De hecho, si tenemos en cuenta que hablamos de una conciencia no localizable ni identificable con el cerebro, a una conciencia difundida por todo nuestro organismo o bien, a una conciencia difusa, nos hallaríamos, en términos del siglo pasado, ante la famosa conciencia expandida o bien, ante "estados alterados de conciencia". Aún más, esta conciencia alterada, este estado expandido, lejos resultar el producto místico de experiencias suprasensoriales, constituye la base misma de la actitud natural. Cada día, en cada momento, nos hallamos en tal estado. Por contra, la conciencia producto, exclusivamente, de un mecanismo neuronal, la conciencia suspendida de cualquier contacto con la realidad por una decisión metodológica, aparece ahora como lo raro, lo alterado, lo carente de base empírica alguna que lleve a suponer su existencia.
   El conocimiento de que hace gala el sistema inmunitario parte de la pura empirie, nada hay en el sistema inmunitario que no provenga de la experiencia... salvo el sistema inmunitario mismo. Por una parte, produce inmunoglobinas de varios tipos con una región, la denominada Fab, extremadamente variable de unas a otras incluso dentro del mismo tipo o, dicho de un modo resumido, el sistema inmunitario produce millones de anticuerpos diferentes por un proceso de generación al azar que circularán por el organismo hasta que encuentren (o no), algo ajeno que puedan reconocer. Por otra parte, la experiencia o, si se quiere, la tactación directa de las toxinas y superficies proteínicas de virus y bacterias, dirige toda su reacción. Ahora bien, esa experiencia no se almacenará en cuanto tal, se almacena la modificación que causó en el sistema inmunitario, el modo en que lo alteró. Dicho de otro modo, reconocemos las cosas porque tenemos categorías previas a la experiencia, pero estas categorías no viven en el reino de las ideas de Platón, ni las ha engendrado el uso puro de la razón, ni constituyen ideas innatas puestas en nosotros por Dios, se hallan presentes desde poco después de nuestro nacimiento y deben su existencia al azar. Que acaben coincidiendo con algo que encontremos o no resulta una mera cuestión de combinatoria y probabilidad. Aún más, si hemos de seguir empleando los viejos pelucones que el siglo XX utilizó como conceptos, habremos de decir que el sistema inmunitario proporciona conocimientos y experiencias que vienen de fuera de la mente, de hecho, nos saca de ella. De modo que: sí, puedo percibir el mundo desde fuera de mi cerebro; sí, puedo tener un contacto con el mundo previo e independiente al lenguaje; sí, puedo crear una imagen especular de la realidad no condicionada lingüísticamente; y sí, hay una fuente de conocimiento estructuralmente idéntica en todos los seres humanos salvo pequeñas regiones que nos hacen a cada uno de nosotros diferente de los demás pero que en todos funciona exactamente igual. Todavía mejor, realizamos cotidianamente todas estas cosas que la filosofía del siglo XX se emperró en calificar de imposibles. En este sentido, el sistema inmunitario nos enseña que la resolución de los problemas no viene por el análisis lingüístico, ni por ningún género de refutación y mucho menos, por quedarnos escuchando la voz de algún papanatas que se nos presente como el ser. El camino que conduce a la resolución de los problemas pasa por trascenderlos, quiero decir, cambiar el marco en el cual se desenvuelven, por ejemplo, cambiando la fórmula leucocitaria, cambiando el ritmo normal del cuerpo, cambiando su temperatura, cambiando el nivel de inflamación del tejido... “De otro modo” y nunca “más” se llama el camino que conduce a solucionar los problemas. O, si lo prefiere, lo puedo explicar un modo diferente: el sistema inmunitario resuelve los problemas transformándose en otra cosa.

domingo, 5 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (1. Hay chica nueva en la oficina)

   Hay chica nueva en mi oficina y me tiene embelesado o, por decirlo de otro modo, tengo un juguete nuevo. Se llama neuroinmunología, aunque en realidad esto es una abreviatura, su nombre completo es neuroendocrinoinmunología. Si dijera que trata de las interacciones entre el sistema inmunitario y el sistema nervioso, con frecuencia, gracias a la intermediación del sistema endocrino, no estaría aclarando mucho las cosas. Propiamente, la neuroendocrinoinmunología considera que sistema inmunitario, sistema endocrino y sistema nervioso conforman uno y el mismo sistema, dividido a efectos de facilitar su estudio, pero a los que no separa ninguna barrera real.
   Vamos a comenzar por una experiencia corriente. Ud. come un alimento en mal estado y al cabo de unas horas lo vomita. “Me ha sentado mal”, es la explicación habitual. Parece simple y no lo es. El reflejo del vómito está controlado por el sistema nervioso central, más en concreto por el bulbo raquídeo. Por tanto, para que se proceda al vaciado del estómago es preciso que llegue a esta zona la información pertinente. Ahora bien, ¿quién envía dicha información? El primer sospechoso es el estómago, pero hay motivos suficientes para descartarlo. El estómago es poco más que un saco en el que vierten sus contenidos diversos órganos, apenas un ensanchamiento del tubo que nos constituye. Nada hay en él capaz del procesamiento de información que se requiere para enviarle señales a nuestro sistema nervioso central. Candidato mucho más apropiado es el sistema inmunitario que, desde luego, sí tiene una poderosa capacidad de análisis de información sobre todo lo que se le presenta, sabiendo distinguir lo propio de lo ajeno y lo tóxico de lo inocuo. Es por tanto el sistema inmunitario el que, al descubrir una fuerte concentración de toxinas en el alimento en cuestión, da la orden al sistema nervioso central para que proceda a su inmediata evacuación. Quiero resaltar lo que he dicho, poseemos un poderosísimo sistema de procesamiento de información y toma de decisiones, distinto de nuestro cerebro, capaz, en determinadas circunstancias, de dar órdenes que éste, nuestro cerebro, se limita a ejecutar.
   Hasta aquí no hemos mencionado nada verdaderamente relevante, nos hemos limitado a poner el acento en algo en lo que no se suele colocar, que somos un organismo (en realidad somos muchos organismos) y, como tal, es lógico que entre las partes que nos componen se produzcan interacciones. Vamos a poner, pues, otro ejemplo procedente de la experiencia cotidiana, esa somnolencia, ese sopor, que suele causar en nosotros la enfermedad. Todos lo sabemos, en cuanto pillamos un catarro o una gripe, por hablar de enfermedades frecuentes, por una parte, se nos cierran los ojos a la menor ocasión, pero, por otra, dormimos mal, dando vueltas, con pesadillas más que sueños. Nuevamente, es normal, pero ¿por qué ocurre esto y no cualquier otra cosa? 
   Las citoquinas son definidas habitualmente como las moléculas encargadas de transmitir información entre las células del sistema inmunitario. Al menos tres de ellas, la IL-1β, la IL-6 y el factor de necrosis tumoral (TNF-α) alteran el sueño, provocando, precisamente, somnolencia y disminución de la fase REM. Así que, cuando el sistema inmunitario reacciona ante la presencia de un agente invasor, comienza a secretar grandes cantidades de tales citoquinas que afectan al cerebro, el cual pierde capacidad para concentrarse y provoca lo que se denomina “comportamiento de enfermedad”. La única forma de que todo ello se produzca es porque las células de nuestro tejido nervioso tienen receptores para las citoquinas. 
   Hasta aquí tampoco hemos ido tan lejos. Que la enfermedad afecte el funcionamiento del cerebro es, en realidad, lo único que recuerda a un argumento de todo lo que se recoge en ese famoso libro que tan pocos han leído llamado El hombre máquina. Pero, claro, es que aquí no termina la historia. Los neuroinmunólogos han demostrado que nuestro cerebro no se limita a recibir citoquinas, las produce, es más, los linfocitos del sistema inmunitario tienen receptores para los neurotransmisores y, por si fuera poco, existen terminaciones nerviosas en diferentes órganos del sistema linfoide en estrecho contacto con células T y macrófagos. Eso explicaría un curioso experimento llevado a cabo por Aden y Cohen en 1975. Básicamente consistía en darle a los sujetos una sustancia azucarada acompañada por un inmunosupresor. Tras unos días, bastaba con administrarles la misma sustancia azucarada para que pudiera detectarse un debilitamiento de su sistema inmunitario aun en ausencia del inmunosupresor. También estaríamos ante una explicación de lo que han descubierto Velázquez, Rojas, Esqueda, Quintanar y Jiménez, a saber, que la deprivación de fase REM del sueño (exclusivamente de la fase REM), debilita significativamente el sistema inmunitario (*) . Lo que ya no explica tanto es que cuando se procede a extraerles linfocitos a los ratones éstos pierdan habilidades cognitivas, habilidades que, por otra parte, recuperan en cuanto se les reinyectan sus linfocitos (**). Probablemente eso está relacionado con la presencia de células T del tipo CD4 y la alta concentración de la citoquina que éstas producen, la IL-4, en las zonas del hipocampo en las que se lleva a cabo la neurogénesis como consecuencia del aprendizaje. Aunque todavía no se sabe qué tienen que ver las citoquinas con la neurogénesis se ha demostrado que puede haber neurogénesis en ausencia de neurotransmisores. 
   Por cierto, ¿han sacado ya la consecuencia lógica de la interrelación del sistema inmunitario y el cerebro vía sistema endocrino? ¿no? Pues es muy fácil, que el órgano privilegiado de intercambio de información entre sistema inmunitario y sistema nervioso central es la glándula pineal en la que Descartes señaló que se producía la interacción del cuerpo con el alma.


   (*) Véase: J. Vázquez Moctezuma, J. A. Rojas Zamorano, E. Esqueda León, A. Quintanar Stephano y A. Jiménez Anguiano, "Selective REM Sleep Deprivation and Its Impact on the Immune Response", en S. R. Pandi-Perumal, D. P. Cardinali, y G. P. Chrousos,-Eds.- Neuroimmunology of Sleep, Springer, N. Y. 2007,  pág. 170.
   (**) Véase, por ejemplo: Kipnis et al. (2004) y Brynskikh et al. (2008)


   P. D. Cuando escribí el texto del que saldría esta entrada, un artículo en papel y otras cosas, ya tuve la impresión de incurrir en una provocación al llamar al estómago "apenas un ensanchamiento del tubo que nos constituye". Desde luego pensaba en él más que como un mero "saco", quizás porque recordaba a Nietzsche y su afirmación de que pensamos en función de lo que comemos. Aunque no lo juzgo importante para el razonamiento subsiguiente, sí quiero anotar que a fecha de hoy, 23 de noviembre de 2016, he tomado conciencia de hasta qué punto lo he denigrado refiriéndome a él de semejante manera. Tenemos los mamíferos una cosa llamada Sistema Nervioso Entérico, que consiste en una envoltura neuronal del sistema digestivo, desde el esófago hasta el colón. Lo forman más de cien millones de neuronas (sí, ha leído bien, neuronas), que controlan todos los aspectos de la digestión, pero que tiene, además, la capacidad de recordar y aprender, hasta el punto de que los neurogastroenterólogos se refieren a él como el "segundo cerebro".